La Asociación Cultural “COMPARSA DE GIGANTES Y CABEZUDOS DE ANDORRA” convoca el III Concurso de Fotografía Digital

La Asociación Cultural “COMPARSA DE GIGANTES Y CABEZUDOS DE ANDORRA” convoca el III Concurso de Fotografía Digital

La Asociación Cultural “COMPARSA DE GIGANTES Y CABEZUDOS DE ANDORRA” convoca el III Concurso de Fotografía Digital “Nunca dejes de soñar en gigante” de acuerdo a las siguientes

BASES

1.- El Concurso tiene como objeto la puesta en valor, en forma de imagen, de la tradición festiva en nuestra localidad de los gigantes y cabezudos de la comparsa andorrana. Una comparsa con más de cien años de historia y una presencia muy significativa en las celebraciones festivas más importantes de la Villa

2.- Podrá participar cualquier persona mayor de 18 años

3.- Las fotografías  que se presenten deberán ser originales e inéditas

4.- Cada autor podrá presentar un máximo dedos fotografías

5.- Cada fotografía se enviará de modo individual a través de E-Mail, no pudiendo enviar más de una fotografía en el mismo correo. Los datos personales de los concursantes no deben aparecer en “propiedades” de la fotografía

6.- Los trabajos se remitirán por correo electrónico a la siguiente dirección: a.c.gigantesandorra@gmail.com. En el apartado de correo Asunto se indicará: “Concursofotocomparsa2024”

7.- Los trabajos fotográficos se deberán entregar adjuntando un archivo, en formato electrónico (JPG/JPGE). De máxima calidad posible, en blanco y negro o color. En otro archivo adjunto (Doc/docx) se indicarán los siguientes datos: Título fotografía/Nombre y apellidos/DNI/Dirección Postal/Correo electrónico/Teléfono de contacto/Edad

8.- La fecha de recepción de originales se iniciará el8 deseptiembrey finalizará el  15 de noviembre

9.- Se otorgarán los siguientes premios:

. Primer premio:                                100 euros y diploma

. Segundo premio:                              50 euros y diploma

10.- El Jurado estará presidido por el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Andorra, un fotógrafo profesional de la localidad y dos representantes de la Comparsa. Su decisión será inapelable

11.- El acto de entrega de premios será el jueves 19de diciembre en la Casa de Cultura (C/ Escuelas,10)

12.- La organización queda facultada para resolver cualquier contingencia no prevista en las bases

13.- La participación en este concurso implica la plena aceptación de sus bases

Colaboran: Ayuntamiento

Tfnos. de Información: 625268271 (Nicoláas) -665309079 (José Angel)

Mail información: a.c.gigantesandorra@gmail.com

La Asociación Cultural “COMPARSA DE GIGANTES Y CABEZUDOS DE ANDORRA” convoca el V Concurso de Dibujo

La Asociación Cultural “COMPARSA DE GIGANTES Y CABEZUDOS DE ANDORRA” convoca el V Concurso de Dibujo

La Asociación Cultural “COMPARSA DE GIGANTES Y CABEZUDOS DE ANDORRA” convoca el V Concurso de Dibujo “Nunca dejes de soñar en gigante” de acuerdo a las siguientes

BASES

1.- El Concurso tiene como objeto la puesta en valor,  en forma de dibujo y en los centros educativos de la localidad, de la tradición festiva en nuestra localidad de los gigantes y cabezudos de la comparsa andorrana. Una comparsa centenaria con una  presencia muy activa en las celebraciones festivas más importantes de la muy noble villa de Andorra

2.- El concurso está abierto a niñ@s de edades comprendidas entre los 4 y 14 años, ambos inclusive

3.- Los trabajos que se presenten será originales e inéditos

4.- Cada autor podrá presentar un máximo dedos trabajos. Estos se elaborarán en color y en formato DIN A-4

5.- Los dibujos se recogerán directamente en los mismos colegios por parte demiembros  de la junta directiva de la comparsa. Si en algún caso resultase necesario, podrán enviarse al siguiente correo electrónico: a.c.gigantesandorra@gmail.com. En ese caso, en archivo adjunto, deberá figurar el nombre del autor del dibujo, su dirección postal, edad, teléfono y correo electrónico de contacto

6.- El plazo de presentación de las obras comenzará el 16 de septiembre y finalizará el 13 de diciembre

7.- Los premios se dividen por categorías: Primer, Segundo y Tercer Ciclo de Primaria de los colegios andorranos y premios para el Colegio de Educación Especial “Gloria Fuertes” y el IES “Pablo Serrano”. En cada ciclo se premia el mejor dibujo a juicio del Jurado. Los premios consisten en:  material escolar , un pack de la Comparsa  y pack de productos de  Aceites La Masada Roya. Habrá también un premio sorpresa entre los trabajos que no resultasen premiados

8.- Los premios podrán declararse desiertos si los trabajos presentados, a juicio del Jurado, no responden al nivel exigido

9.- El Jurado, cuya decisión será inapelable,  estará presidido por el Concejal de Cultura del Ayuntamiento de Andorra y cuatro representantes de la Comparsa de Gigantes y Cabezudos

10.- El acto público de entrega de premios  será el día 19 de diciembreen el espacio escénico de la Casa de Cultura (C/ Escuelas, 10)

11.- La participación en este concurso conlleva la aceptación plena e íntegra de las bases. La comparsa de Gigantes y Cabezudos de Andorra, se hace responsable de los datos personales relativos a este concurso, que serán tratados de forma totalmente confidencial. Cualquier persona podrá ejercer su derecho de acceso, supresión y rectificación de sus datos

Colaboran: Ayuntamiento, Librería “El Reino del Revés”,Supermercado  DIA,  Librería “Macu”,  asociación cultural La Masadica Roya, Aceites La Masada Roya y la Mesa Local de Juventud

Tfnos. de Información: 625268271 (Nicolás), 665309079 (José Angel)

Mail información: a.c.gigantesandorra@gmail.com

Aguja de marear (62)

Aguja de marear (62)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

62

 

            Dani estiraba el cuello, turbado, buscando a sus padres. No había forma de hallarlos en aquella aglomeración, una multitud que se había aglutinado alrededor del cordón policial, expectante y silenciosa, salvo comentarios sueltos sobre lo acaecido en el hospital. Sólo veía piernas, braguetas, culos y si se empinaba alguna pechera.

            No sabía muy bien qué era lo que había pasado. Él simplemente encendió los petardos para crear una distracción y poder tener el camino libre hasta la habitación de su primo cuando, en eso, todo fueron chillidos, y uno que visitaba a una señora mayor apareció pálido (por cierto oliendo muy mal y con una extraña mancha en la entrepierna pero por detrás) aullando ¡una bomba, una bomba!, empujando a Dani, quien así fue atropellado por un enfermero, y, como por arte de magia, se vio rodeado por la Guardia Civil del cuartel de enfrente, diciendo calma o palma, no lo entendió bien, mientras aconsejaban que fueran saliendo ordenadamente.

            Había sido todo tan rápido que estaba aturdido.

            ¡Encima no había visto a su primo Quique!

            Sí al tío del olor, que regresaba no supo de dónde, caminando raro, las piernas esparrancadas, seguido de unos mozalbetes que lo señalaban y hacían burla. El rostro rojo, rojo.

            Dani frunció el ceño. Arrugó la nariz cuando, con cara de pena, el hombre pasó a su lado.

            Con todo fue una visión fugaz, porque bruscamente todo se llenó de gente.

            Ahora intentaba localizar a sus padres en medio de una concentración de sardinas en lata que le impedía todo movimiento. Consiguió que le fueran abriendo paso a base de clavar los codos y empujar con la mano. Le asustó el grito de una mujer, oyó el ruido de una bofetada. Alzó la vista, en la mejilla del hombre que tenía a su derecha, aparecía la enrojecida señal de unos dedos. El fulano farfullaba mirando a la mujer de la izquierda de Dani sin comprender la agresión. Ella también farfullaba. El niño entendió algo sobre ¡marrano! y ¡meterle mano a su madre!

            Parpadeó.

            La gente estaba loca.

            Volvió a empujar con manos y codos.

            Consiguió salir al final de la multitud por detrás, entre ésta y el cuartel. Se giró. Sólo vio espaldas y nucas. Caminó bordeando sin éxito. Se subió a un automóvil, el capó, el techo. Se puso de puntillas estirándose cuanto pudo. Nada.

            – ¡Niño, baja de ahí!

            Un guardia.

            Le llamó la atención a Dani. Le recordó el personaje de un viejo tebeo que encontró una vez en casa de sus tíos. Fideo se llamaba o algo así, de las aventuras del “Jabato”. Tenía un cráneo estrecho, en quilla, chupado, con dientes colosales que le obligaban a tener la boca abierta, napias prolongadas, extensas, alargadas, ojos en cambio escondidos, cuello de meñique y nuez de melocotón (la fruta, no el hueso), tórax de sardina y costillares de raspa, piernas encogidas, un imperdible abierto que se unía en el pubis, al final de las cuales aparecían unos zapatones de payaso, los brazos… Dani creyó que debía tenerlos, no era posible que las manos, escuálidas y llenas de huesos, estuvieran cosidas a las mangas. Culminando su bizarría, una escoba, perdón, un bigote deshilachado abarcando la envergadura inmensa de separación entre la nariz y el labio con restos de sémola, ¿o era caspa? Dani no lo vio bien.

            – Es que he perdido a mis padres -se excusó-. Estaban en el hospital.

            En el hospital. El guardia civil se compadeció, seguro que estaban entre las víctimas. Siempre ocurría igual.

            – Bueno, no te preocupes. Baja que los buscaremos, estarán bien.

            – ¿Por qué han de estar mal? -preguntó extrañado.

            Santa inocencia.

            – Han puesto una bomba, ¿sabes?

            – ¿Una bomba?

            – ¿No has oído la explosión?

            ¡Los petardos!

            – Sí -murmuró cauteloso. ¿Sospecharía de él?

            Pobre niño. Ahora se daba cuenta de lo ocurrido. Aquel compungido…

            – Estarán bien, ya verás -tranquilizó-. No llores.

            – No lloro.

            Aquello era cierto. Claro. A la edad que tenía qué sabía un niño de perder a sus padres. No sospechaba que pudieran morir y dejarle solo. Criatura.

            – Usted sí llora -comentó Dani.

            El hombre suspiró. Se había emocionado por la desgracia del chiquillo. No podía evitarlo. Siempre le ocurría, se enternecía como un tonto, llorando como una magdalena tanto en los dramas reales como en los cinematográficos.

            – No, es que me ha entrado algo en el ojo.

            – ¿En los dos?

            Nuevo suspiro.

            Dani estaba intrigado.

            – Vamos, busquemos a tus papás. ¿Sabes dónde estaban?

            – En el hospital.

            – Ya. ¿En qué planta?

            Dani receló. Si todo aquel jaleo era por culpa de los petardos lo prudente era callar.

            – No lo sé.

            – ¿No lo sabes?

            – No me dejaron subir. No dejan a los niños, ¿sabe?

            Claro. Las normas del hospital.

            – ¿Y te dejaron solo?

            – Sí.

            Padres desnaturalizados.

            Claro, que con aquel gesto a lo mejor habían salvado la vida del chiquillo.

            Hipido.

            – ¿Está usted bien?

            Doblaba la cabeza de medio lado para ver mejor el rostro del hombre.

            – Sí, hijo, sí.

            Acarició con ternura el cabello revuelto del sorprendido Dani.

            – ¿Le traigo un vaso de agua?

