Aguja de marear (56)

Aguja de marear (56)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

56

 

            – Bájate los pantalones.

            Mac miró a la enfermera pálido.

            – ¿Eeh?

            – Que te bajes los pantalones.

            ¡Y los calzoncillos secándose! ¡No, si cuando…!

            – ¿Para qué?

            – Te voy a poner una inyección.

            – ¿No puede ser en el brazo?

            – No.

            Le habían puesto unos puntos profundos de catgut, un hilo que le recordó los antiguos bordones de tripa para el tambor pero bastante más delgado, suturándole la capa muscular y otros de seda en la piel. Ahora veía a la enfermera preparar la gammaglobulina antitetánica; golpeaba para que ascendieran burbujitas de aire.

            – ¿No es mucha aguja?

            Cuatro centímetros.

            Medio machete.

            – No seas crío. Y bájate los pantalones de una vez.

            Lo que significaba abrir la cremallera y volver a pelear cuando fuera a subirla.

            Con un suspiro resignado dio la espalda a la sanitaria. Miró a los lados con un rápido movimiento de ojos. Bueno, al menos no había nadie delante que le viera.

            No sintió el pinchazo, tampoco entrar el líquido.

            La riña con su pene y la cremallera fue peor aún que en casa de Eduardo. Estaba demasiado nervioso por la presencia de la mujer y las prisas con que quería hacerlo sólo servían para entorpecer más sus dedos.

            – Demasiados pequeños, esos tejanos, para no llevar calzoncillos.

            Mac enrojeció.

            – Deja que te ayude.

            – No la necesito.

            – Como quieras, pero date prisa que es para hoy.

            Mac se cagó en todos los santos. No había manera. Cuanto más rápido, menos atinaba, más nerviosismo y más torpeza.

            – Muchacho, o te gusta exhibirte o la tienes muy grande.

            La cara de Mac ardió.

            – Trae, anda, o no acabarás nunca.

            – No la…

            – No seas niño. ¿Ves? Ya está.

            Mac no se atrevió a mirarla.

            – Ahora súbete la manga.

            – ¿Para qué? -balbuceó.

            – Te falta la vacuna.

            – ¿Otra inyección?

            La gammaglobulina había empezado a doler a medida que pasaban los segundos.

            – Otra. No me digas que tienes miedo, a tu edad.

            Subcutánea.

            – Dentro de un mes te pones la segunda dosis,

            – Espérame sentada -murmuró.

            – ¿Qué has dicho?

            – Que si la sutura está bien atada.

            – ¡Que pregunta!

            – ¿Cuándo me he de quitar los puntos?

            – Dentro de una semana.

            – ¿Y los de dentro?

            – Se disuelven.

            Salió fuera. Al dar el primer paso sintió un dolor lacerante en la nalga. Cojeó. ¡La madre que fundó a la enfermera!

            Eduardo estaba sentado en la sala de espera.

            – ¿Cómo ha ido?

            – No haga preguntas.

            Eduardo sonrió. La expresión de Mac era muy peculiar, mezcla de enfado y vergüenza. Se preguntó lo que habría pasado dentro.

            – ¿Puede saberse qué le hace gracia?

            – Nada. Vamos a lo importante. Aquí no ha venido ningún herido en el antebrazo.

            – Pues lo está.

            – Habrá ido a otro hospital. Lo encontraremos. Seccionar una arteria no es moco de pavo.

 

***

 

            Eduardo detuvo el automóvil, lo aparcó. Mac miró extrañado por la ventanilla; allí no había ningún hospital.

            – Espera aquí, voy a hacer una visita.

            Mac movió la cabeza con conformidad. Miró el reloj, las nueve de la mañana. Cerró los ojos, habían estado toda la noche de hospital en hospital buscando a aquel hombre, preguntando en Urgencias por todos los heridos en el brazo. Había amanecido y lo único que habían conseguido era cansarse y gastar gasolina.

            Tenía sueño. Se sentía decepcionado. Eduardo había asegurado que lo encontrarían, pero lo cierto es que estaban como al principio. Aquel fulano no había acudido a ninguna clínica. Eduardo seguía convencido. Si había seccionado una arteria con el bisturí no tenía otro camino que el hospitalario, incluso una arteria pequeña, cortada, podía matar a una persona. Por lo pronto el homicida se habría puesto un torniquete y después acudido a algún servicio de Urgencias. Básico y elemental.

            Mac no estaba tan seguro.

            Vio a Eduardo introducirse en un portal. Cerró los ojos, le costaba mantenerlos abiertos. Se durmió con la cabeza y el cuerpo reclinados sobre la portezuela.

 

***

 

            Fermín observaba a su hija fregando con energía los platos que dejó pendientes el día anterior. La muchacha tenía el rostro crispado, los ojos brillantes y enrojecidos. No había podido hablar con ella aquella noche, se encerró en su cuarto y no hubo forma. El padre vio frustrado su intento de acercamiento, averiguar lo que le pasaba y dar la nueva de que había acudido a un centro de alcohólicos rehabilitados.

            Carraspeó para llamar su atención.

            – ¿Qué quieres?

            – ¿Qué te ocurre?

            – No me pasa nada.

            – Vamos, hija. Es Mac, ¿no? ¿Ha intentado algo?

            – ¿Siempre estás pensando en lo mismo?

            Fermín calló. No podía esperar que se solucionara mágicamente el distanciamiento y recelo de aquellos años. La dejó sola sin insistir.

            Isabel, perdida en sus meditaciones, ni se dio cuenta que su padre aún no había tomado una gota de alcohol aquella mañana.

 

***

 

            Eduardo llamó al timbre. Abrió un joven dos años mayor que Mac.

            – Hola, papá.

            Había cambiado en aquellos tres años, se dijo Eduardo. No había crecido, pero sí enreciado. Tenía un rostro cuadrado, como la mandíbula, y la musculatura típica de un buen nadador. Los ojos le recordaban el ámbar gris aún más que cuando era niño.

            – ¿Está tu madre?

            – Está trabajando.

            – ¿Tú no tenías que estar en el universidad?

            – Las clases son por la tarde.

            La puerta estaba semiabierta ocupando él el espacio en actitud defensiva. La mano izquierda en el picaporte.

            – Bueno -dijo Eduardo-, déjame pasar.

            – No hay nada de qué hablar, papá.

            – Eso no quiere decir que dejes a tu padre en el pasillo.

            El joven titubeó. Echó a un lado. Siguió a Eduardo hasta el comedor.

            – ¿Qué haces aquí? -espetó.

            – Venir a veros.

            – Con tres años de retraso y a las nueve de la mañana. ¿Ya estás bebido?

            Era más alto que su padre.

            – Os cuesta perdonar.

            – Son muchos años de putadas, papá, una detrás de otra. Hace la tira que no nos vemos, desde que tú y mamá os separasteis. No te has preocupado de nosotros ni un segundo. Y ahora de pronto te presentas a primera hora de la mañana deseando que te recibamos con los brazos abiertos.

            El tono era más dolido que rencoroso.

            – No es visita de cumplido. Hay un asesino suelto que mata indiscriminadamente, sólo quiero advertiros que no os fiéis de nadie.

            – Bien, vale, tomo nota.

            La voz ahora fue tensa. Lo de visita de cumplido no le había caído bien.

            – Abajo tengo un chico herido. Le he prestado una camiseta que te olvidaste en casa.

            – Te la puedes quedar.

            Ahora, agresivo. Eduardo se cargó de paciencia.

            – ¿Y tus hermanas?

            – La una en el colegio, la otra trabajando.

            Estaba todo dicho. Eduardo había esperado que el tiempo restañara las heridas, pero estaba visto que no era así. La verdad es que había sido Mac quien, sin proponérselo, le había empujado a dar aquel paso. La conversación que habían mantenido en el coche nunca la tuvo con sus hijos por mucho que la deseó. El alcohol siempre lo había impedido, siempre presente; aunque estuviera sobrio estaba delante imposibilitando toda aproximación.

            – Me alegro de verte -se despidió-. Siempre es agradable visitar a la familia.

 

Aguja de marear (55)

Aguja de marear (55)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

55

 

            Se despertó bruscamente.

            – Tranquilo. Sólo quiero ver tu herida.

            Apoyó nuevamente la cabeza en el respaldo. Apretó los dientes cuando Eduardo quitó el esparadrapo. ¡Adiós piel!

            – Una herida fea -murmuró inspeccionándola-. Te afecta la capa muscular. Más profunda y te alcanza el abdomen.

            – El otro está peor.

            Eduardo lo miró con atención.

            – ¿Lo has herido?

            – En el antebrazo, pero creo que le he seccionado una arteria.

            El policía unió los labios pensativo mientras iba a por el esparadrapo. Regresó con una caja de gasas medio empezada y el esparadrapo. Volvió a suturar.

            – Iremos al hospital a que te curan bien la herida.

            Mac no respondió. Se dejó curar.

            – Veo que no lo despistaste.

            – Lo seguí -respondió el chico.

            – ¿Lo seguiste? Muchacho, eso fue una estupidez.

            – Una más en mi vida, ¿qué más da?

            – Pudo haberte matado.

            Mac encogió los hombros indolentemente.

            – ¿Es eso lo que buscabas?

            – ¡Y qué si es así! Soy un suicida, ¿recuerda?

            Eduardo lo apuntó con el dedo.

            – No vaciles conmigo.

            – ¡Que le zurzan!

            El policía le contempló severo. Entró en su habitación, regresó con una camiseta. Se la arrojó.

            – Póntela, vamos al hospital.

            – Estoy bien.

            – Eso lo diré yo.

            Mac no se amilanó. Sostuvo la mirada. Se tragó el orgullo. Se puso la camiseta, una blanca, lisa, casi de su talla. La dejó por fuera del pantalón para cubrir las manchas de sangre de éste.

            – Esta ropa no es suya -atacó.

            – Guárdate tus comentarios.

            – Le va pequeña.

            – He dicho que sin comentarios.

            – Es de hombre. ¿Es usted gay?

            – Te estás ganando una hostia.

            – ¿Con quién vive?

            – Métete en tus asuntos.

            – Siempre lo hago. Los líos me los traen los demás, son de importación. Venga, hombre, ¿de qué se avergüenza?

            – Hablas demasiado.

            – Tendré complejo de policía.

            – Deja las vidas de los demás.

            – Usted se mete en la mía.

            – Vamos al hospital -suspiró de mal talante.

            Cogió a Mac del brazo para obligarlo a caminar.

            – Pero, ¿es gay?

            – No.

            – No le creo.

            – ¿Tengo aspecto?

            – Conocí a uno casado, con hijos, y que era alcalde.

            Eduardo se puso en jarras.

            – Muy bien. ¿Por qué me provocas?

            La pregunta clave.

            Mac no supo contestar.

