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16
julio
Del Regallo al Ebro (7)

CAPÍTULO 6

            La luz entraba fúnebre por las rendijas de la persiana. El hombre presumió que ya había amanecido, pero no se movió de la cama, aunque tampoco tenía sueño. La cama era antigua, inmensa, alta, de hierro; el somier chirriaba a cada movimiento de su ocupante y el colchón, de lana, ahuecado antaño, era ahora duro y deforme, después de lustros de no haber sido vareada. El lecho era grande, pero el hombre lo era más. Sus pies se magullaban constantemente con los barrotes de hierro y, con los meses, habíase acostumbrado a dormir en una difícil postura. Sus casi dos metros de altura iban acompañados de una obesidad anómala, cabello abundante, mandíbula fuerte, mamas pronunciadas, algo cargado de espaldas, manos enormes y macizas.

            La pera de la luz colgaba del cabezal con el hilo eléctrico de cordón. La pared estaba recubierta de yeso pintado verde, ahora puerco y bufado en una esquina a causa de la humedad.

            Aún en verano la casa era fría. Las paredes de adobe tenían un metro de espesor. Como muchas casas antiguas del pueblo, sus vigas de madera estaban empotradas en las casas vecinas, de tal forma que las unas se sostenían a las otras en toda la extensión de la calle, antiguamente empedrada y que aún guardaba restos de ésta en algunos puntos. Los pisos eran bajos, las escaleras estrechas y oscuras, las habitaciones tétricas, la bodega negra, oliendo a humedad de siglos y cuando llovía insistentemente o en los deshielos de primavera, se inundaba de agua, que durante décadas no había desaparecido sin que, con ello, se mermaran los cimientos del edificio. Ahora no llovía como antaño y el agua había marchado, aflorando ocasionalmente, pero la humedad persistía.

            Constaba de dos pisos y el granero. En él una ventana sin cristales dejaba entrar los gorriones y vencejos a un cuartucho donde imperaba el polvo y las ratas. Un hogar con un banco carcomido y roto, una plancha oxidada de hierro colado en donde ya no se distinguía la orgullosa figura que modeló el artífice que la confeccionó trescientos años atrás. La chimenea estaba cegada y la puerta de acceso ya no se podía abrir, pero al dueño tampoco le importaba. El hacía la vida en los otros dos pisos. En el primero, la despensa y la cocina, en la cual había una de carbón. No había comprado ninguna de butano ni pensaba hacerlo mientras siguiera vendiéndose lignito en el pueblo. Una mesa estrecha con silla de anea, coja, desvencijada, cuyas patas se separaban peligrosamente cuando el hombre se sentaba en ella y que había construido un tatarabuelo, que era sillero. Unos aparadores para los platos y una nevera completaban la cocina. Nevera, no frigorífico, que ahora utilizaba como armario porque ya no vendían hielo. La pared, mitad embaldosada mitad pintada, y en las baldosas, cuadradas, blancas, pegatinas infantiles, que durante unos años fueron costumbre para adornar las cocinas. Un espejito colgando junto a una toalla y una fregadera de piedra parecida al granito donde se lavaban los platos y el hombre, con un único grifo estrecho y anticuado.

            Un suelo desnivelado de baldosas cuadrangulares, rojas y bastas llevaba a la escalera, empinada, resbaladiza, que conducía al dormitorio. Las otras habitaciones estaban cerradas y sólo los fantasmas, los bichos y el polvo habitaban en ellas.

            El hombre se movió. Hacía frío. Se sentó y sus pies reposaron en el suelo. La baja temperatura ascendió desde las plantas por la espalda, pero permaneció inmutable, ni siquiera pestañeó. Terminó por levantarse y caminó descalzo hacia la ventana. Subió la persiana, en sus rendijas se había formado vaho en los cristales. La abrió. Asomó al exterior. Seguía nevado. El día anterior había hecho calor y la nieve había comenzado a derretirse. Aquella noche había helado y los carámbanos colgaban de tejas y balcones. Era fácil que volviera a nevar. Aquel día no. Pero a los cuatro, como mucho, cinco días, nevaría. Aún se acordaba de cuando iba de niño con el ganado y leía el cielo.

            Abajo, en la estrecha y pendiente calle, una abuela resbalaba cayendo aparatosamente al suelo. Su nuera le ayudaba a levantarse. El hombre sonrió. Sus labios apenas se movieron en una franca sonrisa. Era sumamente divertido. La vieja allí, tumbada, gimiendo y la nuera sin poder ponerla en pie. Debía tener algo roto. Salían los vecinos. Uno iba en busca de alguien, al medico sin duda, resbaló y cayó también. La sonrisa se acentuó.

            Cerró la ventana. Regresó al lecho dispuesto a vestirse.

            Tenía diecinueve años cuando marchó del pueblo durante la guerra civil, en ella había dejado libre su innata agresividad. Después, la División Azul. Había conocido las trincheras de Rusia, el hielo y había colaborado en el genocidio de judíos, gitanos e incluso de españoles republicanos, disparando limpiamente con felicidad en la cabeza de otro andorrano de cuerpo esquelético y ojos sin luz en Mauthausen. Después la paz, su huída perseguido como criminal de guerra, su vuelta a España, aunque tardó veinticinco años más en regresar al pueblo y poder descansar de una vida de agitación, de crímenes y robos que jalonaron su quehacer en los años sucesivos. Pero había alguien que no estaba dispuesto a que viviera en paz lo que le quedaba de vida. ¿Cómo se había enterado? Siempre había sido cauteloso, nunca había dejado huellas ni pistas. Sus robos habían sido seguros y sus víctimas nunca habían podido dar una descripción suya, porque los muertos no hablaban. ¿Cómo lo había averiguado? Bueno, no importaba. Su secreto estaba seguro. Aquel guardia civil jubilado no había hablado, sólo quería dinero. Bien, aquella noche hablaría con él, lo silenciaría.

            Qué ironía del destino. Él, que durante cuatro décadas había burlado las balas y la policía, sin que ésta lograra ficharle ni una sola vez, regresaba vencido por un cáncer que le roía las entrañas. Dos años de vida, quizá tres, había dicho el médico, claro que con radioterapia… que se la pusiera donde le cupiera, él no iba a ser esclavo de la Medicina. En su cuerpo no iba a experimentar nadie, como hicieron los médicos con los judíos. Había visto lo que les hacían y se había reído, porque algunas cosas tenían verdadera gracia. Pero él no era un conejillo de indias.

            Regresó al pueblo, a la casa de sus padres, a la que no había vuelto ni siquiera cuando murieron. A la casa donde nació y creció y nacieron y crecieron sus abuelos y los padres de éstos… A su casa, a su hogar, porque si en algún sitio tenía alguno era en aquella calle del casco viejo de Andorra.

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