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24
octubre
POLVO AL VIENTO (37)

TERCERA PARTE

FORAJIDO

CAPÍTULO 7

Henry Hoyt

A diferencia de Doc Scurlock en Fort Sumner Billy no prohibía a sus hombres beber, pero sí esperaba que se comportaran. Era la única ocasión en que actuaba de líder, porque seguía viéndose como uno más. Sabía muy bien lo que conllevaba el exceso de bebida y no estaba dispuesto que sus compañeros le metieran en un berenjenal y menos si había dado su palabra.

En este aspecto no se libraba ni su mejor amigo cuando vio a Tom Folliard, pistola en mano, amenazar de muerte a un mexicano con el que había estado jugando al monte. La voz de Billy lo detuvo y al girarse vio a su amigo con el ceño fruncido, a su lado estaba Henry Hoyt. Sin abrir la boca Folliard se serenó y guardó el arma.

A Hoyt le llamó la atención aquella disciplina y la plasmaría después en sus memorias. Lo cierto es que, cuanto más sabía de Kid, más le fascinaba como persona a pesar de su juventud. Tenía muchas cualidades naturales superiores, escribiría en sus recuerdos. Hablaba español como un nativo y aunque sólo era un muchacho sin barba era, sin embargo, un líder natural.

También le asombró su destreza con las armas. La parte trasera de una de las dos tiendas era un cementerio de botellas de cerveza vacías y los cowboys se entretenían disparando contra ellas. Ponían seis en línea y desde una distancia de cincuenta yardas vaciaban el cargador.

Billy lo hacía en la mitad de tiempo sin errar un tiro.

-Es imposible –aseguró incrédulo Hoyt -, tienes el revolver amañado.

Billy exhibió media sonrisa divertida.

-Déjame el tuyo y cronometra.

Repitió la exhibición; apenas varió unos segundos. El médico se convenció que lo del muchacho era habilidad, no truco, ni siquiera parecía que apuntase.

Terminaron creando entre ellos una buena amistad aquellos días, pasando muchas horas juntos, charlando, cabalgando y acercándose a los pequeños asentamientos mexicanos de las cercanías. En uno de ellos, en la casa de don Pedro Romero había baile semanal.

Hoyt escribió que aquella noche había luna llena y el baile estaba en pleno apogeo. Billy y él salieron un rato a estirar las piernas y estuvieron paseando unos cien metros. De pronto Hoyt desafió a Billy a una carrera hasta el baile. Se sorprendió que siendo más viejo fuera más rápido corriendo que Kid. Al acercarse a la puerta Hoyt se refrenó, pero Billy no para recuperar el terreno perdido.

La casa mexicana tenía un umbral de casi un pie de altura y el chico saltó para no tropezar, pero lo hizo el tacón de una de sus botas. Billy fue trastabillando intentando recuperar el equilibrio entrando de esta guisa en el baile y desplomándose contra el suelo en el centro de la sala.

En menos de un pestañeo sus cuatro amigos le habían rodeado, espalda contra espalda, con un revólver en cada mano amartillado y listo para hacer fuego; temerosos, por su forma de entrar, que lo estuvieran atacando.

-Guardad los seis tiros –rezongó Billy poniéndose en pie.

-Pero, ¿qué ha pasado? –quiso saber Folliard.

-Que iba corriendo y he tropezado, eso ha pasado.

-¿Te perseguían?

-No. Hacía una carrera y estaba perdiendo. Y guardad las armas, que nos van a gritar.

-Señor Bonney, ¿puedo hablar con usted? –dijo Pedro Romero.

-¿Lo veis?

Siguió al dueño de la casa quien le recordó que existía una costumbre, una ley no escrita, que prohibía entrar en los bailes con armas y él lo sabía.

-Naturalmente –reconoció Kid -, y voy sin armas.

-Pero sus hombres sí las llevan.

Ahí le daba la razón, el muchacho. Dónde y cómo las habían escondido era algo que todos se hacían cruces.

-Comprenderá –ahora la voz del señor Romero tenía algo de temor; después de todo hablaba a Kid, el infame forajido que disparaba a la mínima según decían los gringos -, que no podemos consentirlo. Si se les permitiera a ustedes, al final…

-Entiendo, no se preocupe –la sonrisa de Billy no podía ser más comprensiva -. Nos iremos en el acto y les diré que desde ahora tenemos prohibido asistir al baile de usted. No pase pena, cumpliremos.

Ni la expresión ni el tono eran de amenaza, ni había cinismo en los ojos. Sólo un chiquillo pillado en falta que aceptaba las consecuencias como un hombre.

Don Pedro Romero extendió la mano con respeto. Billy la estrechó.

-Se lo agradezco –dijo el mexicano -, es usted un caballero.

-No se merecen. Mis disculpas por el estropicio.

Sus hombres acataron la decisión aunque no se privaron de mostrar su disgusto por la prohibición.

Hoyt les oía protestar como adolescentes ante el castigo del maestro y se dijo que a pesar de ello y la disciplina de Billy, se dejarían matar por él. Existía entre ellos una camaradería que no era normal, y no se equivocaba, porque era la que se forja entre compañeros de armas en tiempos de guerra.

A finales de octubre Hoyt abandonaba Tascosa. El día de su partida apareció Billy, desde el campamento, para regalarle su caballo.

-¿Dandy Dick? –se asombró Hoyt.

-Claro, sé que te gusta.

Billy le había permitido que lo montara alguna vez y se había percatado cuan prendado había quedado el médico de aquel pura sangre de origen árabe.

Era lo menos que podía hacer, se dijo el muchacho. Días atrás Hoyt le había regalado un reloj para damas, que había ganado hacía un tiempo en una partida. Billy le había pedido que se lo vendiera, porque quería dárselo a una media novia que tenía en Fort Sumner. El médico no quiso dinero y se lo obsequió.

Hoyt no salía de su asombro. Aquel hermoso caballo de carrera era el favorito de Billy y sabía cuánto lo quería el chaval.

-Sígueme –dijo Kid.

Entraron en la tienda Howard & McMasters. Billy caminó hasta el mostrador, cogió un papel y escribió un recibo formal de venta, como si fuera una compra, con el nombre del caballo y sus características. Lo firmó y luego lo hicieron como testigos los propietarios de la tienda.

Entregó el recibo a Hoyt.

-Toma, así no tendrás problemas.

-Yo… no sé qué decirte. Es tu mejor caballo.

-Cuídalo bien –miró cariñosamente a Dandy Dick por última vez cuando salieron a la calle -. Lo echaré de menos. Este caballo y yo tenemos nuestra historia –comentó sin especificar más.

En 1921 Hoyt envió una fotocopia del recibo a un viejo vaquero quien se lo enseñó a James Brady. Al leer la descripción, el señor Brady exclamó: ¡Dios mío, era el caballo que mi padre montaba cuando lo mató Kid!

Días más tarde fueron ellos quienes abandonaban Tascosa. Henry Brown, Fred Wayte y John Middleton dejaron el grupo. Brown quería quedarse en Tascosa y buscar trabajo en las haciendas locales. Middleton deseaba ir a Kansas y comenzar una nueva vida. Wayte prefería regresar a su casa familiar en Territorio Indio.

Billy en cambio decidió regresar a Nuevo México. No se dejó convencer por sus tres amigos de que emprendiera otra vida en otro sitio. Estaba enamorado de Celsa y deseaba permanecer en Fort Sumner.

En cuanto a Folliard, hacía tiempo que había decidido que iría donde fuera Kid.

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