            El detalle terminó por tocar su fibra sensible. El hombre tuvo que hacer un sobreesfuerzo para mostrar serenidad ante la desdicha del chavalín.

            Que inocencia la del niño.

            Que buenos sentimientos.

            Seguro que la bomba le había dejado huérfano. La fatalidad siempre se ensañaba con los mejores.

            Dani estaba hecho un lío.

            – ¿Ocurre algo, Agapito?

            – Este niño -murmuró el guardia-, ha perdido a sus padres.

            El compañero observó a Dani. Era un hombre joven, veintidós años, cabello trigueño cortado a cepillo, nariz ganchuda, labios carnosos y complexión atlética con una ligera tendencia a la obesidad.

            – Bueno -repuso-, llevémosle al cuartel. Seguro que acuden a buscarlo.

            – No, si es que… -bajó la voz.

            – ¿Qué has dicho?

            – …

            – No te oigo.

            – Anda, niño, ve al cuartel -señaló la puerta. No tenía valor de decir la cruda verdad en su presencia.

            – ¿Por qué?

            – Ve, ve.

            – Pero, ¿por qué?

            – Es que… -suspiro- se han ido.

            – ¿Adónde?

            – Muy lejos.

            Sollozo.

            Lo más lejos que conocía Dani era Barcelona.

            – ¿A casa?

            Criatura.

            – No…

            – ¿Pues dónde?

            – Han… -compungido- muerto, niño, muerto.

            Dani palideció.

            – ¡No!

            Tenía el rostro crispado.

            – Sí, mi niño, la bomba…

            – ¿Qué bomba?

            – ¡Joder, Eladio! ¿Cuál va a ser? La del hospital.

            Eladio movió la cabeza negando.

            – He oído al artificiero comentar al teniente que era un simple petardo. Una gamberrada. No hay víctimas.

            – ¿No hay muertos? -Agapito abría y cerraba la boca como un pez-. El periodista…

            – Una patraña. Los padres del chavalín viven.

            – ¿Están bien? -preguntó en un murmullo de alivio Dani.

            – Sí, hijo. Los tendrás entre toda esta gente buscándote, seguro. Alegra esa cara.

            – Un petardo -murmuraba Agapito.

            – Sí. ¡Como el teniente coja al gamberro…! Chico, aún estás pálido. Tus padres viven. ¿No lo has oído?

            – Sí, sí -musitó Dani.

            ¡El teniente!

            ¡Si lo cogía!

            El color no le volvía.

            ¡Huy, si lo pillaba!

            – Está asustado -reconoció Eladio-. Agapito, ¿cómo se te ocurre decirle que han muerto sus padres?

            – Hombre, yo…

            – ¡… poca cabeza tienes!

            – Creí…

            – Llévatelo, a ver si se repone.

            Agapito estaba consternado. ¡Maldita fuera su lengua! Pobre niño. Tan tierno. Tan sensible. Que susto llevaba encima por su culpa. Míralo, míralo como busca a sus padres, que desesperación lleva, aún está aterrado, como mueve los ojos. Pobre.

            Dani tenía el rostro exangüe. No se veía a nadie con aspecto de teniente. Movía la cabeza, acechando, como una marioneta, olvidada la presencia de los dos guardias civiles ante la perspectiva del malhumorado teniente. ¡Madre, como lo coja!

            – Ven, niño, ven -terció Agapito.

            – ¿Dónde? -a la defensiva.

            – A buscar a tus padres. Dame la mano, ¿Te gustan las chucherías?

            – No.

            ¡Vaya!

            – ¿Los caramelos?

            – Tampoco.

            ¡Carape!

            – ¿Qué te gusta?

            – Quiero a mis papás.

            Y que no le cogiera el teniente. No sabía por qué se le antojaba una especie de ogro a lo bestia.

            – Ven, vamos.

            Dani caminó a su lado cogido de la mano y los pelos de punta. Volvió la cabeza. No se veía a ningún teniente.

            – ¿Cómo son? -preguntó el guardia.

            – ¿Quién?

            No, no se vislumbraba a nadie.

            – Tus papás.

            – Dos -contestó distraídamente.

            ¿Si sería aquel del bigote?

            – Sí, bueno, dos, claro, pero, ¿cómo?

            El del bigote se lo retorcía.

            – ¿Cómo? -insistió Agapito.

            – No, gracias -murmuró pendiente de aquel hombrón del bigote. Lo que menos le apetecía, comer.

            – ¿Qué has dicho?

            – Que no.

            – Oye, ¿qué miras?

            – Nada.

            Clavó sus ojos en Agapito.

            – ¿Has visto a tus papás?

            Miraba en la dirección que antes Dani.

            – No.

            – ¿Qué mirabas?

            – Nada -disimuló-, bueno, ¿quién es aquel señor tan grande del bigote? -lo señaló con el dedo extendiendo el brazo.

            – ¿Quién? Ah, el teniente.

            – El teniente.

            ¡Huy, huy, huy!

            Más enorme a como se lo imaginaba. Visualizó su cabeza desapareciendo en aquellas manazas que tenía.

            – Parece enfadado -musitó.

            – Tiene sus motivos.

            – ¿Por el petardo?

            – Sí.

            – Ah, ¿hay gente mala, verdad?

            – Sí, hijito, sí.

            – ¿Y cómo se sabe?

            – ¿El qué?

            – Cuando uno es malo.

            – Pues cuando hace cosas malas.

            – Ah.

            Dani asintió con la cabeza aunque la respuesta no le convencía.

            – Mis papás dicen que tengo un primo muy malo.

            – Si lo dicen es que lo es.

            – ¿Y si están equivocados?

            – Los padres no se equivocan.

            – ¿Nunca?

            – Nunca.

            – Pero, ¿nunca, nunca?

            – Jamás.

            – ¿Ni una sola vez?

            – No.

            – ¿Ni así, pequeña, pequeña?

            – No, nunca.

            – Ah.

            No le salían las cuentas. No coincidían las palabras del guardia con sus observaciones.

            – Los del petardo son malos, ¿verdad? -analizó.

            – Malísimos. Mira lo que han organizado.

            – ¿Y yo?

            – Tú no, claro.

            Ahora le cuadraba menos.

            – Mis papás dicen que sí -tergiversó tanteando.

            – Bromean.

            – ¿Sí?

            – Naturalmente.

            – Naturalmente -secundó.

            Algo hubo en el tono que atrajo la atención de Agapito, pero la mirada inocente del pobre niño se lo hizo olvidar.

            – Tú no eres malo -repitió el guardia.

            – Entonces, si no lo soy, no puedo haber puesto el petardo.

            – No.

            ¡Que cosas!

            – ¿Y si lo fuese lo habría puesto?

            Agapito no supo contestar. Empezaba a ponerse nervioso con tantas preguntas. Encogió los hombros, ladeó la cabeza.

            – Ssí.

            Dani se dio cuenta que el ssí carecía de consistencia.

            – Pero -insistió-, ¿lo habría puesto por serlo o lo sería por ponerlo?

            – ¿No ves a tus padres aún? -preguntó intentando cambiar de tema.

            Dani pestañeó. El hombre parecía angustiado.

            – No. ¿Está usted bien?

            – Sí.

            – Está sudando…

            – Será el calor.

            – … y amarillo.

            – ¿Sí?

            – Cuanto tengo fiebre me pasa lo mismo.

            -¿Sí?

            – Eso dice mi mamá.

            Agapito se tocó la frente. Fría.

            ¿Qué hacía?

            Despertó.

            El estaba bien. ¡Era el mocoso quien le enfermaba con sus interminables preguntas! La inocente criatura había resultado ser un pequeño Torquemada.

            – ¿Dónde estarán tus padres? -gruñó. Había perdido la paciencia. Bruscamente deseó deshacerse de aquel enano monstruoso.

            – Entonces, ¿cómo se sabe si uno es malo o no?

            – ¡No lo sé! -aulló terminando de perder el dominio y zarandeándolo inconscientemente de la mano que tenía cogida. Dani sintió un agudo dolor en la muñeca y hombro izquierdos- ¡No sé cuando uno es malo! ¡Nadie puede saberlo!

            Dani gritó de dolor.

            – ¡Quiere dejar al chiquillo, animal!

            Siete u ocho los habían rodeado indignados.

            Agapito soltó a Dani. Parpadeó como saliendo de un trance.

            El niño lloriqueaba agarrándose el brazo magullado. Una joven lo acogió examinándolo.

            – ¡Casi se lo descoyunta! ¿Le gustaría que se lo hiciéramos a usted?

            Agapito estaba enrojecido, avergonzado por perder los estribos con una criatura.

            – ¿Qué ocurre aquí?

            El teniente.

            Dani escondió el rostro en el regazo de la mujer. ¡Que no le viera! Ella le acarició la cabeza.

            – ¡El bruto este de su hombre!

            – ¡Casi le arranca el brazo a este niño!

            – ¡Hombre, Agapito!

            – Yo… teniente…

            – Usted…

            – Ya ve.

            – ¡Que fuese otro…!

            – Yo…

            – ¡… pero, usted!

            – ¡Mucho abuso es lo que hay! -gritó una voz.

            – ¿Cómo ha sido? -preguntó D. Crescencio.

            – Perdí los nervios.

            – ¡Un guardia civil los ha de conservar de acero!

            – Sí, mi teniente.

            – ¿Dani?

            El niño alzó la cabeza al reconocer la voz.

            – ¿Juan? -llamó.

            Juan se abrió paso entrando en el círculo. Se arrodilló. Dani lo abrazó hundiendo el rostro en la unión del cuello con el hombro. Gimoteó de alivio. Juan le habló tranquilizándole. Llevaban, él, sus padres y tíos, más de una hora buscando al chiquillo. Se había aproximado al grupo por los rumores que corrían sobre un guardia civil maltratando sádicamente a un chavalín.

            Otra hora más tarde salía Pablo del cuartel de la Benemérita después de firmar una denuncia contra el guardia civil Agapito Quintilla.

 

Aguja de marear (61)

Aguja de marear (61)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

 

61

 

            El despliegue de la Guardia Civil había sido inmenso y rápido. En un instante tuvieron acordonado el hospital haciendo salir a los visitantes y pacientes que pudieran caminar. Los pasillos estaban plagados de uniformes verdes mientras en el exterior la prensa intentaba obtener alguna novedad.

            El teniente se dirigió al artificiero del cuerpo, un hombre menudo, de rostro largo, huesudo, tan falto de dientes que los labios se metían uno dentro del otro, mentón ridículo, casi inexistente, y un discreto crepé.

            – ¿Y bien?

            – No hay restos de bomba, mi teniente, tan sólo de petardos, los que se venden para fiestas. Los han unido y hecho explotar. Una gamberrada.

            Una gamberrada que coincidía con un paquete bomba tres días antes en Madrid. Un petardazo, amplificado su sonido por la curiosa disposición de los pasillos del hospital, en plena unidad de cardiología, colindante con psiquiatría. Dos anginas de pecho, cuatro histéricos… y un jodido periodista que estaba allí visitando a su tía abuela Nemesia, que fue quien propagó a los cuatro vientos la noticia del atentado con goma 2 en el hospital de Alcañiz, diez muertos, cuatro heridos graves y ocho leves, sin contar una uña rota, la de Dani, que fue arrollado por un sanitario cuando salió pitando, el enfermero, no Dani.

            ¡La madre que parió a la prensa y gamberros!

            – ¿Decía usted? -preguntó el artificiero.

