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02
julio
Del Regallo al Ebro (5)

CAPÍTULO 4

            Fermín buscó la botella, llenó el vaso, lo sujetó con ambas manos temblorosas y lo llevó a los labios. Tragó ruidosamente. Al poco se encontraba bien.

            Hacía tiempo que aquello se había vuelto rutina, pero desde que murió la mujer que estaba empeorando. En ocasiones pensaba en suicidarse, pero si lo hacía sus hijos quedarían desprotegidos. Así que decidía dejar de beber, jurándoselo solemnemente para enganchar el vaso a continuación y replantearse el suicidio.

            No era agradable ver el brillo de reproche en los ojos de sus hijos, ni el miedo que les daba, ni el dolor reflejado en sus rostros ante su indiferencia, como si no existieran… aunque eso sí, nunca les había pegado.

            Sacudió la cabeza. Bebió.

            No era excusa, no era preciso pegarles para maltratarlos.

            No eran agradables los bufidos que le soltaba a su esposa cuando vivía, ni los gritos, ni las discusiones, ni que le dijera que iba a buscar trabajo para poder alimentar a los niños. Y él echaba la culpa al jefe que era un cabrón y le había despedido, o a los hijos que no sabían estarse quietos y le ponían histérico o a ella misma, que era un chinche.

            Recapacitaba y lloraba amargamente entre trago y trago, se maldecía, juraba y rejuraba no volver a beber, que no era hombre.

            Pero no podía evitarlo.

            La botella estaba vacía.

            Salió en busca de un bar.

            Se cruzó con Jesús el Polido. ¡Aquel sí qué! Un borracho como él, un desecho humano, pero había dejado de beber. Hacía dos años que se había curado en una clínica, creía, y no había vuelto a probar ni una gota. ¡Ah, si tuviera sus cojones! ¿Y si le dijera algo? ¿Y si le preguntaba por la dirección de aquella clínica?

            Se cruzaron. Se saludaron. No dijo nada.

            El Polido siguió su camino moviendo la cabeza. Debería haber hablado con él, pero ya iba bebido; habría sido perder el tiempo. Era preciso que al menos estuviera sereno para intentar convencerle de que era posible curarse, que el alcoholismo no era un vicio sino una enfermedad.

            Fermín entró en el bar y pidió de beber. Volvía a ver a sus hijos, aquella noche, con ojos como platos. ¿Qué había pasado? Algo que le habían dicho y él había vociferado y levantó la mano. Y entonces ocurrió. Los ojos de sus hijos se abrieron, Silverio con el parche en la cabeza, protegió con su diminuto cuerpo a su hermana de diez años.

            Se contuvo.

            Se sintió como un perro.

            Una rata.

            Bebió.

            No debería hacerlo, cuando se emborrachaba era violento y después no recordaba nada.

            Empezaba a sentirse mejor. Sus problemas iban desapareciendo a medida que el alcohol inundaba su estómago.

            Un hilillo de bebida se deslizó por la comisura en su rostro sin afeitar, el cabello revuelto, el rostro con arrugas prematuras, ojos brillantes, enrojecidos, arañas vasculares en los pómulos y en las palmas de las manos. Hacía un mes que le habían dicho que tenía algo de hígado, que terminaría con cirrosis, como Abelardo el Tasquero, que iban a enterrar por lo que pregonaban, en aquel momento, los altavoces del Ayuntamiento.

            Pues bien, que lo enterraran.

            A él qué.

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