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05
agosto
Aguja de marear (23)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

23

            Fue Fermín quien abrió la puerta. Dudó un instante ante el saludo del muchacho, luego lo reconoció.

            – ¡Mac! ¡Esta sí que es buena! ¡Pasa!

            Lo hizo sentar en el comedor y sacó dos cervezas. Mac la tomó por educación, aunque maldito lo que le apetecía a las nueve de la mañana. Fermín bebió la otra. Los temblores matutinos ya habían desaparecido después de las dos copas de cazalla de rigor. La primera la vomitaba invariablemente, teniendo que sujetar el vaso con las dos manos, pero la segunda le sabía a gloria bendita y le arreglaba el cuerpo.

            Muy desmejorado, se dijo Mac. Largo, chupado, hundido de carrillos, menguado de carnes, aristas por ángulos, nariz pródiga, ojos hueros, venillas en pómulos, palmas enrojecidas, labios de vino, color de fiambre. Los dedos le recordaron los palillos de un tambor.

            Los ojos de Mac cesaron de vagar erráticamente por aquel hombre que, pensó, no se haría mucho más viejo. Tuvo la sensación de percibir el olor de la muerte mezclado con el alcohol.

            Súbitamente sintió rencor.

            ¡Pensar que por aquel desecho…!

            Otra parte de su mente se rebeló. Aquel hombre seria culpable de su persecución, pero nunca de haberle convertido en un asesino.

            Un asesino, como tu bisabuelo.

            ¿Por qué le miraba?

            ¿Por qué abría la boca?

            ¿De qué le acusaba?

            – Cuéntame, ¿qué haces aquí?

            Pilló a Mac con la guardia baja.

            Había estado convencido de que por aquella negra bocaza, que dejó adivinar un instante una lengua brillante tan vinosa como los labios…

            Asesino.

            Como tu bisabuelo.

            – He venido a ver a Isabel -su voz sonó desvaída.

            – Se está arreglando…

            Se interrumpió. Observó al adolescente con suspicacia. Estaba pálido y sudaba.

            Mac odió aquellos ojos sin sustancia que le escudriñaban acusatoriamente.

            Asesino.

            ¡Sí, y qué! ¡¿Cómo te atreves a acusarme?! ¡Gracias a mí estás vivo, maldito hijo de puta!

            No habló.

            Se sintió enfermo hasta de haber pensado aquello.

            Bajó los ojos y por primera vez en aquellos cuatro años lamentó la mala puntería de Antonio.

            No se equivocaba. Bajaba la vista vergonzosamente. Fermín se llevó la cerveza a los labios.

            Un pico.

            ¡Mierda, no!

            Un buen pico.

            Una sobredosis y se acabaría todo: su culpabilidad, aquel nuevo lío, los gritos de sus tíos, hasta dejaría de hacer sufrir a su madre.

            Ni siquiera oyó los pasos de Isabel aproximándose.

            – Mira quien ha venido… -dijo Fermín girando la cabeza hacia la muchacha. Volvió a interrumpirse. Su hija era hermosa, nunca se le había ocurrido contemplarla como una mujer. Era francamente bonita.

            Mac alzó la cabeza. Su mente no supo describirla. Lo único que pensó es qué veía aquella criatura en él.

            Los ojos de Fermín se volvieron socarrones al percatarse de la expresión de Mac.

            Bonita.

            Y un pollo bebía los vientos por ella.

            Tenían que haberse visto con anterioridad; los ojos de Mac no eran los que aparecen cuando se ve por primera vez una bella mujer. Los de su hija eran más fríos, más cerebrales, pero los del muchacho…

            – Hola, Mac.

            La voz era fresca, dulce, una delicia. Mac se olvidó de todo cautivado por aquella tez de seductor atractivo. No entendió por qué se había teñido el cabello, su color azafranado era la aurora pero no le sentaba tan bien como el natural. Su talle ceñido era una provocación y sus labios húmedos le azoraban.

