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15
mayo
POLVO AL VIENTO (14)

CAPÍTULO 13

Las montañas de Guadalupe

Amaneció nublado, uno de esos días en que las nubes cubren el horizonte para no llover nada.

-¿Puedo ir contigo?

Billy, ensillando el caballo, giró la cabeza al oír la voz. Tom O’Keefe, un joven de aspecto alobunado y mirada franca, uno de los pocos con los que había congeniado en The Boys.

-Dejo la banda.

-También yo, ¿te importa que te acompañe?

Indirectamente se había opuesto a Evans al disculpar a Billy y temía represalias; el jefe tenía una vena con la cual podía hacer pagar a otro su frustración y sin duda debía estar muy irritado por la discusión con Kid. Que su mejor amigo se le hubiera enfrentado delante de toda la pandilla debía haber sido muy humillante para Jesse Evans.

Billy se encogió de hombros.

-Claro que no –respondió amigablemente.

Fueron los primeros en irse. Al pasar al lado de Jessie, Tom se fijó en su expresión, no parecía enfadado aunque tampoco alegre. Billy se tocó el sombrero con la punta del índice a modo de saludo. Su  amigo respondió.

-Parece que habéis hecho las paces –comentó O’Keefe que sentía los ojos de Jesse Evans en su espalda.

-Nunca estuvimos en guerra.

Kid no pudo evitar detener el caballo y mirar hacia el campamento. Ambos amigos se miraron crispados a los ojos. Ninguno sonreía. Aquello no era ninguna ruptura y sin embargo ya nada sería igual.

Cruzaron La Mesilla en silencio, Billy no tenía ganas de hablar y O’Keefe respetó su mutismo, pero se percató que ahora su compañero iba más alerta, como sospechando una emboscada. Después, convencido Billy de que el sheriff Barela no estaba en las inmediaciones, se relajó dirigiéndose al este, a la Sierra de Guadalupe.

O’Keefe sugirió de ir a Loving, en el valle del Pecos, seguro que encontrarían trabajo en alguno de los ranchos de la comarca.

Billy asintió con la cabeza antes de hablar en voz alta. Había que pasar página; Tom era un buen compañero y no se merecía que pagara su malestar. Con la charla se sintió mejor y no tardó en bromear.

No tenía ningún inconveniente en ir a Loving. Cuando pensó seguir la ruta de Guadalupe fue para no tomar la de los bandoleros, pero sin ninguna idea de qué hacer después. La propuesta de O’Keefe le pareció muy acertada.

De naturaleza caliza la cordillera estaba al sudeste de las montañas Sacramento, entre Nuevo México y Texas; una extensión desértica sin una gota de agua en su superficie excepto la del arroyo McKittrick, en el cañón del mismo nombre, al sur de la frontera. Demasiado lejos. El terreno que atravesaban en cambio estaba repleto de salinas, desiertos de creosota, algunas praderas y arbustos de enebro.

Conocedor del terreno O’Keefe le habló de unas cuevas cercanas al lugar donde se dirigían, que acaso estuvieran habitadas por forajidos.

-Se refugian en ellas para que no se descubran sus campamentos.

-Me preocupan más los apaches –manifestó Billy.

Cabía la posibilidad, adujo O’Keefe, pero confinados como estaban en reservas su número había disminuido mucho en aquellas colinas.

-Hace veinte años era distinto, por lo que he oído. Desde aquí al Pecos estaban plagadas de mescaleros, e incluso más allá, en el Valle Estacado, esa ruta que dicen que hicieron los españoles. Vaya idea, clavar estacas a todo lo largo de un desierto para no perderse. Olvídate de los apaches, si hay peligro será por los bandidos.

-La reserva que asaltamos no está tan lejos –aseguró Billy.

No estaba seguro de la distancia, sólo sabía que estaba al norte y conociéndolos como los conocía estarían buscando represalias.

O’Keefe rió.

-No van a desencadenar una guerra por cuatro caballos.

Caballos, comida… Billy se dio cuenta que Tom desconocía todo de los apaches; no es que él fuera un experto, pero su convivencia en San Carlos y durante la epidemia de viruela le había dado un conocimiento superior al de su compañero. Estaba convencido de que habían salido unos cuantos tras ellos. Sabían seguir las huellas, sabían ocultarse para la emboscada. Siendo más prudentes que audaces admiraban la valentía y despreciaban el heroísmo, al que consideraban inútil. Si atacaban serían ellos las víctimas, no los otros dos grupos, puesto que ellos eran los más vulnerables.

Las horas fueron pasando sin que tuvieran ningún percance, lo que convenció a O’Keefe de que Kid se había equivocado, pero éste no estaba tan seguro, los apaches atacaban muchas veces de noche. Acertó. Fue hacia el anochecer cuando hicieron acto de presencia. También acertó en que era un grupo que había abandonado la reserva para vengarse del robo de los caballos.

