Sin Comentarios
16
octubre
Extracto de

El prólogo se puede leer gratuitamente en la página de venta.

 

Germán caminaba deprisa lanzando puntapiés si hallaba alguna lata por el camino. Estaba furioso, nunca lo había estado tanto ni nunca nadie le había hecho perder los papeles. Era un muchacho tranquilo y que no le gustaba meterse en líos, lo que no quitaba que tuviera antecedentes delictivos. Simplemente se trataba que las burlas infantiles sobre sus tics le habían humillado en su infancia, aún lo estaba aunque hubiera aprendido a convivir con ella considerándose, por lo mismo, un cobarde al no haberse atrevido a hacerse respetar. Aquello fue lo que le atrajo de Mac. La valentía que mostró enfrentándose con Fernando era algo que siempre quiso poseer, aunque los prontos de su nuevo conocido le habían atemorizado. Eran normales, pensó, después de todo estaba pasando mucho.

Mac le caía bien, no le importaría que se hicieran amigos. Se preguntó lo que habría hecho él en su lugar. Posiblemente hubiera llegado a la misma conclusión que Mac pero mucho antes, suicidio. No obstante no lo habría llevado a cabo, era demasiado cobarde. Se necesitaba cobardía para no enfrentarse con la vida, pero valentía para atentar contra uno mismo, una valentía que él no poseía y Mac sí. Aquello le preocupaba, porque le parecía absurdo que se terminara de esa forma.

En toda su vida Germán había procurado evitar las peleas buscando otras soluciones y estaba convencido que el problema de Mac podía solucionarse de una forma mejor que la autodestrucción. Estaba persuadido. Aunque ahora Mac estaba derrotado, por su historia se veía claro que era un luchador, sólo necesitaba tiempo y descanso para recapacitar.

Germán se detuvo. No era bueno dejar solo a Mac tal como estaba ahora. Volvió sobre sus pasos. El agua se escurría por su rostro y sus bambas chapoteaban sobre los charcos sin molestarse en esquivarlos.

Mac seguía en el mismo sitio, sentado sobre sus nalgas, las piernas encogidas, el mentón clavado en las rótulas, el pie derecho sobre el izquierdo, abrazado a sus pantorrillas, ojos cristalinos mirando hacia algo perdido, inerte bajo la lluvia cada vez más fuerte que le atacaba y pegaba sus ropas al delgaducho cuerpo. Germán dudó si era humano o un muñeco desencajado y exánime. No tuvo la menor duda que de tener un arma se habría volado la cabeza.

El Negro se arrodilló junto a él cogiéndole los hombros con sus manos.

− Vamos, tío -murmuró tiernamente-, vámonos de aquí.

Mac volvió lentamente la cabeza contemplándole con ojos autistas a través de la lluvia.

– Vamos, Mac.

Pero el otro no reaccionaba. Germán empezó a preocuparse seriamente. Luego los ojos de Mac cambiaron de expresión, como si antes el alma hubiera salido de su cuerpo y regresara nuevamente.

– Me estoy volviendo loco, Negro.

El tono fue extraño. Germán no habría sabido decir si era una afirmación o una pregunta.

– No, tío, sólo estás cansado. Lo que necesitas es dormir. Vamos, ven, levántate.

Mac obedeció desmañadamente. Las piernas eran de goma después de tanto tiempo en mala posición, se negaron a sostenerle y tuvo que obligarlas; un pinchazo doloroso atravesó sus músculos.

La lluvia seguía arreciando, pero ninguno de los dos hacía nada por guarecerse caminando lentamente. Dos pequeños seres. El más joven apoyado en el otro que parecía sostenerle entre los brazos para evitar que se deslizara hacia el suelo. El rostro singularmente pálido en una tonalidad verdosa, como si cada paso fuera hacerle desfallecer.

