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09
mayo
POLVO AL VIENTO (13)

CAPÍTULO 12

La banda de Jesse Evans

Cuando partieron del rancho del tío de Mel para regresar, la amistad entre Jesse Evans y Billy Bonney se había incrementado hasta el punto de ser casi como hermanos.

No siguieron la ruta de venida sino que, por precaución, se desviaron en un rodeo pasando por San Antonio en donde Kid vio un revólver en una armería del que se encaprichó. Era precioso, muy bien equilibrado, del calibre .44 y de acción simple con el mango anacarado. Le pidieron 50 dólares por él, pero a pesar del precio no lo pensó dos veces. Ahora tenía dos pistolas, pero por su cara de satisfacción se veía bien claro cual de las dos era su preferida.

De lo que no estaba tan satisfecho era de su asociación con Jessie. A los pocos días de haber regresado llegaron tres miembros diciendo que venían de robar en una tienda de Colorado matando a un hombre y golpeando salvajemente al dueño, un anciano de 83 años, que también murió poco después. El robo lo aceptaba, pero lo otro… ¡un anciano! Sintió asco al ver como los demás lo jaleaban.

No dijo nada, no abrió la boca, era un recién llegado y no iba a enemistarse con nadie de buenas a primeras, pero supo que no duraría mucho en aquella cuadrilla.

Una semana más tarde Jessie los reunió para hablarles del próximo golpe. Atacarían el rancho de Río Ruidoso, que pertenecía a un tal Dick Brewer. Aunque éste tenía la sede en Lincoln poseía en dicho rancho caballos pertenecientes a Tunstall y McSween, se los llevarían todos.

La mención de aquellos nombres hizo recelar a Billy. Jessie debía tener especial interés por ellos si no, ¿para qué citarlos?

Tras la exposición del plan se acercó a su amigo preguntando por ellos.

Jessie frunció el ceño instintivamente.

-Es verdad –cayó en cuenta -. No sabes nada del tema.

En el condado de Lincoln había una guerra de intereses económicos informó a Kid.

Los contratos del gobierno estatal para suministrar provisiones a los puestos y campamentos militares dispersos, así como a las reservas indias, representaban un importante flujo de dinero y grandes ganancias para quienes tenían tales contratos.

-¿Y quiénes son? –preguntó Billy viendo que Jessie continuaba sus explicaciones sin aclararle el detalle.

-Lawrence G. Murphy, su socio James Dolan y todos los que hay detrás.

Desde hacía años Murphy era juez de sucesiones y alcalde efectivo además de poseer una empresa mercantil contratada por el Gobierno de Nuevo México.

Al tratar con los apaches mescaleros y los militares, el objetivo de “L. G. Murphy & Co” fue siempre crear y mantener un monopolio, satisfaciendo los requisitos del Gobierno a precios que nadie más podía igualar. Esas necesidades era de carne, harina, frijoles, azúcar, café, tocino y cerdo para los soldados e indios; heno y cereales para sus caballos; carbón para sus barracones, y whisky, cerveza y crédito para su ocio.

Para asegurarse el monopolio Murphy por un lado controlaba las oficinas de derecho civil como juez y alcalde; por otro, elaboró una serie de alianzas con funcionarios territoriales, políticos, jueces, militares, empresarios, ganaderos y el Gobernador del Territorio; una camarilla que se conocía bajo el nombre del Círculo de Santa Fe. Estaban también implicados el sheriff de Lincoln, William Brady, y el de Las Cruces, Mariano Barela, más una serie de figurantes menores.

-De esta forma –decía Jessie -, con el apoyo de los representantes de la Ley y el de las autoridades de Santa Fe, Murphy no ha tenido competidores durante años, nadie se ha atrevido, por lo que ha impuesto los precios que se le antojaban exprimiendo a los rancheros y granjeros pobres.

