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29
agosto
Aguja de marear (26)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

26

            Alargó la mano para apagar el despertador pero la detuvo antes. Mejor que siguiera sonando, si lo detenía volvería a dormirse.

            Permaneció inmóvil mientras el sonido estridente penetraba por sus transmisiones nerviosas. Luego sus brazos se movieron con torpeza hasta apoyar las palmas en el colchón, se irguió con lentitud mascullando contra el somnífero que había tomado en el último coñac de la noche. Se sentó. Apoyó los pies en el suelo y los ojos en la palma izquierda. Combatió contra la modorra un instante y se puso los pantalones.

            El despertador de campana dejó de sonar al acabar la cuerda.

            La ropa de la cama estaba caída junto a dos botellas de cervezas vacías, una rodó debajo del ropero al tropezar con su pie. Caminó descalzo hasta el servicio, apoyó la frente en la pared cerrando los ojos mientras orinaba. Se subió la cremallera, giró ciento ochenta grados, dos pasos, apoyó las manos en el lavabo, se miró en el espejo. Un hombre de cuarenta y cinco años con abundante barba crecida durante la noche, tórax enmarañado. No parecía tener aquella edad. ¿Eran bolsas lo que tenía en los ojos?

            Abrió el agua.

            Cuando abusaba de la bebida al día siguiente envejecía doce años. Abusaba, se aseguró, no se emborrachaba, lo cual sólo ocurría cuando discutía con…

            El teléfono.

            Masculló.

            Caminó hacia el comedor abriendo y cerrando la boca, tenía mal sabor, mal olor, mal…

            – ¿Sí?

            – ¿Se puede saber qué haces aún en casa?

            El jefe.

            – No me encuentro bien, he llamado al médico…

            – Preséntate aquí ahora si no quieres un expediente.

            – Le repito que estoy enfermo, le llevaré un justificante del médico en cuanto… ¿dónde dice que me lo meta?

            – Quiero que vengas ya. Ha habido otro caso, pero esta vez tenemos un testigo.

            El sopor desapareció como por encanto.

            – Voy.

            Cuarenta y cinco minutos más tarde, el inspector de la secreta Eduardo Fedérez, sin lavarse la cara, menos los dientes, y barba punzante, tomaba declaración al testigo, que deslizaba sus ojos por los pantalones de tergal arrugados y camisa medio por fuera medio por dentro de éstos.

            – No me mire -arguyó Eduardo-, concéntrese en las respuestas.

***

            No sabía muy bien por qué había salido siguiendo el ejemplo de Mac, a no ser que no soportaba estar inactivo en casa. Su abuela ahora no le necesitaba estando Isabel. Le gustaba; no todas habrían atendido a su abuela, sabiendo que era tuberculosa, sin conocerla.

            Se detuvo.

            Lo cierto es que no sabía dónde ir. Ni siquiera se había fijado muy bien el rumbo que había tomado. Observó alrededor. Frunció el ceño, estaba en el Mercado de la Carne, podía ver perfectamente a las burraconas haciendo la calle. A una la conocía, era una vecina que estaba protegida, otras eran pupilas.

            No parecía ser un buen día, en otras ocasiones a aquellas horas existían diversos puteros rondándolas.

            Un buga de pitufos ¡Ah, no, de grises!

            Quizá fue el motivo.

            El automóvil iba muy despacio. El conductor más chupado que la pipa de un indio, contemplaba soñadoramente la calzada. El otro policía observaba a las busconas con cierto ramalazo.

            – Hola, Sergio.

            La vecina.

            Estaba para mojar, su hombre tenía buen gusto.

            Le agradaba, no se comportaba con él como lo que era ni le comprometía azorándole como otras.

            – ¿Estás buscando a alguien?

            -A Germán.

            – ¿A ese guaperas puñetero? No lo encontrarás por aquí.

            – ¿No lo has visto?

            – Hacia el medio día, iba para el Metro.

            Podía haber seguido cualquier ruta. Sergio se sintió desmoralizado.

            Un bocinazo. El automóvil de los grises.

            – ¡Eh, pelleja, acércate! Tú también.

            – ¿Qué quieres, guapo?

            – Cuidadito con tus palabras. ¿Qué estabais haciendo?

            – Hablar.

            – ¿Cuánto te cobra?

            – Sólo hablábamos -respondió Sergio.

            – Te habrás dado cuenta que es un menor.

            – Convencida que era un enano, oye.

            – ¿Quieres que te detengamos, Luisa?

            – ¿Está prohibido conversar?

            – ¿Tú no eres un chapero? -preguntó el compañero.

            – No -Sergio se puso a la defensiva.

            – Tú cara me suena.

            – Será porque se parece a un timbre.

            – Seguro que haces chapas.

            – Las que te he hecho a ti.

            El del ramalazo enrojeció.

            – Mide tus palabras -el chofer.

            – No os metáis con el chico, ¿vale? -protestó Luisa.

            – ¿Habéis visto a éste?

            Un mal retrato robot de Germán.

            – ¿Quién es? ¿Un político?

            – No me vaciles. Creo que vive por tu barrio.

            – ¡Qué más quisiera! Menudo bombón.

            – ¿Cómo lo sabes si no lo conoces?

            – Porque en el dibujo está resultón y nunca favorecéis a nadie.

            – Entonces, ¿no sabes quién es?

            – N-p-i.

            – ¿Y tú?

            – Tampoco.

            – Espero que así sea, porque ha matado a varios y seguirá haciéndolo.

            – ¿Seguro que no sabéis nada? -el chofer.

            – Nen de nen.

            Una última mirada de incredulidad antes de marchar.

            – Germán un buchantero -rió Luisa-. Alucinan.

            Sergio no respondió. Cuando se fue el Negro estaba muy espitoso. No era capaz de hacer algo así con premeditación, pero con su estado de nervios…

            A varios.

            ¿Qué había querido decir?

            Sería mejor regresar a casa, no adelantaba nada dando vueltas estúpidamente, y era probable que Germán hubiera regresado para refugiarse si lo buscaban.

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