            Ni un asomo de verdad en las informaciones del periodista. Todo aquel despliegue por un simple petardo verbenero, que no había causado más víctimas que el susto, por muchas bajas sangrientas que hubiera dicho… ¿cómo se llamaba el reportero? Tanto daba, de cualquier manera podía llamarse, refunfuñó bajo su mostacho de brigadier decimonónico. Su cabello era negro y abundante, pasándose más tiempo en el barbero que en casa para mantenerlo dentro del reglamento, sin hablar de sus peleas con la crencha. El rostro ancho y cuadrado con unos ojos vivaces sabiendo ser agresivos. Brazos nervudos, tórax robusto, teniendo problemas en la talla del tricornio y de las botas, pues no solían abundar sus medidas. Al ponerse en jarras adquiría inconscientemente una pose que habría recordado la de Mussolini si no fuera por sus cejas, ceñudas, abundantes tanto o más que su renegrido cabello, y el bigote que ocultaba el labio superior mientras el poderoso mentón se alargaba como un pequeño puño.

            – ¿Ha habido algún testigo? -preguntó-. Porque esto lo ha hecho un chico.

            – Tres lo han visto perfectamente durante el alboroto.

            – Bien.

            Le pegaría un tirón de orejas que ni el Dumbo ese.

            – No crea. Según uno tiene catorce años, rubio y aspecto asustado. Otro asegura que era una muchacha con pelo a lo chico, y el último que era un enano, como esos del circo. Lo han visto muy bien.

            ¡… madre que parió a los testigos!

            Don Crescencio Cresilas (las dos ces entre sus hombres), Teniente de la Guardia Civil y próximo a ascender, se atusó malhumorado el bigote dudando entre descervigar al gamberro, a los testigos o al periodista. Luego lo encrespó descobijando el labio, fino, casi una línea que protegía unos incisivos equinos. Desdó la crin en un ademán furioso.

            – Guarde silencio de esto -gruñó.

            – ¿Cómo dice?

            – Que no diga nada del petardo. Ha sido goma 2.

            – Pero, mi teniente…

            – ¿Quiere que quedemos en ridículo? ¡Todo este despliegue por un simple petardo! Ha sido goma 2 y punto.

            – A la orden. Pero no podemos hablar de víctimas.

            – Desmentiremos esa cuestión. De lo otro ni una palabra.

            ¡… que parió a los muchachos!

 

Aguja de marear (60)

Aguja de marear (60)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

60

 

            Germán frunció el ceño intrigado. Estaba solo en casa. Sergio había acudido a la clínica a visitar a su abuela. La habitación estaba en penumbra por la escasa iluminación que entraba por la ventana en aquel estrecho callejón, oscureciendo más las facciones del muchacho.

            – Si todo está solucionado, ¿para qué quieres la pipa? -preguntó.

            Había sido una grata sorpresa saber que su inocencia estaba demostrada, pero había algo que Mac no le había contado. No era el hecho del arma, aún sin ésta lo habría sabido. Conocía a Mac, cada una de sus expresiones y ademanes, y lo que veía en su rostro y ojos no le gustaba, principalmente porque no se había preocupado su amigo en disimularlo.

            – El asesino es otro pez gordo.

            Tenía un aspecto de resignación que alarmó a Germán, tanto como las ojeras que oscurecían sus ojos contrastando con la palidez de Mac. Siempre le había llamado la atención el contraste de la piel morena natural de su amigo con el cabello rojizo, hasta el punto que en pleno verano daba la sensación que se tiñera el pelo. Ahora, la piel cetrina con la palidez le daba una coloración extraña, tan rara como los ojos pitañosos que le observaban, de legañas secas, como si no hubiera lavado la cara, dándoles aspecto de cansados, de sumisión, de estar hartos de luchar hasta el punto que parecía tener los párpados semicerrados o semiinflamados, no lo sabía bien, y arrugas avejentándolos.

            – ¿Y?

            – Que tiene una estupenda coartada.

            ¿Se le antojaba a él o Mac tenía la nariz afilada de un fiambre prematuro?

            – ¿Qué tiene que ver eso con el revólver?

            – Voy a hacer de cebo.

            Los labios de Germán palidecieron.

            – Tú estás loco.

            Mac torció los labios en una mueca desencajadamente cómica que no hizo la menor gracia a su amigo.

            – Es cosa de usted, ¿verdad? -escupió a Eduardo.

            Tampoco la pinta del policía parecía muy buena, la del comandante que envía a sus hombres a una misión suicida.

            – No hay otro camino.

            – ¡Que le jodan! Mac, no le hagas caso.

            – Tiene que hacerlo, le pago por ello.

            Germán contempló a Mac como un mamarracho.

            – ¿Haces esto por dinero?

            – No querrás que lo haga gratis.

            – ¡Has perdido el juicio! -exclamó indignado-. Mac, escúchame… -añadió tenue- ¡Maldita sea, no vuelvas la vista! ¿Por qué?

            Los ojos de Mac chispearon borrosamente en una especie de embriaguez turbada. Lo malo es que no estaba ebrio. Germán se sintió conmocionado, embravecido por la situación, pero al mismo tiempo desorientado y confuso.

            – Porque no hay pruebas -le oyó murmurar-. Porque es su palabra contra la mía. Porque tiene la coartada de un robo y mi descripción como el ladrón. Porque es un potentado y yo una piltrafa. Porque nadie me creería.

            Le costó un rato digerir la respuesta de su amigo. Nada en la vida les había salido bien, parecía que el dicho de que existen los nacidos con estrella y los estrellados encajaba con ellos como un guante. Algo que siempre había sabido, a lo que se había resignado sumisamente desde lo más temprano que recordaba de su infancia. Pero Mac era distinto. Con sus altibajos, con sus violencias y depresiones, con todo, no era así, era un luchador, llevando siempre las de perder porque invariablemente caía más y más bajo en aquel abismo en que vivían.

            Se rebeló.

            Alguien tenía que hacerlo.

            No podía permitir que Mac entregara su vida estúpidamente. Los intentos de suicido anteriores los comprendía, eran producto de la desesperación, de su propio espíritu de lucha que no se resignaba a aquella vida. Una equivocación, de acuerdo, pero entraba en el carácter de su amigo. Esto no. Era un disparate, una rendición sin concesiones camuflada en unas respuestas lógicas. El único beneficiado era el policía.

            – ¿Y qué? -estalló. Señaló a Eduardo con la cabeza-. Que se las apañe éste. Es su oficio.

            – ¿Cómo? -Mac se sentía agobiado. Sabía que Germán no podría comprenderle; ni él mismo lo conseguía-. Tomás está investigando su relación a nivel de tráfico con Vicente, quizá lo consiga, pero, ¿cómo se demuestra a nivel de los asesinatos? No hay la más mínima prueba. Sólo un testigo, yo, pero con su coartada me ha condenado al silencio atándome de pies y manos al convertirme en un delincuente. Sólo hay un sendero, Germán. Si quiero demostrar mi inocencia tengo que provocar que dé un paso en falso.

            El Negro blasfemó contra todos los santos del cielo.

            – ¿Conocías a este hombre? -intervino Eduardo.

            Germán negó.

            – No. Cada uno de los que trabajábamos con D. Vicente sólo conocíamos a dos o tres. Era como un salvoconducto para él en caso de que nos detuvieran.

            – Lástima -murmuró el inspector.

            Era cierto, comprendió Germán, no había otro camino. O aquello o huir escurriendo el bulto. Y Mac no era de los que elegían lo último. Era un luchador, volvió a pensar. Por mucho que le desagradara, por mucho que desease no hacerlo, no existía otra solución.

            El cuerpo hético de su amigo parecía más flaco que minutos antes.

            – Mac -se ofreció-, deja que sea yo.

            Las cejas de éste se unieron hurañas.

            – No seas imbécil.

            – Tú tienes mucho que perder.

            – ¡Y tú no, gilipollas! Me acabas de decir que ese tío, D. Eleuterio…

            – Eusebio.

            – … te ha aceptado como novio de su hija y que hasta te da un empleo, y ahora quieres mandarlo todo al carajo.

            – M…

            – No. Hace cuatro años dejaste pasar una oportunidad, no pierdas ésta; quizá no tengas otra.

            – A costa tuya -musitó amargamente.

            – Oye, igual crees que me voy a dejar matar.

            – Claro que no.

            Pero podía salir mal, podía…

            – Pues cierra el pico. Además, él me vio a mí. Tengo que ser yo.

            Nueva obviedad. Germán acató el fallo.

            – De acuerdo -suspiró-, da la cara, pero alguien te tiene que guardar las espaldas.

            – Lo haremos nosotros -aseguró Eduardo.

            – ¿La policía? -masculló Germán- ¡Bonita solución!

            – Tomo nota de tu entusiasmo.

            – ¡Sí, apúnteselo bien! -enfurecido por la impotencia-. Y apunte también que toda la culpa de lo que ha sufrido Mac es de ustedes, y no hablo de ahora.

            – Ya vale, tío -murmuró Mac.

            – ¿Por qué? ¿A quién persiguió el comisario ese de Zaragoza?

            – Es agua pasada. Además, yo había robado al alcalde.

            – Sí, porque te metió mano.

            – ¡Coño! -murmuró Eduardo.

            – Déjame ayudarte -repitió.

            Mac lo miró afectuoso. Lo haría. Pero, ¿por qué exponer otra vida?

            – No. Es arriesgado.

            – Tú me has ayudado a mí.

            – ¡Una leche! -no cedería-. Me vi en tus líos sin comerlo ni beberlo.

            – Pudiste haberme delatado.

            – No me diste tiempo.

            – No te creo.

            – Alucinas.

            Germán señaló a Eduardo con el pulgar.

            – ¿Te fías más de este hombre que de mí?

            – Si me fiase, no cogería el arma.

            – Se te ve la pipa -señaló Germán.

            Mac juró.

            – ¿No tienes alguna chaqueta?

            – Una chupa tejana.

            No dio un paso.

            – Bien -insistió Mac-, déjamela.

            – ¿Por qué? Es mía.

            – No estoy para bromas.

            – Yo tampoco.

            – No seas gilí y déjamela.

            – Si voy contigo.

            Los ojos de Mac se achicaron.

            – ¡Métetela donde te quepa!

            – ¿La chupa?

            – Tu ayuda.

            – No puedes ir por la calle con el revólver asomándote -objetó Eduardo con una sonrisita.

            – Está disfrutando, ¿eh? -gruñó Mac.

            – Estoy corriéndome.

            – ¡Capullo! -susurró el chico.

            Sacó la pistola y la entregó de mal talante a Germán, casi lo aplastó con ella.

            – Como me maten no te lo perdonaré en la vida.

            Se fueron poco antes de que llegara Isabel a preguntar a Germán si sabía algo de Mac. Su llamada telefónica le había alegrado y apaciguado, pero la había llenado de un temor que no sabía explicar. Presentía algo. En la radio habían comentado, hacía cuarenta y cinco minutos, algo sobre un tal Juan -no-sé-qué- Gil Bernardo, de las industrias de D. Vicente Berenguer, a quien habían atracado aquella noche. La policía buscaba al responsable, un muchacho pelirrojo y delgado de unos dieciocho años. La tipología de Mac.

  1. Vicente.

            Demasiada coincidencia.

            No sólo eso.

            Habían interrumpido la emisión para dar la noticia de que el hospital de Alcañiz había sufrido un atentado terrorista, aún no se conocía la autoría del grupo.

            Una bomba.

            Varios heridos y muertos.

            Y Quique y toda la familia de Mac allí.

