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28
febrero
POLVO AL VIENTO (3)

CAPÍTULO 2

De la sartén al fuego

Tras la boda se establecieron en Silver City, ciudad de nuevo cuño, también en Nuevo México, a más de 300 millas de donde se casaron. Aquí es donde terminaron asentándose. La familia dio buena impresión a los vecinos. Catherine trabajaba de lavandera, ofreciendo cama y comida a nuevos inmigrantes y vendía pasteles recién horneados. Antrim se dedicaba, entre trago y trago, a la prospección de mineral y a los juegos de azar soñando con hacerse rico, pero como esto no ocurría no le quedaba más remedio que trabajar ocasionalmente en la carpintería o en la carnicería.

Silver City había sido fundada solo cuatro años antes y a pesar de la constante presencia y amenaza de los apaches floreció con rapidez; al año de fundarse ya se habían erigido un centenar de viviendas. Para la época en que la familia se instaló la población se había convertido en un hervidero de etnias humanas atraídas por sus minas de plata y plomo. Abundaban los anglosajones, tenía cierto número de chinos y muchos mexicanos. Con estos últimos Henry hizo muy buenas migas. Era un niño sociable, agradable en el trato y simpático; no tardó en tener buenos amigos entre los spicks, como los llamaban los gringos por su piel oscura. Pronto chapurreaba el español de Nuevo México y antes de darse cuenta lo hablaba casi a la perfección. Aunque no todos sus amigos eran chicanos; su carácter abierto lo empujaba a llevarse bien con todos, encontrándose un poco a caballo entre las dos etnias. Rudyard Kipling lo habría definido como amigo de todo el mundo. De hecho Henry se encontraba más a gusto en la calle que en su casa, en donde sólo aparecía a las horas de comer y dormir, por los conflictos que el alcoholismo del padrastro comenzaba a originar.

Desde la boda, pero sobre todo desde que se afincaron en Silver City, la actitud de William Antrim había ido empeorando. Había pasado de estar en el monte con la prospección de mineral y en la taberna al regreso a pasarse horas y horas en la cantina olvidándose de prospectar. Allí bebía y jugaba invitando a todos para celebrar que había ganado y ahogándose en alcohol para lamentarse si perdía.

Llegaba a casa con un humor de mil demonios y si alguno se le enfrentaba era Henry; Joseph se escondía atemorizado y Catherine se sentía desbordada, William había dejado de ser el hombre risueño, expansivo y locuaz, del que se enamoró, para convertirse en un sujeto hosco, sombrío, taciturno, insultante y odioso.

Antrim no entendía a su mujer, ¿qué esperaba de él? Llevaba dinero a casa, la mantenía, mantenía a sus hijos, era un buen marido… ¿qué más quería? Empezó a creer que se había vuelto loca, estaba convencido, ante sus nervios alterados, sus tensiones y ansiedades.

No.

Catherine sólo se comportaba así con él, con sus hijos era distinta y con los vecinos y con cualquiera. No, no estaba loca, es que le odiaba, es que… ¿había otro? Quizá fuera eso. Su esposa se comportaba así porque había otro hombre. Sí, eso era; hasta se negaba a tener relaciones sexuales con él.

¡Estás loca!, esta frase había sido la típica en todas las discusiones antiguas, y en algún momento Catherine llegó a creérselo antes de que desapareciera ante los celos. ¿Quién es el otro?, era la frase actual. No había ninguno, simplemente no tenía ganas de acostarse con William después de discutir, de gritar, de disgustarse, de verse vejada, agobiada, anulada, amenazada, con su marido apestando a alcohol.

Entonces llegaron los golpes.

Si no quería decirlo por las buenas, él la haría confesar su adulterio por las malas.

Catherine terminó rindiéndose. Los malos tratos, las humillaciones, la impotencia acabaron eliminando su voluntad. Negaba a sus hijos que William bebiera en exceso cuando no se lo negaba a sí misma, después de todo era normal que un hombre se echara un par de tragos tras estar todo el día trabajando.

No conseguía engañar a sus hijos y menos a Henry que había terminando enfrentándose a William solo por defender a su tía. Su carácter risueño se transformaba y si no le pegaba una paliza a su padrastro era porque no resultaba rival para un adulto. Pronto aprendió cuándo abrir la boca y cuándo callarse, a no dejarse llevar por el impulso y conservar la sangre fría aguardando su momento, al tiempo que aborrecía más a Antrim. Comenzó a madurar la idea de irse de casa para buscar a su verdadero padre. Lo detenían su tía y Joseph; irse significaba dejarlos a merced de aquel hombre.

