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05
junio
POLVO AL VIENTO (17)

CAPÍTULO 16

Empleo nuevo por cuatrero

Se afincó en San Patricio, una pequeña villa en el cauce de río Ruidoso cerca de su cruce con el Bonito, habitada mayoritariamente por mexicanos. De hecho, según Pat Garrett, estableció aquí su cuartel general. El pueblecito le encantó por lo familiar. Las puertas nunca se cerraban; en verano incluso estaban abiertas de par en par con una lona como cortina haciendo las veces de puerta. En esa estación sólo las cerraban a la noche, para evitar que entrara alguna alimaña, aunque tampoco echaban el cerrojo por si algún vecino necesitaba entrar y en ocasiones lo hacían durante el día si precisaba algo o para preguntar cómo estaba si hacía tiempo que no se veían.

No tenían escuela y se dedicaban al pastoreo y la agricultura en huertos, principalmente el cultivo de manzanas, por el cual eran conocidos, aunque también cultivaban melocotones, peras y cerezas.

Por las mañanas las mujeres barrían la zona colindante a su puerta de casa y luego echaban palmetadas de agua para que no se levantara polvo.

Al atardecer era habitual que sacaran sillas a la calle formando roldes para charrar del clima, del campo o chismorrear. Era un círculo en el que tenían cabida todos, por lo que ninguno se extrañó que Kid se sentara con ellos para platicar como uno más y enseguida le cogieron un gran afecto, porque aquel chavito no se comportaba como un gringo. Era sencillo en el trato, hablaba español con fluidez y era alegre, jovial, de buenas maneras, siempre amable con ellos, considerado y un verdadero caballero. Se complacía en ayudarles y satisfacer sus necesidades, no dudando en montar a caballo y cabalgar toda la noche en busca de un médico o de un medicamento para aliviar el sufrimiento de una persona enferma. Testimonios todos que fueron recogidos por las crónicas cuando se preocuparon en preguntar a los nativos de Nuevo México su opinión sobre Billy the Kid. Era valiente y leal con sus amigos, recordaría una. Sabía que este joven era amable y caballeroso conmigo y con todos los habitantes de Lincoln, afirmó otro.

Kid se sentía feliz entre aquellas gentes sencillas, que lo habían acogido como si hubiera nacido allí. Eran abiertos, con una franqueza un tanto ruda, pero nobles. En ningún momento se sintió extraño ni cerró la puerta con llave, excepto cuando estaba trabajando en los ranchos.

La casa que arrendó estaba un poco en las afueras. Como todas, era de adobe, constaba de una habitación a la derecha del pasillo, que desembocaba en lo que era la cocina.

Por aquel barrio abundaban los corrales y por delante de su puerta solía pasar el único rebaño de cabras de la aldea, con lo que la calle estaba llena de cacas como bolitas, que picoteaban las gallinas que pululaban por la misma. El pastorcillo solía detenerse a platicar con Bilito (así lo llamaban) un rato mientras el perro guiaba la manada.

Las chicas eran su debilidad a los quince años y dado que las mexicanas era más abiertas y espontáneas que las gringas, pensó que todo el monte era orégano, aunque se prometió que nunca propondría nada a ninguna que no pudiera aceptar; la que aceptase, allá ella. Pronto se percató que de lo último nada, primero noviazgo formal y después ya se vería.

Sin embargo, pasarlo bien y divertirse, sobre todo en los bailes, no era ningún problema y no tardó en ser un visitante bien recibido en las casas de las familias mexicanas. Algunos, como los Gallegos y los Chávez, lo trataban como si fuera un pariente. De hecho, sus vecinos lo protegerían en el censo de junio de 1880, cuando ya era un forajido perseguido, diciendo que en aquella casa, en esos momentos vacía, vivía un tal Joseph S. Murphy, de 20 años, que vivía solo y que se hallaba ausente recuperándose de una herida de bala que lo tenía incapacitado.

El entrevistador insistió. ¿Seguro que Murphy? Había oído que allí vivía William Bonney, el asesino. Los vecinos se escandalizaron, una mujer se santiguó. ¿Aquel demonio? No, no, Murphy. Hacía años que vivía allí y lo conocían bien. El censista desistió y anotó en el registro al tal Murphy.

Kid empezó a hacer planes ilusionado. Tenía trabajo, casa, amigos, chicas (una le gustaba en especial, Angelita Sedillo), sólo le faltaba un caballo. Desde que lo perdió, en las montañas de Guadalupe, iba de prestado; el actual  pertenecía a George Coe.