            El A.L., seguro.

            Una represalia, no había otra explicación.

            Mac debía conocer ya el atentado.

            Debía haber perdido la cabeza nuevamente.

            Desistió de golpear la puerta insistentemente. Allí no había nadie. Seguro que Germán estaba en la clínica visitando a tía Jerónima.

            Se dirigió hacia allí todo lo deprisa que pudo.

 

Aguja de marear (59)

Aguja de marear (59)

       VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

59

            El cañón de la pistola se fue elevando paulatinamente hasta poder ver el negro agujero. Detrás, una imagen borrosa, indefinida, hacía más manifiesta el arma, que se desvió ligeramente antes de disparar.

            Quique abrió los ojos. Sudaba.

            Sintió una mano en su brazo.

            Juan.

            – ¿Estás bien?

            – Sí -murmuró.

            Mentía. Se encontraba fuerte, las heridas habían sido más aparatosas que graves, pero tenía pesadillas, casi siempre la misma, caído en el suelo, con un balazo en la pierna, y el arma aproximándose, creciendo y creciendo hasta abarcar la totalidad de sus ojos, luego elevándose hasta que el agujero del cañón semejaba una luna nueva; detrás algo informe, desdibujado.

            Cerró los ojos con un gemido. Pestañeó.

            – ¿Dónde está Mac? -preguntó por enésima vez.

            Lo echaba a faltar, como le habría pasado con Juan en caso de haber sido éste el ausente. Necesitaba a toda la familia a su lado, la falta de uno le hacía sentir desvalido pese a los esfuerzos del resto.

            – Preso, ya lo sabes.

            – No es verdad. Mamá ha dicho que el policía que ha llamado esta mañana, le dijo que estaba libre.

            – Pero también le ha dicho que no le permiten abandonar la ciudad.

            – ¿Por qué?

            – No lo sé. Un asunto de la policía, no sé más.

            – Podía llamar -protestó resentido.

            Sí, podía, pero la cosa no era tan fácil. Quizá fueran ciertos los rumores que corrían por el pueblo culpando a Mac del atentado a Quique, sí, seguro que eran ciertos, aunque ignoraba en qué se basaban. Se negaba a creerlos, pero en su fuero interno Juan reconocía la posibilidad. Era el único que, por la vida que llevaba, podía originar aquello como una especie de represalia. Y si ello era así, conociendo a su hermano, Mac estaría que no levantaba cabeza, con un sentimiento de culpabilidad que le impedía descolgar el teléfono para preguntar por el pequeño.

            – Quizá es que no puede -concilió.

            – ¿Qué se lo impide?

            – No lo sé -mintió-. El policía ha dicho asunto policial, quizá no le permiten ni telefonear.

            Quique no contestó, receloso. Se hundió en un silencio mustio.

            Juan desvió la vista hacia la ventana tratando de disimular su preocupación. Aún siendo ciertos los rumores no responsabilizaba a Mac de lo ocurrido. Podía culparle de drogarse, de su forma de vida, pero no de aquello. Su hermano era un inconsciente, pero no tenía mal fondo. Hubiera hecho lo que hubiera hecho nunca debió saber que perjudicaba a Quique; lo habría evitado.

            – ¿Dónde está mamá? -preguntó su hermano.

            – Con los tíos.

            – ¿Tío Anselmo?

            – No. Tía Pruden y su marido.

            – ¿Han venido?

            – Han llegado hace dos horas aprovechando que es domingo.

            – ¿Qué dicen de Mac?

            Era una obsesión.

            – No he hablado con ellos -volvió a mentir sabiendo que el pequeño no le creería.

            – ¿Dónde están?

            – Fuera. Como estabas dormido han ido a un cuartico al final del pasillo para poder conversar.

            – ¿Y Dani?

            – Abajo, creo. No le dejan subir porque es muy pequeño.

            – ¿Crees?

            – Ha habido algo de revuelo. Han pasado unos celadores buscando un crío que, parece ser, se les ha colado. Está todo el hospital en pie de guerra.

            Quique sonrió.

            – Me gustaría que fuera él. Querría verlo.

            – Sospecho que es él -repuso Juan-. Me recuerda mucho a Mac cuando tenía su edad. Este es más tranquilo en apariencia, pero quizá sea peor. Quiero decir, que Mac se mete en líos sin pensarlo y Dani, si lo hace, será porque quiere.

            Quique cambió de postura. Hizo una mueca de dolor.

***

            No dijo todo lo que pensaba cuando salió el tema, demasiado estaba pasando su hermana para que encima le contara toda la verdad sobre el granuja de su hijo. Pablo también guardó silencio, era algo que, de darlo a conocer, debía ser su esposa quien lo hiciera.

            Les extrañó que comentara Eulalia que el policía había dicho que lo habían dejado libre, cuando sabían muy bien que se había escapado, pero era mejor así, una preocupación menos para aquella desgraciada.

***

            Estaba escondido en un cuartucho de limpieza con un humor de perros ante la imposibilidad de llegar al tercer piso. ¡Uno que le faltaba!

            Había cometido una estupidez, se daba cuenta, pero es que tenía que ver a Quique. Sus padres le hablarían de Mac, de lo malo que era, de lo que había hecho. Tenía que verle, darle su versión de los hechos. Mac quería castigar a los que le habían disparado. Los mayores se lo impedían. Sólo permitían dos personas de visita. A sus padres los habían dejado subir, pese a que el cupo de Quique estaba completo, porque venían de fuera, 300 kilómetros, expresamente para visitarle. Pero a él no, era muy niño. Estaba prohibido.

            Tenía las manos en los bolsillos, jugando nerviosamente con los petardos que había comprado en un kiosco mientras esperaba. Era el siete de septiembre, el día que en Andorra se celebraba el chupinazo de inicio de las fiestas patronales. Las de Alcañiz se celebraban por las mismas fechas. Había aprovechado el rato para comprarlos.

            Petardos.

            Los extrajo del bolsillo con una sonrisa maligna. Del otro sacó una caja de cerillas. Lo balanceó todo, cada uno en distinta mano, como si lo sopesara.

Aguja de marear (58)

Aguja de marear (58)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

58

 

            Mac echó una ojeada nerviosa a la comisaría. Tenía las manos sudorosas.

            – ¿Vamos? -oyó decir a Eduardo.

            Detrás de aquella puerta quizá le aguardaba la prisión. Se mordió el labio. Descendió latiéndole el corazón aunque aparentara serenidad. Siguió al inspector con las manos en los bolsillos, la puerta le recordó la del la mansión de la película “Psicosis”, lo que no ayudó mucho a calmarle los ánimos.

            Se cruzó con uno de los que le habían detenido, percibió el nerviosismo de éste. Morbosamente se detuvo y lo miró a los ojos preguntándose si sería el que había dado su dirección a D. Vicente. Pero desde luego, sí era el que le había golpeado. Percibió algo. No supo muy bien el qué. Podría ser temor, puesto que el policía no hizo ningún comentario, ningún ademán.

            Mac pensó en hacer algún gesto, algo como sacar un cigarrillo y pedirle fuego, pero era una necedad. Lo rechazó. Permaneció atento, estudiándole con altanería sin darse cuenta que aquello también era un gesto. Era calvo, con el cabello lateral peinado hacia atrás, cejas espesas sobre unos ojos pequeños, ligeramente saltones y prominentes párpados, nariz recta; cabeza redonda, grande para su estatura; labios finos y alargados. Sintió que el nerviosismo del policía aumentaba así como su irritación. Disfrutó con ello.

            – Mac -llamó Eduardo.

            Una última mirada antes de seguirle hacia su despacho. Cerró la puerta.

            Eduardo puso un folio en la máquina, escribió la declaración que efectuaba Mac, quien, después de leerla añadió dos datos más que recordó. Firmó. Luego se efectuó un retrato robot con la descripción que realizó del asesino. El inspector contempló atentamente el dibujo.

            – ¿Estás seguro que es éste?

            Mac asintió.

            – Piénsatelo bien.

            – Es él. ¿Por qué duda?

            – Tráeme el diario de ayer -ordenó a su hombre.

            Francesc regresó a los pocos minutos, entregó el periódico. Eduardo buscó una página. La enseñó a Mac. El chico se sentó, le fallaban las piernas. El rostro exangüe.

            – Repito. ¿Estás seguro que es él?

            Asintió con la cabeza.

            – ¿Lo viste bien?

            – La primera vez apenas me fijé, e incluso cuando salió de los urinarios. Pero cuando fui a buscarlo lo reconocí entre todos los que estaban en el andén. Sí, lo vi bien.

            Francesc se rascó la cabeza.

            – Bueno -comentó Eduardo-, no será difícil comprobarlo. Le heriste en el antebrazo. ¿En cuál? No lo has especificado.

            – El… -cerró los ojos visualizando la pelea-, el izquierdo.

            – Seccionándole una arteria.

            – De eso ya no estoy tan seguro. Sólo es una sospecha.

            – Bien. Pero si es así es fácil que esté hospitalizado, y si no estará en casa. De una forma u otra podremos comprobar el tipo de lesión interrogando al médico que le atendió.

            – Es una bomba, inspector -dijo Francesc-, ¿quién iba a decirlo? -leía el artículo-. Habla de la junta de accionistas de las empresas de D. Vicente Berenguer i Casetas. Parece ser que tenía las máximas posibilidades de ser nombrado presidente.

            Mac parpadeó contemplando al policía. Luego desvió los ojos a Eduardo.

            – ¡Joder! -murmuró.

            – Sí, joder -repuso Eduardo.

            – No es un asesino en serie.

            – No.

            – ¿Piensa lo mismo que yo?

            – No hay otra explicación. Juan Moisés quería su puesto, posiblemente no tanto el de las empresas como el dominio de las drogas. Pero si Vicente formaba parte de una mafia su asesinato podía crear represalias. Solución: ocultar el móvil y el crimen dentro de otros.

            – Como un libro. La mejor forma de esconderlo es en una biblioteca.

            – Ajá. Aparecen así una serie de asesinatos, en principio sin ninguna relación entre sí, excepto en la forma, degollados. ¿Quién diría que la muerte de Vicente no es obra de un psicópata? El último asesinato, y quizá uno o dos más que tuviera previstos, era para terminar de ocultarlo.

            – Eso explica -dijo Francesc- que no saliera nadie reivindicando la autoría cuando se acusó a ese otro chico. Le vino como anillo al dedo para desviar las sospechas totalmente.

            Eduardo dio un palmetazo en la mesa visiblemente animado.

            – Bien, es hora de hablar con Tomás, ¿no crees?

            Mac asintió sin ganas.

            Tomás se puso en pie al verlos entrar.

            – Te presento al testigo de quien te hablé -dijo Eduardo sin dar tiempo a nada.

            – ¿Este?

            – Ya te dije que era de fiar.

            – ¡Si esto es una broma…!

            – No lo es -le dio el retrato robot-. Aquí tienes al asesino de tu familia.

            – ¿Juan Moisés? ¿Crees que me lo voy a creer? ¡Está jugando contigo! Admito que un prohombre sea un criminal, pero ¿dos seguidos?

            – Siéntate, Mac. Tú también, Tomás. Tengo una bonita historia que contarte.

            – No me lo trago -repuso cuando Eduardo le puso al corriente.

            – Es fácil comprobarlo. Mac dice que le hirió en el brazo izquierdo.

            – El brazo izquierdo, la pierna derecha y dos dedos. Tuvo un altercado esta madrugada. Mira el periódico de hoy.

