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30
julio
Del Regallo al Ebro (9)

CAPÍTULO 8

            – ¿Sabéis quién se ha muerto? -preguntó un chico acercándose al grupo durante el recreo-. Abelardo el Tasquero.

            – ¿Sí?

            – ¿De qué?

            – Del hígado.

            – ¿Del hígado?

            – Sí. Una enfermedad del hígado que se infla o se encoge y se pone uno amarillo.

            Por eso tocaban las campanas a muerto aquella mañana.

            – No sé dónde lo van a poner -comentó Mac. Le caía el cabello sobre los ojos.

            – En el cementerio -interrumpió uno.

            – Listo.

            – Yo lo vi antes de morir. Daba miedo.

            – ¿Pues te lo imaginas ahora en el cementerio?

            – Ya da miedo sin que esté Abelardo -sonrió Efrén.

            – Cagueta.

            – No más que tú.

            – Yo no soy cagueta -aseguró Mac.

            – Tú no eres capaz de estar esta noche ni dos horas en el cementerio.

            – Yo soy capaz de pasarme cuatro horas en el cementerio y jugar al guiñote en la tumba de Abelardo.

            – Fanfarrón embustero.

            – ¿Qué te apuestas?

            – Cien duros.

            – Si no los tienes.

            – ¿Qué te apuestas tú?

            La cuadrilla observaba a los dos amigos discutir dándose codazos e incordiándolos para que pujaran.

            – Veinte.

            – A verlos.

            – No los tengo aquí.

            – Ni tampoco en casa.

            – Ya los buscaré.

            Estaban muy próximos, sus rostros casi se tocaban y estiraban el cuello como dos gallitos. Parecían a punto de empujarse el uno al otro. Empezaba el uno, el otro respondía, a los tres o cuatro empujones empezaba la pelea. Pero ambos tenían la habilidad de alcanzar en sus enfrentamientos verbales terrenos insospechados sin llegar nunca a las manos.

            – ¿Dónde? ¿Se los pedirás a tu mamaíta?

            – No, a la tuya. Le diré que es un donativo para chicos subnormales.

            – Subnormal lo serás tú.

            – Desde luego; soy amigo tuyo.

            – Pues te jodes.

            – Jódete tú.

            – ¡El padre Javier! -susurró uno.

            Se separaron.

            – ¿Qué es todo este corro? -preguntó el salesiano. Juntó las palmas de las manos al verlos-. Raro sería que no estuvierais vosotros en medio.

            – Sólo hablábamos -dijo Efrén.

            – Ah, pues tenía que ser muy interesante por el corrillo de críos que se ha formado a vuestro alrededor. ¿De qué hablabais? ¿De la relatividad cacofónica en la galaxia coaxial?

            Mac arrugó el rostro sin entender nada.

            – No, de fútbol -dijo-. El equipo de éste, que siempre pierde.

            – Una conversación de aspirantes al Nobel. ¿Y cuál es tu equipo, hijo?

            Efrén dijo el nombre. El rostro del padre Javier se estiró, era el suyo.

            Miró a los dos amigos, sin más sarcasmos, preguntándose si era así o le estaban tomando el pelo.

            – Más os valdría estudiar -dijo seriamente-, en vez de perder el tiempo con tonterías.

            – ¡Tonterías! -se escandalizó Efrén- ¡Como se nota que a usted no le gusta el fútbol! Mi equipo…

            – Es un petardo -atajó Mac.

            El padre Javier se marchó sin meter más baza, el rostro nuboso. En situaciones como aquella echaba a faltar la Inquisición. Y aún le quedaban tres años de aguantar a aquella pareja.

            Efrén se volvió hacia Mac.

            – ¿Cuándo quedamos?

            – ¿Vas a venir?

            – ¿Cómo sabré que cumples la apuesta?

            – A la una, en la fuente del Botón.

CAPÍTULO 9

            La cocina, rectangular y pequeña, era una de tantas del pueblo, sirviendo al mismo tiempo de comedor. Silverio apagó el butano y echó la poca comida que había en los platos. Frunció el ceño, el reparto era muy igual. Quitó un cazo del suyo y lo añadió en el de su hermana. Ahora estaba bien. Detrás, Isabel ya había puesto la mesa y estaba cortando el pan. El muchacho se volvió con un plato en cada mano y los puso en la mesa. La niña cogió la cuchara y empezó a comer.