Germán estaba hecho un lío sin saber cómo ayudarle; únicamente tenía claro que no podía dejarlo solo, pero nada más. A partir de ahí se sentía perdido, tan perdido como en las calles. Se detuvo. ¿Dónde estaban? Habían caminado tanto rato sin rumbo que ahora estaba despistado ¿Qué fuente era aquella?

Mac se dejó caer al suelo, permaneciendo sentado. Germán contrajo los labios en un gesto de desesperación; cada vez se aislaba más.

Un bollo flotaba en el agua, lo suficientemente adentro como para obligar al muchacho a meterse en la fuente, pero ya estaba tan mojado que no notaría diferencia. Al salir con él en la mano, lo dividió en dos. Dio un golpe en las zapatillas de Mac que le miró con ojos ciegos. Le tendió el trozo mayor.

Era un amasijo blando, frío y húmedo que chorreaba agua, inconsistente en la boca, deleznable y resbaladizo, pero ninguno de los dos le hizo ascos.

– ¿Dónde estamos, Mac? -preguntó Germán mascando aquella cosa babeante. Sabía ya dónde estaban, pero intentaba hacer reaccionar a su amigo- ¿Mac?

Mac seguía sentado, las piernas cruzadas, el brazo con el trozo de bollo ratonado descansando en las piernas fláccidamente. Masticaba que quitaba las ganas de comer. La mirada…

Germán le golpeó con toda la fuerza de su puño en el hombro. Mac se tambaleó, parpadeó.

– ¡Reacciona! -chilló el Negro. De pronto deseó henchirlo a hostias, obligarle a pelear a ver si así se sobreponía. No pudo contenerse. Le soltó otro puñetazo. Le alcanzó el labio, lo reventó. Pareció que aquello iba siendo afectivo. Se preparó para un tercero, pero Mac lo esquivó, el impulso venció a Germán cuyo cuerpo siguió al puño, Mac lo empujó derribándolo. Clavó su rodilla en el estómago del caído, la punta de la navaja en el cuello.

– No vuelvas a ponerme la mano encima -dijo sin ningún tipo de entonación, y quizá por esto mismo a Germán le pareció la frase más peligrosa que había oído nunca.

Mac cerró la navaja guardándosela. Se irguió. Germán seguía en el suelo sin atreverse a efectuar el menor movimiento.

– Joder, tío -tragó saliva-, estabas ahí como un idiota. Tenía que hacer algo.

– Bueno, pues no vuelvas a hacerlo.

Germán se levantó al fin. Los tics pronunciados.

– Lo he hecho por tu bien -se defendió.

Mi bien.

Sardónico.

– ¡Sí, tu bien, maldito hijo de puta, tu bien! -se enfureció.

Temió que Mac le atacara, pero no ocurrió nada.

– ¡Te estás rindiendo! -medio gritó con un ademán exagerado.

– Es mi vida.

– ¿Tu vida? ¡Y una mierda! -Germán estaba enrojeciendo. Ahora era él quien parecía a punto atacar-. Tienes una familia que es más de lo que yo tengo. Porque una madre y dos hermanos no hacen una familia. Se necesita algo más, ¿sabes? y no solamente el nombre. Los dos tenemos los mismos parientes, pero tú tienes una familia y yo no. Si te idiotizas o te pegas un tiro vas a destrozar a mucha gente. Conmigo en cambio nadie me echaría de menos. ¡Así que no me vengas conque es tu vida…!

– No seas gilí… -masculló interrumpiendo Mac con voz cansada.

Se encontró en el suelo de un puñetazo.

– ¡Vamos! -provocó con un rugido Germán-. Te he vuelto a pegar. Saca la navaja. ¡Ataca! ¡Vamos!

– ¡No la necesito! -rugió a su vez entre dientes.

Fue una pelea muy igualada en la que se derribaban, rodaban, se golpeaban, inmovilizaban y mordían si era lo único con que podían atacar, incansables por la misma furia aún cuando sus golpes eran ya totalmente inofensivos.

