Sin Comentarios
26
octubre
Extracto de

Los tres primeros capitulos pueden leerse libremente en la página de venta.

 

Sergio expelió el humo del cigarrillo. A su abuela no le gustaba y seguramente a Germán tampoco, aunque éste no le había visto nunca. El sí fumaba, el chico lo sabía, pero eso no significaba que aprobara que lo hiciera Sergio en un intento de emularlo.

No recordaba a sus padres y Germán era lo más parecido que conocía, tal vez por ello la importancia que aquellos pudiera haber representado en su vida la había desplazado a éste, hasta el punto que lo había idealizado y ocupaba un lugar de preferencia. La misma idealización convertía a Germán en un ser atractivo para el chiquillo, principalmente por la imagen de seguridad que transmitía a Sergio. Le habría gustado establecer un lazo afectivo con él, pero lo veía demasiado lejos, casi en un pedestal y se limitaba a adorarlo en secreto.

Había sentido orgullo cuando Germán le habló de trabajar para él y se había aplicado en aquel tema de la redada porque parecía preocuparle al Negro, pero no había nada, no habían vuelto a surgir rumores y aquello le daba mala espina.

Su espeso cabello rubio caía sobre sus ojos semicubriéndolos. Lo apartó con una mano. Dio otra calada.

Era mala señal. No sabía cómo, simplemente lo presentía y le habría gustado preguntarlo, indagar un poco contraviniendo la orden de Germán. Era peligroso, le había dicho. Podría ser. Germán sabía más que él, lo sabía todo.

Aquel silencio sólo podía significar que iba en serio. Siempre surgían rumores, incluso algunos policías los propiciaban para que los traficantes tomaran medidas, a cambio cobraban su comisión. Sin embargo aquel… se había iniciado y de pronto silencio. No era bueno. No era normal.

Debería habérselo dicho a Germán, pero éste confiaba en él. Presentarse allí sin nada, con las manos vacías, era admitir que había fracasado, que le había fallado y no quería fallarle. Tenía miedo, no tanto por el hecho de no cumplir su cometido como por la probabilidad que Germán le rechazara como consecuencia de su inutilidad. Se sentía incapaz de poder soportarlo.

Alguien refunfuñaba. Sus ojos se semicerraron para protegerse del humo. Su abuela hablaba en sueños. Era una de aquellas noches que no descansaba nada empalmando un monólogo con otro.

Había sido duro para la anciana sobreponerse al accidente que la dejó sin familia y ciega, posiblemente no lo hubiera conseguido si no llega a existir su nieto pequeño.

Los recuerdos más antiguos de Sergio se limitaban a la chabola que habían habitado, cajas apiladas que soportaban un techo de uralita siempre amenazante de desplomarse sobre ellos, antes de que el dinero de Germán les permitiera trasladarse a aquel piso. Su abuela le hablaba de que debía ser bueno para poder ir al Cielo y reunirse con sus padres y hermanos, conceptos que aturdían al niño que tenía ya una idea del bien y del mal. El mal era conocer a los cuatro años lo que era el hambre y el frío, el roer de las tripas y escuchar por las noches a otros seres más pequeños que él llorar por no tener nada que llevarse a la boca. El mal era caminar descalzo clavándose algún cristal roto, la mirada de lastimosa sensiblería que quería ser de misericordiosa piedad, el pobre niño junto con la monedita que le alargaban, sin atreverse a tocar sus manos sucias temerosos de pringarse de Dios sabe qué, el ceño desdeñoso e indiferente  de los más. El mal era acurrucarse en un rincón, encogido, menguado, con los muslos pegados a su flacucho abdomen resguardándose de la tramontana soplando brutalmente, las cajas temblaban, la uralita oscilaba, se desplazaba derrumbándose y rompiéndose. Luego invariablemente llovía. El agua caía colándose por los agujeros y Sergio pensaba que estaría más protegido a la intemperie. A veces torrencial, en ocasiones fina, interminable, que parecía durar días y días; su abuela enroscada en una esquina lamentándose de la humedad, de los huesos. El mal eran las ratas que oía por la noche impidiéndole pegar ojo temeroso de que le devorasen, conocía a chicos que les habían roído la nariz o las orejas.

El bien era otra cosa, casas bonitas, ropas decentes, zapatos y comida, sobre todo comida. Recordaba cuando la buscaba entre las basuras, algunos se pinchaban con alguna jeringuilla y se ponían amarillos, encontrando alguna que otra cosa que se podía vender a los traperos, peleándose con otros rapazuelos para conservar un tesoro que invariablemente se lo quedaban los mayores. El mal eran los chaflanes donde mendigaba, huyendo de otros indigentes que los consideraban como propios, hiciera sol, frío o lluvia, poniendo cara de pena, tiritando cuando nevaba, con los dedos amoratados, rígidos, gimoteando para enternecer al personal, envidiando a los cojos porque obtenían más limosnas que él. El mal era el pegamento que aspiraban en bolsas para atontarse y adormecer el hambre.

