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26
enero
FALTA DE AIRE (19)

 

53

            Aún le escocía el bofetón. Claro que no le extrañaba después del follón que había organizado. Y había tenido suerte de que la sofocada mujer se conformara con eso.

            Al menos había accedido a que se refugiara en su casa.

            De todas formas se sentía fastidiado. Francesc y los chicos habían ido en busca de un periodista, pero le habían dicho de quedarse allí. Alguno podía reconocerlo por la calle.

            Miró por la ventana. Las manos en los bolsillos.

            Por un instante volvió a ver el rostro colérico de la esposa del comisario. El carrillo le palpitó por el recuerdo. ¡Qué hostión! murmuró con una media sonrisa. Ahora le hacía gracia. Una aventura más que contar, como aquella vez que le detuvo la policía llevando un brazo en el maletero del coche. Se rio abiertamente.

            En la otra habitación Lluís levantó la cabeza del libro de matemáticas. Su boca se abrió en un gesto de desprecio y rabia. ¡Encima se reía! ¡El hijo…!

            La risa se extinguió paulatinamente. Admiró la calle. Sus labios seguían risueños.

            Lástima de inactividad.

            De pronto deseó poder salir. Visitar a los chicos, ver cómo seguía Iván y conocer a aquel elemento que tenían preso.

            Un coche se detuvo y bajaron cuatro personas, que se pusieron a hablar. Al momento vio un nuevo coche.

            Algo iba mal.

            Claro.

            Pérez desconfiaba de Francesc.

            Y quizá hasta alguien le había reconocido cuando vino de la estación a la casa.

            Si lo encontraban allí iba a complicar la vida a aquella familia, e imposibilitar toda posible ayuda por parte de Francesc al detenerle también por cómplice.

            – ¿A dónde va?

            – Vienen a buscarme.

            En el descansillo de la escalera se detuvo. Huir. Bien. Pero, ¿cómo? Abajo estaba vigilado. ¿La azotea? Varios edificios de Barcelona tenían sus azoteas empalmadas, sólo separadas por una valla. ¿Pasar de una casa a otra?

            – ¡Que cojones! -murmuró decidiéndose. No tenía otro camino.

            Era increíble. Hasta la puerta que cerraba la azotea era de papel de fumar. Menos mal. Si los constructores pusieran las puertas como Dios manda no habría tenido ninguna escapatoria. Pero de diez, nueve, para ahorrar presupuesto, colocaban puertas con dos delgadas planchas de madera dejándola totalmente hueca. Y el que construyó aquellos bloques, que constituían la manzana, debió ser especialmente rácano. En cuanto pudiera le encendería una vela a la Virgen del Puño en agradecimiento.

            Los policías que iban a detenerle, después que un probo vecino advirtiera por casualidad que entraba en casa del policía a través de la mirilla de la puerta, no tenían excesiva prisa. Algo raro existía en todo aquello. La destitución del caso de Francesc y su reemplazo por Pérez no se veía clara, y menos cuando iban encontrando alguna que otra evidencia de que Francesc iba bien encaminado en la investigación. Ahora, en cambio, habían sido obligados a abandonar todo aquello para perseguir a un inexistente personaje del que hablaban todos y nadie había visto, salvo un decente ciudadano horrorizado por los espantosos crímenes del sospechoso, gracias al cual iban a detenerle en casa de un policía, del que se sabía seguro que era intachable.

            O las apariencias engañaban mucho. O había un chanchullo muy gordo.

            Si hubieran querido podrían haber detenido a Dani, pero perdieron el tiempo esperando a su superior. Ya que quería detenerlo en casa de Francesc, que lo detuviera él y se llevara los honores él.

            Pérez se exasperó al ver a toda la cuadrilla allí, en la calle, llamando la atención, charlataneando y fumando.

            Ineptos. Estaba rodeado de ineptos.

            Cuando cogieron el ascensor y las escaleras hacía diez minutos que Dani había huido por la esquina opuesta de la manzana.

            El vecino no podía estar más nervioso increpándoles su lentitud. El sujeto hacía horas que se había marchado, lo sabía muy bien, había subido a la azotea y aún no había bajado. ¿Y ellos qué hacían? ¿Cómo podían tardar tantas horas? Seguro que ya había descuartizado a aquella pobre familia. Lo sabía muy bien. Había secuestrado primero al hijo y después a la mujer, obligado al desdichado marido a hacer Dios sabe qué, que lo había visto marchar con dos críos, señores míos, que esos criminales se las saben todas, y luego los había matado, ¡que matado! hechos pedazo, seguro, lo sabía muy bien. ¿Y ellos qué hacían? Estar de brazos cruzados y tocándose los huevos, seguro, lo sabía muy bien, ¡con las horas que hacía que les había llamado! ¿Cómo iba a estar la gente segura? ¿Cómo…?

            – Julián tómele declaración -ordenó Pérez con una mueca-, y rapidito que hay prisa.

            – Sí, señor comisario. Por favor entre usted.