            Había una fotografía. Habían confirmado la presidencia aquella tarde y sufrido un percance con un ladrón al anochecer al negarse a entregar el dinero que llevaba encima.

            – La descripción del ladrón coincide con la de Mac -repuso triunfante Tomás.

            El muchacho agachó la cabeza clavando la vista en el suelo con desaliento.

            – No se puede negar que es listo -comentó Eduardo.

            – ¿Aún das crédito a este embaucador?

            – ¿Cuántos más conocen esta descripción?

            – En esta comisaría soy el único. Acaba de llegar y no hacía más que terminar de leerla cuando habéis entrado.

            – No la des a conocer, creo que está mintiendo. Ayer cometió un error y seguramente después del enfrentamiento con Mac se preguntó por qué lo siguió en vez de avisar a la policía. Debió sospechar algo que no cuadraba con el comportamiento habitual de un testigo. Solución: autolesionarse. Es un personaje conocido. Quizá crea que Mac buscaba chantajearle. Acusándole como ladrón le corta las alas, porque el muchacho no podría presentarse a ninguna comisaría a acusarle de asesinato sin ser detenido. Sería la palabra del chico contra la suya. Nadie daría crédito a Mac.

            Tenía lógica.

            – Admitamos que estés en lo cierto -dijo Tomás-. No puedes probar nada.

            – Hay que buscar otro camino. Conocemos su conexión en las drogas y tienes dos agentes que trabajaban para Vicente. Atacaremos por ahí, a menos que quieras que el asesino de tu familia quede libre.

            Tomás lo miró fríamente.

            – Coge a tus hombres -proseguía Eduardo-. Diles que lo sabes todo, que tienes pruebas que los implican, pero que no les harás nada y olvidarás el asunto a cambio de un favor: detener a Juan Moisés. Explícales el motivo, los asesinatos, seguro que te creen y que buscas venganza. Diles que te traigan pruebas que demuestren su conexión con Vicente y de que es él quien lo ha sustituido como jefe en el tráfico. El resto puedes imaginártelo. A cambio te pido por mi parte que exculpes a Mac y a Germán de las acusaciones que tienes y que retrases el dar a conocer esa descripción.

            Tomás estuvo unos minutos en silencio meditando. No terminaba de convencerse, pero la exposición de Eduardo tenía lógica. No perdía nada con probar.

            – De acuerdo -repuso-. Quiero a ese hijo de puta.

            – Bien. Vamos, Mac, tenemos trabajo.

            Mac apretó los dientes. Luego lentamente se levantó.

            – Estaremos en contacto -dijo Eduardo a Tomás. Señaló el diario-. ¿Pone en qué clínica se le atendió?

            – En Santa María Victoriana. Creo que es accionista. Sigue ingresado.

            – Oiga -gruñó Mac siguiendo al inspector por el pasillo hacia la calle-. ¿Qué está planeando?

            – ¿Qué crees tú?

            – Algo que no me gusta.

            – A ver.

            – El problema reside en demostrar que se autolesionó.

            – ¿Y?

            – Que si no se puede hay que esperar un falso movimiento.

            – No lo hará.

            – No, porque sabe que está descubierto, hay un testigo aunque haya conseguido hacer creer a la policía que es un ladrón. Por otra parte ya ha conseguido su objetivo, eliminar a Vicente.

            – ¿Conclusión?

            – Hay que obligarle.

            – Muy sensato.

            – Quiere ponerme de cebo.

            – ¡Premio!

            – ¡Métase el plan en el culo! -golpeó el pecho de Eduardo con el índice como si fuera un chico de su edad-. No soy policía. No me pagan para ello. Resuelva el caso usted y su gente, que para eso cobran. A mí me deja en paz.

            Eduardo se puso en jarras.

            – Muy bonito -obsequió con un rictus cínico-. Tú solucionas tu problema y a los demás que les den morcilla.

            – Sí, señor, como todos.

            – Escucha, hijo… -condescendiente.

            – ¡No me llame hijo! -enfurecido- ¡no soy su hijo!

            – Has querido suicidarte -hiriente- en más de una ocasión, ¿qué te puede importar entonces ponerte de cebo? ¿Qué puede pasar, que te maten?

            La barbilla de Mac tembló. Los ojos le brillaban. Sus dientes rechinaron.

            – ¿Cuánto me pagará? -preguntó en un sonido gutural contenido.

            – ¿Cómo que cuánto te pagaré?

            – ¿No querrá que exponga mi cuello por el morro?

            – Te he librado de la cárcel, ¿no es bastante?

            – No.

            – No te daré ni un duro.

            – Pues búsquese la vida.

            Chasqueó con los dedos.

            Lo dejó plantado.

            La puerta.

            Las escaleras.

            La calle.

            – Así que todo se reduce al dinero -oyó decir.

            Se detuvo. No había llegado a la esquina.

            – No es el dinero. Es que no quiero hacerlo.

            – Nunca he tenido un ayudante tan respondón. Te ofrezco hacer algo útil.

            – ¿A cambio de qué? Dígame, ¿de qué? ¿Qué gano yo? Si sale bien, unas palmaditas, gracias, Mac. Los honores para usted. Si sale mal, un buen entierro, pobre Mac, angelitos al cielo y espéranos muchos años. ¿Eso es el algo útil que me ofrece?

            – ¡Sí, eso!

            – ¡Pues no lo quiero! ¡Estoy harto de verme en líos que no me conciernen!

            – Es verdad, olvidaba que lo tuyo es la mierda esa que consumes.

            Mac le lanzó una mirada que no se supo si era de odio, de ira o derrotada. Se alejó sin responder.

            – Eres increíble, Mac. La hostia, como decís ahora.

            – ¡Olvídeme!

            – ¡Muy bien, maldita sea, te pagaré!

            Mac giró la cabeza.

            – ¿Cuánto?

            – ¿Cómo que cuánto?

            – Sí, ¿cuánto?

            – ¿Cuánto pides?

            – ¿Cuánto ofrece?

            Eduardo suspiró nervioso.

            – Mil duros.

            – ¿Cinco papeles? No me interesa.

            – ¿Te parece poco?

            – Quiero la mitad de lo que cobra.

            – ¿Crees que soy el banco de España?

            – La mitad o nada.

            – ¡De acuerdo!

            – Y una pistola.

            – No tienes licencia.

            – Pero sí una vida que proteger.

            – En casa de Germán hay dos revólveres, ¿te sirve uno?

            Mac asintió. Sonrió divertido.

            – Está usted con el agua al cuello, ¿eh? -cloqueó.

            – Espero que hagas bien tu trabajo -refunfuñó-. La verdad, no te entiendo. Con esos del A.L. estabas dispuesto a ponerte de cebo.

            – Con ellos tenía una cuenta personal, con éste no. Así que no intente enredarme, ¿quiere?

 

Aguja de marear (57)

Aguja de marear (57)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

57

            Mac no se enteró cuando Eduardo le puso el cinturón de seguridad. Arrancó sin despertarlo, mejor que durmiera y descansara.

            De los dos siguientes hospitales que visitó Eduardo Mac no tuvo consciencia, despertó a medio camino del tercero. Parpadeó preguntándose dónde estaba.

            – ¿Has descansado?

            – Algo.

            Ahora lo que tenía era hambre.

            – ¿Dónde vamos?

            – A otro hospital, pero primero pararé en comisaría.

            Mac lo miró con el ceño fruncido.

            – Oiga -recordó-, me están buscando.

            – ¿Y?

            – Que yo no puedo ir a comisaría. Si me ven en su coche…

            – Entra conmigo.

            – A la comisaría -era una afirmación.

            – Claro.

            – Está majara.

            – Tienes que dar la descripción de ese individuo para el retrato robot. Además, tampoco te vendría mal que hables con Tomás.

            – ¿Para que me despelleje?

            – Para que tengas un careo con él.

            Mac semicerró un ojo.

            – ¿Qué quiere demostrar? ¿Cree que miento?

            – No.

            – ¿Entonces?

            – Hay que solucionar lo que hay entre vosotros. No quiero que vengas conmigo mientras te están buscando.

            – Esta noche no le importaba.

            – Eso te parecerá a ti.

            Mac no contestó, no le apetecía hablar. Además, con Eduardo llevaba las de perder. Se aisló pensando en Isabel, considerándose un cretino por haber roto con ella y un miserable por querer reanudar la relación Sí, oye, mira, me he portado mal, ¿sabes?, pero podemos hacer las paces. Sí, ya sé que te he jodido, pero olvídalo, ¿vale?, total, no es nada.

            – ¿Te has vuelto a dormir?

            – No.

            – ¿En qué piensas?

            Mac abrió la boca fastidiado para soltar un exabrupto, pero cambió de idea.

            – En cómo hacemos cosas de las que nos arrepentimos después -murmuró.

            – Isabel, ¿eh?

            – Muy perspicaz.

            – Experiencia.

            Mac se sintió intrigado por el tono. Lo estudió intentando averiguar si existía algún mensaje oculto en aquella respuesta, pero excepto una expresión triste en los ojos no halló nada.

            Eduardo detuvo el coche.

            – ¿Ya estamos? – preguntó Mac.

            – No. Pero necesito un trago o pronto empezarán a temblarme las manos.

            Apareció una sonrisa en los labios de Mac.

            – ¿Sabes lo que eso significa? -inquirió Eduardo.

            – No soy tonto.

            Mac lo siguió al interior del bar.

            – ¿Por qué lo hace?

            – ¿Ser policía?

            Mac le apuntó con el dedo en un gesto que le recordó a él mismo.

            – No me vacile.

            Idéntica voz.

            Eduardo rió.

            – ¿Sabes que imitas bien?

            Mac se encogió de hombros. Pidió un café con leche.

            – Cuando no te gusta estudiar pierdes el tiempo en muchas cosas. Ha sido lo único de provecho que he logrado en estos cuatro años. Ya ve usted para lo que me puede servir.

            – Algunos se ganan así la vida.

            – No soy tan bueno para eso.

            – Eres muy joven. Practicando llegarías lejos.

            – Tampoco me gusta. Es divertido para hacer reír a los amigos, pero nada más.

            Bebió el café con leche lentamente.

            – Quisiera disculparme.

            – ¿De qué?

            – De mis palabras de anoche, lo de que era marica.

            – No las tomé en serio.

            – No sé por qué las dije.

            – Querías gresca.

            – Sí, pero no sé por qué. A veces me pasa, incluso con gente que aprecio.

            – Es tu válvula de seguridad. Vas acumulando tensión hasta que la sueltas.

            Mac asintió con la cabeza; podría ser.

            – ¿Cuál es la suya?

            – ¿Mi qué?

            – Su válvula.

            – Meterme con la gente.

            Mac sonrió divertido.

            – ¿No te lo crees?

            – Pensé que era la botella.

            – ¿Me estás llamando borracho?

            La sonrisa de Mac se acentuó, guasona.

            – No, que va.

            – Pues eres el único.

            Ahora Mac rió. Tenía que reconocerlo, aquel hombre le caía bien.

            Eduardo pidió un bocadillo para cada uno.

            – ¿Quieres otro café con leche?

            – No. Vale con éste.

            – ¿Qué sabes de tu hermano?

            El rostro de Mac se tornó gris.

            – No gran cosa.

            – Está fuera de peligro.

            El muchacho pestañeó.

            – ¿Ha telefoneado?

            – Al hospital, hace un rato, mientras dormías.

            Sostuvo la atenta mirada de agradecimiento de Mac.

            – ¿Por qué lo ha hecho?

            – Por ti; no ibas a llamar.