Para obtener los productos agrícolas, Murphy y sus socios controlaban y explotaban a la población local mexicana hipotecándoles la tierra y comerciando bienes y servicios a cambio de sus cultivos y su trabajo, manipulando los precios a los que compraban y vendían para asegurar que sus clientes se convirtieran cada vez más en sus deudores. Para cumplir con sus contratos gubernamentales compraban ganado sin hacer preguntas a los rancheros de la comarca de Siete Ríos, quienes obtenían los animales robándolos descaradamente al principal ganadero del Valle del Pecos, John Chisum, o se los compraban directamente a las bandadas de ladrones de ganado que pululaban por el condado de Lincoln, como la de Jesse Evans con la que contaban, junto con otras, para intimidar a quien les hiciera frente.

-¿A qué viene esa cara? –se interrumpió el bandolero.

-En que en San Elizario combatimos contra los opresores y aquí colaboramos con ellos.

-San Elizario era un pueblo y un solo hombre. Aquí es el Gobierno de  Nuevo México. Hay una gran diferencia.

-Sí, enorme –reconoció amargamente: a mayor poder mayor avaricia.

Desde hacía tres años “L. G. Murphy & Co” ya no se llamaba así sino “J. J. Dolan and Murphy”. James J. Dolan, un antiguo empleado de Murphy, se había convertido en su socio minoritario desde que el empresario enfermó. A principio de aquel año de 1877 Dolan había asumido la propiedad de una tienda – almacén en la ciudad de Lincoln.

Actualmente Murphy se encontraba gravemente enfermo de cáncer, por lo que paulatinamente se iba retirando dejando las riendas del negocio a Dolan. Este hecho fue interpretado como una debilidad en la estructura mafiosa.

John Chisum, dueño de uno de los ranchos más grandes de Nuevo México y víctima habitual de los ladrones de ganado, era uno de los carroñeros ansiosos de echar mano a los contratos de carne del moribundo Murphy, pero sin los precios que éste imponía. Para conseguir su objetivo buscó un nuevo comerciante recién establecido en la condado de Lincoln: John Tunstall, un inglés que con el dinero de su padre y el apoyo de su socio, el abogado Alexander McSween, no sólo había creado un próspero rancho en Río Feliz, sino que hasta había abierto una tienda – almacén en Lincoln, llamada “Tunstall & McSween”, que competía directamente con la que poseían Dolan y Murphy.

-Aunque en un principio Dolan se lo tomó a broma –explicaba Jessie -, con el apoyo de Chisum se ha hecho con gran parte del mercado arrastrando consigo a los principales ganaderos de la zona.

Murphy y Dolan habían sufrido grandes pérdidas. Habían intentando ponerle coto legalmente, pero el socio de Tunstall había trabajado antaño para Murphy y sabía cosas que no convenía que se divulgaran. De esta forma Dolan se había decidido por la guerra sucia.

-Es donde entramos nosotros. Tenemos que hacerle el mayor daño posible.

Sin que se sepa quien nos paga, pensó Billy. De cara a la galería todo sería acciones de bandoleros y como siempre los políticos quedarían con las manos limpias y los bolsillos llenos.

Siguiendo el plan al día siguiente atacaron el rancho de Río Ruidoso llevándose toda la caballería perteneciente a Brewer, Tunstall, McSween y Windenmann, reuniéndola en el rancho Shedd.

Al estar en Lincoln, Richard Dick Brewer no supo del robo hasta la tarde y entonces, junto con sus vecinos y amigos, Charlie Bowdre y Doc Scurlock, emprendió su persecución.

Había un problema: no sabían dónde se habían llevado la manada. Decidieron separarse y mientras Dick iba en busca de las autoridades Charlie y Doc seguirían el rastro. Se reunirían los tres en Las Cruces, la capital del condado de Doña Ana.

Dick cabalgó tan rápido como pudo hasta Las Cruces donde se reunió con el sheriff Mariano Barela pidiéndole que emitiera orden de detención para la banda de The Boys o que por lo menos le ayudara a perseguirla. No sabía que el sheriff estaba comprado por Murphy y sobornado por Evans (cobraba de los dos), con lo que sólo obtuvo una negativa.

-No tiene usted ninguna prueba de que hayan sido ellos –fue la respuesta que recibió.

Enfurecido por la actitud de Barela se quedó no obstante en Las Cruces siguiendo el plan. Dos días más tarde entraban en la ciudad Doc y Charlie, habían descubierto que la manada estaba en el rancho Shedd.