            – Entonces, si has terminado -dijo Eduardo al cabo de unos segundos-, vámonos.

            Mac lo siguió mustio. Esperó mientras el otro cerraba la puerta con llave. Las manos en los bolsillos, la camiseta colgando desde el pecho verticalmente. Ligeramente pálido, aunque nadie habría sabido si era por la herida o por su estado de ánimo.

            Notó las piernas más fuertes bajando las escaleras que cuando subió. Anduvieron dos manzanas en busca del automóvil.

            – Estás muy callado -comentó Eduardo al ponerlo en marcha.

            – No suelo hablar mucho.

            – Pues hoy has roto la regla.

            – Hoy he cometido muchas gilipolleces.

            – Espero que nuestra conversación del piso haya sido la más grave.

            – No. Es la más pequeña.

            – Eso temía -suspiró.

            Mac lo miró huraño.

            – Ahora es usted quien ataca.

            – ¿Te jode?

            El chico miró la calle.

            – Supongo que lo merezco.

            – La verdad es que tengo curiosidad de conocerte.

            – Ya me conoce.

            – No. Me gustaría saber realmente cómo eres. En estos momentos tan sólo conozco tu aspecto de fiera acorralada.

            Un semáforo.

            – No se pierde gran cosa -murmuró Mac.

            – ¿Tú crees? ¿En serio piensas que Efrén, Germán, harían por ti lo que hacen si no tuvieras algo especial? O esa chica con la que sales, Isabel, ¿crees que te querría?

            – No la meta en esto.

            – Pero es cierto.

            – Usted no sabe nada de mi vida. ¿Qué le parecería si le dijera…?

            – ¿Que mataste a un hombre? Ya lo sé.

            Mac arrugó la nariz.

            – ¿Lo aprueba?

            – Yo también he matado hombres.

            – Usted es policía.

            – ¿Eso nos da carta blanca?

            – No, claro…

            – ¿Entonces?

            – Me está liando.

            – No. Sólo razonando.

            – ¡Vaya razonamiento! ¡Disculpar un crimen!

            – Constato un hecho. No lo juzgo.

            – El hecho -repitió Mac-. De acuerdo. Ha dicho que ser policía no da carta blanca. ¿Me está diciendo que esas muertes podían haberse evitado?

            – Lo que digo es que, en ocasiones, no queda otro remedio.

            – Mi caso sí.

            – ¿Sí, qué?

            – Sí había otro camino.

            – No, Mac. No había otro. Inválido y todo podía aún contratar a alguien que acabara su trabajo. La única forma de conservar tu vida era matándolo. Es como en la guerra. Aunque no quieras matar has de hacerlo si no quieres que te maten. Es así de simple.

            – Si usted lo dice.

            – Lo que ya es otra cuestión, es la conciencia de cada uno. Y tú la tienes muy fuerte.

            – Que tengo conciencia -rió-. ¿Sabe que he querido seguir matando?

            Verde. Eduardo arrancó.

            – ¿A quién has matado?

            – Quise matar a Felipe.

            – Pero no lo has hecho.

            – A Francisco.

            – Tampoco lo has hecho.

            – Eso no quiere decir nada.

            – Sí dice, y mucho. Mac, después de lo que le hicieron a tu hermano es lógico que quisieras matarlos. No serías humano si no hubieras tenido ese sentimiento. Pero lo importante es que no lo hiciste. ¿Sabes por qué? Pues porque había otra posibilidad, la de castigarlos sin el homicidio entregándolos a la justicia. Eso fue lo que hiciste. Con Gabriel no existió otra solución, él o tú. Aquí la había. Me estoy ateniendo a los hechos. ¿No te das cuenta que si fueras el criminal que crees los habrías matado también?

            – ¡Palabras!

            – No. Conciencia. Demasiado fuerte, demasiado intransigente. La tienes atascada en el no matarás. Y crees que no puedes matar bajo ningún concepto.

            – No se puede.

            – Vamos…

            – ¡No se puede!

            – La Biblia no dice que te dejes matar.

            – No meta la religión por medio.

            – Alguien te ha debido inculcar esa moral tan rígida.

            Mac sonrió. Hubo travesura en el movimiento de sus labios.

            – Muy bien -desafió-, métala. Según usted no dice que nos dejemos matar.

            – No.

            – Le voy a decir lo que dice -frunció una ceja recreándose en las redundancias-. Cristo nos hablaba de amarnos, de hacer a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran, de no enfrentarse al perverso. ¿Hasta ahí bien?

            – ¿Qué intentas demostrarme?

            – ¿Hasta ahí bien?

            – Sí.

            – Pero hay algo que está en el Evangelio y no nos lo ha dicho la Iglesia, a pesar de que nos habla mucho del episodio.

            – ¿Qué episodio?

            – La Pasión. Nos habla mucho de ella, pero nunca nos ha dicho lo que la Pasión significa.

            Otro semáforo. Eduardo estaba intrigado.

            – ¿Qué significa para ti?

            – La confirmación de las palabras de Cristo. Fue consecuente con sus creencias hasta el final. Si te abofetean una mejilla pon la otra. No te enfrentes al perverso. No te enfrentes… aunque en ello vaya tu vida. No te defiendas ni para salvar tu vida.

            – Eso es absurdo, Mac.

            – ¿Usted cree? Él no defendió la suya. Era el Hijo de Dios, hacía milagros, resucitaba muertos. ¿Por qué no se defendió? ¿Por qué permitió que lo mataran? Fue consecuente. Ese es el mensaje de la Pasión, independientemente que después resucitara.

            Eduardo meditó la respuesta. El muchacho podía estar equivocado, pero su lógica era aplastante y analizando los hechos no se llegaba a otra conclusión más que aquella que, por otra parte, se dijo, no contradecía las afirmaciones de la Iglesia, al contrario, las redondeaba y ponía el listón a una altura inalcanzable. Era añadir obstáculos al filo de la navaja en el camino de la salvación.

            – Así… -intentó ganar tiempo. No se lo ocurría nada para contrarrestar aquella lógica-, que tu moral viene de esa creencia.

            – No. Esa respuesta la obtuve después, cuando intenté analizar y saber por qué me remordía tanto. Lo comprendí todo el día que la hallé. Pero no me ha ayudado en nada. Sigue ahí, convirtiendo mi vida en un infierno. Llega un momento -parecía pensar en voz alta-, que no resisto más, que tengo que hacer algo para poder descansar o dejar de oírla.

            – ¿Por eso empezaste con la droga?

            Asintió con la cabeza.

            – En una ocasión quise matarme -prosiguió-, ya lo tenía todo preparado, y me faltó valor.

            – ¿Crees que es la solución?

            – La única -murmuró-. Pero hasta para eso soy un cobarde, ya ve.

            Eduardo pasó por alto el amargo cinismo.

            – El caso es que, cuando me dejo llevar, cuando actúo como hacía Gabriel, olvido todo, la violencia ya no me parece horrenda y siento hasta placer, y no sufro -su nuez se movió al tragar saliva-. ¿Se da cuenta? No tengo otro camino. Estos días -prosiguió después de un segundo de silencio-, creí haber hallado la solución, la paz -pensaba en Isabel-, pero luego se jodió todo. La detención de Tomás, la cárcel, Quique… Quiero decir, que al principió sólo quería destruirme yo mismo y que Isabel me abrió los ojos. Pero, ¡todo lo que ha ocurrido después!

            – ¿Qué?

            – Que descubrí que era mejor destruir a los demás. Cuando agredo a alguien me siento en paz, me siento bien, sobre todo cuando pierdo los estribos, entonces hay… no sé cómo explicarlo.

            – ¿Orgasmo?

            – Mejor, nirvana. Así que me he dejado llevar, cada vez más hondo, más violento, porque obtenía esa paz que tanto he deseado. La conciencia me había dejado al fin tranquilo. Y entonces me he visto. Esta tarde. He visto quién está dentro de mí.

            – ¿Quién?

            – Gabriel.

            – ¿Crees que estás poseído?

            – No. En absoluto. Es algo que ya comenté una vez a otro policía y que había olvidado. En todos nosotros hay un Gabriel dentro, sólo necesita la oportunidad para salir y manifestarse. He tenido miedo. De mí. Ahora estoy como al principio. La conciencia martilleándome con la misma intensidad del primer día, con el inconveniente de que no tengo otros caminos. A Isabel la he plantado.

            – Eso ha sido una estupidez.

            – Desde luego -reconoció-, pero ya está hecho. ¿El camino de la violencia? Es el más fácil, pero no quiero ser otro Gabriel, no, mientras pueda. Me queda nuevamente el suicidio, como la primera vez -Rió bruscamente, una risa para no llorar-. Seguí a ese tío para ayudar a Germán, pero con la secreta esperanza de que me matara él y obtener el descanso, y, ¿sabe qué? Cuando intuí el peligro me defendí. O sea, que ya ni siquiera sé lo que quiero realmente.

            – No ganas nada destruyéndote.

            – Una afirmación inteligente. ¿Le ha costado mucho descubrirla?

            – Entonces, ¿por qué lo haces?

            – No lo sé. Además, le repito que en el momento de la verdad me he rajado.

            – De todas formas, habrá algún motivo.

            – Habrá. Dígame cual.

            – Yo no soy tú.

            Un cruce.

            – Todo se reduce a la conciencia -dijo Eduardo. Mac bufó cansado de la conversación-. Estás convencido que has hecho un acto execrable que merece un castigo sin remisión, y puesto que la sociedad no te condena, lo haces tú mismo.

            – Puede ser. Es una explicación.

            – ¿No te parece estúpido?

            – ¿Cree que lo es?

            – Lo es.

            – Como quiera. No discutiré.

            – Tú eres quien ha empezado la conversación.

            – ¡Una mierda he comenzado! Usted es el que ha querido conocerme. Bien, pues ya lo sabe todo. Dígame su veredicto. ¿culpable o inocente?

            – Imbécil.

            Mac sonrió.

            – ¿De qué te ríes?

            – Me acabo de acordar de algo.

            Su bisabuelo Jesús, el anarquista, solía emplear aquella definición, refiriéndose a sí mismo, cuando hablaba de la época en que ponía bombas. Había actuado convencido de la honestidad de sus ideales, derrocar el sistema establecido por la violencia, porque las buenas palabras no servían para nada, hasta que la Semana Trágica de Barcelona le abrió los ojos. Las brutalidades y excesos cometidos por los obreros le convencieron que no era peor la tiranía de los poderosos que la de los pobres. Abandonó las armas, abandonó todo tipo de activismo político. Era muy joven, la edad de Mac. Había cometido muertes en aquella revuelta, crímenes que deseaba expiar, igual que su bisnieto ahora. Pensó en entregarse, pero la que sería su mujer, una novicia que conoció en aquellos días revueltos, se lo quitó de la cabeza. ¿Qué ganaba con ello? Era el camino fácil. La cárcel o ser ajusticiado, y ahí acababa todo. Lo difícil era cargar con la conciencia, que era la voz de Dios, toda su existencia. Lo difícil era seguir en la calle, cambiar de vida, buscar la expiación interna por uno mismo, devolver bien por cada mal cometido.