            Una fugaz tormenta pasó por la expresión del adolescente.

            – ¿Cree que no quiero a mi hermano?

            – Creo que te consideras responsable y te avergüenza telefonear a preguntar por él.

            El rostro se suavizó, pero continuó siendo grave.

            – ¿Lee el pensamiento?

            – El tuyo sí. Eres un libro abierto, Mac. Imprevisible en tus acciones quizá, pero no en tus sentimientos.

            El chico jugueteó con la taza.

            – La verdad -repuso- es que me gustaría estar con él. Pero tendrán el hospital vigilado.

            – Probablemente. Un motivo más para que hables con mi compañero.

            – ¿Sabe que es usted un cabrón?

            Lo dijo sin ánimo de ofender, como algo que era obvio. Eduardo sonrió.

            – El opina lo mismo de ti.

            Mac volvió a reír.

            – ¿Hablarás con Tomás o no?

            – Hablaré, se ha empeñado usted. Pero no quiero que me encierre.

            – Yo me encargaré.

            Mac no respondió. Se mantuvo en silencio mientras se comía el bocadillo, luego buscó en los bolsillos, sacó unas monedas.

            – Ya pago yo -dijo Eduardo.

            – Mejor, porque no llevo bastante -disimuló. En realidad ni por la cabeza le había pasado, sólo miraba si tenía bastante para telefonear.

            Eduardo lo vio marcar un número. Aquel chico era más conflictivo que el suyo, pero probablemente la comunicación entre ambos hubiera sido mejor de ser su hijo como Mac. Era un muchacho razonable, escuchaba lo que le decían, su hijo no, al menos no con él. Mac, en su caso, habría escuchado aunque hubiera recibido por parte de su padre las mismas putadas que el otro. Quizá hubiera resultado más cínico e irónico, pero habrían podido comunicarse. Se preguntó cómo habrían reaccionado sus hijas de haber estado ellas en casa. Posiblemente igual que su hermano, y por mal que le supiera no podía reprochárselo.

            No pudo evitar un sentimiento de envidia hacia Mac, porque poseía algo que hubiera deseado que tuviera su familia. Tenía los ojos fijos en él, veía su rostro grave y el movimiento de sus labios mientras hablaba algo que no podía oír, luego escuchaba, movía la cabeza, nuevo movimientos de labios, el rostro más grave antes de irse iluminando con una lentitud desesperante.

            Eduardo pidió otra cerveza. Iba por la mitad cuando regresó el muchacho, se sentó, terminó el bocadillo. Lo que quedaba del café con leche estaba frío. Cogió el pitillo que le tendía el inspector.

            – Bueno -murmuró-, ya está.

            Sentía necesidad de hablar con él. Era distinto que con Germán o Efrén, no sabía explicarlo. Ellos eran sus amigos, tenía una confianza absoluta, sobre todo con Germán, pero era distinto con aquel policía. No era su amigo, no le tenía confianza, y sin embargo sentía que el apoyo que éste podía darle no lo obtendría de Germán o Efrén, porque era un apoyo distinto. No, no sabía cómo explicar aquel sentimiento, sólo que tenía necesidad de hablar con él.

            – He telefoneado a Isabel.

            – ¿Y?

            – Lo hemos arreglado.

            – Me alegro.

            ¿Por qué se había vuelto lacónico de pronto? Mac esperaba más, unas palabras de ánimo, de que había hecho lo correcto; no ese me alegro aséptico. Bruscamente se sintió agresivo.

            – ¿Es usted casado?

            – Separado.

            – No le aguantaba -afirmación.

            – No.

            – ¿El alcohol?

            Eduardo gruñó afirmativamente.

            – ¿Hijos?

            – Tres.

            – Tampoco le hablan -afirmación.

            – ¿Me estás interrogando?

            – ¿Le molesta?

            – Es algo que no te importa.

            – Es curioso que no esté amargado.

            – ¿Debería?

            – Aún los quiere, por lo menos a sus hijos.

            – ¿Cómo lo sabes, Sherlock Holmes?

            – La expresión de su cara.

            – Muy listo.

            – Un libro abierto -cínico.

            – ¿Qué eres, la horma de mi zapato?

            – ¿Le molesta? -ironía.

            El rostro de Eduardo se tornó risueño.

            – No, Mac. Lo cierto es que me resultas simpático, aunque seas un cabrón.

            – Como usted.

            – Como yo.

            Mac sonrió.

            – ¿Sabe? Es usted un fracasado y no lo entiendo. Es inteligente, creo que buen policía aunque con unos métodos muy particulares, tiene edad para ser comisario y no ha pasado de inspector. No lo entiendo.

            – Dedúcelo.

            – Muy arriesgado, me equivocaría. Lo más patente es el alcohol, motivo por el que ha perdido a su familia, pero no me cuadra eso con su fracaso profesional.

            – ¿Cómo estás tan seguro?

            – Lo intuyo. ¿Qué le impulsó a beber?

            – Nada. La costumbre. Empiezas de chico, más o menos a tu edad, con los amigos, luego continúas, te ayuda a relacionarte y llega un día que, sin darte cuenta, no lo puedes dejar. Empiezas con problemas en la familia, discusiones; a los hijos no les haces ni caso. Nunca les he pegado, eso es cierto, pero sólo con verme la cara era bastante. Al final se hartan y se van. Conflictos en el trabajo; nunca me he emborrachado, pero te suelta la lengua, y yo siempre he necesitado poco para ello, incluso cuando no era alcohólico. Es imposible no fracasar cuando tienes a todos tus superiores enfrentados.

            – ¿Por qué no deja de beber? ¿Por qué no se rehabilita?

            – Soy feliz así. Hago mi trabajo como a mí me gusta hacerlo. No aspiro a triunfar.

            – Pero la familia…

            – No es tan importante para mí como pueda serlo para ti.

            Mac permaneció pensativo.

            – Está usted casado con esa placa que lleva, no hay otra explicación. Lástima.

            – ¿Por qué?

            – Porque habría llegado a ser un gran hombre.

            – ¿Cómo D. Vicente Berenguer i Casetas?

            No hubo cinismo en la semisonrisa que apareció en la comisura de los labios de Mac.

            – No -dijo suavemente-. Como mi padre.

            – Un minero.

            – ¿Es deshonroso?

            – En absoluto, creo que es un cumplido. El máximo que puedes darme.

            – ¿Se está poniendo tierno?

            – Constato un hecho. Eres un chico muy peculiar, Mac. Con una energía vital envidiable. No desperdicies tu vida.

            – También yo soy un fracasado.

            – Te equivocas, pero lo serás si te echas a perder.

            – ¿Cree que puedo evitarlo?

            – Por supuesto: siendo fiel a ti mismo. Tienes una lucha interna permanente. Olvídala, déjate llevar.

            – Si hubiera hecho eso, Felipe, Francisco, y ese otro, ¿cómo se llama? Fidel, estarían muertos.

            – Me refiero a que te dejes llevar mentalmente, no en acto.

            – No le entiendo.

            – En casos que entres en conflicto deja volar tu imaginación, déjate llevar por tus deseos, verás como sin darte cuenta empezarás a analizar los pros y contras, y llegarás a la conclusión de que eso que deseas no vale la pena y lo rechazarás.

            – ¿Me está diciendo que haciendo lo que dice llegaría a la conclusión que matar a Francisco o a los otros no merece la pena?

            – Exacto.

            – A usted le falta un tornillo.

            – Pruébalo. En estos momentos estás en lucha contigo mismo, en lucha con Tomás, en lucha con todos, pero es que no tienes paz en tu interior.

            – ¿Cree que así obtendré la paz?

            – No lo sé. A mí me fue bien. Dices que soy un fracasado y te extraña que no me sienta como tal. Alguna explicación tiene que haber, ¿no? La ventaja que tienes tú, muchacho, es que todavía no lo eres. Reacciona, Mac. No desperdicies tu vida.

            Le estaba tomando el pelo, fue su primer pensamiento, pero los ojos de Eduardo lo desmentían y tampoco le faltaba razón. Cuando más violento había sido era cuando no podía resistir la tensión interna que le consumía. ¿Cómo lo había llamado el inspector? Una válvula de seguridad.

            – Por intentarlo no pierdo nada -murmuró incrédulo-. Pero hay tantas cosas… Quizá me valga para el futuro, pero no para el pasado, eso no tiene solución.

            – Todos cometemos errores, Mac. Es normal, no somos dioses. Y ya que nombro a Dios, hasta Cristo metió la pata.

            Mac frunció una ceja cómicamente.

            – ¿En qué se equivocó?

            – En creer que podía hacer cambiar a los seres humanos. Estamos como en su época o peor.

            – Perdió el tiempo.

            – Tú lo has dicho.

            – Murió por nada.

            – En vista de los hechos actuales, diría que sí.

            – ¿Y la resurrección?

            – ¿Lo has visto resucitado?

            – ¡Claro que no! ¡Qué tontería!

            – Entonces, ¿cómo sabes que es cierto? ¿Porque te lo han dicho? Con lo embusteros que somos todos los hombres, ¿das fe a eso?

            – ¿Tiene alguna importancia?

            – ¿La resurrección? No lo sé. Dímelo tú.

            – Yo no soy cura.

            – Pero eres creyente.

            – Para el caso que le hago. No, no creo que sea creyente. ¿Cómo voy a serlo si soy incapaz de amar a mi enemigo?

            – Al menos no eres hipócrita. No haces como tantos otros que se llaman cristianos, ya sean católicos, protestantes, testigos de Jehová, o el que sea, y que joden al personal porque les ha hecho un daño, o llevan el pelo largo o corto, o les has mirado mal o eres de otra raza o les caes gordo o porque se lo ha dicho Dios.

            – Los ha puesto buenos.

            – Desgraciadamente es así. Hipócritas. Tú al menos no lo eres, y quizá por eso lo estás pasando tan mal, porque te ves incapaz de amar a tus enemigos, o de devolver bien por mal, de perdonar (perdonar y olvidar, que hay muchos que perdonan, pero no olvidan), de no defenderte si te atacan, aunque quizá hasta el Papa viera lícito matar para defender tu vida. Dime, Mac, ¿quieres ser santo?

            – No, Eduardo -tuteó sin darse cuenta-, sólo quiero la paz.

            – No la encontrarás fuera, búscala dentro. Acéptate a ti mismo, ese es el primer paso. Acéptate tal como eres, un chico de diecisiete años, movido y conflictivo. Lo demás ya llegará. No puedes dar a nadie cien duros si tú no los tienes. Pues es lo mismo. No puedes estar en paz con los demás si tú no la tienes, no puedes ser tolerante si no lo eres contigo.

            – Si piensa así, ¿por qué se metió a policía?

            – Lo primero que no soy creyente. Lo segundo, me encantan los líos.

            Mac lo miró incrédulo, luego rompió a reír.

            – De acuerdo -comentó risueño-, me haré musulmán o del Hare Krisna.

            – No servirá de nada.

            – ¿Por qué?

            – Ni Dios ni la paz están fueran de ti sino dentro.

            – Oiga, ¿no será usted algún cura rebotado?

            – Sólo soy un policía que busca a un asesino y que lleva contigo en un bar más de una hora perdiendo el tiempo. ¿Qué te parece si hacemos algo útil?

            – ¿Irnos de putas? -bromeó.

            – No tientes tu suerte.

Aguja de marear (56)

Aguja de marear (56)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

56

 

            – Bájate los pantalones.

            Mac miró a la enfermera pálido.

            – ¿Eeh?

            – Que te bajes los pantalones.