Emprendieron la huida a galope. Billy tardó un rato en percatarse de que iba solo. En algún momento O’Keefe se había separado para tener más posibilidades en la huida. Los indios también se dividieron, ahora eran menos quienes iban detrás de Kid, pero aún demasiados para un hombre solo.

El muchacho echó un vistazo por encima del hombro. Había tomado distancia, su buen caballo y poco peso le habían dado ventaja. Tenía que aprovecharla, porque había espoleado demasiado al animal y se cansaría antes que los de los apaches, con lo cual pronto acortarían terreno.

Había por allí algunos enebros lo suficientemente espesos para ocultar su pequeño cuerpo. De pronto se puso en cuclillas sobre el lomo y saltó del animal a pleno galope refugiándose rápidamente en posición fetal en unos arbustos. Maldijo por lo bajo, eran espinosos, pero no se movió, no tenía tiempo.

Al poco llegaron los indios. Aguantó la respiración. Había anochecido ya y eso le favorecía, pero no se fiaba. Quizá le habían visto cuando se tiró a pesar de la oscurana.

Los pieles rojas pasaron de largo persiguiendo al corcel. Billy respiró. Mientras no regresaran al ver que iba sin jinete…

Ya no los oía, pero siguió inmóvil, la noche era cada vez más cerrada y consideró peligroso aventurarse. Además estaba cansado, la noche anterior apenas había dormido. Era más prudente dormir en la breña y esperar que amaneciera.

Cuando despertó el sol estaba apuntando. Esperó un momento antes de salir del refugio. Estaba lleno de arañazos y alguna espina clavada.

No había indios por las inmediaciones.

Ninguna señal de su caballo.

Todas sus provisiones iban en él.

Y el agua.

Se ató el pañuelo en la cabeza a la manera de los apaches, había perdido también el sombrero.

¿Qué habría sido de Tom?

Se sentó en el suelo. Las piernas cruzadas.

Estaba perdido. Durante la persecución se había extraviado. No sabía dónde estaba, así que debía pensar muy bien la ruta a seguir. Miró alrededor buscando alguna referencia que indicara su posición. Se mordió el labio. Nada. No conocía aquella zona. No podía tomar más que una dirección: el este. En aquel punto cardinal se encontraba el río Pecos, que corría de norte a sur desembocando en el Grande. Aunque se desviase algo si siempre iba al oriente lo encontraría antes o después. Los otros caminos, sin conocer el terreno, eran un suicidio.

Se levantó, se sacudió la culera limpiándosela de tierra. Comenzó a caminar, aún era temprano. Acuérdate que al medio día tengo que tener el sol a mi derecha, señalando el sur, se dijo temiendo desviarse.

Llevaría unas cuatro horas andando cuando vio buitres sobrevolando a su izquierda. Caminó hacia ellos sospechando lo peor. Veinte minutos después se detuvo.

Tom O’Keefe; no se había equivocado. Le flaquearon las piernas, cayó de rodillas y un exceso de salivación indicó las nauseas que sentía, pero tenía el estómago demasiado vacío para vomitar.

Se habían cobrado bien los caballos robados. Habían desnudado a O’Keefe y lo habían atado a cactos echinocereus, que poseían espinas hasta 7 centímetros de largo, con tiras de cuero humedecidas sin curtir, que con el sol se contrajeron cada vez más a medida que se secaban y las enormes punchas fueron clavándose profundamente. Con otras púas habían apuntalado su boca manteniéndola abierta. Billy observó la negra hilera que iba de la misma al hormiguero.

No quiso ver más.

Habría jurado que en algunas partes le habían arrancado tiras de piel.

Debería enterrarlo, pero no era prudente. Sin duda habría indios por las cercanías, no podía permitirse el lujo de delatar su presencia.

-Lo siento, Tom –musitó sin saber si era por su cruel muerte o por no enterrarlo.

Estaba cometiendo una estupidez; se dio cuenta a medida que se alejaba. En primer lugar los apaches no debían andar muy lejos, y en segundo, intentar cruzar aquel desierto a pleno sol era una locura. Aquella zona de la sierra parecía especialmente árida y hasta donde alcanzaba su vista sólo veía arbustos espinosos y piedras.

Recordó el tiempo que pasó entre los apaches con fray Perico Lamota, había visto algunas pruebas a la que sometían a los muchachos indios. Una de ellas consistía en un largo recorrido a pie por el desierto llevando un trago de agua en la boca. La superaba aquel que llegaba a su destino y la escupía demostrando que no la había bebido.

Él no era ningún apache y caminando de día era más fácil que lo descubrieran. Buscó dónde guarecerse, a partir de ahora se escondería de día y caminaría de noche.

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