            Fermín frunció las cejas. Su hija saludaba como si no hubiera nada entre ellos pero a él no le engañaba. Aquella blusa que marcaba sus turbadoras formas, aquella falda mostrando unas piernas rectas y ejercitadas. Se había maquillado, pero tan sutilmente que era casi imperceptible. Quería aparentar que todo era normal. Pero Isabel, hija, a estas horas no estoy borracho. Estaba tan interesada por aquel chico como éste en ella. No le desagradó. A pesar de sus pocos años consideraba a Mac más entero que muchos adultos, y su hija era madura para su edad. Quizá demasiado madura, pensó bruscamente con disgusto, recorriéndola con los ojos. Sabía bien lo que era ser joven; él había tenido sus jaranas.

            Iban a dar un paseo.

            Sí, claro, un paseo.

            Isabel había telefoneado a alguien bien temprano. Seguro que a Mac.

            Un paseo.

            ¡Menudo paseo tenía planeado el pájaro!

            Apreciaba a Mac y lo que había hecho por él no se olvidaba fácilmente, pero su relación con su hija… De acuerdo si iba formalmente, pero ¿se podía esperar formalidad a los diecisiete años cuando se piensa en mojar más que en otra cosa?

            Estrechó la mano de Mac cuando se iban, fuerte, demasiado. El muchacho tuvo la sensación de que sus huesos se partían y lo miró a los ojos sin comprender. El estómago se le contrajo.

            – Hace cuatro años demostraste ser un chico decente -dijo muy despacio Fermín-. Espero que sigas siéndolo.

            – Papá, por favor -pidió Isabel.

            Fermín no le hizo caso pendiente de Mac.

            – No creo que tenga queja de mí -respondió fríamente.

            – Y no quiero tenerla.

            – Papá, ¿te crees que es como tú?

            Aquello iba por mal camino.

            – No la tendrá -prometió Mac deseoso que todo se detuviera ahí y no se estropeara más.

            El hombre asintió con la cabeza y soltó la mano del chico.

            Mac cogió del brazo a Isabel empujándola hacia las escaleras.

            – Vamos -murmuró con rostro grave. Su gesto impidió que la otra replicara. Isabel se limitó a sostener la mirada de su padre. Luego se dejó llevar por el muchacho.

            – ¿Por quién me ha tomado? -protestó bajando las escaleras.

            – Está preocupado -concilió Mac. Le desagradaba, pero lo entendía-, es natural.

            No tenía ganas de hablar del tema.

            – Ah, ¿te parece normal?

            Estaban en el descansillo.

            – Eres su hija y creo que hoy se ha dado cuenta por primera vez que no eres una niña -la recorrió con los ojos-. Tú no te das cuenta cómo vas vestida.

            – ¿Qué tiene mi ropa?

            – Nada, excepto que te cae de cine. Es lógico que esté temeroso. Reconoce que es muy fuerte que un chico se presente en su casa en busca de su hija a las nueve de la mañana y que ésta aparezca como una pera en dulce.

            – ¿Qué estás insinuando?

            No sabía cómo tomar el pera en dulce.

            – Hay pocas chicas -evitó decir chavala, le pareció tosco- tan atractivas como tú. El pobre hombre ha temido que hagamos una tontería.

            – ¡Ahí se ve lo que me conoce!

            Se había sentido humillada al advertir su padre a Mac y ahora lo estaba más. Avisándole, allí, delante de ella, como una cualquiera. ¡Encima Mac disculpándole! ¡Pues ella no necesitaba su condescendencia!

            Mac apretó los labios al percatarse de los nubarrones que aparecían en los ojos de Isabel.

            – Tu padre tiene buen aspecto -cambió de tercio para desviar la cuestión.

            – ¡Mira, Mac, no empieces con tus burlas! -estalló.

            El muchacho casi retrocedió un paso. Había palidecido.

            – No me burlo -murmuró confuso.

            – ¡Ah, no te burlas!

            – No, no lo hago.

            No comprendía aquel arrebato.

            – ¡Para ti es muy fácil hablar! ¡Se está muriendo, imbécil! Se nota que no tienes ningún borracho en tu familia…

            – Tu padre no es un borracho…

            – … y que no tienes ningún problema, excepto tus neuras.

            – … es un enfermo. Deberías saberlo. No bebe porque quiere.

            – ¡No, claro!

            – No. El alcohol lo está matando. ¿Crees que no lo sabe? ¿Crees que de poder no lo dejaría? ¿Por qué no hablas con algún centro de alcohólicos?