            Cerró la puerta tras sí.

            – Ahora siéntese -cortó el sermón que comenzaba a surgir por aquella bocaza desdentada-, y explíquemelo despacio y bien. Desde el principio, sin prisas.

            – ¿Sin prisas? Su jefe ha dicho…

            – No haga caso. Es su forma de hablar. Usted despacito.

            Era impensable que Francesc estuviera en algo turbio. Pérez sí, ya había estado. Pero Francesc… No. Imposible; y si podía darle tiempo para demostrar su inocencia él le daría todo el que pudiera.

            Afuera Pérez acusaba a la esposa de Francesc de conspiración con su marido, complicidad de asesinato, haber refugiado a un fugitivo de la justicia…

            Y ella le contestó que cómo podía haber hecho tantas cosas en dos horas si él había estado allí, aquella tarde, tomando café con su marido. Lo cual era cierto, en un vano intento de sonsacar al comisario.

            ¡Eso era bien fácil! ¡Lo tenían escondido!

            – Sí. En el sobaco.

            Uno de los policías se rio.

            Pérez se giró y al otro justo le vino recomponer la compostura. No supo quién era el gracioso.

            Y entonces se sintió ridículo.

            Él. El comisario Pérez. Discutiendo como un verdulero con aquella espantosa mujer y todos aquellos policías detrás de él en filas de dos y tres, como matones guardándole las espaldas.

            Cuando se volvió hacia la esposa de Francesc vio los ojos del hijo de comisario clavados en los suyos. Una mirada de burla, asombro, desdén… Pérez no sabía cómo clasificarla.

            No, pensaba el chaval, decididamente no sería policía.

 

 

54

            – No me importa como lo hagas -dijo la voz sin ningún tipo de entonación-, quiero un trabajo rápido y bueno. El dinero lo tendrás donde siempre, con una prima si es antes del anochecer. Vive dos calles más abajo de tu domicilio y estará haciendo las maletas en estos instantes.

            El hombre aceptó.

            Al otro extremo del teléfono Dn. X. colgó.

            Desgraciado. Después de lo que había hecho por él le pagaba de aquella manera. Miquel se había atrevido ¡atrevido! a contrariarle. Mentecato. ¿En qué cabeza cabía que aquel Daniel estaba enterado de todo? Era imposible. Había que ser adivino. Pero el otro no veía más allá de sus narices. Daniel lo sabía todo y había liquidado al asesino pagado por Norberto y a éste y al “Chino” y a Joan, ¿es que no veía los telediarios? Joan había muerto en un estúpido accidente. ¡No, no, ellos, habían sido ellos! Daniel era el anticristo, la bestia que mataba a los dos testigos del Señor cuyos cadáveres yacerían en las plazas de la ciudad, Apocalipsis, capítulo once, versículos siete y ocho…

            Dn. X. se quedó mirando el auricular como si pudiera ver a través de él a D. Miquel.

            … y Joan había sido el primero. Ahora irían a por él. Así que se iba, cogería el avión y…

            Aquel hombre estaba loco. No podía existir otra explicación. Era un peligro. Igual que hablaba por teléfono podía darle por confesar ante la policía si lo detenían. Aunque pudiera conservar su libertad, su carrera política quedaría seriamente dañada.

            ¿De verdad creía en aquellas patrañas? Bien, pues que fuera el segundo testigo. Su cristiano espíritu quedaría satisfecho al sufrir martirio por su fe, amor y bondad hacía la vida humana en estos tiempos del Armagedón. Conocía a alguien muy bueno y no vivía lejos.

            Después de acordar la muerte de D. Miquel volvió a coger el teléfono. Ya no tenía sentido perseguir a aquel joven. Por otra parte quizá sí sabía algo. Así que lo mejor dejarlo tranquilo, que siguiera su propia investigación. Dos de los culpables ya estaban listos, sólo quedaba Norberto. Si seguía vivo que lo condenaran. El se encargaría. Quizá así, haciendo justicia sobre los tres implicados en aquel asuntillo de órganos y crímenes, el tal Daniel se contentara. Después de todo él no tenía nada que ver con aquello, si se había mezclado fue por ayudar al lunático de Miquel.

            – Desgraciado -pronunció.

            No. Aquel joven no podía tener nada contra él. Pero se había involucrado y quizá consiguiera averiguar algo. Volvía a estar en las mismas. Aunque evitara la cárcel su carrera quedaría perjudicada.

            ¿Seguir con el plan?

            ¿Eliminarlo?

            ¿Y si por esas casualidades Miquel, aún enajenado, decía la verdad y sabía algo?

            No. Imposible.

            Pero era una estupidez arriesgarse. Que cargase las culpas el verdadero culpable que quedaba vivo. Que lo pagase bien pagado para que aquellos críos y aquel joven dejaran de hurgar. Quedarían satisfechos. Realmente no deseaban perjudicarle. Sólo querían justicia. Él se la daría. La rectitud honesta tiene su recompensa. Tenía más poder, dinero e influencia jurídica que Norberto. Un castigo ejemplar. Eso es. Un buen escarmiento. Una buena lección para los ciudadanos que desconfían de la justicia. Un triunfo político cuando el país entero viera que todos son iguales ante la Ley.