Terminaron descansando hombro con hombro, sentados en el suelo, la espalda en la fuente, la lluvia cayendo sobre sus cuerpos descalabrados.

Se miraron ceñudos a los ojos un buen rato como si intentaran sacar un átomo de energía de algún escondrijo inexistente en su interior y rematar al contrario.

– Bueno -refunfuñó Germán-, nos hemos puesto como micos dándonos de hostias, pero qué hemos conseguido. Quiero decir, que qué hemos demostrado, tío.

– Tú no sé -reconoció Mac tocándose una ceja-, pero yo me encuentro de puta madre.

Era cierto. Anímicamente estaba mejor.

También Germán se sentía mejor al tiempo que aturdido, porque con Mac no había sentido miedo a pelear, ni se sentía cobarde. Pestañeó. Mac se reía.

– ¿Qué pasa?

– Tu nariz, parece un cuatro.

– Anda que la tuya -rió a su vez.

La risa del uno contagio al otro. Encogidos, chocando entre sí, sacudidos en alegres carcajadas intercaladas con bromas. Cuando terminaron habían olvidado el motivo de la pelea.

Se ayudaron mutuamente a levantarse. El dolor que sentían a cada movimiento los hacía reír nerviosamente.

– Eres un tío raro, Mac.

– Mejor, así iré al cielo.

Germán hizo un mohín de extrañeza, luego una mueca de dolor por el daño que sintió al contraer los músculos faciales.

– ¿No sabes lo que dice la gente? -aclaró Mac-, que raro es el que va al cielo.

– No te hagas ilusiones -sonrió amigablemente-. Con ese careto no te dejarían entrar. Te lo he hecho nuevo.

– No has visto el tuyo.

Sentía placer hablando como antiguamente. En aquel preciso instante parecía que nada había ocurrido, que Fermín, Gabriel… todo, no había sido más que un mal sueño. Seguía siendo el mismo personajillo peleón, alocado y noble de siempre y aquel muchacho que tenía delante podía ser muy fácilmente Efrén, porque hablaban de las mismas tonterías y chorradas.

La sensación fue muy fugaz, pero aún así el placer persistía, porque sentía haber recuperado algo de lo que había sido, aunque no supiera el qué, quizá la alegría, porque lo cierto era aquello. Se sentía alegre como no lo había estado desde que presenció el homicidio.

Sí, la pelea le había sentado bien. Acaso era aquello lo que había necesitado siempre.

Germán le miraba atentamente, como si leyera en su rostro la amalgama de sentimientos que iban dominándolo. También él se sentía otro. Había en Mac algo que no había visto en mucho tiempo, desde que sus hermanos y él empezaron a crecer. Sí, entonces fue cuando aquel algo desapareció. No habría sabido decir qué era, si estimación, cariño o el qué, y le desconcertaba hallarlo en un desconocido. Tal vez, se dijo, porque ambos precisaban de compañía y de una mano amiga.

– Mira, allí hay un local -Mac le interrumpió los pensamientos-. Vamos a tomar algo caliente.

– Pero… -farfulló Germán.

– Venga, vamos.

Cogió a Germán del brazo arrastrándolo.

– Pero ese local…

– No seas carca.

Empujó la puerta. Una nube de humo los envolvió. Creaba una niebla en la que se veían desdibujadas las mesas y la barra. Avanzó hacia ella, seguido de pasos irregulares por parte de Germán. Se sentaron en dos taburetes pidiendo un café con leche. El camarero los miró con expresión cómica. Germán estaba incómodo y Mac no hizo caso del hombre. Le daba igual lo que pensara; que les sirviera y punto. Deslizó la vista por el local. Era estrecho y alargado, al fondo una pareja bailaba al son de la música que emergía de un tocadiscos. Los ojos de Mac fueron brillando paulatinamente hacia la extrañeza para evolucionar hacia la incredulidad y la comprensión. Volvió su rostro hacia Germán. El otro chico miraba fijamente a la pared sin mover un músculo.

