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25
junio
Del Regallo al Ebro (4)

CAPÍTULO 3

            Mac salió de casa con el desayuno en la boca y emprendió una carrera por la calle Baja a comunicar con el Barredux, bajando la cuesta del Mesón hasta el Regallo. Sentado en la fuente de la plaza estaba aguardando Efrén. Mac pisó un trozo de nieve helada y continuó corriendo haciendo piruetas para mantener el equilibrio. Efrén cerró los ojos. Mac chocó contra alguien, se abrazó a él para no caerse.

            – Hombre, Macario, es la primera vez que te muestras tan efusivo al verme.

            – ¡Padre Javier!

            Mac enrojeció.

            Deshizo el abrazo.

            El director de los Salesianos le palpó los bíceps.

            – ¿Cómo van esos músculos? ¿Tienes buen pulso?

            – Pues… sí… supongo -no entendía nada.

            – Me enteré de lo de ayer.

            Mac desvió la vista y aunque sus labios se separaron no pronunció el jodeer que se formaba en ellos. A lo lejos Efrén se partía de risa. Lo habría matado.

            – ¿Cuándo tendrás un poco más de seso, Macario?

            Mac lo miró compungido.

            – No pongas esa cara de hipócrita.

            – ¡Huy, la lech…! Igual se piensa que me alegro de ello.

            El padre Javier suspiró.

            – Sé que no te alegras, pero tampoco te apenas.

            – Eran muchos.

            – Imagínate que lo matas. ¿Ya no recuerdas el quinto mandamiento?

            – Ayudar a la Iglesia en sus necesidades.

            – ¡Ese es el de la Santa Madre Iglesia!

            – Como no ha dicho cual.

            El salesiano le golpeó el pecho con el índice.

            – Luego pasa por mi despacho.

            – ¡Oh, vamos, padre! -protestó-, sólo era una broma.

            – Yo también bromearé.

            Sonrisa de alimaña.

            Mac torció los labios.

            – ¡Oh, vamos, padre! Sólo era una broma.

            Efrén caminaba hacia él con voz de falsete. Mac le arrojó la cartera, el otro se agachó, la cartera se deslizó por la nieve.

            – Te pasas más tiempo en su despacho que en clase.

            – Antes de que acabe el día tú también habrás estado.

            – Miren el adivino.

            – Que te den por el culo.

            – Eso te gustaría.

            Mac no respondió, se limitó a recoger la cartera de la nieve, pasó la mano limpiándola.

            Era una relación curiosa la de ellos. A pesar de su amistad no podían evitar discutir en un extraño duelo en el cual se trataba de ver quién decía la última palabra, como si su primera rivalidad en los párvulos hubiera quedado latente en su inconsciente. Sin embargo ninguno prestaba atención a sus palabras, era una costumbre en la que no tenía importancia alguna que salieran a relucir los propios padres.

            – ¿Qué te han dicho en casa? -preguntó Efrén mientras emprendían el camino al colegio.

            – ¿De qué?

            – De lo de ayer.

            – Imagínatelo.

            – ¿Y Juan?

            – Lo de siempre.

            – Ya -musitó Efrén comprendiendo-. Tu hermano no me traga.

            Mac se encogió de hombros.

            – Vaya cosa, tampoco a mí.

            – Es absurdo.

            – ¡Oye, que es mi hermano!

            – Me refiero a esa manía que me tiene.

            Mac no contestó y el otro se olvidó del tema.

            Iban ahora por la calle Unión hacia las afueras del pueblo. Cuando llegó la Calvo Sotelo, treinta años antes, había construido en las afueras una serie de edificaciones de casas baratas, que recibieron el nombre del Poblado. En este nuevo barrio estaba el colegio.

            Efrén le dio un codazo a Mac.

            Por una travesía venía el herido. Le habían puesto tres puntos de sutura y lo llevaba protegido por una gasa. Se pararon y se disculparon sinceramente; si algo había de cierto en aquel asunto era que nunca quisieron hacer daño a nadie, ni siquiera había pasado por la cabeza, de ninguno de los implicados, que alguien pudiera resultar lesionado.

            Silverio las aceptó. Había sido una pelea absurda y aún no sabía por qué se había metido en ella. Era un crío canijo, que aparentaba dos años menos, ojos grandes, brazos y piernas de palillo. Nunca se habían metido con él, es más, nunca se habían metido con nadie. No eran camorristas, ni buscaban broncas ni iban de matones por la vida, pero tampoco retrocedían si se metían con ellos.

            Silverio les admiraba y les envidiaba. Admiraba su carácter alegre, fuerte y arrabalero, envidiándoles por los mismos motivos. Eran más altos y fuertes que él, pero no destacaban sobre los demás y no obstante les daba igual enfrentarse a un chico mayor que ellos. Serían valientes o inconscientes, pero sabían hacerse respetar. El no podía o no acertaba. Era tan diminuto, tan escuchimizado, ni su padre daba dos reales por él. Prefería la botella.

            ¿Que no sabía por qué se había implicado en la riña? Sí lo sabía. Por influencia de los demás, o por miedo a los demás, o porque quería ser aceptado por ellos… el motivo había que buscarlo por allí.

            – ¡Silverio!

            Su abuela.      

            – ¡Apártate de esos salvajes!

            Silverio les echó una mirada de angustia.

            – Lo siento, chicos -se disculpó.

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