            ¿Quién sabe?, pensó Mac. A lo mejor su caso era el mismo. Seguir viviendo, soportar los remordimientos, y crear una nueva vida. Escoger el camino difícil. Su bisabuelo fue la mejor persona que conoció en su infancia. Aunque ignoraba si halló la paz consigo mismo no lo recordaba como un atormentado. Quizá estaba marcándole el camino.

            No prosiguió la conversación. Se sumió en sus meditaciones intentando recordar las palabras de su bisabuelo Jesús (¿podrían considerarse enseñanzas?) Había pasado lo que él, lo había superado. Si alguien en el mundo podía entenderle, era él. Y si él lo consiguió quizá lo lograba siguiendo sus pasos. Tuvo una ayuda inestimable: la bisabuela. Él en cambio acababa de dejar a Isabel en un necio arrebato, simplemente porque no quería hacerla desgraciada y quizá, sí, también, por temor a volver un día contra ella aquella violencia irrefrenable.

            Tenía la mirada perdida al frente, hacia la calzada.

            Si algo había aprendido en aquellos cuatro años es que no lograría sobreponerse solo. Necesitaba ayuda, y de los que conocía únicamente Isabel era la idónea. ¿Volver a ella después del daño que le había hecho? Porque es que la había herido. Bueno, al menos disculparse. Se había marchado como un hurón y no estaba bien.

 

Aguja de marear (54)

Aguja de marear (54)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

54

 

            Eduardo miraba atentamente.

            – ¿Alguna huella?

            – Muchas -murmuró el compañero, calvo, cuello musculoso y aspecto de San Antonio-. Ten en cuenta que es un servicio público. Aunque no creo que nos puedan ayudar.

            El cadáver estaba con los pantalones bajados hasta los tobillos, los calzoncillos no, la camiseta en un rincón mostrando el torso desnudo.

            – ¿Tiene rastros de semen? -preguntó al forense.

            – Posiblemente los tenga. Te lo diré cuando lo llevemos al Instituto para la autopsia. Pero teniendo en cuenta a lo que se dedicaba adivina de quién será.

            – ¿Signos de violación?

            – Ninguno. Tampoco hay violencia física, no se dedicaba al sadomasoquismo y respecto a que se haya defendido no hay nada. El asesino fue muy rápido, como siempre.

            Eduardo leyó la documentación del chico. Veintiún años. Mecánico. Soltero. Se preguntó si sus padres sabían algo. Seguro que no. Además, ¿era chapero o simplemente iba de ligue? Un documento militar; aquello explicaba su cabello corto en contra de la moda, era un recluta, aún no había jurado bandera. Forastero. De Jaén capital. Era tener mala suerte. Sábado. Le debían haber dado permiso de fin de semana y debido a la distancia prefirió quedarse en la Ciudad Condal. Quizá necesitaba dinero y creyó que aquel era un sistema rápido. Quizá era homosexual y estaba quemado de ver tíos buenos en el campamento y tener que reprimirse. Acudió a los urinarios como sus compañeros a las prostitutas. La verdad no la sabría nunca y tampoco tenía importancia. El joven era uno más de la lista, y como siempre, ninguna relación con el resto, porque deducir que el asesino era marica era arriesgar mucho y casi seguro que se equivocaría. Aquel chico estaba muerto por el simple hecho de que el homicida lo encontró a él y no a otro.

            – ¿Cuánto calcula que murió?

            – Unas dos horas aproximadamente.

            Dos horas. Mac había telefoneado hacía una.

            Frunció el ceño.

            ¿Qué habría estado haciendo en aquella hora perdida? ¿Asustarse? No parecía el tipo de chico que se amedrentara con aquello.

            – Otro.

            Eduardo miró a Tomás.

            – Pronto te has enterado. ¿Qué haces aquí?

            – Sabes que me interesa el caso.

            – Adelante -dejó paso con ademán de invitación-. A ver si se te ocurre algo.

            – ¿Insistes que Germán no es?

            – No lo es. Y esta vez hay un testigo de confianza.

            – ¿Quién?

            – No es tu caso. Dedícate a narcóticos.

            – Quiero saberlo.

            – A su tiempo. Sólo puedo adelantarte que Germán es inocente.

            No se preocupó en sostener la mirada de Tomás, salió a los túneles.

            Eduardo abultó la mejilla izquierda con la lengua mientras se la rascaba contemplando pensativo la extensión del túnel.

            Mac tenía que haber estado en aquel pasillo para ver al asesino entrar con la víctima, lo que quería decir que el homicida también lo vio. ¿Huyó perseguido por éste? Podría ser. No interesaban testigos, y no pudo telefonearle hasta que no lo despistó y se sintió a salvo.

            El muchacho era avispado, posiblemente podría confeccionarse un retrato robot. Al fin algo sólido.

            Regresó al retrete. Volvió a estudiar al recluta. Estaba doblado sobre su cintura en una posición peculiar. Posiblemente lo mató de pie y lo empujó al váter muerto ya, de ahí cayó al suelo. Llevaba unas bambas nuevas, tal vez compradas aquel día, un foco en medio de la suciedad imperante. Los ojos azules abiertos, sorprendidos.

            – ¿Algo nuevo, Pepe? -preguntó.

            – Nada. El mismo estilo, la misma navaja. Pero la huella que encontramos en casa de D. Vicente Berenguer no está. Esta vez ha sido más cuidadoso.

            – Aquella huella no se corresponde con la del criminal.

            – ¿Cómo lo sabes? -preguntó el subordinado.

            – Porque la comprobé.

            – ¿Lo has expuesto en el informe? -preguntó Tomás. Lo tenía detrás.

            – Ya lo haré -sonrió cínico.

            – Estás jugando con fuego. Creo que te equivocas en tus deducciones.

            – ¿Qué has encontrado? -fue la respuesta que obtuvo de Eduardo, quien le dio la espalda para hablar con Pepe.

            – Una dirección. Una pensión parece. Estaba en el bolsillo pequeño.

            Debía alojarse en ella para cambiarse de ropa. Ir a los urinarios con sus intenciones y vestido de romano…

            – Bien -comentó-, encárgate tú mismo de localizar a su familia para identificar el cadáver.

            Ahora a ver lo que contaba Mac. Tomás interrumpía el paso en la puerta. Se miraron a los ojos.

            – Quita de ahí o te aparto de un puntapié -murmuró.

            Tomás se hizo a un lado.

            – Es desesperante, ¿verdad? -concluyó Pepe cuando Eduardo hubo desaparecido.

            Tomás no contestó.

 

Aguja de marear (53)

Aguja de marear (53)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

53

            Las dos de la madrugada.

            Estaba en los subterráneos de la parada de Cataluña, al lado de los urinarios. Los brazos cruzados, casi abrazándose a sí mismo. La mirada perdida al suelo y en ocasiones con la mente ausente, autista, inmóvil como una estatua.

            No sabía el tiempo que llevaba así cuando sintió la insistente mirada de alguien. Levantó levemente la cabeza, encontró los ojos de un chico de dieciocho o veinte años, no lo sabía bien. Estaba con la espalda apoyada en la pared, al lado de la puerta de los servicios. El cabello corto, rubio. La pierna derecha doblada hasta reposar la planta del pie en el muro. Se estudiaron un rato. Luego Mac vio al otro llevarse una mano a la entrepierna y oprimirla sin apartar las pupilas de las suyas. Mac hizo un gesto de cansancio. Se alejó siguiendo el túnel lo suficiente para que el otro comprendiera que no entendía.

            Se cruzó con un hombre joven, treinta y pocos. Bien vestido, elegante. Lo siguió con la vista girando la cabeza al tiempo que se apoyaba en la pared. Su rostro no se alteró lo más mínimo cuando lo vio hablar con el chapero. Entraron los dos en el urinario. Volvió a contemplar el suelo, como si en él estuviera la respuesta que tanto deseaba.

            Pudo ser un minuto, pudo ser una hora, el tiempo parecía distorsionado, cuando salió el hombre joven, que se fue en dirección contraria. Ahora saldría el chapero. Le extrañó que tardara. El tiempo nuevamente distorsionado.

            Caminó hacia los servicios. El corazón le palpitaba. No era normal aquel retraso. Empujó las puertas con el codo, una elemental prudencia le aconsejaba evitar huellas. No era normal. Algo ocurría. Una estaba atrancada. Sacó el pañuelo para cubrir su mano derecha. Forzó la puerta. Cedió. El chapero yacía degollado. La boca abierta, los ojos… No reaccionó como Germán, estaba más allá de toda impresión. El hombre joven. Aquel era a quien buscaban.

            Caminó hacia donde se había alejado el otro. Si tuviera suerte, si no hubiera llegado aún ningún Metro.

            Allí estaba.

            ¿Por qué no cogía el Metro que se detenía en aquel instante? ¿Por qué se iba hacia la calle?

            Lo siguió. Ramblas abajo. Plaza Real. Calle Raurich. Nuevamente las Ramblas. San Pablo… dejó de fijarse en los nombres, calles estrechas, callejones más oscuros y solitarios. ¿Dónde iba? Nuevo callejón.

            Mac se detuvo. Respiraba superficialmente, los nervios en tensión. ¿Por qué aquel paseo? Lo había descubierto. Tenía que ser. En algún punto, entre la oscuridad, le esperaba. Sacó el bisturí. Era una solución. Si ganaba salvaría a Germán, si perdía se acabaron sus problemas. Un buen negocio. Vamos, pues.

            Caminó despacio, estudiando muy bien el terreno antes de avanzar un paso. Parada. Oído alerta. Otro paso. Estaba allí, lo sentía en la piel.

            Se echó hacia atrás.

            La navaja rozó su cuello.

            Trastabilló.

            Cayó.

            Fue una lucha confusa, apenas se veían. Mac sintió la navaja de afeitar entrar en su carne, en el costado, a nivel abdominal. Forcejearon. El bisturí entró limpiamente, de punta, en su totalidad, en el antebrazo del otro. Nuevo forcejeo. En ocasiones algo líquido y caliente le golpeaba, como los chorros de una pequeña manguera. Jadeaban. El otro parecía más nervioso, luchaba peor.

            Desapareció.

            Mac permaneció en el suelo respirando ruidosamente. Se incorporó sin ánimos de perseguirlo. Además se había adentrado en la oscuridad. Era arriesgado repetir el experimento. Se llevó la mano al costado, empezaba a doler a medida que la adrenalina descendía en su sangre. Caminó hacia la luz. Buscó un teléfono. No había nadie a aquellas horas.