            ¡Y los calzoncillos secándose! ¡No, si cuando…!

            – ¿Para qué?

            – Te voy a poner una inyección.

            – ¿No puede ser en el brazo?

            – No.

            Le habían puesto unos puntos profundos de catgut, un hilo que le recordó los antiguos bordones de tripa para el tambor pero bastante más delgado, suturándole la capa muscular y otros de seda en la piel. Ahora veía a la enfermera preparar la gammaglobulina antitetánica; golpeaba para que ascendieran burbujitas de aire.

            – ¿No es mucha aguja?

            Cuatro centímetros.

            Medio machete.

            – No seas crío. Y bájate los pantalones de una vez.

            Lo que significaba abrir la cremallera y volver a pelear cuando fuera a subirla.

            Con un suspiro resignado dio la espalda a la sanitaria. Miró a los lados con un rápido movimiento de ojos. Bueno, al menos no había nadie delante que le viera.

            No sintió el pinchazo, tampoco entrar el líquido.

            La riña con su pene y la cremallera fue peor aún que en casa de Eduardo. Estaba demasiado nervioso por la presencia de la mujer y las prisas con que quería hacerlo sólo servían para entorpecer más sus dedos.

            – Demasiados pequeños, esos tejanos, para no llevar calzoncillos.

            Mac enrojeció.

            – Deja que te ayude.

            – No la necesito.

            – Como quieras, pero date prisa que es para hoy.

            Mac se cagó en todos los santos. No había manera. Cuanto más rápido, menos atinaba, más nerviosismo y más torpeza.

            – Muchacho, o te gusta exhibirte o la tienes muy grande.

            La cara de Mac ardió.

            – Trae, anda, o no acabarás nunca.

            – No la…

            – No seas niño. ¿Ves? Ya está.

            Mac no se atrevió a mirarla.

            – Ahora súbete la manga.

            – ¿Para qué? -balbuceó.

            – Te falta la vacuna.

            – ¿Otra inyección?

            La gammaglobulina había empezado a doler a medida que pasaban los segundos.

            – Otra. No me digas que tienes miedo, a tu edad.

            Subcutánea.

            – Dentro de un mes te pones la segunda dosis,

            – Espérame sentada -murmuró.

            – ¿Qué has dicho?

            – Que si la sutura está bien atada.

            – ¡Que pregunta!

            – ¿Cuándo me he de quitar los puntos?

            – Dentro de una semana.

            – ¿Y los de dentro?

            – Se disuelven.

            Salió fuera. Al dar el primer paso sintió un dolor lacerante en la nalga. Cojeó. ¡La madre que fundó a la enfermera!

            Eduardo estaba sentado en la sala de espera.

            – ¿Cómo ha ido?

            – No haga preguntas.

            Eduardo sonrió. La expresión de Mac era muy peculiar, mezcla de enfado y vergüenza. Se preguntó lo que habría pasado dentro.

            – ¿Puede saberse qué le hace gracia?

            – Nada. Vamos a lo importante. Aquí no ha venido ningún herido en el antebrazo.

            – Pues lo está.

            – Habrá ido a otro hospital. Lo encontraremos. Seccionar una arteria no es moco de pavo.

 

***

 

            Eduardo detuvo el automóvil, lo aparcó. Mac miró extrañado por la ventanilla; allí no había ningún hospital.

            – Espera aquí, voy a hacer una visita.

            Mac movió la cabeza con conformidad. Miró el reloj, las nueve de la mañana. Cerró los ojos, habían estado toda la noche de hospital en hospital buscando a aquel hombre, preguntando en Urgencias por todos los heridos en el brazo. Había amanecido y lo único que habían conseguido era cansarse y gastar gasolina.

            Tenía sueño. Se sentía decepcionado. Eduardo había asegurado que lo encontrarían, pero lo cierto es que estaban como al principio. Aquel fulano no había acudido a ninguna clínica. Eduardo seguía convencido. Si había seccionado una arteria con el bisturí no tenía otro camino que el hospitalario, incluso una arteria pequeña, cortada, podía matar a una persona. Por lo pronto el homicida se habría puesto un torniquete y después acudido a algún servicio de Urgencias. Básico y elemental.

            Mac no estaba tan seguro.

            Vio a Eduardo introducirse en un portal. Cerró los ojos, le costaba mantenerlos abiertos. Se durmió con la cabeza y el cuerpo reclinados sobre la portezuela.

 

***

 

            Fermín observaba a su hija fregando con energía los platos que dejó pendientes el día anterior. La muchacha tenía el rostro crispado, los ojos brillantes y enrojecidos. No había podido hablar con ella aquella noche, se encerró en su cuarto y no hubo forma. El padre vio frustrado su intento de acercamiento, averiguar lo que le pasaba y dar la nueva de que había acudido a un centro de alcohólicos rehabilitados.

            Carraspeó para llamar su atención.

            – ¿Qué quieres?

            – ¿Qué te ocurre?

            – No me pasa nada.

            – Vamos, hija. Es Mac, ¿no? ¿Ha intentado algo?

            – ¿Siempre estás pensando en lo mismo?

            Fermín calló. No podía esperar que se solucionara mágicamente el distanciamiento y recelo de aquellos años. La dejó sola sin insistir.

            Isabel, perdida en sus meditaciones, ni se dio cuenta que su padre aún no había tomado una gota de alcohol aquella mañana.

 

***

 

            Eduardo llamó al timbre. Abrió un joven dos años mayor que Mac.

            – Hola, papá.

            Había cambiado en aquellos tres años, se dijo Eduardo. No había crecido, pero sí enreciado. Tenía un rostro cuadrado, como la mandíbula, y la musculatura típica de un buen nadador. Los ojos le recordaban el ámbar gris aún más que cuando era niño.

            – ¿Está tu madre?

            – Está trabajando.

            – ¿Tú no tenías que estar en el universidad?

            – Las clases son por la tarde.

            La puerta estaba semiabierta ocupando él el espacio en actitud defensiva. La mano izquierda en el picaporte.

            – Bueno -dijo Eduardo-, déjame pasar.

            – No hay nada de qué hablar, papá.

            – Eso no quiere decir que dejes a tu padre en el pasillo.

            El joven titubeó. Echó a un lado. Siguió a Eduardo hasta el comedor.

            – ¿Qué haces aquí? -espetó.

            – Venir a veros.

            – Con tres años de retraso y a las nueve de la mañana. ¿Ya estás bebido?

            Era más alto que su padre.

            – Os cuesta perdonar.

            – Son muchos años de putadas, papá, una detrás de otra. Hace la tira que no nos vemos, desde que tú y mamá os separasteis. No te has preocupado de nosotros ni un segundo. Y ahora de pronto te presentas a primera hora de la mañana deseando que te recibamos con los brazos abiertos.

            El tono era más dolido que rencoroso.

            – No es visita de cumplido. Hay un asesino suelto que mata indiscriminadamente, sólo quiero advertiros que no os fiéis de nadie.

            – Bien, vale, tomo nota.

            La voz ahora fue tensa. Lo de visita de cumplido no le había caído bien.

            – Abajo tengo un chico herido. Le he prestado una camiseta que te olvidaste en casa.

            – Te la puedes quedar.

            Ahora, agresivo. Eduardo se cargó de paciencia.

            – ¿Y tus hermanas?

            – La una en el colegio, la otra trabajando.

            Estaba todo dicho. Eduardo había esperado que el tiempo restañara las heridas, pero estaba visto que no era así. La verdad es que había sido Mac quien, sin proponérselo, le había empujado a dar aquel paso. La conversación que habían mantenido en el coche nunca la tuvo con sus hijos por mucho que la deseó. El alcohol siempre lo había impedido, siempre presente; aunque estuviera sobrio estaba delante imposibilitando toda aproximación.

            – Me alegro de verte -se despidió-. Siempre es agradable visitar a la familia.

 

Aguja de marear (55)

Aguja de marear (55)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

 

55

 

            Se despertó bruscamente.

            – Tranquilo. Sólo quiero ver tu herida.

            Apoyó nuevamente la cabeza en el respaldo. Apretó los dientes cuando Eduardo quitó el esparadrapo. ¡Adiós piel!

            – Una herida fea -murmuró inspeccionándola-. Te afecta la capa muscular. Más profunda y te alcanza el abdomen.

            – El otro está peor.

            Eduardo lo miró con atención.

            – ¿Lo has herido?

            – En el antebrazo, pero creo que le he seccionado una arteria.

            El policía unió los labios pensativo mientras iba a por el esparadrapo. Regresó con una caja de gasas medio empezada y el esparadrapo. Volvió a suturar.

            – Iremos al hospital a que te curan bien la herida.

            Mac no respondió. Se dejó curar.

            – Veo que no lo despistaste.

            – Lo seguí -respondió el chico.

            – ¿Lo seguiste? Muchacho, eso fue una estupidez.

            – Una más en mi vida, ¿qué más da?

            – Pudo haberte matado.

            Mac encogió los hombros indolentemente.

            – ¿Es eso lo que buscabas?

            – ¡Y qué si es así! Soy un suicida, ¿recuerda?

            Eduardo lo apuntó con el dedo.

            – No vaciles conmigo.

            – ¡Que le zurzan!

            El policía le contempló severo. Entró en su habitación, regresó con una camiseta. Se la arrojó.

            – Póntela, vamos al hospital.

            – Estoy bien.

            – Eso lo diré yo.

            Mac no se amilanó. Sostuvo la mirada. Se tragó el orgullo. Se puso la camiseta, una blanca, lisa, casi de su talla. La dejó por fuera del pantalón para cubrir las manchas de sangre de éste.

            – Esta ropa no es suya -atacó.

            – Guárdate tus comentarios.

            – Le va pequeña.

            – He dicho que sin comentarios.

            – Es de hombre. ¿Es usted gay?

            – Te estás ganando una hostia.

            – ¿Con quién vive?

            – Métete en tus asuntos.

            – Siempre lo hago. Los líos me los traen los demás, son de importación. Venga, hombre, ¿de qué se avergüenza?

            – Hablas demasiado.

            – Tendré complejo de policía.

            – Deja las vidas de los demás.

            – Usted se mete en la mía.

            – Vamos al hospital -suspiró de mal talante.

            Cogió a Mac del brazo para obligarlo a caminar.

            – Pero, ¿es gay?

            – No.

            – No le creo.

            – ¿Tengo aspecto?

            – Conocí a uno casado, con hijos, y que era alcalde.

            Eduardo se puso en jarras.

            – Muy bien. ¿Por qué me provocas?

            La pregunta clave.

            Mac no supo contestar.

            – Entonces, si has terminado -dijo Eduardo al cabo de unos segundos-, vámonos.

            Mac lo siguió mustio. Esperó mientras el otro cerraba la puerta con llave. Las manos en los bolsillos, la camiseta colgando desde el pecho verticalmente. Ligeramente pálido, aunque nadie habría sabido si era por la herida o por su estado de ánimo.

            Notó las piernas más fuertes bajando las escaleras que cuando subió. Anduvieron dos manzanas en busca del automóvil.

            – Estás muy callado -comentó Eduardo al ponerlo en marcha.

            – No suelo hablar mucho.

            – Pues hoy has roto la regla.

            – Hoy he cometido muchas gilipolleces.

            – Espero que nuestra conversación del piso haya sido la más grave.

            – No. Es la más pequeña.

            – Eso temía -suspiró.

            Mac lo miró huraño.

            – Ahora es usted quien ataca.

            – ¿Te jode?

            El chico miró la calle.

