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07
marzo
POLVO AL VIENTO (4)

CAPÍTULO 3

Belle Reed

En la madrugada del 2 de mayo de 1874, apenas repuesto de la paliza paterna, Billy huyó del rancho sin tener muy claro el camino a seguir. De aquel país lo único que conocía era la ruta Chisholm y fue la que eligió con la intención de adentrarse en Territorio Indio. Después de todo, pensó, si su tía había tenido éxito allí para borrar sus huellas también podía tenerlo él.

Wild le había amenazado con lanzarle a los rangers si se fugaba de casa para obligarle a regresar y no dudaba de que lo haría, incluso podía acusarle de haberle robado un caballo del rancho, lo cual era cierto. Así que el muchacho no estaba tranquilo. Tenía la sensación de que todos con los que se encontraba conocían el potro y que no tardarían en informar a su padre. Debía desembarazarse del animal tan pronto pudiera y quizá no estuviera de más utilizar también un nombre falso.

Hacia el mediodía se cruzó con un rebaño. Saludó a los vaqueros mientras dejaba que se alejaran. Como en toda trashumancia llevaban un par de carromatos con las provisiones. Con un brillo de pillín en los ojos siguió un rato una dirección distinta antes de dar media vuelta y seguir sus huellas a distancia. Al anochecer, cuando todos dormían, dejó suelta la montura y entró furtivamente en el campamento. Con precaución para no despertar a nadie, refugiándose en las sombras, se introdujo en una de las carretas y se escondió.

Repasó las provisiones que había cogido de casa junto con un cuchillo, la única arma que llevaba. Tendría que alargar los víveres lo más posible, acaso quedarse algún día sin comer, lo que fuera con tal de no robar comida; sin duda el cocinero se daría cuenta e investigaría buscando al ladrón, no tenía malditas las ganas de que lo descubrieran.

Permaneció dentro del carro mientras atravesaban las poblaciones. Mentalmente las iba repasando, calculando la distancia hasta el rancho de su padre. Cuando estimó que estaba suficientemente lejos aprovechó para abandonar la galera. Iba en aquel momento la última y no se veía ningún vaquero por las inmediaciones. Pero primero se cambió de ropas. Había descubierto algunas prendas abalumbadas en el carro y tuvo la idea, para dificultar más su identificación por los rangers, de disfrazarse. Eran de adulto y le venían grandes, pero el cuchillo demostró que igual servía para cortar carne que ropa y pronto los pantalones terminaban en sus tobillos con dedo y medio de desnivel en las perneras. Hasta las botas cambió por albarcas.

Descendió, cayó al suelo y se levantó murmurando un improperio. No espolvoreó la ropa tras el revolcón, pensando que ambos hacían juego. Miró hacia atrás. En la lejanía se veía la última ciudad que habían atravesado, Briartown si no estaba equivocado. Un poco más adelante había una bifurcación hacia el norte. Se encaminó cara allí.

Llevaría entre una hora u hora y media andando cuando oyó el trote de una alfana. Se pasó la lengua por los labios resecos preguntándose si sería un ranger; se hizo a un lado del camino esperando que pasara de largo, pero el hombre se detuvo a su lado. Tan alto como ancho, de facciones renegridas, nariz chata, boca grande, carnosa; barba cana y pelambrera aborrascada asomando por la camisa abierta, contempló al chamaco con curiosidad. Ante él tenía un chicuelo que no debía pasar de los doce años, rostro enjuto con una palidez insana bajo el polvo de sus facciones. Blusa apolillada, bisunta, tirando a negra, sudada bajo aquel sol primaveral, enorme, que llevaba arremangada y ceñida a la cintura con un nudo; sombrero corto de copa y ancho de falda al estilo mexicano; pantalones avejentados con más rotos que descosidos, sujetos con una cuerda, y albarcas desconchadas tan traídas como llevadas. Al cinto un cuchillo que llaman de cabritero.

-¿Adónde vas, hijo?

Lo preguntó en español, acaso porque lo confundió con un mexicano. El chavo evaluó rápidamente la situación antes de responder, llegando a la conclusión de que sacaría más partido diciendo la verdad.

Sorry? –preguntó en inglés considerando prudente que el otro no supiera que sabía el idioma.

El hombrón repitió la pregunta.

-Me he escapado de casa.

-Ya, ¿y consideras eso inteligente?

-En mi caso, sí.

Se levantó la ropa y le mostró la espalda. Aún tenía heridas sin terminar de curar.

-Entiendo –musitó el desconocido recorriendo con los ojos los vergazos -. No puedes ir a pie por esta tierra, es muy peligroso. Sube a mi caballo, tengo el rancho cerca, puedes pasar la noche allí.

