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21
agosto
POLVO AL VIENTO (28)

SEGUNDA PARTE

LA GUERRA DEL CONDADO DE LINCOLN

CAPÍTULO 6

Sitiados

El martes 16 de julio amaneció como terminó la víspera: disparos esporádicos. Dolan no se atrevía a ordenar el asalto directo, porque habría sido un suicidio, pues el día anterior los sitiados habían demostrado ser certeros con los rifles. Necesitaba nuevamente la ayuda del Ejército.

El sheriff Peppin, que tenía buena caligrafía, escribió al dictado lo siguiente, dirigido al teniente coronel Nathan Augustus Monroe Dudley en Fort Stanton, como si fuera cosecha suya:

Si está en su poder prestarme uno de sus cañones, soy de la opinión de que los hombres para los que tengo órdenes de arresto se rendirán sin disparar un tiro. Si pudiese hacer esto por el bien de la Ley, haría un gran favor a la mayoría de las personas de este condado, que están siendo víctimas de estos bandoleros.

Y si no se rendían, pensó Dolan, al menos el bombazo los mataría, que sería lo mejor y más barato.

Al coronel le habría agradado darle gusto, pero no sólo era contrario a las ordenanzas prestar cañones sino que además algún chismoso se había ido de la lengua, pues le había llegado una misiva recordándole que, desde hacía un mes, el Ejército no podía inmiscuirse en conflictos civiles, algo que él estaba haciendo continuamente.

Dudley sabía que si volvía a las andadas podía enfrentarse a la expulsión, a una multa de 10.000 dólares y a dos años de cárcel.

Envió un soldado a Lincoln con la negativa, aunque mis simpatías están muy sinceramente con usted en el lado de la Ley, etc., etc.

Dolan paró cuenta que era preciso proporcionar a Dudley una excusa que le cubriera las espaldas. Ordenó disparar contra el soldado cuando se marchaba. ¡Que mejor que un soldado muerto!

Sólo consiguieron matarle el caballo.

Dolan maldijo a todos los santos.

Ante los gritos de protesta del militar Dolan reaccionó rápido. ¡No habían sido ellos, qué caray! ¡Habían sido los reguladores!

Tan convincente fue que el soldado terminó creyendo la patraña. Debía ser así, se auto convenció, puesto que según los periódicos los forajidos eran los reguladores, ¿cómo iban a dispararle quienes defendían la Ley?

A su regreso al fuerte informó al coronel lo que le había ocurrido entregándole otra cartita de Dolan.

Dudley tenía la excusa perfecta para intervenir, no podía tolerar que hicieran puntería con sus hombres. Sin embargo, para guardar las formas envió a tres oficiales a investigar lo ocurrido. Éstos hallaron toda la ciudad en pie de guerra y las balas volando por todas partes.

Interrogaron a Dolan y varios de sus rufianes y luego pasaron a casa de McSween, que tenía todas las ventanas con los cristales rotos por los disparos y las paredes acribilladas. El abogado negó que los tiros al soldado hubieran salido de su casa. Dicen que no le creyeron, pero es posible que sí dado que Dudley no se atrevió a intervenir.

Para el 18 los sitiados llevaban tres días resistiendo, Dolan estaba negro; encima corrían rumores de que Chisum se acercaba con refuerzos para McSween, y aunque él sabía que no era cierto por lo falso que resultaba el ganadero, sus hombres no cesaban de cuchichearlo nerviosamente.

Y así, mientras dentro de la casa seguían con la moral alta sus partidarios la perdían ante la tenaz resistencia. Le sacaba de quicio oír por la noche, tras el cese de disparos, lo que parecían risas infantiles. Aún se habría sentido peor de haber visto a Billy haciendo comedia para quitar el miedo a los pequeños. Yginio le acompañaba al violín, los sobrinos de McSween se partían de risa y hasta los mayores se sentían más animados.

En el resto de la ciudad las cosas no iban mucho mejor. Iba a perder, estaba claro, aún teniendo la sartén por el mango. Necesitaba la ayuda militar urgentemente.

Aquella tarde se acercó en persona a Fort Stanton para entrevistarse con Dudley, pero no necesitó camelárselo como creía, puesto que el coronel se moría por participar, convencido de que su ejército inclinaría la balanza a favor de Dolan. Lo detenía el miedo de que se enteraran sus superiores.