En aquel tiempo Silver City todavía no tenía escuela, con lo que la chiquillería se criaba en las calles jugando, vagabundeando y haciendo bribonadas, y aunque Henry no destacaba en nada tampoco era de los que se estuvieran quietos, lo que fue un motivo más para chocar con su padrastro, que se creyó en la obligación de meterlo en cintura a golpes si era necesario.

Fue la gota que derramó el vaso. Aquella madrugada se fue de casa tras dejar una nota a su tía informándole de su intención de reunirse con su padre.

-¿Se ha ido? Ya volverá –dijo William cuando Catherine le informó de que el muchacho se había fugado -. Y no se te ocurra denunciar su desaparición. Cuando vea la realidad del mundo ya regresará con las orejas gachas; tiene demasiados pájaros en la cabeza ese hijo tuyo.

Catherine no respondió. No le dijo las intenciones de Henry ni que era en realidad su sobrino. Nunca se lo dijo. Existe una documentación de muchos años después en la que William Antrim decía que su esposa había tenido dos hijos, pero que el mayor había muerto joven a principios de los años ochenta.

En Buffalo Gap, tras algunas indagaciones preguntando por James Henry Roberts averiguó que hacía años que había abandonado la población.

Wild James había intentado localizarlos, pero al no hallar ninguna pista había desistido. No tardó en echarse otra novia y volver a casarse. A poco de nacerle el segundo hijo vendió el rancho y se fue.

-¿Por qué preguntas por él? –quiso saber el que le había dado la información.

-Soy su hijo.

-¿El pequeño Billy?

El otro lo estudió atentamente. Sí, pudiera ser, le recordaba vagamente a Adeline ahora que sabía quién era y se fijaba bien.

-Si no se ha vuelto a trasladar lo encontrarás en Carlton, a unas sesenta millas al sudeste de aquí.

El muchacho se lo agradeció con una sonrisa.

Encontró a su padre reparando una valla. Lo contempló dudando que fuera él. Frente a su estilizada figura aquel hombre era fornido, con tendencia a la obesidad, cabeza redonda, barba mal arreglada…

James se giró al sentirse observado. Tenía una mirada dura y en aquellos momentos cruel, que no se suavizó, aunque sí brilló extrañada, al percatarse que quien lo espiaba era un niño que no aparentaba más de diez años.

-¿Se puede saber qué miras?

-¿Es usted James Henry Roberts?

-¿Por qué quieres saberlo?

-Porque soy su hijo, Billy.

El asombro de la revelación no fue mayor que su desengaño. No solía pensar mucho en su primer hijo, pero cuando lo hacía lo imaginaba a su imagen y semejanza. En cambio era poco desarrollado, delgado, con un rostro grácil y delicado; el de Adeline, cayó en cuenta. Físicamente aquel crío había salido a su madre, sólo el color del cabello era suyo.

Se acercó a aquel mocoso escuchimizado de voz suave, que sostenía su mirada sin miedo. Billy tuvo la sensación de que lo sometía a prueba, pero estaba demasiado acostumbrado a William Antrim como para retroceder guardando las distancias.

-Hijo de Adeline, sin duda –el tono era despectivo – pero, ¿cómo sé que eres mío?

El corazón de Billy palpitó con fuerza, el rostro se tensó, sus ojos relampaguearon, pero cuando habló lo hizo pausadamente, marcando bien las palabras.

-¿Y cómo sabe que su hijo actual es suyo realmente?

Wild enrojeció, sus dientes amarillos rechinaron, por un instante pareció que iba a golpearle.

Billy no desviaba los ojos clavados en los de él.

-Te creo –dijo finalmente James conteniéndose a duras penas con una sonrisa que no lo era -. Esa respuesta nunca la habría dado tu madre, yo sí.

Dejó caer pesadamente la mano en el hombro del chico, que sintió como un mazazo.

-Vamos a casa, tienes mucho que contarme.