            No sabía dónde estaba. Una plaza, casi tan oscura como el callejón. Una cabina. Se dirigió a ella oprimiendo la herida con el pañuelo.

            Los padres de Efrén pegaron un respingo al oír el teléfono.

            – ¿Se puede poner Efrén?

            – ¿Quién es? ¿Sabe que son cerca de las tres?

            – Soy Mac.

            – ¿No has hecho bastante daño?

            Colgaron.

            Jadeó mascullando.

            Volvió a marcar. No contestaron. Insistió. Nada. Persistió. Nad…

            – ¿… ga?

            – ¡… én, cuelga!

            – ¿Efrén?

            – Dime, Mac.

            Había sospechado que era él por la actitud de sus padres. No pudo contestar antes por la invalidez. Se había acostumbrado y se defendía bien, pero en ocasiones era un engorro.

            – Oye… perdona, necesito…

            – ¡No colgaré! ¡Dejadme en paz!

            – ¿Qué pasa?

            – ¡Mis padres! -refunfuñó Efrén- ¡He dicho que no colgaré!

            – ¿Qué l-es pasa?

            – Hay rumores de que lo de Quique es culpa tuya.

            – Cosa extraña, ¿verdad? -sonrió con amargura.

            – Olvídalo. ¿Qué sucede?

            – Necesit-o el…

            – ¿Te ocurre algo?

            – No.

            – Hablas cansado.

            – Apenas he dormido.

            – ¿No estarás herido?

            – Oye… no tengo tiempo. Necesito el teléfono de Eduardo.

            – Sí, apunta.

            Lo memorizó.

            – ¿Seguro que estás bien?

            – Sí.

            – Isabel me telefoneó sobre las diez.

            – No quiero hablar.

            – Mac, escucha…

            – ¡No quiero hablar!

            Efrén no contestó. Mac pudo sentir su dolor, el de un amigo rechazado, el que había sentido él con sus tíos.

            – Oye, perdona -murmuró.

            – No te preocupes.

            – Estoy en un lío.

            – Lo sé, me lo ha contado.

            Efrén oyó una risita ahogada.

            – No -respondió Mac-, ése es otro.

            Efrén murmulló algo.

            – Mac, mira, no sé, habla con ella.

            – No.

            – Pero…

            – No.

            – No seas imbécil. Dime que no la quieres, venga, dímelo y lo comprenderé.

            Sólo le respondió un jadeo.

            – ¿Qué te ocurre? ¡Tú estás herido! -afirmó alarmado.

            – Siempre has sido un buen amigo.

            La voz sonó a despedida.

            Efrén oyó cómo colgaba antes de poder responder.

***

            – Dígame.

            – ¿El inspector Eduardo…? -¿cómo era el apellido?

            – Soy yo.

            – Soy Mac. Escuche…

            – ¿Sabes la hora que es?

            – … me, h…

            – ¿Eh?

            – Que hay otro asesinato. Un chapero.

            – ¿Dónde?

            – En los urinarios… de la plaza de Cataluña. Escuche, he visto al asesino.

            – ¿Dónde estás?

            – No lo sé -miró alrededor. Sudaba-. En una plaza… Espere.

            Echó dos monedas para que no se cortara la comunicación.

            Regresó poco después. Cogió el auricular.

            – ¿Está ahí?

            – Sí.

            – No veo ningún letrero.

            – Bueno. ¿Sabrías ir a la plaza de Cataluña?

            – Mejor no.

            – ¿Por qué?

            – Prefiero no ir.

            – ¿A mi casa? -ofreció. No había tiempo para discutir.

            – Si paga el taxi.

            – De acuerdo. Ahora escucha: Dejaré el portal abierto; con la hora que es no creo que entre ningún vecino y lo cierre. En los buzones, quinto E, dejaré dinero para el taxi y una copia de las llaves de casa. Encima del buzón los de éste. No estaré cuando llegues, estaré en Cataluña.

            – Bien.

            Resultó ser un edificio antiguo, cerca de la Sagrada Familia, en Marina. Sin ascensor. Cinco pisos. Herido. Una ganga.

            El taxista no apartaba los ojos de él, su palidez, su camisa con sangre, en parte fresca, en parte seca, gotas sanguinolentas en el rostro, hombros, cuello, brazos y pecho. Habría sido difícil decir qué zona de su cuerpo no estaba ensangrentada.

            Una buena propina para que tuviera la boca cerrada y una amenaza por si las tentaciones. Su jefe conocía a mucha gente y él había tomado la matrícula del taxi. Cuidadito. A lo peor no era sólo un taxista el muerto si largaba. Estaba lo bastante ensangrentado y con la mirada dura para que el otro se tomara la amenaza en serio. Aquello con Franco no pasaba, y es que no había seguridad en las calles. Gracias San Cristóbal, beso al santo, porque al menos no le había rebanado el pescuezo durante el trayecto.

            Cinco pisos.

            Blasfemó.

            En el segundo habría renunciado, pero no tenía dónde ir y cada vez se sentía con menos fuerzas. Apoyó todo su cuerpo en la puerta, al llegar, introduciendo la llave, esperó a reponerse antes de girarla.

            Ya dentro se estuvo quieto unos segundos preguntándose dónde se había metido. La vivienda se veía descuidada; trastos por medio; los rincones no tenían polvo, era el polvo quien tenía algún rincón; una telaraña en una esquina, diversas prendas de ropa tiradas de cualquier manera en una silla… En conjunto le recordó un desván abandonado. Tuvo miedo de fisgonear en las habitaciones.

            Caminó con lentitud; la camisa bañada en transpiración, cuello y rostro brillantes.

            El cuarto de baño. Le mareó el olor. Abrió el ventanuco.

            Los ojos se movieron. Muchas familias solían tener allí una pequeña farmacia repleta de medicamentos. Abrió los cajones. Esparadrapo. Nada más. Ni siquiera mercromina. Algo es algo.

            Se quitó la camisa con una mueca, la dejó caer al suelo que, no supo por qué, tuvo el ramalazo de que era lo más limpio del lavabo. Se miró la herida. Hacía bastante que había dejado de sangrar, aunque el agotamiento fuera en aumento. Casi todas las manchas de sangre eran del asesino. Recordó cómo fue. Curioso. Como pequeños manguerazos. Había tenido suerte.

            Se miró al espejo olvidándose de todo. Su rostro tampoco estaba muy limpio. En realidad nada estaba limpio. ¿Cuánto hacía que no se duchaba? Lo suficiente para apestar y que los calzoncillos le rozaran. Los cinco pisos habían terminado por dejarle las ingles hechas polvo.

            Se descalzó. Hasta las zapatillas deportivas olían a rosas después de tantos días llevándolas fijas día y noche. Los pies… teniendo en cuenta que no usaba calcetines los veranos… Suspiró aliviado, casi con placer, cuando se quitó los calzoncillos, un slip, una cosa moderna que había empezado a popularizarse hacía unos dos o tres años, creía. Tenía las ingles en carne viva.

            Se había sentado en el retrete. Se levantó con el slip en la mano. Se vio en el espejo, desnudo, piel y huesos. Siempre había sido delgado, pero ahora… ¿Cómo decían en su pueblo? Una cosa mala. Una frase con innumerables connotaciones y significados, pero todos referidos a la salud del individuo.

            En el costado derecho, a medio camino entre las costillas y la pelvis, se veía la herida, sangre seca se extendía desde sus labios en todas direcciones, unos pequeños riachuelos hacia las piernas quedando detenidos al empapar los pantalones vaqueros. Una línea delgada dividía en dos su flaco abdomen, que veía palpitar a cada latido de la aorta, desde el ombligo hasta el esternón, del cual surgía un marcado costillaje, producto de las últimas privaciones; Mac no recordaba haberlo tenido cuando salió de Andorra. Tórax plano, aunque con los pectorales bien definidos, brazos enjutos, duros y fuertes, a pesar de la extrema delgadez actual. Seguro que su columna semejaba un rosario, se dijo, aunque no se volvió de espaldas para comprobarlo. El rostro anguloso, las piernas con las rodillas marcadas. Fijó en los ojos en el pubis, los deslizó por el vello hacia el sexo. Mantuvo los ojos en él pensando, sin saber por qué, en Isabel, deseando tenerla a su lado, entre sus brazos, acariciando sus hermosos senos mientras la besaba, mientras deslizaba las manos hacia… Parpadeó. Su pene estaba engordando. Apartó los ojos sintiéndose ridículo, deseando masturbarse a falta de algo mejor, furioso consigo mismo por lo inadecuado del momento y nuevamente ridículo y estúpido, imbécil perdido, majara, por haber roto con ella. Se negó a pensar, se obligó a concentrar su atención en otra cosa.

            Lavó el slip de nailon con violentos restregones como si deseara romperlos, con los dientes apretados y la mirada tensa, porque la imagen de Isabel persistía y su sexo no bajaba. Extendió, casi tiró, en el ventanuco la prenda con una pequeña tos.

            ¡Era el colmo! ¡Para darse contra la pared! Estaba cansado, estaba herido ¡y va y se empalma! ¡de locos!

            Se miró a los ojos en el espejo. El recuerdo de Isabel era más vívido. Su propia imagen desapareció para visualizar la suya, para irla desnudando mentalmente, para irse excitando más, ereccionando más, maldecirse más.

            ¡Pues no se haría una paja!

            ¡Ahora era cuestión de amor propio!

            ¡Sólo faltaría que cediera y lo sorprendiera Eduardo en su casa, desnudo y dale que te pego!

            Se metió en la ducha. Pegó un respingo al abrir el agua fría, permaneció sin moverse obstinado, sintiendo descender la pasión. Empezó a tiritar. Reguló el agua. Sus terminaciones nerviosas acusaron el cambio de temperatura, las sintió dolerle a medida que despertaban.

            No veía el gel, cogió la pastilla del lavabo, comenzó a enjabonarse. Prestó especial atención a la herida. Al aclararse descubrió que volvía a sangrar; el jabón se había llevado los coágulos que la taponaban. Presionó con la toalla, azul y blanca en tiempos de Colón, ahora negra y negra. Pillaría la sífilis o alguna enfermedad rara en aquella casa.

            El esparadrapo se pegaba a sus dedos más fuerte de lo normal. Se suturó la herida con él uniendo los bordes.