            – Supongo que lo merezco.

            – La verdad es que tengo curiosidad de conocerte.

            – Ya me conoce.

            – No. Me gustaría saber realmente cómo eres. En estos momentos tan sólo conozco tu aspecto de fiera acorralada.

            Un semáforo.

            – No se pierde gran cosa -murmuró Mac.

            – ¿Tú crees? ¿En serio piensas que Efrén, Germán, harían por ti lo que hacen si no tuvieras algo especial? O esa chica con la que sales, Isabel, ¿crees que te querría?

            – No la meta en esto.

            – Pero es cierto.

            – Usted no sabe nada de mi vida. ¿Qué le parecería si le dijera…?

            – ¿Que mataste a un hombre? Ya lo sé.

            Mac arrugó la nariz.

            – ¿Lo aprueba?

            – Yo también he matado hombres.

            – Usted es policía.

            – ¿Eso nos da carta blanca?

            – No, claro…

            – ¿Entonces?

            – Me está liando.

            – No. Sólo razonando.

            – ¡Vaya razonamiento! ¡Disculpar un crimen!

            – Constato un hecho. No lo juzgo.

            – El hecho -repitió Mac-. De acuerdo. Ha dicho que ser policía no da carta blanca. ¿Me está diciendo que esas muertes podían haberse evitado?

            – Lo que digo es que, en ocasiones, no queda otro remedio.

            – Mi caso sí.

            – ¿Sí, qué?

            – Sí había otro camino.

            – No, Mac. No había otro. Inválido y todo podía aún contratar a alguien que acabara su trabajo. La única forma de conservar tu vida era matándolo. Es como en la guerra. Aunque no quieras matar has de hacerlo si no quieres que te maten. Es así de simple.

            – Si usted lo dice.

            – Lo que ya es otra cuestión, es la conciencia de cada uno. Y tú la tienes muy fuerte.

            – Que tengo conciencia -rió-. ¿Sabe que he querido seguir matando?

            Verde. Eduardo arrancó.

            – ¿A quién has matado?

            – Quise matar a Felipe.

            – Pero no lo has hecho.

            – A Francisco.

            – Tampoco lo has hecho.

            – Eso no quiere decir nada.

            – Sí dice, y mucho. Mac, después de lo que le hicieron a tu hermano es lógico que quisieras matarlos. No serías humano si no hubieras tenido ese sentimiento. Pero lo importante es que no lo hiciste. ¿Sabes por qué? Pues porque había otra posibilidad, la de castigarlos sin el homicidio entregándolos a la justicia. Eso fue lo que hiciste. Con Gabriel no existió otra solución, él o tú. Aquí la había. Me estoy ateniendo a los hechos. ¿No te das cuenta que si fueras el criminal que crees los habrías matado también?

            – ¡Palabras!

            – No. Conciencia. Demasiado fuerte, demasiado intransigente. La tienes atascada en el no matarás. Y crees que no puedes matar bajo ningún concepto.

            – No se puede.

            – Vamos…

            – ¡No se puede!

            – La Biblia no dice que te dejes matar.

            – No meta la religión por medio.

            – Alguien te ha debido inculcar esa moral tan rígida.

            Mac sonrió. Hubo travesura en el movimiento de sus labios.

            – Muy bien -desafió-, métala. Según usted no dice que nos dejemos matar.

            – No.

            – Le voy a decir lo que dice -frunció una ceja recreándose en las redundancias-. Cristo nos hablaba de amarnos, de hacer a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran, de no enfrentarse al perverso. ¿Hasta ahí bien?

            – ¿Qué intentas demostrarme?

            – ¿Hasta ahí bien?

            – Sí.

            – Pero hay algo que está en el Evangelio y no nos lo ha dicho la Iglesia, a pesar de que nos habla mucho del episodio.

            – ¿Qué episodio?

            – La Pasión. Nos habla mucho de ella, pero nunca nos ha dicho lo que la Pasión significa.

            Otro semáforo. Eduardo estaba intrigado.

            – ¿Qué significa para ti?

            – La confirmación de las palabras de Cristo. Fue consecuente con sus creencias hasta el final. Si te abofetean una mejilla pon la otra. No te enfrentes al perverso. No te enfrentes… aunque en ello vaya tu vida. No te defiendas ni para salvar tu vida.

            – Eso es absurdo, Mac.

            – ¿Usted cree? Él no defendió la suya. Era el Hijo de Dios, hacía milagros, resucitaba muertos. ¿Por qué no se defendió? ¿Por qué permitió que lo mataran? Fue consecuente. Ese es el mensaje de la Pasión, independientemente que después resucitara.

            Eduardo meditó la respuesta. El muchacho podía estar equivocado, pero su lógica era aplastante y analizando los hechos no se llegaba a otra conclusión más que aquella que, por otra parte, se dijo, no contradecía las afirmaciones de la Iglesia, al contrario, las redondeaba y ponía el listón a una altura inalcanzable. Era añadir obstáculos al filo de la navaja en el camino de la salvación.

            – Así… -intentó ganar tiempo. No se lo ocurría nada para contrarrestar aquella lógica-, que tu moral viene de esa creencia.

            – No. Esa respuesta la obtuve después, cuando intenté analizar y saber por qué me remordía tanto. Lo comprendí todo el día que la hallé. Pero no me ha ayudado en nada. Sigue ahí, convirtiendo mi vida en un infierno. Llega un momento -parecía pensar en voz alta-, que no resisto más, que tengo que hacer algo para poder descansar o dejar de oírla.

            – ¿Por eso empezaste con la droga?

            Asintió con la cabeza.

            – En una ocasión quise matarme -prosiguió-, ya lo tenía todo preparado, y me faltó valor.

            – ¿Crees que es la solución?

            – La única -murmuró-. Pero hasta para eso soy un cobarde, ya ve.

            Eduardo pasó por alto el amargo cinismo.

            – El caso es que, cuando me dejo llevar, cuando actúo como hacía Gabriel, olvido todo, la violencia ya no me parece horrenda y siento hasta placer, y no sufro -su nuez se movió al tragar saliva-. ¿Se da cuenta? No tengo otro camino. Estos días -prosiguió después de un segundo de silencio-, creí haber hallado la solución, la paz -pensaba en Isabel-, pero luego se jodió todo. La detención de Tomás, la cárcel, Quique… Quiero decir, que al principió sólo quería destruirme yo mismo y que Isabel me abrió los ojos. Pero, ¡todo lo que ha ocurrido después!

            – ¿Qué?

            – Que descubrí que era mejor destruir a los demás. Cuando agredo a alguien me siento en paz, me siento bien, sobre todo cuando pierdo los estribos, entonces hay… no sé cómo explicarlo.

            – ¿Orgasmo?

            – Mejor, nirvana. Así que me he dejado llevar, cada vez más hondo, más violento, porque obtenía esa paz que tanto he deseado. La conciencia me había dejado al fin tranquilo. Y entonces me he visto. Esta tarde. He visto quién está dentro de mí.

            – ¿Quién?

            – Gabriel.

            – ¿Crees que estás poseído?

            – No. En absoluto. Es algo que ya comenté una vez a otro policía y que había olvidado. En todos nosotros hay un Gabriel dentro, sólo necesita la oportunidad para salir y manifestarse. He tenido miedo. De mí. Ahora estoy como al principio. La conciencia martilleándome con la misma intensidad del primer día, con el inconveniente de que no tengo otros caminos. A Isabel la he plantado.

            – Eso ha sido una estupidez.

            – Desde luego -reconoció-, pero ya está hecho. ¿El camino de la violencia? Es el más fácil, pero no quiero ser otro Gabriel, no, mientras pueda. Me queda nuevamente el suicidio, como la primera vez -Rió bruscamente, una risa para no llorar-. Seguí a ese tío para ayudar a Germán, pero con la secreta esperanza de que me matara él y obtener el descanso, y, ¿sabe qué? Cuando intuí el peligro me defendí. O sea, que ya ni siquiera sé lo que quiero realmente.

            – No ganas nada destruyéndote.

            – Una afirmación inteligente. ¿Le ha costado mucho descubrirla?

            – Entonces, ¿por qué lo haces?

            – No lo sé. Además, le repito que en el momento de la verdad me he rajado.

            – De todas formas, habrá algún motivo.

            – Habrá. Dígame cual.

            – Yo no soy tú.

            Un cruce.

            – Todo se reduce a la conciencia -dijo Eduardo. Mac bufó cansado de la conversación-. Estás convencido que has hecho un acto execrable que merece un castigo sin remisión, y puesto que la sociedad no te condena, lo haces tú mismo.

            – Puede ser. Es una explicación.

            – ¿No te parece estúpido?

            – ¿Cree que lo es?

            – Lo es.

            – Como quiera. No discutiré.

            – Tú eres quien ha empezado la conversación.

            – ¡Una mierda he comenzado! Usted es el que ha querido conocerme. Bien, pues ya lo sabe todo. Dígame su veredicto. ¿culpable o inocente?

            – Imbécil.

            Mac sonrió.

            – ¿De qué te ríes?

            – Me acabo de acordar de algo.

            Su bisabuelo Jesús, el anarquista, solía emplear aquella definición, refiriéndose a sí mismo, cuando hablaba de la época en que ponía bombas. Había actuado convencido de la honestidad de sus ideales, derrocar el sistema establecido por la violencia, porque las buenas palabras no servían para nada, hasta que la Semana Trágica de Barcelona le abrió los ojos. Las brutalidades y excesos cometidos por los obreros le convencieron que no era peor la tiranía de los poderosos que la de los pobres. Abandonó las armas, abandonó todo tipo de activismo político. Era muy joven, la edad de Mac. Había cometido muertes en aquella revuelta, crímenes que deseaba expiar, igual que su bisnieto ahora. Pensó en entregarse, pero la que sería su mujer, una novicia que conoció en aquellos días revueltos, se lo quitó de la cabeza. ¿Qué ganaba con ello? Era el camino fácil. La cárcel o ser ajusticiado, y ahí acababa todo. Lo difícil era cargar con la conciencia, que era la voz de Dios, toda su existencia. Lo difícil era seguir en la calle, cambiar de vida, buscar la expiación interna por uno mismo, devolver bien por cada mal cometido.

            ¿Quién sabe?, pensó Mac. A lo mejor su caso era el mismo. Seguir viviendo, soportar los remordimientos, y crear una nueva vida. Escoger el camino difícil. Su bisabuelo fue la mejor persona que conoció en su infancia. Aunque ignoraba si halló la paz consigo mismo no lo recordaba como un atormentado. Quizá estaba marcándole el camino.

            No prosiguió la conversación. Se sumió en sus meditaciones intentando recordar las palabras de su bisabuelo Jesús (¿podrían considerarse enseñanzas?) Había pasado lo que él, lo había superado. Si alguien en el mundo podía entenderle, era él. Y si él lo consiguió quizá lo lograba siguiendo sus pasos. Tuvo una ayuda inestimable: la bisabuela. Él en cambio acababa de dejar a Isabel en un necio arrebato, simplemente porque no quería hacerla desgraciada y quizá, sí, también, por temor a volver un día contra ella aquella violencia irrefrenable.

            Tenía la mirada perdida al frente, hacia la calzada.

            Si algo había aprendido en aquellos cuatro años es que no lograría sobreponerse solo. Necesitaba ayuda, y de los que conocía únicamente Isabel era la idónea. ¿Volver a ella después del daño que le había hecho? Porque es que la había herido. Bueno, al menos disculparse. Se había marchado como un hurón y no estaba bien.