Durante los días que trabajó para Chisum le había echado el ojo a un poni ruano, todavía en aquel entonces sin domar, que le encantó. Decidió que cuando cobrase la siguiente paga se acercaría al rancho de John para comprarlo.

Una semana más tarde se dirigía al rancho de Chisum con el dinero en el bolsillo. Cerca de Ruidoso se cruzó con un grupo de vaqueros, aunque estaban demasiado lejos para identificarlos.

Pensó que el viejo Chisum se negaría a venderle el caballo por el asuntillo de la sobrina, pero el ganadero se limitó a mostrar una sonrisa extraña, al tiempo de extender el recibo de venta, que no atinó a interpretar. Una hora después, cuando llegó donde estaba la manada, supo el por qué: Jesse Evans había robado el ganado y algunos caballos, entre ellos el ruano, le informó el capataz. El ladino de Chisum lo sabía y aún así se lo había vendido.

Se había quedado sin dinero y sin montura.

Juró entre dientes.

Aquello no iba a quedar así.

Billy dedujo acertadamente que los vaqueros con los que se había cruzado eran en realidad los cuatreros, con lo que siguió sus huellas. Los encontró en la comarca de Siete Ríos.

Evans tenía buen aspecto para haber estado en prisión. El mes anterior los miembros de la cuadrilla de Jessie, que habían ido a Tularosa cuando Billy se separó, asaltaban sin oposición del sheriff Brady la cárcel de Lincoln liberando a su jefe, aunque la leyenda negra posterior le endosó el sambenito a Kid.

-¡Billie! –exclamó alegremente su amigo -. ¿Vienes de visita o es que regresas como el hijo pródigo?

-De visita y no de cumplido –respondió en un tono, no serio, pero casi. Le explicó que el ruano que había robado era suyo, no de Chisum, y quería que se le devolviera -. Tengo el recibo de compra si no me crees.

-No lo necesitas –contestó amistosamente –. ¿Quieres un trago o te corre prisa?

-Café.

-Sigues sin beber alcohol, por lo que veo.

Para Billy fue un alivio que Jessie cediera el poni, no le apetecía enfrentarse a él.

-Tienes una buena manada de vacas –comentó.

-Todas para Murphy.

-¿Y los caballos?

-Esos los venderé.

Estuvieron hablando un rato. Kid le habló de su vida desde que se separaron. Jessie se alegró por lo feliz que lo veía. Por su parte Evans no tenía grandes novedades que informar.

Cuando se levantaron se despidieron tan amigos como siempre.

Billy se encaminó a coger el ruano. Cuando le estaba poniendo las riendas aparecieron Baker y William Morton acusándole a gritos de robarlo. Los encañonó con los dos revólveres.

-El caballo es mío –informó -, se lo compré a Chisum y me lo llevo.

Jessie había acudido al oír el alboroto. Le bajó la mano derecha.

-Nada de esto es necesario.

Billy balanceó ligeramente la otra mano.

-Aún me queda la izquierda –advirtió a Baker y Morton.

-Te digo que no es necesario. Coge el caballo y márchate. Y vosotros no hagáis tonterías, estaos quietos.

Ninguno de los dos osó moverse ni siquiera cuando Billy guardó las armas y se dio la vuelta, porque tenían a Jessie enfrente vigilándolos, ya que no se fiaba ni un pelo de ellos; Baker nunca había matado a un hombre si no era disparándole por la espalda.

-Hasta la vista, Jess –se despidió pacíficamente Billy.

-Cuídate –respondió su amigo.

Iba montado en el ruano llevando el caballo prestado de Coe del ronzal.

De camino al rancho de George se detuvo en el de Tunstall. Se había hecho tarde con tanto paseo para recuperar el poni, era ya la hora de comer.

Existía la costumbre, entre los vaqueros, de parar en las casas de los ranchos cuando se tenía hambre, siendo siempre bien recibidos, pues aunque en unas ocasiones trabajaban para distintos ganaderos, en otras eran compañeros del mismo.

Charlie Bowdre y Doc Scurlock acudieron a saludarlo tan pronto lo vieron. Billy les explicó, mientras comían, que iba camino del rancho de Coe a devolverle el caballo puesto que se había comprado uno, añadiendo el problema que había tenido con los hombres de Evans.

¿En serio?

El tono de burla molestó a Kid, que miró ceñudo al que había hablado.

-¿Me estás llamando embustero?

-Eres uno de los hombres de Jesse Evans, naturalmente que te llamo embustero.

-¿Qué quieres decir? –cortó Dick Brewer sin dar tiempo a replicar.

-Que le vi con la banda de Evans en Tularosa. Me fijé en él porque fue el único que no se emborrachó ni disparó por las calles.