A medida que pasaron los días James se fue convenciendo de su paternidad. Billy, a quien los vecinos, una vez lo conocieron, comenzaron a llamar Kid Roberts, solo tenía de Adeline el físico. El carácter era más parecido al suyo. Su simpatía sería la de su primera esposa, pero bajo aquella cordialidad Billy poseía una dureza no menor que la su padre, solo que más modulada, más controlada, una sangre fría impropia de sus años, sabiendo contenerse en las provocaciones. James, a su edad, había sido más colérico, incluso ahora explotaba con facilidad.

La madrastra era distinta. Elizabeth era similar a tía Catherine, ¿acaso a su madre? ¿Había buscado su padre una segunda mujer que le recordara a la primera? Billy no lo sabía, pero se llevaba mejor con ella y con su medio hermano que con su padre. Tampoco es que se llevara mal con Wild, pero tenía un temperamento tempestuoso, que surgía al menor contratiempo, pasando de la quietud a la violencia desenfrenada en una fracción de segundo. Esto, unido a su corpulencia hacía que la gente se pensara dos veces importunar a Wild James Roberts.

Sin embargo, en contra de las palabras de Catherine, Billy descubrió una familia feliz, más por Elizabeth, que sabía manejar el pésimo humor de su marido, que por él mismo. Su madrastra era una mujer inteligente, tierna, una lengua afilada que sujetaba la irascibilidad de Wild con una lisonja, una broma, un despunte irónico, cínico, cariñoso… parecía saber qué tono emplear en cada situación sólo por la expresión del rostro de James, e invariablemente Wild se calmaba y al poco había olvidado el motivo del enfado.

Billy se adaptó rápidamente a su nueva familia y no tardó en admirar a Elizabeth. No era una gran belleza, pero tampoco fea; aparentemente delicada era fuerte para el trabajo e igual elaboraba una deliciosa tarta como se remangaba y se ponía a cortar leña con más pericia que su esposo.

Estaban a pocas millas de la población acudiendo a ella los domingos (Elizabeth les hacía asistir a misa, Wild incluido) o si tenían que comprar algo, pero tampoco estaban aislados. Los vecinos se detenían a charlar un momento si pasaban por allí o recibían la visita de algún amigo. Fue así como Billy conoció a Jesse James.

Tenía Jesse en aquel tiempo entre 23 y 24 años, de complexión delgada, pero firme. Los ojos eran azules, duros y penetrantes con un peculiar parpadeo. El rostro afeitado y en uno de los dedos de la mano izquierda le faltaba la última falange. Agradable en el trato era también un buen conversador.

En 1862, a los 15 años, se había alistado en la guerrilla sudista de William L. Quantrill, en donde conoció y se hizo amigo de Wild James.

Cuando terminó la guerra se rindió, pero un año más tarde, en 1866, retomó las armas creando, junto con su hermano Frank y los también hermanos Younger, lo que hoy se conoce como la banda de James – Younger, a la que se unieron simpatizantes de la causa sudista, que no terminaban de reintegrarse a la paz.

La banda pronto se hizo popular y tuvo un amplio apoyo en el territorio. No era extraño que algún granjero acompañara al grupo para realizar alguna que otra fechoría y ganar así dinero con el que pagar a los recaudadores de impuestos, pues no escaseaban los buitres que querían hacer leña del árbol caído que era el Sur.

Aunque no hubo un cabecilla inicialmente Jesse se convirtió al poco en el líder natural, siendo muy querido en el condado donde residía al ayudar a los vecinos con dinero, ropa, o defendía a quienes eran asediados por los terratenientes. En correspondencia, su entorno vecinal procuraba desviar o despistar a los investigadores que se allegaban para buscar información o detenerlo. Fue este comportamiento lo que dio popularidad a la pandilla y convirtieron a Jesse James en una especie de Robin Hood del Far West.

A mediados del año anterior la vigilancia de los bancos se había endurecido, por lo que la cuadrilla decidió tomarse un descanso mientras rumiaba el camino a seguir, debatiendo si asaltaba diligencias, trenes o continuaba con los bancos. Como no se ponían de acuerdo Jesse decidió aprovechar este período sabático para despejar la mente cambiando de escenario y se acercó a pasar unos días en el rancho de su amigo Wild en Texas.

