Sin Comentarios
02
octubre
POLVO AL VIENTO (34)

TERCERA PARTE

FORAJIDO

CAPÍTULO 4

La mano del sino

-Pete Maxwell me ofrece un empleo –informó Doc a Billy.

-¿Vas a aceptarlo?

-Sí.

Hacía una mañana fría por la brisa que soplaba del norte aunque después haría bastante calor. Billy se había levantado antes del amanecer para echar un vistazo a la manada, mientras pensaba en Celsa, cuando se percató que Doc Scurlock caminaba hacia él. No había esperado aquel saludo.

-Entonces es el fin –concluyó.

-Para mí, sí. Escucha, chico, esto terminó el mismo día que murió McSween.

Debió haber terminado, pero nos están persiguiendo.

-Ha terminado de todos modos, ya no hay motivo de lucha.

-Nuestra supervivencia. Doc, yo pensaba como tú, pero no nos lo permiten.

-¿Y cómo piensas sobrevivir?

-Como me dejen.

-Como un forajido.

Kid frunció el ceño.

-Si no hay otra… –gruñó.

-Yo no quiero eso.

-¿Crees que yo sí?

-Supongo que no.

-¡Por supuesto que no!

Desvió la mirada hacia el rebaño. Los ojos brillantes luchando contra una lágrimas que no sabía si eran de rabia, dolor o frustración, pero que no quería que las viera Doc.

-¿Crees que soy un traidor? –le oyó preguntar.

Negó con la cabeza.

-No. Te tengo envidia.

No entendía cómo le había caído aquel sambenito. No había hecho nada que no hubiera hecho cualquier compañero. ¿Por qué a él? Le estaban endiñando más fechorías que a Jesse Evans. ¿Por qué? Nunca podría ir tranquilo a ningún sitio.

-¿Quién será nuestro jefe ahora que nos dejas?

Doc rió. Una risa corta que tuvo poco de alegre.

-Eres tú, chico.

Las palas de los incisivos quedaron visibles.

La boca seca.

Los ojos chispeando desolados.

De pronto volvió a tener envidia de Doc. Si él pudiera dejarlo tan fácilmente, pero no podía, no en aquellos momentos, perseguido, sin más opción que continuar luchando.

Ningún ranchero, por muy amigo que fuera, se arriesgaría a contratarlo.

Sólo le quedaba el bandolerismo.

Le enfurecía tener que tomarlo simplemente porque le obligaban a ello.

Al día siguiente abandonaban Fort Sumner.

Un poco adelantado descargó su estado de ánimo con Tom.

Folliard guardó silencio meditando.

-Tenemos una manada entera de caballos para vender –dijo finalmente -. Creo que ese debería ser el primer paso y luego ya veremos los acontecimientos.

Billy sonrió reconociendo lo acertadas de sus palabras; cada cosa a su tiempo. Tom no sólo había demostrado ser un gran compañero sino también su mejor amigo.

Convertido en salteador a la fuerza Billy se dio cuenta que no debía descuidar su entrenamiento con las armas y cuando acampaban se dedicaba a practicar su puntería como antaño. Quitando las batallas en las que había intervenido sólo sabía que había matado a un hombre en defensa propia, pero no tenía ninguna duda que volvería a ocurrir, aunque no quisiera. Cuanto más hábil fuera más posibilidades de sobrevivir.

Volvió a la vieja costumbre de cubrir los gastos de munición con las ganancias del juego. Nunca pidió prestado a sus compañeros ni pensaba vender ningún caballo, hasta que no llegasen a su destino.

El juego.

Parpadeó pensativo.

Era buen jugador, ganaba más que perdía. Si pudiera mantenerse con él no tendría necesidad de robar nada. De hecho, le funcionó en Arizona.

Sí, quizá el juego evitase que cayera por el precipicio al que le empujaban sus enemigos.

Le gustara o no, no podía cambiar las cosas ni conseguía nada dándole vueltas a la cabeza excepto amargarse, ponerse de mal humor, discutir y que lo pagara quien estuviera a su lado; incluso echar mano al seis tiros.

A la larga, por ese camino, terminaría confirmando los embustes de la prensa.

No les daría el gusto.

No conseguirían que se derrumbara ni que se desesperara. Nunca sería lo que decían que era. Aunque sólo fuera por darles en cabeza no alteraría su forma de ser.

Aceptó la situación como un mal que no podía evitar, de la misma manera que era impotente para evitar que lloviera, nevara o detener un eclipse. Y puesto que ante un problema, que no tenía solución, no ganaba nada amargándose volvió a ser el de siempre. Su buen humor se sobrepuso a todo, aunque en ocasiones, sin que él mismo lo advirtiera, ocultaba así un carácter cada vez más grave en su interior. Su naturaleza seguía genuinamente alegre, despreocupada, quitando importancia a todo lo que le estaba ocurriendo, pero perfectamente consciente de lo que aquella mala fama estaba acarreándole.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *