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13
agosto
Del Regallo al Ebro (11)

CAPÍTULO 11

            Mac no pudo dormir en toda la noche dando vueltas sin cesar en la cama, cerrando los ojos y estándose quieto únicamente cuando Juan se levantó para ir al trabajo.

            A las ocho cogió la ropa de la ventana, donde la había tendido para que se secara. Masculló en murmullos, se había congelado. La escondió en el armario rezando para que su madre no la descubriera.

            Quique seguía durmiendo tan feliz. Súbitamente le envidió. Estaba con la cabeza debajo de la almohada, boca abajo, un brazo colgando descuidadamente sin alcanzar el suelo, destapado hasta la cintura, totalmente despreocupado, inocente, algo que Mac presentía haber perdido.

            Quique emitió un sonido gutural, cambió de posición y prosiguió durmiendo totalmente indiferente a los sentimientos de su hermano. Mac lo tapó en un gesto triste y cariñoso.

            Apenas desayunó; Eulalia preguntó si estaba enfermo, parecía tan pálido. Negó lacónicamente, lo que la preocupó más y le obligó a ponerse el termómetro. 36,8º C. Bueno, ¿qué le pasaba?

            – Nada, que no tengo hambre.

            Por eso se preocupaba. ¿Seguro que no estaba malo?

            – ¡¿Es que siempre he de tener gana?! ¡¿He de comer aunque no quiera?! -bramó.

            – ¡A mí no hables de esa forma!

            Mac calló. Debía tranquilizarse. Su madre le había puesto de mal humor con tanta insistencia, pero no era culpa suya, era de toda la noche sin dormir, de Gabriel apuñalando tranquilamente a Nicolás, del miedo que sentía de haber hecho demasiado ruido, de que los hubiera visto, de que fuera a por ellos.

            Su madre seguía con la tabarra, ¿le dolían las anginas, el estómago, tenía ganas de devolver?

            – No me pasa nada.

            ¿Por qué no se callaría?

            – ¿Entonces, cómo es que no tienes apetito?

            Mac hizo un gesto desesperado.

            – Y yo qué sé.

            – ¿Te duele la cabeza?

            – No.

            – Algo te dolerá.

            – No, ¡no me duele nada!

            El termómetro, que estaba mal.

            Le puso otro.

            Mac suspiró.

            36,7º C

            Pues algo le pasaba al chico, si lo sabría ella.

***

            – No, mamá, no estoy enfermo.

            – Es que tienes tan mala cara, cariño, y apenas has probado la leche.

            Media hora así. Efrén estaba negro. La madre, acongojada. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué era tan zahareño si lo hacía por su bien?

            Lagrimitas.

            Efrén se desesperó.

            – ¿Te hago otra cosa? ¿Te apetece mejor tarta de manzana? Aún queda de la que hice ayer.

            El muchacho negó con la cabeza.

            – Rey, ¿qué te pasa, dímelo?

            Intentó acariciarlo; unas manos que de pronto a Efrén le parecieron asquerosas. Las apartó de un manotazo.

            – ¡No me pasa nada! ¡Déjame en paz!

            Aquel hijo acabaría con ella. Era una mujer diminuta cuya tersura de la piel había desaparecido ante arrugas melodramáticas que le habían modelado el rostro milímetro a milímetro durante años. Sentimental, enternecedora, lúgubre y tétrica al mismo tiempo sufría resignada los aspavientos del muchacho, atosigado por sus mimos, y la paciencia, para ella indiferencia, del marido. Si el ser humano estaba en el mundo para padecer ella sin duda tenía bien ganado el cielo con aquel hijo zacapelero e indócil, con el cual ya no sabía qué hacer para ganarse su cariño.

            Echaba a faltar los tiempos en que era un bebé. Entonces fue enteramente de ella y aceptaba gustoso todas las carantoñas y besitos. Luego creció…

            Efrén dio un portazo al salir.

… y lo perdió.

            Se quedó allí, sentada en la cocina, enjugando las lágrimas con la punta del pañuelo, con su cabello descuidado, su luto por los padres muertos hacía cinco años, su rostro blanco, su nariz aguileña, larga, fina, de punta afilada, sus ojos enrojecidos…

            Sacó del bolsillo del negro delantal un rosario también negro. Lo había comprado hacía dos años porque el angustiado, demacrado y doloroso rostro del Redentor le había impresionado. Era el Señor que padecía por sus desgracias. Comenzó a rezar por su hijo, aquel hijo que iba camino de la delincuencia y que acabaría en la cárcel. Ya se lo advertían sus buenas amigas al salir de misa, pero ella no podía hacer nada al respecto. Efrén era el hijo pródigo y sólo Dios podía influir en él.

            Rezó entre sollozos.