Entonces apareció Germán, como esos héroes del cómic. Entonces fue cuando empezó a saber qué era acostarse con la tripa llena bajo un techo. Pero eso fue más tarde, en aquel tiempo lo consideró una racha de buena suerte. Siguió con su vida hasta que uno, gordo, con bigote y rostro sanguíneo, le dijo que le daría dinero si se dejaba tocar. Sus nueve años vieron venir una manaza sobre su cuerpo, la sintió recorrerle antes de que acudiera la otra, las percibió en su sexo, en su culo, en su pecho… y vio más guita junta que en toda su vida. Dinero. Aquello significaba comida y aquello era bueno. Poder comer estaba bien. Aquel hombre le presentó a otro, alto y corpulento. Éste quiso que fuera Sergio quien le tocara a él, sus delgados dedos cogieron el pene para realizar lo que había visto hacer al primero, y éste le hablaba y le pidió que le metiera un dedo en el ano, luego algo blanco pringó sus dedos. Más plata, sí, la llamó plata. El tercero o el cuarto le pidió una felación, le dio asco, pero el dinero era comida y aquello era bueno. Había que aprovechar la racha.

En casa la abuela le preguntaba dónde lo conseguía, él le mentía, algo le decía que era prudente callar, el mismo desprecio que sentía. La primera y segunda vez lo había considerado un juego, pero ya no lo era, se daba perfecta cuenta en qué consistía, y cada vez iban siendo más exigentes.

Llevaba ocho meses realizándolo cuando se sintió cogido por el hombro mientras pajeaba a uno. Antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo recibió una bofetada en pleno rostro. Germán. El hombre protestó, pero no se movió, Germán le apuntaba con una pistola, y aquello que había estado gordo y orgulloso se encogió hasta casi desaparecer. El Negro le llamaba tío asqueroso y que lo iba a llevar a la policía, lo iba a denunciar.

Sergio vio al individuo lloriquear, lo vio temblar como él en los crudos inviernos, diciendo de darles todo lo que llevaba, y Germán impasible, la comisaría. El niño no recordaba haberle visto nunca armado, comprendió que lo hacía por él, que se preocupaba por él. Los ojos de Germán brillaban en una tonalidad fría, siniestra. Al final lo dejó marchar, le juró que lo mataría si volvía a verle poner la mano encima al chiquillo.

Ahora Sergio tuvo miedo. No le dolía el tortazo, sentía satisfacción porque importaba a alguien más que no fuera su abuela, pero tuvo miedo de que lo delatara. El rostro de Germán se suavizó en cambio. No vuelvas a hacerlo, fue lo único que comentó. Luego se alejó, como si aquel episodio no hubiera tenido mayor importancia. Sergio lo siguió de lejos, vio dónde vivía y a qué se dedicaba, sintiendo algo por él que no había sentido nunca. Aquel chico le había protegido, le había dado seguridad y supo que no era algo esporádico, no era una racha. Era algo que había visto en los ojos de quienes tenían padres, no estaban desvalidos, él tampoco ahora.

Muchas veces iba detrás de él alejado convenientemente para que Germán no se percatara, sintiendo que lo adoraba, sin atreverse a hablarle. Conocía todos los trucos, se dio cuenta en seguida, era listo, lo sabía todo, era valiente, sabía enfrentarse a quien fuera, siempre sin armas y aunque los otros chicos llevaran navajas conseguía intimidarlos. Fue en una de aquellas ocasiones cuando Germán, cambiando bruscamente de dirección volvió sobre sus pasos encontrándole en la esquina y lo saludó. Sergio se sintió henchido de placer.

Nunca lo había delatado a su abuela, fue su secreto, el de ambos, pero el suyo propio era poder llegar a ser como él. Soñaba en parecerse a aquel ser que admiraba. Aquel ideal no era un simple deseo, era algo que quería y amaba, algo que necesitaba para poder crecer y ser alguien de provecho como decía la abuela.

Pero ahora le estaba fallando. No importaba que no fuera culpa suya porque los rumores habían desaparecido, algo se fraguaba, lo presentía, lo sentía, penetraba a través de sus poros erizando su sistema nervioso, y sin embargo no tenía nada que ofrecer a Germán. Había peligro, algo turbio se estaba cociendo y podía ser en perjuicio del Negro, lo sabía, aunque ignorara el por qué y el cómo.

Encogió las piernas hasta que el mentón contactó con las rodillas. Jugueteó con los dedos de las manos en los de los pies, los veía brumosos a través de la luna que penetraba por la ventana abierta. El ceño fruncido creando una arruga vertical en su frente oculta tras el cabello, su iris parecía en aquellos momentos más ambarino que topacio, con los dibujos difuminados en la oscuridad. Permanecía pensativo, la barbilla clavándose en la rótula. Delgado, aunque más lleno de carnes que antaño, cuando fue piel y hueso.

De pronto, sin saber por qué, añoró las chicharras que alegraban las noches veraniegas con sus ruidos estridentes y monótonos cuando estaban en la chabola. En ocasiones se habían reunido varios chiquillos para observarlas discutiendo si lo hacían con las patas o las alas. Nunca se pusieron de acuerdo.

