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11
junio
Del Regallo al Ebro (2)

PRIMERA PARTE

MESES ANTES

CAPÍTULO 1

            El Andorra de 1972 no se parecía en nada al que sería después. No existía la térmica, ni la Casa de la Cultura, en su lugar estaba “Teléfonos”; la Residencia de la Tercera Edad continuaba siendo las Escuelas; la Casa de la Villa aún estaba en el edificio viejo y no se llamaba así sino Ayuntamiento, y muchos sitios donde habría casas seguían siendo campos.

            Macario, nombre que él no pondría nunca a su hijo, porque no le gustaba, no obstante ser el patrón de Andorra y que, de haber podido, hubiera denunciado a sus padres por dárselo, era Mac entre sus amigos. Tenía doce años, larguirucho, delgado, ojos azules, expresivos, cabello rojizo y revuelto, tejanos avejentados, sonrisa habitualmente burlona y una piel morena, herencia de un bisabuelo que fácilmente hubiera pasado por moro de tan negro.

            Cuando cumplió los once años pasó con todos sus compañeros de las Escuelas a los Salesianos y aunque estudiar no lo volvía loco una cosa tenía clara: A poco que pudiera no sería minero. Su padre había muerto hacía algunos años en un accidente en la mina Oportuna y recordaba que frecuentemente sufría lumbagos y reuma, a pesar de tener treinta pocos años. Ahora su hermano Juan, con dieciséis, trabajaba en la Innominada, en los talleres, pero muchas veces tenía que trabajar en el interior, con agua hasta medio cuerpo, sudando, con un calor sofocante, y al invierno el frío y las nevadas cortaban el pecho como un cuchillo cuando salían al exterior. El año de antes Juan había sufrido una pulmonía doble complicada que lo retuvo un mes en el lecho, y durante los primeros días la alta fiebre y los desvaríos habían hecho temer lo peor a la familia. D. Casimiro, el médico, había realizado numerosas visitas controlando la evolución y D. Paulino, el practicante, les animaba y quitaba importancia a la enfermedad, porque aquellas inyecciones de penicilina eran de las mejores. Pero durante semana y media la madre no durmió ante la calentura de su hijo mayor y el recuerdo del marido.

            Mac no sería minero. Era lo único que tenía claro de su futuro. Se lo prometió solemnemente la noche que Juan sufrió una recaída y que, durante un momento, no pareció respirar. Se lo juró mientras corría a toda velocidad de sus delgadas piernas a casa del médico, porque aún no tenían teléfono, se lo pondrían meses más tarde. Pasara lo que pasara, aunque tuviera que mendigar, engañar o robar, nunca sería minero.

            Después Juan reaccionó. Volvió a respirar, aunque nunca debió dejar de hacerlo, porque habría sido imposible que resistiera tanto rato. Tuvo una convulsión y sus pulmones se llenaron profundamente de aire en un ronquido que hizo que el benjamín apretará rabiosamente la mano de Mac y que en dos noches no pudiese dormir de miedo.

            No. Nunca sería minero, renovando su juramento cada vez que recordaba los ojos en blanco de Juan.

            Aquello era una complicación.

            En Andorra, aparte de las minas de la Calvo Sotelo, todas las industrias eran familiares. ¿El campo? Con un bancal que habían heredado de los abuelos, poco podía hacer, teniendo en cuenta que al morir la madre, habría que hacer tres particiones.

            Sólo le quedaba emigrar de Andorra. Y como única arma, los estudios.

            Pero con doce años tenía más buena voluntad que voluntad, más ganas de jugar que estudiar y más afición a las travesuras que a los deberes.

            Juan le regañaba. El había tenido que abandonar la escuela y ponerse a trabajar para poder mantener a la familia cuando murió el padre cinco años atrás. Y menos mal que, al ser hijo de minero, la Calvo le había admitido tan pronto cumplió los catorce. Así que Mac debía aprovechar.

            – Mira lo que le pasó a papá y a mí.

            – Sí, sí.

            Y con la mayor decisión del mundo agarraba los libros, perdiéndose su imaginación por las nubes a las dos líneas y pensando cómo podría escarzar el nido, que había visto cerca de La Cerrada, en vez de los minutos que necesitaría para llenarse el depósito con el grifo del problema que tenía delante.

            La madre perdía la paciencia, despotricaba y lo castigaba… para nada. Si se encontraba algún sopapo éste era de Juan. Entonces Mac se enfurecía. ¿Pero quién se pensaba que era? ¡Él no era su padre! Devolvía el bofetón y empezaba la pelea. Porque si Juan tenía dieciséis años, Mac con doce, y desde que tenía consciencia, era muy reñidor, hasta el punto que el día que no tenía contienda le faltaba algo. La madre levantaba los brazos al cielo los días que los pillaba y paraba la pelea con una bofetada a cada uno, mientras que Quique tan pronto animaba a un hermano como al otro pasándoselo en grande.

            Terminada la riña Mac ponía a Dios por testigo que no volvería a hablar a su hermano mayor en la vida, con tanto éxito en su propósito que a los diez minutos ya iba buscándolo para hacer las paces.