***

            Gabriel se afeitaba parsimoniosamente pensando en aquellos chicos. Fueran quienes fueran acabarían descubriéndose. Eran los únicos que podían echar abajo el plan que tan bien había urdido.

            De entrada sólo observaría. Seguramente estarían asustados y de momento no harían nada. Después sí. Hablarían. Ningún chaval podía mantener en silencio algo así mucho tiempo. Para entonces ya los habría descubierto, ningún chico conservaría la calma ante él si lo había reconocido, se pondrían nerviosos, harían algún gesto extraño, lo suficiente para que él los descubriera.

            Echó unas gotas de masaje en las manos. Se palmoteó el rostro.

            En la adolescencia eran frecuentes los accidentes.

***

            Hacía un buen día, un sol radiante aparecía por el este y al término de la tarde casi llegaría a hacer calor. Aquel tiempo desconcertó a Mac; después de la nochecita aquella no lo esperaba. Andorra, Puerta de los Vientos. En ocasiones se habían detectado cierzos de trescientos kilómetros por hora, y aquella misma noche había hecho honor a su nombre, ahora, sin ser caluroso todavía, daba la sensación de un día veraniego, irreal, que no entraba en los esquemas del muchacho.

            Efrén ya lo esperaba en el Regallo. Detuvo sus pasos. Frunció el ceño. Su amigo parecía enfadado. El rostro de Efrén se suavizó al verle, pero ninguno sonrió cuando intercambiaron el saludo, escueto, frío, sin alma, a pesar de sentirse reconfortados por la mutua compañía.

            No pronunciaron palabra en todo el trayecto, no habrían sabido de qué hablar excepto de aquella noche y ninguno de los dos se sentía con fuerzas para ello. Estaban bien así, gozando del silencio, sabiendo que el otro compartía su secreto y sus sentimientos. Se sentían especiales por el hecho de haber sido testigos de aquel asesinato y la sensación era desagradable, embarazosa, la gente los miraba y señalaba con el dedo cuchicheando, aunque no fuera más que en su imaginación. Creían ver miradas particulares en algunos, curiosas, acusatorias, como si hubieran roto un tabú antiguo y sagrado.

            En los Salesianos, enfrente, un grupo de chicos conversaba en excitadas gesticulaciones, que se acentuaron al verles. El más alto les hizo señas. Mac fingió no darse cuenta, pero Efrén se detuvo. Con un gruñido Mac hizo otro tanto.

            – ¡Eh! ¿Sabéis que ayer mataron a Nicolás, el guardia civil?

            ¡Eso es! A grito pelado, que se enteren bien todos.

            Mac le habría cogido del cuello.

            – ¿Dónde? -preguntó con cara de estúpido Efrén.

            – En la Umbría, cerca del cementerio. Pero bueno, vosotros lo veríais.

            Mac sintió una punzada en el estómago.

            – ¿Quién? ¿nosotros? ¿en el cementerio? ¡Que va! No fuimos al final.

            – ¿QUE NO FUISTEIS?

            ¡Escandaloso del cop…!

            ¿Por qué no cogía una pancarta con una flecha señalándolos, éstos, han sido éstos, y se paseaba por el pueblo; que lo supieran todos?

            – No, no fuimos.

            La actuación de Efrén era de cine, digna del óscar. Mac le envidió.

            – ¿Y eso?

            – Me rajé -se atrevió a intervenir Mac. Le dolía la cabeza.

            – El que presumía de valiente.

            Fue por un pelo que Mac no le tirara los libros a la cabeza al que había hablado.

            – Al menos él no se mea en la cama como tú -contestó Efrén.

            Era un secreto a voces que se utilizaba normalmente para zaherirle. Los ojos del otro se oscurecieron y si no estalló una zaragata fue porque en aquel instante pasó un profesor cerca.

            – ¿Quién lo ha matado? -preguntó uno desviando sin proponérselo la atención hacia el tema principal.

            – Fermín, ya está en la cárcel. Lo han encontrado junto al muerto durmiendo la mona y aún tenía la navaja en la mano.

            Por un instante la vista le dio vueltas a Mac, sintió nauseas y un sudor frío que le inundaba. Fermín. El del suelo era Fermín.

            Y le acusaban

            – Oye, estás muy blanco.

            – No es nada -murmuró-, es que tengo fiebre.

            – Deberías ir al médico.

            – A mi hermano le pasó igual cuando lo vacunaron en la mili, se puso blanco y se desmayó.

            – ¿Cómo lo sabes?

            – Porque es un ganso, el atontado.

            – Fermín -comentó pensativo Efrén-, no puedo creerlo.

            – A mí no me extraña -aseguró un zagalón-. Se pone muy borde cuando se emborracha.

            – Que son todos los días.

            Carcajadas.

            – Oye, ¿seguro que estás bien?