Escuchaba Billy con la boca abierta las hazañas de Jesse y su padre durante la guerra en las veladas y su imaginación visualizaba las batallas sin preocuparse en discernir qué era verdad o simple exageración. Todavía era lo suficientemente niño para ver la guerra como una aventura y prestaba especial atención a cómo se escabullían y cómo conservaban la sangre fría en las peores refriegas. En ocasiones les interrumpía preguntando sobre algo que le había llamado la atención o no terminaba de ver claro y, halagados en su vanidad, respondían dando toda clase de detalles mientras Billy absorbía sus explicaciones como si fuera una esponja.

La vida proscrita le interesaba menos, excepto cuando Jesse James hablaba de cómo ayudaba a sus parroquianos frente a la voracidad yanqui. Aquello estaba bien, se decía el mozalbete mientras los párpados se le cerraban de sueño; ayudar a los débiles ante los abusones era algo que él mismo había practicado.

-Wild dice que te está enseñando a disparar –le dijo Jesse una mañana.

Billy, que estaba cargando el winchester, se detuvo un momento. Asintió.

-Padre dice que es necesario, que en esta tierra el peligro acecha en cada mata.

-¿Puedes hacerme una demostración?

Le sorprendió ver que, siendo Billy diestro en algunas cosas, era zurdo con el rifle: apuntaba con la derecha y disparaba el gatillo con la izquierda. Le sorprendió, pero no le extrañó, conocía a uno que también era diestro, pero que era zurdo para tocar el banjo. Con las pistolas vio que Billy, en cambio, era ambidiestro, capaz de disparar con ambas manos con una puntería similar. No obstante, debido a su corta edad, el muchacho se defendía mejor manejando el rifle y ya siempre sería así.

-Veo que utilizas pistolas pequeñas.

-Las otras son muy grandes para mí.

-Cierto, ya crecerás. Un consejo: utiliza rifles y seis tiros del mismo calibre.

Billy asintió pensativo. Jesse sonrió con picardía.

-¿Sabes por qué te lo digo?

-Para llevar un solo tipo de munición.

La sonrisa de Jesse James se acentuó, el chico era avispado.

-Exacto. Utilizar calibres distintos implica tener que llevar el doble de munición y el doble de peso.

-¿Cuál me aconsejas?

-El más cómodo para ti, no hay regla fija.

Billy valoró el consejo antes de decir:

-Gracias, Jesse.

-No hay de qué. Tu padre es un buen maestro, te ha enseñado bien.

Eso no lo negaba Billy. Tendría el carácter de Satanás, pero como profesor era realmente competente; no sólo le enseñaba a disparar, también a cabalgar, a domar potros y todo lo que conllevaba el trabajo en un rancho, algo que, por la vida errante y el tiempo que estuvo en Silver City, ignoraba y que, gracias a su padre, había descubierto que le encantaba.

De mayor quiero ser vaquero, se dijo la primera vez que acompañó a Wild James con el ganado por el viejo sendero de Chisholm, al ver miles de reses en un momento en que confluyeron tres ganaderos. Contemplaba con la boca abierta aquel mar de cornamentas perdiéndose en el horizonte, algunas brillaban al sol, otras oscilaban como pequeños oleajes, mientras el polvo que levantaban las vacas era una patina que cubría el cielo.

La ruta de Chisholm, que su padre pronunciaba Chidam, era el camino que seguían los rancheros para conducir el ganado de Texas a Kansas. Nacía en San Antonio, seguía por el Río Rojo, en la frontera entre Texas y el Territorio Indio, que más tarde se llamaría Oklahoma, para terminar en el ferrocarril de Abilene, Kansas, en donde vendían las reses.

El camino era peligroso, duraba hasta dos meses, en un terreno hostil rico en dificultades. Tenían que cruzar grandes ríos como el Arkansas y el propio Río Rojo, e innumerables arroyos más pequeños, cañones, yermos,  cordilleras… A esto había que añadir el mal tiempo y los forajidos; raro era el rebaño que no fuera atacado o el viaje en que se saliera ileso, habiendo de defenderlo a tiros. De ahí el interés de Wild de que su hijo aprendiera a disparar; era esencial para sobrevivir en el brutal Oeste. Los indios eran el menor de los problemas; las tribus locales se conformaban con cobrar 10 centavos por cabeza como peaje para cruzar sus tierras.