            El slip aún estaba húmedo, pero de todas formas no se lo habría puesto, tenía las ingles demasiado irritadas. Se puso únicamente el pantalón. Demasiado ajustado. No se había dado cuenta nunca hasta ahora que subía la cremallera ¡A que te la enganchas! ¡Ya sólo faltaría eso! Blasfemaba. Perseguido por la policía, plantado por la novia (en aquel momento olvidó que fue al revés), herido y la picha… ¡Joder; los vaqueros! ¿Es que habían encogido? Empujaba con el dedo. Nada. La cremallera no subía. Tenía que aproximarla con una mano y subirla con la otra. Despacio. ¡Para! ¡Por un pelo! Recuerdo a su santo patrón. ¡Podrías echar una mano, tú! Vuelta a empezar. Sujetaba el miembro con los muslos. Se escapaba. Sacaba la lengua por la comisura para concentrarse mejor. ¡Si lo que no le pasaba a él…!

            Ya.

            Suspiro.

            Comprendió los apuros que pasa un perro cuando le cortan el rabo.

            Idioteces aparte, pensó, daba gusto sentirse nuevamente limpio.

            Se puso la camisa sin abotonar temeroso de pringarse con algo al sentarse en el sofá.

            Cuando quiso darse cuenta estaba recostado durmiendo.

Aguja de marear (52)

Aguja de marear (52)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

 

52

 

            Así que Mac no había raptado a su primo; mejor, aunque aquello tampoco solucionaba nada. En realidad se estaba complicando, pensó Tomás, después que llamara Pablo a notificar la aparición de Dani. Eduardo, por otro lado, había conseguido tres órdenes de detención y a su pregunta, más por formulismo de curiosidad que interés, había respondido sin tapujos. Aquello le extrañó, no era normal que Eduardo hablara de sus investigaciones.

            – ¿Cómo has descubierto tan rápido a los culpables? -insistió intrigado- Y además que estaban aquí. Creo que no había pistas.

            – Mac.

            De recibir un puñetazo no habría quedado tan sorprendido.

            – ¿Mac? -farfulló.

            – Sí, es un buen colaborador. Ató cabos enseguida.

            Ató cabos.

            ¿En qué estaba implicado aquel muchacho?

            Eduardo guardaba silencio disfrutando.

            – ¿Estás utilizando a ese chico? -atacó Tomás-. Hay orden de busca y captura contra él.

            – Sí, ya me he enterado. No voy a decirte cómo debes realizar tu trabajo -comentó diciéndoselo-, supongo que tendrás tus motivos, pero creo que te estás precipitando.

            Los dientes de Tomás rechinaron.

            – ¿Dónde está?

            – Eso no voy a decírtelo, compréndelo, necesito al muchacho.

            – Estás entorpeciendo una investigación.

            – No, Tomás. Eres tú quien entorpece la mía.

            Razonar con Eduardo era intentarlo contra la pared.

            – ¿Sabe el chaval que está siendo buscado?

            – Por supuesto, no es ningún tonto. Deberías saberlo, se te ha escabullido entre las manos. Bonita faena. Detención ilegal, encarcelamiento… cuya definición es mejor no decirla; coacción, amenazas, brutalidad, y encima se te escapa.

            Eduardo hablaba basándose en sus datos y deducciones, Mac no le había dicho nada, sin miedo a equivocarse.

            – Lo último ya es el colmo -proseguía cruelmente divertido-. Busca y captura, acusándole del mismo delito que una detención anterior. La misma de la que le liberaste después de tenerlo preso.

            Tomás no se amilanó.

            – Todo lo cual -adujo- basta para que no confíe en ningún policía y huya de nosotros como de la peste. Y aún así te ayuda, ¿por qué?

            – Porque es inocente. Supongo que creerá que la única forma de demostrarlo es colaborando.

            Cabía la posibilidad. Pero conocía bastante bien a Eduardo como para distinguir cuando hablaba en serio o se burlaba con seriedad.

            – Ese chico es un traficante.

            – Sabes que no es verdad. La droga no era suya y el arma tampoco. Quieres detenerlo por despecho. Le has apresado, le has golpeado buscando una información que no te dará, huyendo, encima, de la prisión dejándote en ridículo. Ya no lo buscas sólo por venganza del asesinato de tu familia, sino porque quieres vengarte personalmente de él. Hazte un favor. Olvídate de este asunto y vuelve a ser el policía que fuiste. Mac sólo es culpable de una cosa: estar siempre en el sitio menos oportuno.

            – Me gustaría saber quien ayuda a quien: estás defendiendo a ese delincuente, que es quien sabe dónde se oculta Germán.

            – Germán también es inocente. El asesino es otro.

            – ¿Te lo ha dicho él? -retintín.

            – Sí -lacónico.

            Tomás tardó en reaccionar, exangüe.

            – ¿Has visto a Germán y no lo has detenido?

            Empezaba a enrojecer.

            – Nunca detengo a los testigos.

            – ¡Testigo! ¡Él!

            – Exacto. Llegó casi nada más cometerse el homicidio. Tenía esperanzas de que hubiera visto algo, pero se asustó tanto que no prestó atención a nada excepto largarse, momento en que lo vio el conserje.

            – ¿Esa mamarrachada te ha contado? -cínico.

            – Esa historia la supe yo antes de hablar con él, porque es la información que me daban las pistas. El muchacho sólo confirmó mis deducciones.

            – ¿Qué pistas? No había ninguna, salvo unas huellas que seguro que son las suyas.

            – En la puerta, sí. Ya te digo que estuvo allí, pero no es el homicida. Respecto a las pistas, no hay muchas, pero sí las suficientes como para demostrar su inocencia. Así que empieza a pensar nuevamente como un policía y no como marido o padre. Los datos están claros. Analízalos.

            Y allí lo dejó.

            Sí, señor, pensaba ahora, el asunto se estaba complicando.

            ¿Y si Eduardo estaba en lo cierto? Que los chicos fueran inocentes y su misma obcecación le impedía reconocerlo. Había llegado a tener odio a Mac aquellos días, pero no podía evitar tampoco tenerle un cierto respeto que el adolescente se había ganado a pulso. Sin embargo, eso de que colaborara con Eduardo… No le convencía. Aunque bien mirado era lo que había intentado él, sólo que en su caso el muchacho estaba metido en un buen lío siendo inocente. ¿Ocurría lo mismo ahora? Lo único cierto era la seguridad apabullante que tenía Eduardo, y dada su eficacia como policía era un tanto muy a favor de la inocencia de ambos chicos.

            No estaría de más que repasara todo el caso detenidamente. Sería el colmo que estuviese equivocado y que, por culpa suya, el asesino de su familia quedara libre.

 

 

Agujar de marear (51)

Agujar de marear (51)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

 

51

 

            Mac parecía un niño apesadumbrado aquel atardecer sentado en el escalón de la calle de la casa de Isabel cuando lo vio ésta. Perdido, desconcertado… eran muchos los adjetivos que le cuadraban en aquel momento. Sonrió tiernamente aproximándose. Mac alzó los ojos al oír los pasos. Se puso en pie como un colegial que ve a la chica de sus sueños. Ahora parecía hasta confundido. No caminó hacia Isabel, dejó que fuera ella quien se acercara. Abrió la boca.

            – No digas nada -cortó dulcemente la muchacha.

            – Soy un gilipollas.

            – Sí, un poco.

            Había cariño en su sonrisa. Mac respondió con otra torpemente.

            – ¿Te apetece tomar algo?

            Fueron a un bar próximo, una especie de chiringuito con grandes cristaleras y mesas en el exterior. Se sentaron en una, pidieron la consumición y durante bastante rato estuvieron en silencio, bajo la agradable temperatura, mientras el cielo iba oscureciéndose. Isabel esperaba sin saber qué decir, observando al muchacho de rostro ausente y ojos graves. Intentó leer en ellos, pero sólo obtuvo una pantalla que ocultaba los pensamientos de Mac.

            – ¿Los han detenido? -murmuró mirando vergonzosamente el tablero.

            Ahora Isabel sólo le veía las cejas en una frente de diminuta transpiración; debajo, los párpados estaban recogidos y las pestañas temblaban.

            – Sí, a todos.

            Mac tragó saliva. Jugueteaba con dedos nerviosos en el vaso.

            – No le des más vueltas -rompió el fuego al final la chica.

            – Es que no sé lo que me pasa -su voz fue como un gañido-. Hay ratos que no, que razono, pero en cambio otras veces, no sé, sólo deseo destruir, hacer daño. Incluso… -su voz se ahogó- creo que no me importaría matar.

            – No pienses.

            – ¡Es que hay que pensar! -se quejó. Evitaba los ojos de Isabel huyendo con los suyos-. Yo no era así -gimió-, lo sabes. ¡Joder! Esta mañana… esta mañana, lo comprendo, bien, creía que habían matado a Quique, estaba furioso, bien, era mi derecho, ¿no?, lo era, ¿no crees?

            – Sí, lo era.

            – Pues eso, lo era. Lo perseguí; hasta ahí bien, pero… -ahora estaba llorando- esta tarde, lo lógico, ¿no? la policía, es cosa de ellos, ¿no? Yo… ¡Dios mío, no sé ni cómo decirlo!

            – Olvídalo.

            – Es que hay más…

            Le salían mucosidades por la nariz. Se las limpió con el dorso de la mano.

            – … más… No sabes lo de la cárcel. Dejé a uno ciego y a otro inválido, se metieron conmigo, Tomás los azuzó, y yo… ¡pero es que me alegré!, deseé hacerlo, disfruté, disfruté, Isabel -sus hombros se sacudieron más fuerte-, deseaba hacerlo, sentí placer, ¿puedes creerlo?, placer, y luego disparé contra Tomás, como lo oyes, le disparé, no quise matarlo, pero lo habría hecho de desearlo, no habría temblado.

            – Vamos, Mac.

            – Es la verdad, no te miento.

            Se cortaba las uñas de una mano con los de la otra.

            – He estado toda la tarde dando vueltas. Lo primero que pensé, cuando salí, fue cargarme al cabrón que faltaba. Tenía algo de dinero, y dónde había una armería, algunas venden pistolas ilegales, siempre hay alguna, y si no tenía bastante para pagar, la robaría o atracaría al dueño, me sentía capaz de hacerlo, lo haría, y entonces me vi, al pasar por un escaparate, era yo, pero mis ojos no, no eran míos, eran los de Gabriel, tenían su mismo brillo, los conozco, no se me han olvidado en la vida, mis ojos brillaban como los suyos, como… me estoy convirtiendo en él, en lo que era él, entonces reaccioné, no sé, volví a ser yo, es como, como si hubieran dos dentro de mí, no sé.

            – Tú nunca serás como él.

            – Entonces es que estoy volviéndome loco.

            – No, Mac.

            – ¿Qué explicación hay?

            Isabel volvía a sentirse perdida como horas antes. Había sabido cómo actuar días atrás, pero ahora aquello era diferente. No iban a beneficiar en absoluto a Mac los gritos o las discusiones. Aquel bajón (se negaba reconocerlo como depresión) no era producto de haber matado a Gabriel.