            Mac asintió. Las voces de sus amigos sonaban confusas y él se sentía como en una incómoda nube. Halló los ojos de Efrén y no pudo sostenerlos.

            – ¿Qué le harán ahora?

            – Garrote vil, tíos -afirmó Lorenzo, un verdadero comediante-. Le pondrán una argolla al cuello y empezarán a apretar y apretar y ¡cuigh!

            Puso los ojos saltones, la lengua fuera, cara de muerto.

            – ¡Que dices, si eso los desnuca!

            – No -otro-, lleva un clavo detrás. Los descabella.

            Mac sentía el estómago revuelto.

            – ¿Y qué más da que lo ahogue o descabelle? Fermín está frito, se lo cargarán.

            – ¿Habéis visto a Silverio?

            – No, hoy no ha venido.

            – Normal.

            Fue una bendición que los llamaran a clase y se interrumpiera la conversación. Mac se sentó en su pupitre y fue como si no estuviera en clase. El maestro, acostumbrado a verlo revoltoso, hablando con Efrén y enredando diez minutos de cada cinco, acabó aproximándose. Mac parpadeó como si despertara de un sueño. Elevó la vista silenciosamente.

            – ¿Te encuentras mal?

            – Creo que me he enfriado -contestó esquivo.

            Desde luego su aspecto no era muy bueno. El profesor le puso la mano en la frente.

            – Me parece que tienes fiebre. Ve a ver al padre Javier.

            Salió de clase sintiendo los ojos de Efrén en la nuca. Caminó como un sonámbulo por el pasillo. Se detuvo a medio camino. Se sentó en el suelo, apoyó la cabeza en la pared, los ojos perdidos en la de enfrente. No le importaba que le vieran, la excusa de la enfermedad era muy buena.

            Un inocente.

            Nunca se les ocurrió aquella posibilidad.

            Una cosa era callar y que el criminal quedara impune. Otra que cargara un inocente por su silencio.

            Pasos.

            Efrén.

            – Vamos al servicio, he pedido permiso para ir.

            La voz era fría. Atípica.

            Efrén cerró la puerta. Se volvió.

            – Oye, Mac, no se te ocurra decir nada.

            – Culpan a un inocente…

            – ¡Ni hablar! -Efrén hizo un gesto desesperado-. Si lo hacemos y no cogen a ese tipo vendrá a por nosotros. Eso dalo por seguro. Y yo apreció más mi vida que la de un borracho.

            Mac respiraba por la boca abierta, la tenía reseca.

            – También yo -balbuceó-, pero desde que sé que lo han detenido estoy… no sé, no estoy en paz.

            – ¡Pues no dirás ni una palabra!

            El tono fue amenazador pero Mac no se inmutó.

            – Joder, tío, ¿es que quieres que lo maten?

            – ¡Claro que no! -se arrepentía del pronto-. Escucha, no lo van a juzgar ahora, pasará un tiempo. Quizá entretanto descubran la verdad sin que digamos nada.

            Mac tardó en responder, pensativo.

            Una leve esperanza.

            Demasiado leve.

            Microscópica.

            Pero era un clavo ardiendo y necesitaba agarrarse a algo.

            – Podría ser -murmuró casi sin voz.

            – Es así -Efrén estaba más tranquilo; Mac reaccionaba- ¡Además que Fermín no es tonto, hostia! Dirá que fue el otro.

            – La navaja la tenía él, no le creerán.

            – ¡Bueno, pues le interrogarán! ¡Que la policía no es idiota, joder! Ya verás como detienen a ese… ni siquiera sé cómo se llama.

            – Gabriel.

            – Verás cómo lo detienen. Y no tendremos que decir nada. Piensa un poco, aunque Gabriel lo niegue, había nevado, hay huellas de tres hombres. La policía sabe que hay un tercero.

            – También están las nuestras.

            Un silencio denso.

            – No están en el mismo sitio -aseguró con voz insegura Efrén.

            – Podrían relacionarlas.

            Nuevo silencio.

            El mutismo se fue prolongando.

            – No sé qué hacer -murmuró al final Mac.

            – Si hablas Gabriel nos matará.

            – No, huirá.

            – ¿De verdad crees eso?

            Los labios de Mac temblaban cuando negó con la cabeza.

            – Hay que escoger entre nuestra vida y la de Fermín.

            ¿Aquel era Efrén, su amigo? Mac lo miraba con ojos extraños.

            Llevaba razón. Ellos tenían toda una vida por delante mientras que Fermín había echado a perder la suya. Un trabajo bueno y bien remunerado perdido hundiéndose más en el fango al quedarse cesante. ¿Qué más daba lo que le pasara ahora? El se lo había buscado.

            – ¿Cómo tienes estos huevos?

            – ¿Huevos? Me estoy cagando de miedo. Tanto que no me importa que se carguen a un inocente si no se averigua la verdad.