-Bien, vamos –dijo Dick.

-¿Y los hombres del sheriff?

-No quiere saber nada, dice que no tenemos pruebas.

-Pero ahora las tenemos. Todos los hombres de Jesse Evans están en Shedd.

Barela siguió sin hacer caso. Se dirigieron los tres solos al rancho, pero Dick no quiso arriesgar la vida de sus amigos, con lo que éstos no entraron.

Billy reconoció con desagrado, en aquellos que se quedaban fuera del recinto, a quienes lo entrevistaron en la quesería. Procuró estar fuera del alcance de su vista, sentía vergüenza de que le vieran en la banda. Rezó para que no hubiera un tiroteo.

Entre tanto Dick había llegado a la altura de Jessie y exigía que le devolviera los corceles. Jessie se rió por toda respuesta, pero le gustó el coraje de Brewer. Tenía a toda su horda alrededor, excepto Kid, que no sabía dónde se había metido, y aquel joven había entrado solo y le exigía los caballos. Miró a los ojos de Brewer, que no se reía sosteniéndolos. Tenía el cabello rizado semicubriendo las orejas, el rostro delgado, el mentón cuadrangular. Parecía un hombre de carácter; Jessie sintió respeto.

-Te devolveré los tuyos –ofreció generosamente –, por tu valentía, los demás no.

-Todos o ninguno.

-Pues ninguno.

Aquello significaba la ruina para Dick, no poseía más potros que aquellos, para Tunstall y los demás sería un picotazo, pero él… se sintió tentado por la oferta, pero  finalmente fue su honradez la que triunfó. Deslizó la mirada por todos los bandidos tratando de memorizar sus rostros, aquello no terminaría así.

-Quédatelos –dijo finalmente – ¡Y vete al infierno!

Al regresar a Lincoln informó a Tunstall de todo lo ocurrido. El inglés lo contrató como capataz, era lo menos que podía hacer después de arriesgar su vida y arruinarse en el intento infructuoso de recuperar los caballos.

Tras lo ocurrido la actividad de The Boys se multiplicó. A la semana robaban las caballerías en Santa Bárbara después de un tiroteo sin bajas, llevando los nuevos jacos y los anteriores al oeste para vendérselos a la pandilla de Clanton.

Por la zona robaron nuevos corceles y se dirigieron al este, a Siete Ríos. Más robos de jamelgos y un asalto frustrado a la diligencia. Descansaron en Tularosa donde se emborracharon y armaron escándalo por las calles disparando al aire. De allí a la reserva de los mescaleros donde robaron suministros, caballos y todo lo que se les antojó.

Todo esto en tres semanas, para entonces Billy Bonney llevaba un mes con ellos.

Atravesaban ahora La Mesilla camino de su base, el rancho Shedd.

Kid iba un poco rezagado, seguía sin entonar con sus compañeros, incluso con uno de ellos, William Morton, había tenido una gresca porque éste lo sorprendió coqueteando con su novia. ¡Qué se sabía él quién era! Billy estaba en la edad de descubrir a las chicas, la muchacha le había gustado y se acercó a hablar con ella. Apenas había intercambiado un par de palabras cuando apareció Morton. El asunto no fue a mayores, pero desde luego no ayudó para que se integrara en la banda, aunque había otros temas que le desagradaban más. No le había gustado saquear a los apaches, que ya tenían bastantes dificultades, porque aquella reserva no era como la de San Carlos; ni el tiroteo estúpido de Tularosa; mucho menos el asalto a la diligencia. Se había quedado de los últimos y aunque llevó el colt en la mano para disimular no disparó una sola vez.

Detuvo la montura al oír a lo lejos gritos de mujer y relinchos. Intrigado se desvió. Los gritos eran furiosos; los relinchos, de dolor. Lo que vio le hizo palidecer de ira.

Atado a un poste estaba un hermoso caballo de carreras y una acémila, no se le ocurrió otro adjetivo, estaba azotándolo salvajemente. Por la tierra que tenía adherida a la ropa estaba claro que el animal la había arrojado al suelo y ahora ella se estaba vengando.