La excusa del tiroteo al soldado había fracasado, se precisaba inventar otra. Durante horas ambos maquinaron distintas alternativas. Finalmente al caer la noche el coronel Dudley informó a sus oficiales que al día siguiente marcharían sobre Lincoln, para proteger a féminas e infantes de la barbarie de la guerra.

El viernes 19 de julio de 1878 el teniente coronel Dudley, con todos sus oficiales, condujo una columna compuesta por una compañía de soldados negros del Noveno de Caballería y otra de Infantería, un total de 40 soldados. Llevaba consigo el cañón que se había negado a entregar en un principio, 2000 cartuchos, raciones para tres días y una ametralladora Gatling, capaz de producir auténticas masacres y que necesitaba de un soldado que accionara manualmente una manivela, para hacer girar los seis cañones alrededor de un eje central. Cada cañón disparaba una vez en cada giro.

En el preciso instante en que las tropas entraron en Lincoln el tiroteo cesó completamente.

Dudley se entrevistó con el sheriff Peppin  y le dijo que iba a tratar a los hombres de Dolan y a los reguladores exactamente igual y que si alguien de los dos bandos disparaba contra sus hombres acabaría con todos.

Palabricas de mal pagador.

Cuando llegó a la casa de McSween, en lugar de hablarle ordenó a sus soldados rodearla, instaló la ametralladora apuntando a la puerta principal y el cañón a buen recaudo, por si las moscas, en la habitación de las hijas menores de una vecina, y de nada le valió a la madre suplicar a Dudley, temerosa de que los reguladores asaltaran su domicilio para apoderarse de la artillería.

-No tengo soldados suficientes para protegerla a usted y a sus hijas –respondió desganado el coronel, que había acudido a Lincoln para salvaguardar la vida de mujeres y niños.

Billy vio a tres soldados plantarse frente a la casa delante de las ventanas.

-No disparéis –suplicó McSween -. No se os ocurra disparar.

-Nos han rodeado completamente –informó Tom Folliard.

Con la ayuda de los militares los bastiones en poder de los reguladores se perdieron en menos de media hora cuando Peppin atacó, aunque consiguieron escapar.

Con todas las fuerzas de McSween expulsadas de la ciudad e imposibilitadas de ayudar a su jefe, el sheriff se presentó ante Dudley para recibir sus felicitaciones, pero sólo recibió espumarajos furiosos del coronel por haberles permitido huir.

Ya sólo quedaba la vivienda.

McSween se dio cuenta de que no sólo se enfrentaban a los secuaces de Dolan sino también al Ejército de los Estados Unidos. Los primeros podían dispararles todo lo que quisieran, pero ellos no podían devolver el fuego por riesgo de herir a los segundos; si tal ocurría Dudley dispararía el cañón contra la casa.

Eran quince hombres, dos mujeres y cinco niños contra cien (la mitad profesionales de la guerra), un cañón y una ametralladora.

Con todo a su favor Dolan hizo colgar a la vista de los sitiados una bandera negra: la antigua señal mexicana de sin cuartel.

McSween se mordió un dedo nerviosamente. De pronto tuvo la sensación de estar en el Álamo.

Perdió toda esperanza.

Iban a morir todos.

Su pesimismo contagió a los demás.

-Estamos derrotados, es cierto –dijo Billy, que fue el único que mantuvo la entereza -, pero eso no quiere decir que estemos muertos y mientras sigamos vivos no hemos dicho la última palabra.

No era buen momento para hacer una broma como había hecho en otras ocasiones durante el sitio, animando a los niños y mostrando siempre un optimismo que había mantenido la moral alta, pero sí les habló con una serenidad y una confianza en la voz que hizo que se sintieran avergonzados.

Wild James se habría sentido orgulloso de su hijo; había demostrado ser un alumno aventajado.

El coronel ni siquiera pidió que se rindieran; sólo quería su fin para contentar a Dolan. Pero seguían siendo civiles, necesitaba algo que le diera impunidad.

Hizo traer ante su presencia al juez Wilson y le exigió que extendiera órdenes de arresto contra McSween y todos los hombres que estaban en la casa por intento de asesinato de su  soldado tres días antes. En un principio el juez se negó, pero cedió finalmente ante las amenazas.

Dudley estaba satisfecho, tenía ya las manos libres para actuar como quisiera.

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