            – No sé qué hacer -murmuró Mac. Luego guardó un silencio horrendo. Isabel vio como aumentaba su sudoración, los labios tiritaban, y la barbilla, como si quisiera decir algo y una parte de sí mismo luchara contra ello-. Quiero que dejemos de vernos -consiguió articular.

            Durante unos segundos Isabel no se dio cuenta que no respiraba. Había esperado cualquier cosa menos aquellas palabras. No reaccionó, no pudo, no supo, no habló ni movió un músculo de su rostro. Miraba a Mac con incredulidad, con la sensación de que estaba dormida y aquello era un mal sueño. Mac estaba en silencio, la vista siempre en la mesa, y entonces lo vio levantarse con la lentitud de un enfermo.

            – Adiós -pareció murmurar.

            Adiós.

            No hasta luego.

            Lo vio alejarse sin moverse del asiento, sintiendo un dolor físico que no habría sabido definir. Consiguió reaccionar. No tuvo que correr para alcanzarlo, Mac caminaba como si tuviera plomo en los pies. Lo asió del brazo para detenerle, lo sintió fláccido, como el de un muñeco roto.

            – Mac, no puedes irte…

            – ¿Por qué?

            ¿Lo dijo o creyó que lo decía?

            Tenía la mente entumecida. Algo bloqueaba la conexión de su cerebro a la boca impidiéndole hablar. Miraba al muchacho con la esperanza de que éste leyera en sus ojos. Nunca se había sentido así. Sin saber qué hacer, sin saber qué decir o cómo actuar. Y tenía que decir algo, hacer algo o Mac se iría.

            – ¿Quieres compartir mi vida? -murmuró el chico- ¿Soportar mis aspavientos, mis subidas, mis bajadas, mi violencia…? ¿Eso quieres? -negó él mismo con la cabeza-. Es mejor así.

            – Mac… -suplicó. Al menos que le escuchara-, te necesito -musitó sin ser ya consciente de sus palabras.

            Pareció que iba a decir algo, pero tan sólo desvió la vista dolorosamente. El gesto hizo renacer las esperanzas de la muchacha.

            – Te quiero.

            Volvió a mirarla. Eran unos ojos extraños, inconsistentes. Isabel leyó sufrimiento. Parecían dudar, que deseaban besarla.

            – Del amor al odio sólo hay un paso.

            No sentía lo que decía, Isabel lo supo, como también supo que hablaba en serio, que había tomado una decisión y la llevaría a cabo por mucho que lo destrozara. Volvió a sentirse impotente, sin argumentos, la mente bloqueada. Lo habría maldecido, arañado, de haber tenido una micra de ánimo.

            – ¿Qué será de mí? -fue lo único que consiguió pronunciar.

            Nuevamente sufrimiento en los ojos antes de metalizarse.

            – No te pongas en plan novela rosa, Isabel. No te va.

            Le hizo daño, lo supo enseguida. Por primera vez desde que se conocían había conseguido herirla. Sintió como una puñalada en el estómago y un sabor amargo en la boca al ver que los ojos de Isabel se vidriaban. Deseó disculparse, pero sus labios permanecieron incomprensiblemente sellados.

            Prosiguió su camino, si es que tenía alguno, dándose cuenta que él mismo se cerraba todas las puertas.

 

Aguja de marear (50)

Aguja de marear (50)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

50

 

            Sergio estuvo todo el trayecto pensando en la explicación que podía dar a Germán. Lo cierto es que no hizo falta. Le agradó saber que Mac no había matado a nadie y le preocupó la forma como se había vuelto a marchar.

            Felipe seguía en la cocina. Eduardo en comisaría redactando la declaración en limpio y conseguir una orden de arresto. Isabel permanecía indecisa sin saber si quedarse o irse casa, desbordada como nunca creyó poder estarlo por aquella situación. Germán paseaba meditando.

            No había nada que hacer allí. Sergio se fue a visitar a su abuela. El hospital le impresionó, no había ningún tipo de masificación como en los de la Seguridad Social, y luego no acertaba adivinar cómo habían conseguido aquel difícil equilibrio entre el lujo y la austeridad.

            Halló a la tía Jerónima con buen color escuchando a D. Eusebio. Elisabet en un rincón.

            Se aclaraba el asunto. Sergio lo prefirió así. D. Eusebio le llamaba pillo, aunque la peor de todos había resultado ser su hija. ¡Si su Victoriana levantara la cabeza! Se sentía avergonzado por caer en sus artimañas acusando a un inocente, el desdichado Arturito, de algo tan deplorable. Debía disculparse. El pobre lo había negado, mas no le creyó. ¿Qué podía decir si estaban sus padres en casa? ¿Qué podía jurar frente al baldón a su linaje? Todo falso. Había mancillado su honor con las injurias de su hija. Su abuelo se había batido por menos. Y menos mal, menos mal, que los padres de Arturito no estuvieron presentes en la habitación. Una afrenta, una mácula, un golpe para ellos al traer la ignominia sobre su familia.

            Peor aquello que los otros embustes de su hija. A ninguno había dañado excepto a él, mas era padre y perdonaba. Lo de Arturito era distinto. Lo había difamado atentando contra su honor y aquello era grave.

            Señalaba a su hija con dedo acusatorio mientras hablaba y que no parecía en exceso arrepentida. Lamentaba lo sucedido, pero si su padre hubiera sido de otra manera no habría hecho falta nada. Por otra parte todo había salido bien, con ello se contentaba. Además, ¿no demostraban todos los políticos (que su padre admiraba), fueran de izquierdas o derechas, demócratas o fascistas, no demostraban, con sus actos, que el fin justifica los medios?

            Había otras cosas de qué preocuparse, proseguía D. Eusebio. La confesión de Elisabet era aún más fantástica que sus embustes, empero tía Jerónima lo corroboraba todo. En ella ponía su confianza, creía que no era mujer que accediera a mentir en algo tan serio. Como el inmortal Pedro Crespo: el honor es patrimonio del alma y el alma es de Dios. Era, creía, una mujer respetable. La declaración debía ser cierta. ¿En verdad Germán era buen muchacho, sus intenciones serias? Con todo no peor que su propia hija, Isabela Marciana de las Virtudes Pías…

            Elisabet hizo una mueca.

… ¡Oh, de no ser varón, lloraría! Al menos había sido honesto, no le mintió, demostró ser un hombre al enfrentarse con él y hasta espíritu de enmienda si tenía la oportunidad de obtener trabajo honrado. Él se lo daría. Accedía momentáneamente al noviazgo del llamado Germán con su hija Isabelita. Si la evolución del muchacho era satisfactoria podría llegar el día que consintiera el matrimonio. Mas debían esperar a que conociera bien las intenciones del mancebo, y por otra parte, eran los dos aún excesivamente jóvenes.

            ¡Victoriana, que tiempos! ¿Quién les iba a decir que su hija amara a…? Mejor no pensar.

            ¿Así que Vicente…? ¿También corroboraba aquello, tía Jerónima? ¡Quién lo iba a decir! Él que creía conocerlo. No es que fueran amigos, pero congeniaban bastante. Sí, Isabelita, lo conocía. Era un industrial importante y eso hacía que coincidieran en numerosos círculos.

            Acusaban a Germán de aquel asesinato y de otros cuatro. Aquello le costaba más creerlo, no parecía un asesino. Aunque, bien es cierto, ningún psicópata lo parecía. Mas empero no concordaba lo poco que conocía de su carácter con actos tan deleznables como el homicidio frío, premeditado, o compulsivo, puesto que su personalidad… ¿Qué dices, Isabelita?

            Pobre Vicente. Cuan pena le daban su esposa e hijas, tan niñas. El futuro de sus negocios, hablaba de los legales, naturalmente, estaba asegurado, se salvarían. Aquel día había junta de accionistas y era probable que nombraran presidente al que hasta entonces había sido vice. Se refería, por supuesto, a Juan Moisés, joven brillante y prometedor, que… Mira, tampoco es mal partido, Isabelita… Bien, si te obstinas callaré, dejaré que transcurra el tiempo y que tu bendita madre Victoriana Juana interceda para que no te hayas equivocado o te abra los ojos. Sólo anhelo tu felicidad.

            Que vergüenza. No podía dejar de pensar en Vicente. Un traficante. Dios, Dios.

 

Aguja de marear (49)

Aguja de marear (49)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

49

 

            El teléfono sonó varias veces mientras contemplaba perdidamente los automóviles, semiopacos por la suciedad de los cristales de la cabina. El aparato estaba rayado con algún punzón o punta de navaja y dos grafitis, un coño y un pene. La puerta no cerraba bien y alguien debía haber realizado sus necesidades por el olor y lo que pisó sin darse cuenta. Blasfemó.

            Al final contestaron.

            – Soy Mac.

            – Mac, ¿cómo estás?

            Oír la voz de Juan resultó reconfortante. Tenía una mezcla de alegría y dolor.

            Mac se pasó la lengua por los labios.

            – Bien, ¿y Quique? Me acabo de enterar -mintió sin fuerzas.

            – Fuera de peligro. Tiene un tiro en la pierna y otro en el hombro.

            Podía imaginarse el rostro de Juan. Esperó alguna recriminación, que su hermano le culpara a él por lo ocurrido. Pero no fue así. Juan no entendía el motivo, pero no lo relacionaba con él, y si lo hacía se lo guardaba para sí. Mac no supo qué era peor. No obstante agradeció la delicadeza.

            Guardaba silencio. Ya no sabía qué decir. Deseaba colgar.

            – ¿Qué tal la cárcel?

            – ¿Eh?

            – La cárcel.

            Aún no sabía que había huido.

            – Bueno… no es como estar en casa.

            Mejor que no supiera que estaba libre.

            Le habría gustado ir al pueblo, bueno, a Alcañiz, ver a su hermano, comprobar que estaba bien con sus propios ojos, quizá hasta pedirle perdón, pero aquello suponía arriesgarse, Tomás tendría vigilado el hospital como la casa de sus tíos. Además, cambió de pensamiento, decirles que estaba en la calle era agregar una preocupación a su familia.

            – Oye, mira, no puedo hablar más rato.

            – Lo comprendo -seguramente había un tiempo limitado en prisión para hablar por teléfono-.  Cuídate. Tan pronto pueda iré a verte.

            Mac colgó. Se dio cuenta que no había preguntado por su madre; tampoco era importante, sabía cómo debía sentirse, casi podía verla.

            Permaneció un rato en la cabina, no tenía ganas de marchar, no tenía dónde ir. No, después de lo que acababa de descubrir, cuando se vio en aquel escaparate. El mundo se le vino encima. No había nada especial en aquella imagen reflejada. Un chico. Hematomas en el rostro, vaqueros, camisa con aquellas manchas marrones de sangre seca. Pero un chico que no destacaba de los demás, salvo los ojos. Quedó hipnotizado de ellos. Retrocedió de espaldas, asustado, entrando en la calzada y si no le cogen del brazo una moto lo había atropellado. El hombre le dijo algo, el de la moto un improperio. Pero él no oyó nada.

