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06
agosto
Del Regallo al Ebro (10)

CAPÍTULO 10

            Mac se acostó temprano aquel día, aunque no durmió; compartía la habitación con sus hermanos y no podía poner el despertador. La única solución era no dormirse. Al tiempo que él se acostó Quique, al rato subió Juan, entró dando un traspié, masculló un taco, se desnudó lentamente en un tiempo que a Mac le pareció eterno.

            Las horas fueron pasando despacio, tenían tan poca prisa como Juan. Mac acabó dando cabezadas despertándose con sobresalto todas las veces, se cubría entonces totalmente con las mantas a mirar la hora en el reloj con la luz de la linterna. Luego nueva espera, nuevos propósitos de no dormirse, cabezada y sobresalto. Al fin la hora. Se levantó, se vistió en cinco minutos con más sueño que ganas y se dirigió a la puerta, la abrió lentamente, descendió por las estrechas escaleras. La casa era antigua, de más de cien años y poseía dos entradas, la principal en la calle Baja, la otra en una plaza popularmente conocida como las Eras, porque en tiempos lo fueron y eran utilizadas para la trilla. Estaba en un plano más inferior que la calle Baja, por lo que la casa tenía otras escaleras que conducían a la antigua cuadra. En un rincón de ésta habíase construido cincuenta años atrás un cuartucho con el retrete. Junto a las escaleras estaba la entrada a la bodega y enfrente, la salida a la calle a través de una puerta diminuta, que habían remodelado tan pronto la familia abandonó las caballerías. A la derecha, el pesebre, con diez años de polvo y una balumba de cosas inservibles en su interior; colgados en la pared una horca de madera, dos rastrillos, un arado oxidado, una balea medio rota, arneses y una brida pingando de la muserola.

            Mac abrió la puerta y salió al exterior. Cerró con cuidado. Había niebla espesa y un frío que se introducía hasta los huesos. Calculó que estarían bajo cero. A la izquierda la plaza limitaba con los antiguos párvulos, que ahora utilizaba la banda municipal para sus ensayos, a la derecha una calle en rampa conducía a la Carretera Vieja. Resbaló en el hielo y llegó a ésta deslizándose como en un tobogán. Se levantó y se frotó las nalgas, se había hecho daño al caer. Caminó a lo largo de la calle, comunicaba con la avenida del Generalísimo, la carretera actual. En la unión de ambas estaba la Fuente del Botón, al pie de una barbacana. En ella, unas escaleras comunicaban con la calle de la Fuente, la más larga del pueblo.

            Efrén estaba ya esperando, paseando lentamente arriba y abajo, golpeándose para entrar en calor.

            – ¿Hace mucho que esperas?

            – Acababa de llegar. Vamos, cuanto antes acabemos mejor.

            Empezaron a caminar, la carretera ascendía en cuesta estrechándose peligrosamente en la parte superior. Se había levantado un viento fuerte. Protegidos con cazadoras y las manos en los bolsillos ladeaban el rostro porque el viento se lo azotaba haciendo ondear sus cabellos, mientras pasos inseguros con algún resbalón sin importancia los conducían hacia las afueras. Arriba la carretera hacía una curva a la izquierda y una larga recta llevaba al cementerio. Ya no había farolas que iluminaran. Mac acariciaba la linterna con los dedos sin decidirse a usarla porque en aquella zona el viento había despejado la niebla y se veía bastante bien.

            El cementerio estaba a un kilómetro de distancia. La carretera bordeaba ahora el pueblo, las casas quedaban a la izquierda, y a la derecha los bancales de la Umbría conducían hacia el cerro en una negrura que estimulaba deliciosamente la exuberante imaginación de los chiquillos, que bromeaban hablando de muertos vivientes y leyendas de brujas y aparecidos. El viento aumentó obligándoles a callar, se inclinaron hacia delante con la barbilla pegada al pecho.

            Efrén se detuvo, le había parecido oír voces. Miró alrededor. Nadie. Mac se rió, le tomó el pelo e imitó a Christopher Lee, en su caracterización de Drácula, levantado los brazos y los dedos en garra. Efrén lo mandó a la mierda. A los pocos pasos se paró Mac. Ahora lo había oído él. No había entendido lo que decía, pero era una voz humana.

            – Lamentos de muerto -le tocó bromear a Efrén.

            Reconocieron ambos que era una tontería, pero estaban empezando a asustarse. Continuaron el camino sobrecogidos, sin querer admitir ante el otro el cerote que crecía en su interior, más producto de su imaginación que se desbordaba que por las mismas evidencias. El viento aumentaba, el frío era mayor, espesos nubarrones circulaban por el cielo cubriendo y descubriendo la luna y abajo, las tinieblas se alternaban con tímidos claros. Efrén tenía la boca seca. El corazón de Mac palpitaba. Lo habían vuelto a oír, pero ya no era una voz sino dos.

            – Tres.

            Mac escuchó mejor.

            Sí, tres.

            Una tenía la cadencia del borracho.

            – Abelardo, el Tasquero -aseguró Efrén en un murmullo.