            Hacía años que apenas se hablaba en aquella casa, pero desde que murió la madre el silencio era absoluto, roto sólo por los estentóreos de Fermín cuando los regañaba o la poca conversación que creaban ambos hermanos, temerosos de que el sonido de su voz molestara a su padre. No obstante la poca comunicación Isabel adoraba a su hermano. Era tan alta como él, constitución más robusta y genio más fuerte, pero no recordaba haber peleado nunca con su hermano y menos en casa, donde el ambiente era tan especial. Allí él la cuidaba y atendía. En la calle era al revés y había tenido varias riñas con chicos por defender a su hermano. Sin ir más lejos, a aquel de la pedrada le habría sacado los ojos, cuando se enteró, si Silverio no la detiene. Aquello la enfureció aún más.

            Comían untando el pan en el caldo más que sopa y agua más que caldo, para llenar el estómago. Después vendría el conejo en conserva. La madre había sido siempre una mujer previsora, la típica de los pueblos que cuidaba la casa, el corral y el campo si lo había. Madrugaba por la mañana para ir por los montes a buscar hierba para los conejos que, llegado el tiempo, mataba junto con los pollos para conservarlos en aceite. Lo mismo con la matanza del cerdo y las verduras.

            Aquello había sido una suerte. Al morir había dejado en casa una colección de botes y tinajas, que habían paliado el hambre de sus hijos a medida que aparecía. Pero las existencias iban escaseando, los animales del corral necesitaban comer y si bien podían ir a por hierbas el grano de las gallinas había que pagarlo. Eso significaba dinero. Su padre no trabajaba y Silverio no quería pedirle prestado a la abuela. Isabel no tenía tanto escrúpulo y había decidido acercarse aquella misma tarde, ¡pero que no hiciera ningún comentario sobre su padre o la liaría!, enfrentamiento que Silverio prefería evitar. Además, conocía a un alicatador que buscaba aprendiz. Iría hoy mismo y si le aceptaba colgaría los estudios. Qué más daba que no tuviera edad de trabajar, su hermana tenía que comer y él también.

            La puerta de la calle tronó. Los chicos se miraron temerosos. Fermín llegó tambaleándose.

            – ¿Qué miráis? -gritó enronquecido-. ¿Os avergonzáis de vuestro padre?

            Tenía los ojos inyectados en sangre.

            Ninguno contestó ni él esperó respuesta. Subió con paso inseguro la escalera. Era una táctica que había iniciado cuando aún vivía la mujer. Había descubierto que para evitar discusiones bastaba con entrar gritando, buscando defectos en la esposa, la casa sucia, los platos sin fregar; así ella lo dejaba en paz. Los chicos nunca le decían nada, pero la mirada que le echaban lo ponía enfermo.

            Cuando se despejara algo se maldeciría por haberles levantado la voz, pero en aquel instante ni pensaba en ello.

            En la cocina Isabel lloraba silenciosamente. Silverio la abrazó.

***

            Mac llegó a las doce y media a casa y lo primero que hizo fue ir a la cocina a ver qué había para comer.

            – Acelgas.

            Mac hizo un mohín.

            – Bueno, al menos no es col -se consoló.

            – Si hubieras pillado los tiempos de cuando yo era chica te habrías comido hasta las piedras.

            – Pero no los he cogido.

            Echó agua en un vaso.

            – ¿Vas a ir al entierro? -preguntó.

            Eulalia asintió.

            – Ya he ido esta mañana a darles el pésame de todas formas. El médico ha hecho un buen trabajo.

            – ¡Hombre, madre!

            – Es verdad, Mac, y no lo digo por lo que piensas, así que no pongas esa cara. Ahora tiene mejor aspecto que cuando estaba vivo. No sé cómo le ha quitado el color amarillo.

            Mac bebió el agua y se dispuso a salir. Su madre lo llamó.

            – ¿Le has pedido perdón a ese chico?

            – Sí, mamá.

            – No quiero que vuelvas a arrojar piedras, piensa en lo que podías haber hecho.

            – No, mamá, te lo prometo.

            – Lástima que te olvides tan fácilmente de tus promesas.

            – ¿Prefieres que me deje pegar?

            – Prefiero que evites las peleas. Tú y Juan estáis peleando continuamente, ¿y qué conseguís?

            – Pararle los pies. No sé quien se cree que es.

            – Es tu hermano, es el mayor y deberías hacerle caso.

            – ¿Porque es el que me da de comer?

            – Hijo, a veces pareces tonto o te lo haces, una de dos.

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