            Seguía en la cabina, una madriguera con aquel olor, pero un refugio después de todo. Permanecería allí si fuera posible, si sirviera para algo. Pero sabía que era un sueño, el mundo sigue. ¿Qué hacía él en él? No era el suyo, no lo había buscado, no lo deseaba. Habría dado su vida por poder beber el agua de la fuente Baja con la tranquilidad y confianza de su niñez; cambiaría su alma por la de un condenado al infierno sólo para poder ver el suave cielo desde la cruz de San Pedro en San Macario, al borde del precipicio, con la inocencia del recién nacido; la mayor riqueza, de tenerla, con tal de revolcarse, sin preocupaciones, en la reseca arcilla del monte de Andorra.

            Su pueblo.

            Seguía siendo un bálsamo, como cuando era niño. Pero los años no dan la vuelta, no regresan, no podía cambiar ni una coma de su vida.

            Allí, en la ermita, había un jeroglífico dedicado al patrón, el que llevaba su nombre. Algo como que  a la muerte has dado muerte. No recordaba el resto. Ignoraba su significado. ¿Acaso San Macario había estado en un infierno y salido indemne? ¿Se había superado a sí mismo? ¿Y por qué sólo recordaba aquel trozo? El jeroglífico era más largo. ¿Cómo era?

 

Soldado fuerte…

a la muerte has dado muerte…

a la gloria alas has dado.

 

            Algo así, no estaba seguro. Siempre se le había antojado un jeroglífico ridículo. Hoy… lo sentía como algo propio, como si estuviera destinado a él, no tenía nada de necedad. Pero él no era soldado, no era fuerte y mucho menos santo. ¿Y qué había de glorioso en su vida? ¿Qué mensaje podía haber en algo que tenía, al menos, trescientos años de antigüedad, poca imaginación y mucho de supersticioso?

            – Oye, si no vas a telefonear, haz el favor de salir.

            Miró extraviadamente a la mujer. Se fue.

            – ¡Payaso! -oyó murmurar.

            Ojalá fuera cierto. Ojalá hubiera un mensaje que le ayudara. El que se inventó el jeroglífico tendría alguna intención, dar a conocer algo a alguien, pero no a los demás.

            A la muerte has dado muerte.

            ¿Estaba muriendo? ¿Estaba muerto? ¿Tenía que levantarse de sus cenizas como el ave Fénix? ¿Sobreponerse? ¿Pelillos a la mar? ¿Aquí estoy y no ha pasado nada?

            Pero Quique estaba con dos tiros en el hospital.

            Gabriel muerto.

            El lo mató.

            Quería seguir matando.

            Así.

            Escuetamente.

            Fácil, ¿no es cierto?

            Sencillo.

            Como si lo hubiera hecho toda la vida.

            ¿Y usted a qué se dedica?

            Asesino.

            ¿Profesional?

            No, cuando me da.

            Se sentó en una mesa de un bar, en la calle. Los codos en el tablero, la boca en los nudillos, aplastando los labios en movimientos cortos, compulsivos de izquierda a derecha. Los ojos brillantes mientras unas lágrimas se deslizaban por las mejillas.

 

Aguja de marear (48)

Aguja de marear (48)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

48

 

            Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando Dani bajó del Metro en la estación de Virrey Amat. Se despidió de su nuevo amigo con la mano. Sergio respondió con un gesto. No hacía falta que acompañara al niño hasta su casa.

            De haber tenido un par de años más habría pensado lo que le esperaba, con seis no se le ocurrió. Se encontró con una gran alegría y posteriormente gritos y regañinas por el mal rato que les había hecho pasar. Al final se vio sometido a un interrogatorio en toda regla por parte de su madre. No respondió con ninguna verdad, convencido que lo empeoraría si metía a Mac por medio. Lo empeoró de todas formas, máxime cuando le halló encima la navaja de su primo. ¿Dónde la había encontrado?

            – En la bolsa de Mac.

            ¡No podía ser otro! ¿Dónde lo había visto?

            – No lo he visto.

            – No mientas. Te ha dado su navaja.

            – No me la ha dado. La he cogido de su bolsa -insistió.

            – ¿Para qué?

            – Para…

            – ¿Para qué?

            – Para fardar. Con mis amigos.

            No pudo dar una respuesta peor, por lo factible. Para presumir, y lo sucio que estaba. ¿No sabía que no debía jugar con cuchillos y menos con aquella navaja?

            – ¿Por qué no?

            ¡Que no interrumpiera! No y basta. Igual que su primo, eso es. ¿Quería ir a la cárcel como él? ¿Ser un drogata como él? ¿Un criminal como él? ¿Un vicioso? Ya lo decía el refrán: quien con un cojo anda…

            – Mac no es así.

            ¡Lo que faltaba! Encima lo admiraba. Era a su padre a quien debía querer parecerse, no a su primo. ¡Ah, pues! Ella no era su hermana, no dejaría que un mocoso hiciera lo que le viniera en gana, lo metería en cintura, eso es, él no sería un facineroso como su primo. ¡Castigado ahora mismo! ¡Sin comer! ¡A su cuarto! ¡Ya le enseñaría ella! ¡Venga, la navaja! ¡Vería cuando viniera su padre! El pobre buscándolo por aquellas calles.

            Toda la culpa era de Mac. ¿Por qué no le habrían disparado a él, en vez de al pobre Quique? Siempre pagaban los inocentes, siempre.

            La puerta se cerró antes de tener tiempo de encender la luz. Dani se quedó un rato quieto, en la oscuridad, inmóvil, apesadumbrado, pero sin llorar una lágrima. Comprendiendo el mal trago que había hecho pasar a sus padres, pero sin entender aquella reacción, que se le antojaba excesiva.

            Luego se acercó a la ventana y subió la persiana observando el exterior con la mejilla apoyada en la palma de la mano, pensativo. Su madre nunca le había tratado así, tampoco es que fuera permisiva, sino que él nunca había dado motivo, no era conflictivo, movido sí, pero nada más. Sin embargo ahora… la reacción había sido más violenta que con Mac, aunque menos cruel. A Mac le herían, lo había visto sufrir. Lo suyo en cambio era… Lo analizó. Temor. Su madre tenía miedo por él. A que fuera malo como su primo. Pero no lo era, él no lo veía, Sergio decía que no lo era.

            Desde que podía recordar nunca había oído hablar bien de su primo. Al principio le tenía miedo, era tan malo. Pero aquellos días que pasó en casa de su tía, porque sus padres se fueron de viaje y era demasiado pequeño para el trote que les aguardaba, cambió todo. Tenía tres años y aún vivían en Andorra. Recordaba haber sorprendido a Mac y éste escondió en el bolsillo lo que llevaba en las manos.

            – ¿Qué es?

            – Un cigarrillo.

            Pero era extraño, más gordo por un extremo que por otro.

            – A ver.

            Pensó que se lo negaría, no fue así.

            – No se lo digas a nadie.

            – ¿Por qué?

            – Me castigarán.

            No le amenazó. Quique solía hacerlo, otros también. No lo digas a nadie o… Mac no lo hizo. Pensó que quizá no era tan malo. Desde entonces buscaba su compañía en la casa, nunca lo rechazaba, pilló confianza, hablaban, Mac respondía a todas sus preguntas. Luego por la calle, allí sabía que molestaba a su primo, hacía un gesto característico, pero tampoco lo rechazaba. Los amigos de Mac se reían de éste, le llamaban niñera, aquello enojaba a Mac, pero a él nunca le decía nada, como mucho que fuera con sus amiguitos, él obedecía, pero si no era así nunca lo veía enfadarse, como si él mismo necesitara de su compañía. En ocasiones no querían que Dani les acompañara, lo llamaban renacuajo. Mac decía que si no iba su primo él tampoco. Entonces le dedicaba la tarde a él. Iban a la colina de San Macario o a la piscina, y mientras él retozaba en el agua Mac miraba tímidamente a las chicas.

            No tenía hermanos, su primo era lo más parecido. Siempre se había portado bien con él, en ocasiones protegido. No entendía que pudiera ser tan malo como decían sus padres, tenían que estar equivocados. Incluso ahora. Sergio decía que ayudaba a un amigo. ¿Era eso ser malo?

            Su padre era un hombre íntegro. Se dedicaba a la familia, trabajaba, siempre había sido honrado. El quería ser como su padre, pero en el mundo había más cosas. Había gente que perseguía a otros sin motivo, y eso era injusticia. Y otros tenían que mendigar, porque no tenían otra solución, no porque no quisieran trabajar como decía su padre. Quizá fuera cierto en algunos casos, su padre lo sabía todo, pero no siempre era así. El había mendigado para poder volver. No. En el mundo había más cosas de las que había visto en casa.

            Algún día, cuando fuera mayor, tenía que descubrirlas.

 

Aguja de marear (47)

Aguja de marear (47)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

47

            Mac empujó violentamente a Felipe para que entrara tan pronto abrió la puerta Germán.

            – No he tenido tripas para matarlo -murmuró con mirada asesina hacia Felipe, quien seguía tan pálido como al principio sin poder creer en su suerte. Sin embargo, durante el trayecto, no había osado intentar escapar convencido de que entonces sí que Mac no habría tenido compasión.

            Germán sonrió fraternalmente golpeando en el hombro de Mac.

            – ¿Aún está el policía?

            – Sí.

            – Llam…

            Se interrumpió al ver a Isabel saliendo al pasillo. Lo abrazó. Respondió. Sintió el miedo de la muchacha.

            – Hala, vamos -tranquilizó-, estoy bien.

            – Estaba tan asustada.

            Había acudido a casa de tía Jerónima con la esperanza de que Mac estuviera allí, enterándose de que había huido de la prisión, no de que lo hubiera soltado Tomás como creía. Luego lo demás. Temió, no por su suerte, sino de lo que hiciera.

            Mac le besaba los cabellos. Estaba bien, no había pasado nada.

            Germán los dejó solos conduciendo a Felipe. Eduardo no se movió del asiento.

            – Aquí lo tiene.

            – ¿Quién es?

            – Supongo que el que disparó a Quique. Ahora nos lo explicará Mac.

            – Yo no disparé.

            – ¿Quién lo hizo?

            – ¿Quién es usted?

            Eduardo se identificó como policía.

            – Quiero un abogado.

            – ¿Un abogado? -Eduardo puso cara cómica- ¿Para qué?

            – Tengo mis derechos.

            – ¿Derechos? Tienes derechos. ¿Y qué ocurre? ¿El niño que atacasteis no los tenía?