            Estaba pálido.

            No se entendía lo que decían. El viento las deformaba hasta convertirlas en algo opaco, irreal, gemidos de almas en pena. Mac sentía un frío extraño que nacía en su columna vertebral dominando todo su cuerpo. Efrén tenía los ojos en blanco y las aletas de la nariz dilatadas. Pero ninguno decía nada, ninguno quería reconocer que estaba muerto de miedo.

            Se habían detenido y por un instante se miraron. Cada uno podía oler el terror del otro como si fuera un ser vivo de especial aroma. Con un nudo en el estómago Efrén dio un paso en dirección al cementerio. No queriendo ser menos Mac lo siguió. A medida que avanzaban sus cuerpos fueron aproximándose hasta que sus brazos contactaron inconscientemente. Las voces proseguían, pero con cada metro ganado parecían desviarse hacia la derecha, hacia la Umbría. Comprobar que no venían del cementerio tranquilizó sus ánimos despertando su curiosidad. Volvieron a detenerse sintiéndose osados. Efrén miró a su amigo interrogativamente. Mac asintió con la cabeza.

            Se encaminaron al nuevo destino. Venían del sitio donde decían que existió en el Medioevo una ermita dedicada a Nuestra Señora de la Peña, de la que no quedaba ni señal. Ya no sentían miedo sino una excitación insana por averiguar qué era lo que les había aterrado.

            Ahora las oían mejor, aunque seguían siendo incomprensibles. Se agacharon al ver las penumbras de tres hombres. Aquello no era normal. Algo en su interior, el instinto quizá, les dijo que lo más prudente era no descubrir su presencia. Se arrastraron por el suelo, como habían visto en las películas de guerra, dejando un amplio rastro en la nieve que se introducía entre sus ropajes. Guarecidos detrás del bancal levantaron la cabeza para acechar. Aún estaban lejos, pero no podían acercarse más sin ser vistos. Las nubes seguían ocultando y descubriendo la luna dificultando la identificación durante unos minutos. Estaban discutiendo acaloradamente. El viento impedía entender bien las palabras. De pronto empezaron a pelear dos, el tercero se interpuso para imponer paz, fue derribado de un golpe quedando en el suelo. Siguieron luchando. Gabriel derribó a Nicolás, le golpeó con una piedra en la cabeza, el otro dejó de moverse, Gabriel sacó una pistola, lo pensó mejor, la guardó, rebuscó en el cuerpo del tercer hombre, sí, llevaba una navaja, la abrió, la clavó en el pecho de Nicolás.

            Fue como si les hubieran metido una guindilla por el ano, retrocedieron por donde habían venido echando a correr hacia el pueblo tan pronto llegaron a la carretera, nunca habían sido tan veloces y cuando llegaron a la Fuente del Botón tuvieron que detenerse porque casi echaban las tripas por el mismo esfuerzo. Mac se apoyó sin fuerzas en la barbacana, el otro se dejó caer al suelo. No hablaron, no tenían resuello ni ganas ni valor. Al cabo de unos minutos Efrén se levantó, se mordió el labio inferior.

            – ¿Qué hacemos? -preguntó Mac.

            Efrén tardó en responder.

            – Nada. Buscarán al asesino y lo prenderán.

            – ¿Y si se escapa?

            – Pues bien ido. Nicolás era un cabrón.

            – Pues el otro no se queda atrás.

            Efrén elevó una ceja suspicaz.

            – ¿Lo conoces?

            – He oído algo. Ha venido hace poco, pero parece ser que es del pueblo. La gente mayor que lo conoce no habla muy bien.

            – Pues entonces mejor no hablar. Si se escapa, que se escape. A nosotros qué. Nadie, Mac, nadie debe saber que hemos estado ahí y que lo hemos visto. ¿No has visto con qué sangre fría le ha clavado el cuchillo? Es capaz de matarnos a nosotros también.

***

            Gabriel volteó un poco el cuerpo inerte de Fermín por el suelo para hacer creer que participó en la lucha y le puso la navaja en la mano, después de limpiar sus huellas. Sonrió satisfecho. Aquel hombre estaba tan borracho que era difícil que recordara algo al día siguiente. Había sido una suerte encontrárselo en la calle y le siguiera a causa de la empalagosa pesadez amistosa de ciertos embriagados a los que uno no sabía cómo quitárselos de encima.

            Metió las manos en los bolsillos y admiró su obra. Era perfecta. Nicolás también iba algo bebido, aunque no borracho. Sonrió. No importaba. Una pelea entre dos alcoholizados. Los dientes aparecieron ligeramente entre sus labios. Se sentía feliz.

            Cogió unas ramas para ir borrando sus huellas en la nieve, sólo tenían que existir las de aquellos dos. Le llevó trabajo y entonces lo vio. Quedó petrificado. Aquellos rastros, aquellas huellas… las midió. Dos críos. Dos muchachos por el número de calzado. No estaban cuando habían llegado. Su rostro dejó de ser risueño. Miró hacia el pueblo.

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