Su ventana daba ahora al callejón, un poco más abajo de donde vivía Germán, en la otra acera. Desde ella, esforzándose un poco, podía verlo en ocasiones asomado, aunque era raro que Germán contemplara la calle, empedrada con adoquines, angosta, retorcida, una de tantas que se construyeron cuando una emigración masiva hizo crecer a Barcelona a finales del siglo XIX. En un extremo, al pie de un caserón horadado por el paso del tiempo, se veía una mancha rojiza que nadie sabía qué era, aunque de siempre se había afirmado que era la sangre de una novicia, violada y muerta, en los graves sucesos de la Semana Trágica. Sergio había conocido muchas semanas trágicas en su vida e ignoraba qué tendría aquella de diferente a no ser la novicia.

Entre ambas casas, la de Germán y la suya, había una tienda de comestibles minúscula, abarrotada de clientes en horas puntas de la mañana. El letrerito no se fía colgaba torcido en una burda mueca. Al lado, una farmacia o algo que se le parecía, con un letrero enorme en el escaparate diciendo Hay gomas, el mismo mensaje que aparecía en otro antro similar dos calles más abajo y cuatro en dirección norte. Sergio nunca había visto entrar a nadie durante el día, pero al anochecer eran varios los que traspasaban el umbral para, a continuación, entrar en el bar próximo muy frecuentado por reclutas de aspecto desorientado o perdonavidas. También él había estado hacía poco a buscar una botella de vino para casa. Una mujer decrépita, al menos a sus ojos, le sonrió y le pellizcó la mejilla derecha llamándole pichoncito y chorbo. Sergio apartó la cara de aquella otra escayolada de tinte rojo y ungüentos que olía a afeites, alcohol y ajo, mientras una joven, rolliza, con un vestido que no le llegaba a tapar el culo y a duras penas los senos, se reía escandalosamente. Existía otro bar, enclenque, de paredes entrecanas, con perniles colgando encima de la barra, posta para quien quisiera detenerse a tomar una comida consistente en sopa de garrón, cambiándose ésta por otra nueva cada dos o tres meses, y algo de carne o pescado con patatas. Las tapas eran a base de tacos de magra, longaniza o conservas de lata. Menos frecuentado que el anterior acogía entre sus cuatro paredes a lo selecto de la calle ofreciéndoles chatos de vino, alguna caña y conversación en un sonsonete farragoso por parte del dueño atusándose el bigote con expresión entendida y oscilando la cabeza dándose la razón tuvierala o no.

Al amanecer la calle se colmaba de concurrencia camino de su trabajo, siendo reemplazada por mujeres dirigiéndose a las compras. Luego algún camello se situaba en una punta con actitud relajada, sin prestar atención manifiesta a quienes pasaban esporádicamente. Al poco quedaba vacía rompiéndose el silencio a causa de algún despistado o del que se dirigía hacia el trapichero. En ocasiones se observaba a un secreta, pero en general no solía inmiscuirse nadie en su existencia, excepto ellos mismos, porque la calle era un pueblo de chismorreos conociéndose la vida de cada cual, sus separaciones, sus borracheras y sus gritos, aunque no pareciera trascender de las moradas, no así los olores a fritos, col, pescado y otras comidas que saturaban el aire en las horas puntas hasta el extremo que se agarraba a la garganta y hacía toser a los más sensibles.

Sergio se asomó por la ventana incapaz de dormir, había luz en la de Germán y se preguntó qué estaría haciendo. No había nadie en la callejuela, que estaba a oscuras mal iluminada por la luna cuyas estrellas eran imposibles de vislumbrar a través del negro cielo de contaminación que abarcaba la ciudad como una cúpula. Sólo el bar de las meretrices permanecía abierto, traspasando la luz de las bombillas los cristales semiopacos de porquería con el letrero en blanco sucio de Tapas en medio.

Apoyó la mejilla izquierda en el dorso de sus manos cerrando los ojos. Se estaba bien allí, con el calor de la noche acariciando su rostro, olvidadas ya las penalidades de su infancia, haciendo planes para obtener alguna información tan pronto amaneciera. A su espalda el dormitorio semejaba una cueva, la madriguera de algún animal con sus paredes desiertas y tacadas, manchas que nadie sabía muy bien su origen, con la pintura levantada cerca del suelo y una puerta que parecía ser ella la que se aproximaba cuando se caminaba en su dirección. Un intestino por pasillo conducía a las otras dos dependencias, la cocina y el dormitorio de la abuela, tísica, recogiendo con el pañuelo los esputos sanguíneos y luego derrumbándose nuevamente en la yacija, con un silbido proveniente de sus pulmones al entrar el aire, luchando para recuperar el sueño mientras se percataba que le quedaba poco tiempo de vida y que su nieto quedaría solo excepto la ayuda que pudiera ofrecerle Germán.

En la ventana, con respiración regular, Sergio soñaba con la playa.

 

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