Dick no salía de su asombro. Había visto a trabajar a Billy en una ocasión que visitó a George Coe e incluso hablado con él y habría puesto la mano en el fuego de que no era un forajido.

Miró al muchacho que estaba ligeramente pálido y no reaccionaba ante la acusación. Desenfundó rápidamente, encañonó a Billy.

-¿Eres de la banda de Jesse Evans?

Kid movió la vista del arma de Dick a sus ojos. El capataz se asombró; la visión de la pistola había removido algo en el interior del adolescente, de pronto no parecía ni nervioso ni temeroso, o lo disimulaba muy bien, pero lo que no podía ocultar era el elocuente brillo peligroso de sus pupilas.

-No –respondió Billy.

-No mientas, te han reconocido.

-Sólo estuve con ellos un mes escaso, ya no soy de la banda.

-¿Cuándo?

-En septiembre.

-Justo cuando robaron mis caballos y los de Tunstall. Fuiste uno, ¿verdad?

El chico no respondió.

-¡Contesta!

-Sí –siseó lentamente.

La mano en el colt se le crispó a Dick.

-¡Debería…! ¡Avisad al jefe!

John Tunstall escuchó atentamente las acusaciones de Dick estudiando a Billy.

-Son imputaciones muy graves –dijo cuando su capataz terminó de hablar -. ¿Qué tienes que decir?

-Lo mismo que antes. Sólo he estado un mes en la cuadrilla de Evans.

-¿Por qué tan poco tiempo?

-Porque no me gustaban sus actividades. No me refiero a robar ganado si es lo que quiere saber, me refiero a las otras. Asumo que soy un cuatrero, pero nada más.

-Así que admites que robas caballos.

-Cuando no encuentro trabajo bien he de comer. Ahora tengo uno, aunque gracias a su capataz lo perderé. No creo que George Coe quiera a un hombre de Evans trabajando para él.

Tunstall dudaba. El ganado que le robaban significaba fuertes pérdidas y deseaba ver en la cárcel a los culpables, pero la mirada franca de aquel joven le decía que acaso su capataz lo había juzgado mal.

-Conozco al chico desde hace tiempo –terció Charlie Bowdre -, creo que dice la verdad, si sirve mi opinión.

-George lo considera un buen cowboy –añadió Doc echando una mano.

Coe era una buena referencia, pensó Tunstall. Miró a su capataz.

-Guarda el arma. ¿Tienes algo que añadir, Dick?

-No, ya lo he dicho todo.

-Bien, ¿sabes disparar? –preguntó a Billy -, supongo que sí si has estado en esa banda.

-No se me da mal.

-Entonces –dijo amigablemente -, terminemos de comer y luego me lo demuestras.

Fue infalible con el rifle, no erró ningún tiro. Con el revólver no era tan bueno,  pero aún así muy superior a cualquiera de sus hombres.

-¿En serio crees que George Coe te va a despedir? –preguntó Tunstall cuando terminó la exhibición.

-Por supuesto, y no sólo él. Nadie  querrá admitirme ahora. ¿Quién querría a uno de los forajidos de Jesse Evans?

Sabía de lo que hablaba, le había sucedido ya en Arizona, cuando lo despidieron del Wood’s Hotel de Luna, hacía año y medio.

-Yo, por ejemplo.

-¿Usted?

Frunció el ceño. Olía a trampa, pero tampoco encontraba mucho sentido que le tendiera una encerrona sabiendo lo que sabía.

-¿Por qué usted? Sabe que participé en el robo de sus caballos.

-Tengo varias opciones: llevarte a la cárcel, colgarte, perdonarte…

Dejó la última palabra en suspense.

Perdonarme –repitió Billy -. Nadie da nada por nada.

-Cierto. Yo te perdono y tú trabajas para mí y defiendes el ganado que me queda a cuenta del robado.

Billy Bonney tardó unos segundos en responder. John Tunstall aparentaba tener unos 25 años, cara rectangular, frente amplia, nariz recta, bigote y una barba que dejaba libre los carrillos. Parecía un hombre de fiar. Además, no tendría una oferta mejor.

-De acuerdo, acepto. Si no le importa me acercaré al rancho de George Coe a devolverle el caballo.

Dick Brewer lo acompañó mientras salía.

-¿Sin rencores? –preguntó.

Los maseteros se dibujaron en las mejillas del muchacho al apretar los dientes. Recordó su propio comportamiento cuando le robaron el ruano. Hizo un mohín.

-Supongo que de estar en tu lugar habría hecho lo mismo –reconoció -. Sin rencores.

Estrechó la mano que le tendía Dick.

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