– Tío -susurró Mac-, nos hemos metido en un bar de…

– ¡Pues claro, imbécil! -cortó-. Es lo que intentaba avisarte…

Se interrumpió. Se horrorizó al ver exhibir en el rostro de Mac una encantadora sonrisa, levantar la mano y saludar con los dedos a alguien de detrás.

– ¿Qué haces? -el tono fue una mezcla de vergüenza y terror.

– Es que hay un conocido mío. Espera aquí.

Se levantó graciosamente y Germán lo perdió de vista tan pronto pasó a su espalda. El Negro gimió.

– Señor alcalde -oyó saludar estentóreamente-, qué sorpresa verle por aquí.

Germán se atrevió a girar la cabeza. De pronto su amigo y el otro señor, que parecía no saber qué hacer ni dónde esconderse, eran el foco de atención de todo el local.

Don Urbano vio, como si ante él estuviera la peste que Mac se sentaba a su lado imposibilitando toda huída a no ser que pasara por encima del muchacho.

Después del escándalo familiar que la visita de Antonio había ocasionado ya no se atrevía a buscar sus relaciones con el auto y optó como mejor solución aquel bar, que había sido de los más tranquilos en su juventud para alternar. Se preguntó qué debía haber hecho para que, el primer día que se atrevía a salir, Dios le castigara con el hallazgo de aquel maldito chapero que había arruinado su vida.

– Está usted muy callado, señor alcalde.

¿No podía hablar más bajo aquel crío odioso todo sonrisas?

– Soy yo, señor alc…

– Sí, sí, de acuerdo -interrumpió compulsivo.

Si volvía a oír señor alcalde le daría un infarto. Intentaba eludir sin éxito las miradas perplejas de los parroquianos.

– Voy a presentarle a un amigo.

Don Urbano percibió algunas sonrisas de complicidad que le dedicaban. Uno suspiró romántico, el muchachito parecía tan feliz de haberle hallado, otro suspiro, qué bonito era el amor.

Mac hacía señas para que Germán se acercara. El Negro dudaba, pero la curiosidad pudo más.

– ¿De verdad es usted el alcalde? -preguntó al llegar a la altura de aquel ser que parecía desear ser tragado por la tierra.

Germán se sentó en la otra silla sin darse cuenta que así don Urbano quedaba totalmente arrinconado. Miraba al hombre con curiosidad infantil.

Don Urbano no se atrevía ya ni a levantar la vista, la tenía fija en el tablero de la mesa, unos ojos que parecían querer salir de las órbitas, el rostro enrojecido, sudoroso, las manos temblonas.

– ¿Qué quieres para que me dejes en paz y te olvides de mí?

Mac intentó arrugar la nariz, el dolor se lo impidió.

¿Querer? El no había querido nada, simplemente ponerlo en evidencia por un oscuro motivo que él mismo ignoraba.

Querer.

Sí.

¿Por qué no aprovecharse?

– ¿Cuánto dinero quieres? -farfulló el alcalde. Goterones de sudor le caían por las mejillas, consciente de las miradas de los parroquianos cuando realmente ya no le prestaban ninguna atención.

– Yo no quiero dinero -siseó en voz baja Mac-. ¿Para qué coño quiero su dinero? ¿Lo quieres tú? -se dirigió a Germán.

– Hombre, no vendría mal.

– Vale. Para mi amigo dele todo lo que lleve encima. Vamos, vamos, rapidito.

Don Urbano puso los billetes y el metálico sobre la mesa. Germán silbó levemente entre dientes. Lo recogió.

– Ahora yo -la voz de Mac fue totalmente diferente- Va a decirle… Míreme. Va a decirle a ese hijo puta de García, el comisario, ¿sabe quién le digo? Va a decirle que me deje en paz, que yo no he hecho nada y que se preocupe por… ¿qué ha dicho? Hable más alto.