            – Al menos lo tienes claro -musitó Mac.

            – ¿Para qué te voy a engañar? Mac, si supiera que no me fuera a pasar nada, hablaría, te lo juro por Dios…

            Ruido en la puerta.

            Se sobresaltaron.

            – ¿Te has dormido, o qué?

            El maestro.

            – No, es que… -Efrén pensó rápidamente-. Mac estaba desmayado. Estaba poniéndole un pañuelo con agua.

            – ¿Qué hace la puerta cerrada? ¿Qué estáis haciendo?

            Efrén abrió.

            El maestro le echó una mirada de arriba abajo. Otra a Mac. Vaya caras; de culpables. Tocó la frente de Mac, el cabello. Estaban sudorosos, pero no mojados de agua. Nueva mirada. Gélida.

            – Venid conmigo.

            En el despacho del director soportaron estoicamente un sermón sobre actos impuros y contra natura, perdición del alma, llamas del infierno, penas eternas…

            ¡A confesarse ahora mismo! Penitencia y espíritu de enmienda.

            – ¿Confesarnos?

            – ¡Sí, jovencitos, confesaros!

            – ¿De qué?

            La bofetada hizo tambalear a Mac. Fue imprevista, pero aún así lo habría movido. Nunca había recibido una tan fuerte.

            El padre Javier les daba la espalda, de cara al crucifijo, pidiendo perdón por el arrebato. Pero es que eran imposibles, hasta el mismo Jesucristo les habría fustigado. Perdona, Señor, ya sé que tú no. ¿Era posible tanto cinismo? ¿De qué? ¡De qué!

            Se volvió hacia ellos. Estaban encogidos, sin atreverse ni a respirar. El carrillo izquierdo de Mac totalmente enrojecido.

            El padre Javier inspiró hondo. Unió las yemas de una mano con las de la otra.

            – No me encuentro -tenía la voz rota por la misma ira- en condiciones de escucharos, así que vais a ir a don Ángel. Ahora mismo. Y os confesáis.

            No chistaron.

            – Después le preguntaré si habéis ido, y más os vale que así haya sido.

            – Así que lo sabe -afirmó Efrén.

            – Naturalmente que lo sé.

            – Pues nosotros que pensábamos que no nos oía nadie.

            – ¡Dios bendito! -gimió el padre Javier.

            ¡Y lo decía tan tranquilo!

            – ¿Pero es que no sentís arrepentimiento?

            – No lo sabe usted bien.

            El tono de Mac, bajo, sonó ambiguo.

            – ¿Es que acaso os gusta?

            Los miraba con ojos abiertos, sudoroso, escandalizado.

            – Claro que no, ¿verdad Mac?

            – Puedes apostar el cuello.

            – ¡Entonces, ¿por qué lo hacéis?!

            – Curiosidad, ¿verdad tú?

            – Sí, podría llamarse así.

            Curiosidad.

            Podría llamarse así.

            El padre Javier se santiguó sin saber qué decir. Los muchachos se miraron desconcertados.

            – Vamos a ver, vamos a ver -el padre Javier intentaba ordenar ideas- ¿Es la primera vez?

            – ¡Claro que es la primera vez! ¿Qué se piensa?

            – ¡No me hables en ese tono! La verdad es que es inconcebible tanta tranquilidad.

            – Si nos viera por dentro.

            – ¿Me juráis por la Virginidad y Pureza de Nuestra Señora, que no os ha gustado?

            – Hombre -reconoció Mac-, lo cierto es que al principio estuvo bien, yo disfruté lo mío, ¿tú no, Efrén?

            Su amigo asintió recordando el miedo que pasaron encaminándose al cementerio. La verdad es que fue muy bueno, visto ahora.

            El padre Javier los contemplaba con ojos como platos.

            – El final… -musitó Efrén meneando la cabeza.

            – Sí -respondió Mac. El asesinato.

            Se habían olvidado del director.

            El Salesiano se había apoyado sin fuerzas en el escritorio.

            Les gustaba.

            Dios misericordioso.

            El despacho daba vueltas.

            – Id inmediatamente a don Ángel. Rezaré por vosotros a nuestro Señor para que os quite esas tendencias homosexuales.

            Al principio no reaccionaron.

            – Pero si nosotros no…

             Calló al recibir un codazo de Efrén. Su amigo se había dado cuenta del malentendido.

            – Id con Dios y pensad que estáis haciendo mucho daño a la Virgen.

            – Sí, padre -murmuró Efrén.

            – No quiero veros juntos. Evitad las tentaciones.

            – Sí, padre.

            Mac frunció el ceño. No se enteraba de nada y aquello lo ponía furioso.

            – Quien iba a decir que vosotros…

            – Lo sentimos, padre.

            – Pues no lo parece.

            ¿De qué estaban hablando? Mac estaba negro.

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