Sentado detrás del hombre, que dijo llamarse Basil Stone, Billy fue respondiendo a sus preguntas cada vez más desmoralizado. ¿Quién era? ¿Dónde estaba el rancho de su padre?… A todo contestó con la verdad, un tanto exageradilla. Había recurrido a ella para justificar su fuga, pero también quería dar lástima para que Basil no avisara a las autoridades.

Stone se calló al entrar en el rancho. Una de las cosas que le había sorprendido de aquel muchacho es que había comentado tener cierta experiencia como vaquero, parecía demasiado crío para tales menesteres. Bueno, antes se cogía a un mentiroso que a un cojo.

-Ve a ese corral, ensilla un caballo y tráemelo.

Billy saltó de la montura y cumplió la orden bajo la atenta mirada de Basil, que asintió con la cabeza. El arrapiezo había dicho la verdad, al menos en lo básico. A ver en lo demás.

-Acompáñame –dijo cuando Billy estuvo a su altura.

Cabalgaron hasta la pradera y condujeron cuatro vacas lecheras hasta el rancho. Basil dejó que fuera Billy quien las guiara sin cesar de estudiarlo mientras las arredilaba.

-Guarda los caballos –dijo satisfecho -. Hablaremos mañana.

El zagal obedeció temiéndose lo peor y si bien cenó, porque su edad no perdonaba la comida, apenas durmió. La aventura no podía haber resultado más corta. Aquel hombre parecía que respetaba la Ley, con lo cual sin duda lo llevaría hasta el sheriff y éste a su padre. Tenía que huir, pero el trajín que oía indicaba que Basil aún no se había acostado, como si lo vigilara.

Finalmente el cansancio pudo más y Billy terminó durmiéndose, poco, tarde y mal. Despertó muy temprano. Ahora oía voces. ¿Es que aquel hombre no dormía nunca?

Se levantó de mal humor.

Bajando las escaleras encontró a Basil hablando animadamente con una mujer. Atractiva sin ser hermosa, de estatura media, recia. Vestía de amazona con coquetería y su voz tenía un timbre que podía pasar de la dulzura a la dureza en un pestañeo, pero lo que más le aturdió fue su aroma a azahar. Se detuvo en seco, respirando entrecortadamente consciente de aquella fragancia que parecía hechizarle.

-¡Ah, Billy! ¿Ya despierto? Te presento a Belle Reed.

El muchacho entreabrió la boca asombrado dejando ver los incisivos.

Hi, Bunny –saludó Belle -. Veo que has oído hablar de mí.

-¿Conejito? –musitó molesto por la alusión a sus palas.

-Es que lo pareces, tan tierno y jovencito. Pero veo que no te gusta.

-Pues no, señora –intentando ser educado pese a su enfado por el mote.

-Tendremos que pensar en otro apodo. Ninguno de mis hombres utiliza el nombre real. Quizá Bonny, ya que pareces muy agradable; o Bonnie, que es más familiar.

-¿Sus hombres? –interrumpió mirando al ranchero intrigado.

-Verás, no puedes volver a casa de tu padre y tampoco es solución que te quedes aquí, es seguro que los rangers darán batidas por los ranchos por si hubieras pensado refugiarte en alguno. Belle está dispuesta a recogerte.

-El tiempo que tú quieras –puntualizó la mujer -. No voy a obligarte.

Myra Maybelle Shirley tenía en aquel tiempo 26 años y ya era una famosa forajida. Viuda desde hacía unas semanas al morir su marido Jim Reed, tras ser acorralado después de un atraco, había tomado la dirección de la banda.

Billy solo sabía lo que se decía de aquella temperamental mujer, implicada desde hacía años, junto a su esposo, en el robo de ganado, la venta ilegal de whisky, dinero falso…

Bueno, ¿por qué no? Su padre nunca pensaría buscarlo entre bandoleros.

-¿Hay trato? –preguntó Belle extendiendo el brazo tras escupir en su palma.

-Hay trato –respondió escupiendo en la suya y estrechando la mano de quien años después pasaría a la leyenda con el nombre de Belle Starr.

Al salir del rancho Billy vio una carreta preparada. Por la hora en que Basil y él habían llegado al rancho, la hora en que se había levantado y la presencia de Belle conjeturó que el campamento de los bandidos no debía estar muy lejos.

-Conduce tú –le dijo Belle entregándole las riendas.

Durante un trecho ambos permanecieron callados; el chico preguntándose qué pasaría ahora.

-¿Qué te parece Texas Kid?

-¿Quién, el ranchero? Se ha portado bien conmigo.