En los dos años que transcurrieron desde que Billy llegó a casa de su padre se endureció. Seguía siendo tan amante de la diversión, alborotapueblos, gentil y servicial como siempre, pero tan despiadado como Wild si la ocasión lo requería, disparando fríamente en las ocasiones en que atacaban el ganado, conservando la calma y la cabeza despejada en aquellos tiroteos como si hubiera sido un soldado más de la pandilla de Quantrill. En esto tuvo también un buen maestro en su padre, pues en la primera escaramuza en que se vio envuelto, disparó poco y observó mucho. A cubierto, superado el miedo inicial vio in situ lo que había oído a Jesse y Wild en sus batallitas, tomando buena nota de la forma de actuar de su padre antes de empezar a defenderse él mismo. Ahora, dos años después, se podía decir que era un pequeño veterano en aquellas contiendas.

Como jinete también había evolucionado, no tardó en atreverse a desbravar caballos de dos años, agarrándose como una lapa para no ser arrojado mientras el caballo daba coces y corcoveaba bajo la atenta mirada de su padre, quien estaba convencido de que el chico no tardaría a aprender a domar bravos si no se rompía el cuello antes.

Actualmente Billy se atrevía con cualquier potro y eso generó un grave problema.

A Billy le ocurrió lo mismo que les sucede a muchos hijos que trabajan en una empresa familiar: no tenía sueldo. A medida que crecía empezó a anhelar tener algún dinero que gastar, pero su padre consideraba que con cama y comida ya estaba bien pagado. Así que el muchacho decidió cobrarse en especies.

Ocurrió un domingo en que domó catorce caballos seguidos decidiendo quedarse para sí un hermoso bruto negro de cuatro años. Pero aquella noche James le dijo que el corcel ya tenía dueño, pues se lo había vendido al médico del pueblo.

-Y deja los otros trece en paz –advirtió al concluir.

Billy apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea.

-He domado catorce caballos hoy y he perdido la cuenta de los que he arrendado en estos dos años, ¿no tengo derecho a tener uno propio?

-No. El dueño soy yo. Puedes montar el que te apetezca, porque trabajas para mí, pero el amo soy yo.

El rostro de Billy se tensó.

-Usted es el dueño, es cierto –la voz le salió inusualmente ronca, brusca, lo suficiente para que James empezara a perder el poco control que solía tener -. ¡Quédese con sus caballos! Yo me iré a otro  rancho, al menos me pagarán por mi trabajo.

No era Wild James hombre que tolerara insolencias y menos de su hijo.

-No irás a ningún sitio, no te he enseñado para seas un cowboy errante si no para emplearte en mi rancho. Tu hermano es muy niño aún para…

-¡Usted lo ha dicho! –interrumpió -. Su rancho, no el mío. Me tiene de sol a sol como un esclavo…

-¡Basta! –Wild había perdido ya toda paciencia -. ¡Harás lo que yo te diga! ¡Eres menor de edad! ¡Atrévete a abandonar este rancho y lanzaré a los rangers a por ti!

Tampoco era Billy quien se acobardara antes las amenazas. No pronunció palabra, pero la mirada que lanzó a su padre fue de por sí expresiva.

Abandonó la casa de un portazo con claras intenciones de ensillar un caballo y largarse cuando, a mitad de camino, un tremendo latigazo en la espalda lo derribó.

Desde el suelo, con ojos llorosos de dolor, vio a su padre con el arreador de piel, que empleaba con las reses, abatiéndolo nuevamente contra él; no tuvo tiempo a esquivarlo. Todavía intentó Billy luchar para arrebatarle la zurriaga, pero los latigazos expertos de James terminaron por someterle y durante unos interminables minutos Wild fue azotando con el flagelo a su hijo mayor, incluso después que Billy hubiera dejado de defenderse y perdido el conocimiento.

El muchacho tardó algo más de un mes en recuperarse y durante los primeros días la alta fiebre hizo temer lo peor a Elizabeth, pero Billy tenía más fortaleza interna de lo que hacía aparentar su arguellada figura y los desvelos de su madrastra acabaron recompensados. Lentamente el chico fue mejorando.

Si alguna vez, en aquellos dos años, había llegado a tener afecto a su padre, desapareció reconociendo a las malas que su tía había tenido razón siempre. Había huido de Silver City para encontrar a su padre y ahora, dos años después de conocerlo, lo había encontrado realmente.

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