– Que no está, que ha dimitido.

– Eso es mentira.

– No, no, es cierto. Sus hombres asaltaron un convento.

Germán sonrió divertido; le habría gustado verlo.

– ¿Quién está ahora al mando? -inquirió Mac-. Bueno, es igual, dígaselo a ése. Que detenga a Gabriel, a ése es a quien tiene que detener, no a mí. Si no sabe quién es que pregunte a sus subordinados -no quería complicar a Antonio en esto-. ¿Me ha entendido? ¡Míreme! ¿Me ha entendido?

En aquel instante no se podía saber quién era el adulto y quien el niño.

Don Urbano asintió con la cabeza.

– No lo cumplirá -aseguró Germán-. Mírale la cara. No lo cumplirá, tío.

– Entonces lo pondré en evidencia.

– ¿Cómo? Sería su palabra contra la tuya. No te creerán nunca.

Mac no contestó. Aquello era cierto. Necesitaba algo más sólido. Sonrió sádicamente.

– ¿Ha venido con su coche? Sí, claro. Deme las llaves.

– Las…

– Sí, las llaves.

Las arrebató tan pronto las vio. Le arrancó, casi con tenazas, el número de matrícula.

– Busca bien -pidió a Germán-. Debe llevar alguna carpeta o algo. Tráela -se volvió al alcalde y añadió delicadamente-: Me va a escribir usted una cartita de amor.

– ¡No, eso no!

Se levantó.

Sintió la navaja de Mac apoyada en su cuerpo. Estaba sin abrir, pero no se fijó, tan sólo en que estaba apoyada.

– Siéntese.

Obedeció cobardemente.

– Vas a arruinar mi vida.

– Antes arruinaron la mía. Y no lloriquee, está llamando la atención, ¿qué van a pensar de usted?

– Por favor, por favor…

Mac no supo si sollozaba, gimoteaba o simplemente moqueaba.

Aquel hombre se estaba viniendo abajo de una forma rápida y espectacular. Nunca había visto nada igual y menos lo esperaba de alguien que poseía un cargo importante. Aquel hombre era el alcalde, aquel hombre había iniciado la persecución a la que le sometió García y ahora estaba… ni los niños pequeños lloraban como así. ¿Qué habría hecho si le llegara a pasar todo lo que le pasaba a él? La idea de sentirse superior pasó fugazmente por su cabeza sin detenerse. La sensación que sintió no fue de orgullo, sino algo frío y desagradable, que le llevó a contemplar a aquel hombre con asco; asco, no menosprecio, verdadero asco, hasta el punto que sentía nauseas.

Volvían a ser el foco de atención de todos. Mac supo que podría llegar a tener simpatía a aquellos que los miraban si llegaba o se preocupaba por conocerlos, pero nunca por aquel hombre poderoso, hipócrita con la sociedad, con su familia y lo peor, consigo mismo. Era más digno de lástima que de asco, pero la mente de Mac aún estaba lo suficientemente furiosa como para sentir únicamente lo segundo.

Un carraspeo hizo elevar la vista a Mac. Germán llevaba unos segundos allí, quieto, de pie, con la vista fija en ellos y el portafolios nerviosamente cogido en las manos.

– Vámonos -murmuró Mac.

Germán asintió. Dejó el portafolios en la mesa y siguió a su amigo con una última mirada a aquel ser.

Tan pronto salieron los chicos un hombre de unos cincuenta años se sentó en la mesa acariciándole enternecido la cabeza. Le habló consoladoramente. Eran tan crueles los efebos.

Don Urbano reaccionó como un barreno que está tranquilo y explota de imprevisto.

– ¡Déjame en paz! -aulló escupiendo saliva- ¡Dejadme en paz todas, putas mariconas asquerosas!

 

 

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