            Felipe no respondió. De pronto el policía parecía más peligroso que Mac.

            – ¿Cómo se te ocurre exigir que respetemos tus derechos cuando tú no has respetado ninguno?

            Era más prudente no abrir la boca y Felipe optó por callar.

            – Te voy a decir tu situación. No te ha capturado un policía, no hay orden de detención, no constas en ningún documento. Podemos matarte impunemente y nadie se enteraría…

            Mac levantó la cabeza del cabello de Isabel prestando atención.

            – … En un juicio, quizá el juez te libre, porque no se pueda demostrar tu culpabilidad o por incumplimiento de algún tecnicismo. Pero para ello tiene que existir juicio. Así que no me vengas hablando de tus derechos, háblame de los derechos de Quique, pero no de los tuyos. Con que si quieres salir vivo de esta habitación y que exista juicio, ya me estás diciendo los nombres de tus compinches y las direcciones. Quiero saberlo todo.

            Felipe no respondió.

            – ¿Y bien?

            – ¿Qué quiere saber?

            – Espera. ¿Hay papel?

            – Tiene que haber -respondió Germán.

            – Quiero que escribas su declaración.

            El Negro regresó con una libreta y lápiz. Empezaba a escribir cuando entró Mac seguido de Isabel. Escuchó atentamente. La calle Dante, el número, el piso, lo que más le interesaba, y Francisco y otro que no conocía, un tal Fidel. ¿Si sería el hombre con los que había visto hablar en otras ocasiones?

            – ¿A.L.? -preguntó Eduardo.

            – Aragón Libre -aclaró Mac.

            – ¿Un grupo terrorista? -dedujo.

            – Por supuesto.

            – Esto es más interesante de lo que pensaba. Sigue hablando.

            No debían escapar por tecnicismos, y desde luego tal como iban las cosas cualquier abogado avispado conseguiría que los dejaran libres. Era preciso pensar algo.

            Cuando acabó de hablar Felipe firmó la declaración. Ahora Eduardo lo condujo a la cocina, hizo con ropas que encontró tiras para atarlo y mediante cuchillos una trampa, de tal forma que cualquier movimiento de Felipe haría que se le clavaran mortalmente, asegurándose que no intentaría desatarse.

            Tenía maña. Mac siguió atentamente el proceso convencido que no era la primera vez que lo hacía.

            Al acabar Eduardo los reunió en el comedor.

            – Esto es un asunto serio -comentó añadiendo las grandes posibilidades de que el juez los liberara.

            – Entonces, ¿qué se puede hacer? -la voz de Mac era fría, desencantada de la Ley y nuevamente dispuesto a tomarse la justicia por su mano.

            – Hay que hacerlo dentro de la legalidad. Al menos en apariencia. No puedo contar con mis hombres porque se descubriría el pastel. Os necesito a vosotros para la detención. El plan es este. Vamos, los detenemos, los traemos aquí, los hacemos confesar si es que quieren salir vivos…

            – ¿En serio sería capaz de matarlos? -preguntó circunspecto Germán.

            – Desde luego -pareció asombrado por la pregunta-. No merecen perdón.

            – Métodos fascistas -murmuró Isabel.

            – Casi matan a mi hermano. ¡No me vengas con métodos fascistas!

            – Bueno, hombre, sólo era un comentario.

            – Decía que los traemos aquí para que confiesen. Me voy a comisaría a escribir la declaración a máquina con toda legalidad. Regreso, las firman. Y entonces acudo a buscar una orden de detención para cada uno de ellos, porque hay un testigo, tú, Mac, que los inculpa. Después de todo te propusieron entrar en su grupo, a lo que te negaste, atacando consecuentemente a tu hermano para asegurarse tu silencio.

            – Es que ocurrió así.

            – Bien. Ya con la orden, vengo aquí y me los llevó a comisaría. Con lo cual, tenemos la orden y las confesiones. Todo legal de cara a la galería. Naturalmente cuando hablen con su abogado dirán lo que ha ocurrido realmente, pero les desafío a que puedan demostrarlo.

            – ¿Y si se autolesionan? Porque ahora, con la democracia tendrían un agarradero. Denunciarían tortura policial.

            – Ojalá estuviera Franco.

            – No digas estupideces, Mac -recomendó Eduardo-. Es cierto que se tenía más mano dura con los delincuentes, y que no iba mal, pero no lo es menos que había mucho abuso y pagaban justos por pecadores.

            Mac no respondió, bajó la vista mustio, los brazos cruzados.

            – Pero lo de la autolesión es cierto -concluyó el policía-. Claro que eso se evita advirtiéndoles que como se les ocurra hacerlo irán directos al cementerio.

            Aquello no le gustaba a Isabel, era un trabajo para la policía, ¿qué se sabía Mac, e incluso Germán? Lo más probable es que salieran heridos. Pero no dijo nada, aún recordaba su propia reacción cuando Tomás lo detuvo. Por otra parte oponerse a ello habría sido tocar la fibra más sensible de Mac, quería a sus dos hermanos, pero por Quique sentía algo especial, tal vez porque era el pequeño o porque el enfrentamiento que existía con Juan  no estaba con él.

            – Esta es la situación -concluyó Eduardo-. Naturalmente existe otra forma. Conseguir primero la orden para el que ya tenemos, después la de los otros y presentarnos, mis hombres y yo, a detenerlos.

            – Es la mejor manera -dijo Isabel.

            – ¿Yo que haría entonces?

            – Nada, Mac. Sería asunto policial.

            El chico no respondió.

            – Acepta lo último -murmuró Isabel-. Lo cogerán igual. Y es peligroso.

            – ¿Cómo es mejor?

            – ¿Desde qué punto de vista? -respondió Eduardo.

            Mac sonrió pensativo. El policía era un tuno. Había estimulado su afán de venganza simplemente para darle la vuelta a la situación y conseguir que desistiera. Después de todo el que hubiera entregado a Felipe no significaba que hiciera lo mismo con los otros, podían cruzársele los cables, podía descubrir algo nuevo que le hiciera llegar hasta el final. Eduardo quería asegurarse su inactividad, pero no picaría el anzuelo.

            ¿En qué estaría pensando? No le gustaba aquella sonrisa como de ausente. Sabía que el chico no era ningún estúpido, pero posiblemente aún lo había subestimado. En algún punto había equivocado la respuesta y el muchacho se había dado cuenta de la jugarreta.

            – Germán, convéncele -pidió Isabel, demasiado preocupada para darse cuenta realmente de lo que pasaba.

            – Es asunto suyo.

            – ¡Estáis locos los dos! ¡Y usted! ¿Qué clase de policía es?

            Mac estudiaba al Negro. ¿De parte de quién estaría? La respuesta era típica de él, pero aún así…

            – ¿Me ayudarás? -tanteó.

            – Sabes que sí -respondió Germán.

            – ¿Qué pasará si hay algún muerto? -Mac siguió el juego al policía.

            Cuidado con la respuesta, se dijo Eduardo. Iban de pillo a pillo.

            – Ya sea alguno de nosotros o de ellos, será difícil dar explicaciones.

            Una contestación que no decía nada. Mac lo intentó de otra forma.

            – Se juega la carrera.

            – Vosotros la vida.

            Tenía respuesta para todo.

            – También usted, no tenemos experiencia.

            – ¿Es que nadie va a escucharme? -alzó la voz Isabel.

            Mac estaba desconcertado. De lo único que estaba seguro es que el policía quería que renunciara a la venganza por él mismo y no por imposición. Toda la conversación no era más que una farsa en este sentido. Tal vez pensase que si salía de él había más posibilidades que cumpliera su palabra. Si así era es que no lo conocía. Demasiado listo. El único que parecía haberse dado cuenta del juego era él, sin embargo no conseguía que Eduardo cometiera un falso movimiento para poderlo demostrar a sus amigos.

            – Estarán en alerta -analizó Mac buscando ganar tiempo para recapacitar-. Felipe ha desaparecido y estarán preocupados. Si se presenta con sus hombres quizá los descubran y huyan. Pero no sospecharán de Germán, es un chico, y usted no tiene aspecto de policía.

            El muchacho era tan ladino como él. Tenía que reconocerlo.

            – A ti te conocen -señaló Eduardo.

            – Pero creerán que actúo solo. No huirán. Como mucho sospecharán que tengo algo que ver con la desaparición de Felipe y vendrán a por mí.

            – Es peligroso ponerse de cebo -dijo Germán. De pronto estaba visiblemente preocupado. Detectaba algo, no se había dado cuenta hasta aquel momento, pero algo había entre su amigo y el policía, que no le gustaba.

            – No será muy sano, no, si me dejo coger.

            – ¿Cómo puedes bromear encima? -Isabel le habría arañado, furiosa consigo misma porque no sabía cómo manejar el asunto-. Mac, escúchame, ¡mírame! ¿Qué ganas dejándote matar?

            – Evitar más problemas a mi familia.

            No bromeaba.

            – Te acusas de lo ocurrido -adivinó la chica- ¡Te estás culpando!

            No salía de su asombro.

            Eduardo frunció el ceño. El chico había cometido un grave error con su respuesta. Era de agradecer que aquella muchacha tuviera la cualidad de hacerle reaccionar más con el corazón que con la cabeza. Pero aquello era nuevo, no era una simple venganza como había sospechado, era bastante más complicado. La personalidad de Mac era más compleja de lo que parecía. Existía una lucha continua consigo mismo con subidas que le conducían a una violencia en ocasiones desenfrenada y bajadas en las que usaba aquella misma violencia para autolesionarse. Necesitaba de alguien que le diera estabilidad, quizá la muchacha con el tiempo, pero ahora no, Isabel no terminaba de comprenderle lo suficiente.

            Germán estudiaba atentamente a su amigo.

            – Buscas un nuevo Antonio que te dispare -concluyó gravemente.

            – ¡Y qué si es así!

            – Que no te ayudaré si es eso.

            Eduardo prestó atención, quizá fuera aquel el camino.

            – Tampoco te necesito -replicó Mac.

            – Eres un jiñado -los ojos de Germán brillaban.

            – Mira quién habla.

            – Bien -cortó Eduardo-. Está decidido. Haré la segunda alternativa.

            – ¿Por qué no la primera? -espetó Mac cayendo en la trampa, demasiado furioso para darse cuenta.

            – Porque lo digo yo. No quiero temerarios y mucho menos suicidas. El asunto es serio.

            – ¿Sabe una cosa…?

            – Cuidado con lo que vas a decir. Te doblo en años y no tolero impertinencias de mocosos.

            Mac sostuvo la mirada unos segundos, luego la desvió. El rostro oscurecido. Sintió la mano de Isabel en el hombro, la apartó de un golpe levantándose al mismo tiempo. Se dirigió a la puerta. Salió sin decir nada.