            – ¿Quién te dice que no lo he hecho?

            – No lo has hecho, sino no lo considerarías un vicioso.

            – ¿Sabes lo que te digo? ¡Que te vayas a la mierda!

            Empezó a subir las escaleras hacia su piso.

            – No eres la única que tienes problemas -dijo exhaustamente Mac.

            Isabel se detuvo.

            – ¡Vaya! ¿Y qué problemas tiene el señorito? -rió hiriente.

            – Más gordos de lo que te piensas.

            – Me gustaría verlos.

            – Ven y los verás.

            – ¡Caramba! que tono.

            Mac no respondió, se limitó a contemplarla incapaz de abrir la boca y el corazón taquicárdico. Descendió las escaleras, al pasar junto al ascensor le soltó una patada a la puerta con todas sus fuerzas. El ruido sorprendió a Isabel que permaneció en el sitio viéndole desaparecer.

            – Mac -llamó.

            El muchacho la oyó pero no respondió.

            – Mac.

            …

            ¡Muy bien! ¡Pues que se fuera!

            No se oyó la puerta de la calle.

            Isabel sonrió con satisfacción.

            Ahora subiría solícito a disculparse.

            Se equivocó.

            Se extrañó. ¿Qué estaría haciendo?

            La curiosidad pudo más y bajó. Mac estaba sentado en el último peldaño; los dedos de las manos entrelazados, rostro nubloso hacia el suelo. No alzó la vista a pesar de notar su presencia.

            – ¿Enfadado? -sarcástica.

            – No, contando las baldosas -brusco.

            – ¿Y cuántas hay? -más sarcástica.

            – Doce por veinticuatro.

            – Eres un crío, Mac -siseó.

            – Puede ser -la vista fija en el suelo-, pero al menos tengo sentimientos.

            – ¿Y yo no?

            – No.

            La negación fue rotunda. Isabel sufrió una irritación creciente.

            – ¿Cómo querías que reaccionase si te burlabas de mi padre?

            Mac estaba ahora más dolido que furioso.

            – Yo no me burlaba.

            – ¿Ah, no? ¿Y qué hacías?

            – Entenderle.

            – O sea -rechinó-, que yo no le entiendo.

            – No -declaró-. En el alcoholismo no es sólo el que bebe el que está enfermo sino toda la familia. No puedes comprenderle. Estás harta, estás cansada porque no deja de la bebida aún muriéndose y has tirado la toalla. Necesitas tanto tratamiento como él.

            – ¡Yo no bebo!

            – No digo que lo hagas.

            – Ya veo que eres un experto -nuevo sarcasmo-. ¿También le das a la bebida aparte de las drogas?

            – No -procuró ocultar sin éxito el daño que le hicieron las últimas palabras-, pero empieza a haber diversos alcohólicos rehabilitados en Andorra y he hablado con ellos. No me extrañaría que con el tiempo creen una asociación para ayudar a gente como tu padre…

            Se interrumpió.

            Era inútil hablar.

            Se pasó una mano por el cabello.

            – No sé para qué he venido -se lamentó en un susurro-. Siempre terminamos igual.

            Masculló algo que Isabel no entendió. La muchacha lo vio levantarse y caminar hacia el portal murmurando una tópica despedida, cargado de espaldas.

            – Mac…

            El chico giró la cabeza con gesto agotado.

            – ¿Qué?

            Isabel no supo muy bien lo que sintió. Mac tenía ojeras grises enmarcando unos ojos hundidos, derrotados, como nunca se los había visto.

            – ¿Ocurre algo?

            No podía estar así por aquella discusión, no le entraba en la cabeza.

            – Nada que te incumba.

            – Vamos, Mac -estaba arrepentida de sus palabras-. ¿Qué pasa?

            Se preocupó. No. Se asustó. La expresión del muchacho era tan…tan… No supo describirla.

            ¿Para qué contárselo? No lo entendería. Había sido un error acudir a ella.

            -¿Tan grave es?

            – Me han detenido.

            Los ojos de Isabel centellearon.

            – ¡No me gustan esas bromas!

            – No estoy bromeando.

            No. No lo estaba.

            Isabel volvió a sentir miedo.

            – ¿Por qué?

            – Ven y lo sabrás. Es largo.

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