Agarró la fusta cuando la mujer echaba el brazo hacia atrás y la empujó. Cayó al suelo. Era joven, calculó veintipocos años. Para él fue la primera y última vez que trató con brusquedad a una chica.

-¡A usted habría que azotarla!

-¡Y a ti qué te importa, es mi caballo!

-Ya no lo es. Si no sabe tratarlo no merece ser suyo –respondió desatándolo.

-¡¿Sabes quién soy, asshole?! –rugió.

Pero Billy ya no la escuchaba.

Se reunió con sus compañeros cerca del rancho. Alguno le felicitó por aquel precioso ejemplar pura sangre mientras explicaba cómo lo había conseguido.

A tiempo de cenar Jessie pidió atención.

-Muchachos, antes de que empecemos a comer –dijo -, he de deciros que me ha llegado una nota de Dolan. Nos felicita por el buen trabajo que hemos hecho a sus competidores.

Hubo gritos y aplausos.

-Mañana nos marcharemos de aquí en dos grupos con rutas distintas, ya os diré cuales. Hasta entonces cenemos y divirtámonos.

Pero no fue la diversión que esperaba. A mitad cenar llegó un hombre a caballo y le dijo unas palabras.

Jessie miró hoscamente a Billy. En San Elizario había comprobado su valía, pero desde el regreso que se había limitado a cumplir, y para una vez que mostraba iniciativa…

Kid charlaba animadamente con el que tenía al lado, Tom O’Keefe, y debía ser algo divertido porque ambos reían a carcajadas. A él en cambio la noticia no le hacía maldita la gracia.

-¿Sabes a quién pertenece el caballo que has robado? –interrumpió abruptamente.

Billy lo miró sin entender aquella rudeza.

De pronto los dos estaban muy serios.

-Ni lo sé ni me importa, ya te he dicho cómo lo trataba.

-Es la hija del sheriff Mariano Barela.

-¿Y?

-Lo sobornamos para que no nos persiga. Nos has puesto en un compromiso.

-Kid no podía saberlo –terció O’Keefe -, sólo lleva un mes con nosotros.

-¡No hablo contigo! Mañana lo devuelves y te disculpas. Di que ha sido un error o cualquier embuste que se te ocurra.

El tono no le gustó a Billy.

-No lo devolveré ni me disculparé.

El momento fue tenso. A pesar de que se habían hecho muy amigos era una clara insubordinación delante de todos. Jessie no podía dejarlo pasar.

Todos se temieron lo peor, pero nadie apostaba por el resultado. Ambos eran muy diestros con el arma.

-Me iré al amanecer –dijo Billy ofreciendo una salida pacífica -. Quédate el caballo y devuélvelo tú, no quiero que tengas problemas por mi culpa.

Jessie asintió con la cabeza. Para los dos era una salida honrosa; para Kid incluso la excusa perfecta para abandonar la banda.

No pudo dormir. De madrugada estaba paseando y pensativo.

-Veo que tampoco pegas ojo.

Jessie.

-Lamento lo de la cena –se disculpó Billy.

-También yo.

-Pero volvería a robar ese caballo.

-También lo sé. Es un buen animal y no merece la dueña que tiene. Por desgracia es hija de quien es y su padre nos presta muy buenos servicios.

-Dile que me has expulsado, quizá no te lo tenga en cuenta.

Se sentaron en el suelo, hombro con hombro.

-¿Qué ruta vas a llevar? –preguntó Jessie.

-No lo sé, ¿cuál vas a llevar tú?

-Había pensado enviar un grupo a Siete Ríos y el otro que regresara a Tularosa.

-Entonces quizá me dirija a las montañas de Guadalupe.

-Tendrás que pasar por La Mesilla. No está lejos de Las Cruces, es posible que Barela esté allí y si te reconoce su hija…

-Iré con cuidado.

-No me parece muy prudente ese camino.

-No puedo quedarme contigo. No, después de lo de esta noche.

-Lo sé.

De quedarse y no hacerle nada Jessie perdería autoridad.

Guardaron silencio unos minutos.

-No me gusta que nos separemos así –terció al final Jessie.

-Sólo ha sido una discusión. Para mí sigues siendo mi amigo.

Jessie sonrió.

-Tú también lo eres. Cuídate.

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