            También Juan lo buscaba. No le gustaban aquellos enfrentamientos que, lentamente y sin darse cuenta, se iban haciendo más frecuentes. La vida no había sido fácil para él. A los once años había muerto el padre. Sus hermanos tenían siete y un año. La madre se puso a trabajar sin que su orgullo permitiera ninguna ayuda de los parientes, a despecho de que ganaba poco. No quedó más remedio que Juan se pusiera a trabajar abandonando los estudios. Tuvo suerte. El taller que le admitió lo hizo a sabiendas de que aún no tenía la edad, pero  al dueño le daba lástima aquella familia y se arriesgó, pagándole un jornal como si tuviera los catorce, aunque también es cierto que Juan trabajaba como si los tuviera. Era buen trabajador y tenía mucho amor propio.

            De pronto se vio obligado a crecer de sopetón, pasando de la infancia a la adultez casi sin tener adolescencia. No comprendía pues a Mac y le ponía negro su irresponsabilidad hasta el punto que lo exasperaba.

            – Tienes la mano muy larga -protestaba su hermano.

            Era cierto, pero Mac es que terminaba con sus nervios, porque en vez de mejorar el muchacho se volvía más respondón y rebelde.

            Mac se defendía diciendo que Juan no era su padre. Lo aceptaba como hermano mayor y le obedecía, excepto cuando Juan adquiría el rol de padre. Aquello le estomagaba. Su padre estaba muerto.

            Quique son seis años no comprendía estos matices. Él no recordaba a su padre y no había conocido otro que Juan. Para él éste era una mezcla de los dos. Para Mac no. Recordaba muy bien a su padre y todavía lo lloraba cuando, después de alguna pelea, salía su figura en la discusión. Principalmente porque recordaba que había muerto en la mina y que Juan había estado a punto de morir por culpa de la mina y que aún podía pasarle. No quería otro padre. Padre estaba muerto. Que se quedará en la tumba. Juan era su hermano, nada más, no quería más. ¿No lo comprendía?

            – No quiero ser papá. Pero es que te estás desmandando y alguien te tiene que sujetar.

            Y Mac callaba.

            Era lo mejor.

            Juan no le comprendía. No podía entender el cerebro de un chico de doce años cuando, desde los once, ya había estado ganándose la vida trabajando para sacar adelante una familia. Curiosamente comprendía mejor Mac a su hermano que éste a él. Recordaba cuando llegaba cansado del taller los primeros años, aún tenía ganas de jugar, con él y el pequeño Quique, antes de quedarse dormido en el sofá. Mac le tapaba con una manta y se llevaba al caganidos para que no lo despertara. En aquel tiempo todavía se llevaban bien, aún era otro niño. Después Juan cambió. Las responsabilidades y la vida le obligaron a cambiar. Físicamente continuaba siendo niño, mentalmente no. Mac aceptó este cambio, aunque hubiera querido que no ocurriese nunca, y daba gracias a Dios porque no le había pasado a él. Admiraba a su hermano por la entereza con que llevaba aquella carga en sus juveniles hombros. Sí, todavía se llevaban bien y continuaron así hasta el día en que la mente de Mac comenzó a tener ramalazos de adolescente. Juan creyó que su deber era actuar de padre, después de todo era el mayor. Y la relación entre ambos, lentamente, paulatinamente, empezó a estropearse.

            Mucha culpa la tenía aquel amigo suyo, Efrén. Juan estaba seguro que nunca pensaba en nada bueno. ¿Qué podía esperarse con aquella melena?

            – ¡Vete a la mierda!

            ¿Pero qué mentalidad tenía su hermano? ¿Qué tenía que ver una cosa con otra? ¡Si hasta sus mismos amigos llevaban el cabello igual! No tan exagerado. Además sus amigos eran responsables. Que no se enterara él que Mac se dejaba el pelo así.

            Durante los siguientes meses el muchacho no apareció ni una sola vez por la peluquería. Volvieron a discutir. Juan amenazó con cortárselo al cero y Mac replicó que lo intentara. La madre intentó mediar. El uno por una cosa, el otro por otra, los dos se le estaban yendo de las manos, discutiendo agriamente por nimiedades. Me saca de quicio, protestaba Mac. Cada vez es más crío, se sofocaba Juan. Son igual de tercos. No sé a quién se parecen, se lamentaba la madre. Yo no, mamá; el pequeño.

            Al principio Mac, a solas, pensaba y entendía a su hermano, pero había dejado de hacerlo. Estaba harto. Se asombraba que, en su infancia, hubiera admirado a su hermano mayor, imitándole incluso. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

            Necesitaban un padre. Siempre llegaba a la misma conclusión la pobre mujer. Al menos los dos mayores. Durante un tiempo pensó seriamente volver a casarse. Fue en lo único en que estuvieron de acuerdo. Quique lo tomó mejor, un papá, estaba alborozado. Pero los otros formaron una piña y egoístamente no aceptaron y supieron arreglárselas muy bien para desanimar a cualquiera. La madre terminó rindiéndose. Lástima que no estuvieran tan unidos en lo demás.

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