-No. Tu apodo. ¿Te gusta Texas Kid?

-Porque soy de Texas y un crío.

-No se te escapa una, ¿eh? –bromeó Belle.

Billy rió, le caía bien aquella mujer.

Al final ni Bunny, ni Bonny, ni Bonnie, Texas Kid.

-Lo prefiero a conejito.

-Pero lo seguirás siendo, querido. Al menos entre nosotros.

El campamento de los bandoleros era enorme. Billy no esperaba que la banda de Belle Reed fuera tan numerosa.

-Es que no lo es –respondió la mujer con una alegre carcajada.

En realidad su campamento servía de refugio para los bandoleros de la zona. Ella se limitaba a cobrarles un tanto por el hospedaje y en ocasiones su propia tienda era utilizada en el reparto del botín.

-En estos momentos están con nosotros Joe Shaw y su gente, pero también suelen venir Jesse James, los Younger, Rube y Jim Burrow… -comentó descendiendo de la carreta y llamando a todos para que se aproximaran.

Billy permaneció a su lado sin saber muy bien qué actitud tomar.

-Muchachos, este es Texas Kid. Estará con nosotros un tiempo.

-Eso es bueno. Necesito un mocoso que me ensille el caballo –dijo uno.

-¡Ensíllatelo tú! –Billy se sobresaltó por el tono gélido de Belle tan distinto al del viaje -. Blackie, mantente alejado de este chico o te volaré los sesos. Es mi niño y yo le protejo.

Hasta unos cuantos días después el muchacho no entendió la brusca reacción de Belle ante lo que a él le pareció una broma. Blackie era el tipo de persona al que un marido podía dejar a su mujer con total seguridad, pero nunca a su hija pequeña y menos si era niño.

En las semanas que siguieron Billy se acomodó al campamento. Poseía una serie de casas de adobe diseminadas, una antigua iglesia en ruinas, una cocina, una despensa y lo que debió ser un jardín ahora convertido en patio. Alrededor algunas tiendas de lona, siendo la mayor la de Belle. El agua se recogía en un balsete que, con lo que costaba llenarlo, parecía más de sangre que de agua y del que bebían tanto personas como animales.

Una de las primeras cosas que advirtió Billy es que allí no había nadie ocioso. Su tarea consistía en subir a la colina que daba al campo circundante con unos prismáticos de campaña y una corneta. Allí hacía de centinela con la orden de dar tantos toques como hombres se aproximaran.

Cuando no era el vigía era el chico de los recados o se acercaba a la población más cercana con la carreta a buscar provisiones.

Aprovechaba las veces que se iba toda la banda dejándolos solos en el campamento a la cocinera, negra, obesa, con cabeza redonda y pómulos prominentes cuando sonreía, y a él, para practicar con las armas, lo que le obligaba a comprar municiones, para reponerlas, con la paga que le daba Belle. Esta es tu parte, dijo la primera vez que le dio el dinero considerándolo un miembro más del grupo.

Procuraba siempre haber terminado antes de que regresaran por la duda de cómo se lo tomarían, pero en una ocasión Belle lo sorprendió.

-Y te tengo de vigía, ¡qué desperdicio!

Kid interrumpió el entrenamiento.

-Tendré que ascenderte, querido, necesito hombres que sepan disparar.

El muchacho carraspeó.

-Dijiste que sólo estaría un tiempo.

-¿Quieres irte? Podrías llegar a ser mi mano derecha.

-Belle, no te lo tomes a mal, pero no me gusta esta vida. Me lo paso bien aquí, es cierto, pero una cosa es lo que hago y otra atracar bancos. Y supongo… -se interrumpió un instante; la expresión de Belle no le decía nada. Inspiró hondo -, supongo que de continuar contigo al final tendría que participar. Así que sí, quisiera irme. Llevo aquí tres meses y…

-No sigas. Te dije que estarías el tiempo que quisieras y siempre mantengo mi palabra.

Una semana más tarde la propia Belle lo acompañaba en carretón hasta una milla de la ciudad. Billy se sentía desconocido con la ropa nueva con que Belle le había vestido y cincuenta dólares en el bolsillo.

-Cógelos, te los has ganado –dijo cuando vio que Kid los rechazaba.

Luego lo había hecho subir al carro y se habían ido los dos solos, igual a como llegaron.

-Texas Kid –le decía ahora -, si algún día quieres regresar tienes un hogar conmigo.

-Gracias, Belle –respondió con una sonrisa.

-¿Qué harás ahora?

-Había pensado regresar a Silver City, con mi tía.

-Buena elección. Cuídate, conejito.

Un casto beso.

Billy la vio alejarse. La echaría de menos.

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