            Pérez contestó al teléfono.

            – Pero… pero…

            Que se callase. Daniel era inocente, los culpables eran los siguientes. Le dio los tres nombres. Dos estaban muertos. Debía buscar excusas y pruebas que demostraran que habían muerto como castigo por sus crímenes. Si no las tenía que las inventara. Busca y captura del tercer asesino. Juicio justo, implacable e inapelable. In-a-pe-la-ble. Rehabilitación oficial del buen nombre de Daniel Félez, un honorable ciudadano víctima inocente de las manipulaciones de aquellos indeseables. Una Rueda de Prensa. Disculpas públicas por su persecución despiadada, basada en las pistas falsificadas proporcionadas por los verdaderos criminales. El tal Daniel era inocente de toda culpa. No quería errores. Ya sabía que era difícil. Que ideara pruebas nuevas, pistas, lo que fuera. La nueva historia debía encajar, pieza a pieza cual un rompecabezas. Que lo pensara. El sabía cómo hacerlo. Sin errores. Sin fallos. Y lo quería ya, o él mismo se encargaría de destrozar su carrera policial. Acabaría con los huesos en la cárcel. Se pudriría en ella. En las mismas celdas donde Pérez había encerrado a otros, inocentes y culpables. Qué placer para ellos si cayera en sus manos. ¿Lo quería más claro?

            Cuando Pérez llegó a la comisaria se encontró allí a Norberto, Francesc, las grabaciones, ¡e incluso un video! con las declaraciones de culpabilidad.

            ¿Cómo lo había conseguido?

            ¡Todos los honores para Francesc después de todo!

            Encima de puta pon la cama.

 

 

55

            Las informaciones y la muerte de Joan habían terminado por trastornar la mente de D. Miquel, que más que nunca se consideró víctima de las maquinaciones de Satanás, padre de Daniel.

            Ellos, que habían dado vida, alegría y sonrisas a aquellos vírgenes niños, a sus padres y familias, merced a su sacrificio en la misericordiosa labor de privarles una vida de desesperación, hambre y penurias a aquellos desechos humanos desharrapados.

            Ellos, que durante mil doscientos sesenta días habían cumplido su divina labor hasta la aparición de la bestia, la cual ya había matado a uno (Norberto se ve que no pintaba nada) y ahora quería terminar con él, para que aquellos hijos del diablo se regocijaran.

            ¡Oh, cuan tarde se había percatado de que era el tiempo del Apocalipsis! Tenía todas las señales. La primera, la marca de la bestia, todo el que no la tuviera no podría comprar o vender, sino sólo aquel que tuviera la marca o nombre de la bestia, o el número de su nombre. Es decir, el número de la bestia era el Número de Identificación Fiscal, que por una orden gubernamental debían utilizar todos los habitantes del país para sus transacciones comerciales. La segunda señal eran las trompetas, que arrasaban gran parte de la tierra, bosques, mares y lo contaminaban todo. Es decir, se refería a las armas nucleares. La tercera señal eran las langostas con caras de hombres cuyas alas estruendaban y que tenían colas de escorpiones para dañar a los hombres. Es decir, los aviones de guerra…

            ¡Todo estaba en la Revelación, todo!

            Y él no se había dado cuenta hasta que era demasiado tarde aún a pesar de sospechar que realizaban una labor divina en salvaguarda de los elegidos del Señor.

            No oyó abrirse la puerta.

 

 

56

            Tenía ideas de bombero.

            No se le había ocurrido nada mejor que ocultarse en los urinarios públicos de Las Atarazanas en espera de que anocheciera. Tantas horas allí; habían empezado a sospechar de Dani los que las solían utilizar habitualmente. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué no lo habían visto nunca? No pensaba quitarles sus ligues, podían estar bien tranquilos. Tenía sida, sífilis en el culo y tisis. Un derribo. Si estaba allí era porque necesitaba pasta, pero en sus condiciones no podía aceptar a cualquiera, aunque qué más quisiera una, porque no a todos los machos les apetecía una loca con tantas plumas, oigh. El movimiento de mano fue de lo más fino, finíssimo, y todo acompañado con accesos de tos que les obligó a los otros a retirarse prudencialmente.

            ¡Que se fuera de allí!

            Iba a espantar a toda la clientela y a ellos a contagiarles la tuberculosis.

            ¡Oh, no podían ser tan crueles!

            Sus pucheros era auténticos, y hasta el rímel, que había comprado, junto con un lápiz de labios, cuando se le ocurrió la idea, pintándose los ojos en los retretes de un bar después del tercer intento, dejándoselos… bueno, que hasta el mismo se silbó de guapo, se le corrió enmascarándole las mejillas, pringándoselas, incrementando su desdicha, su abandono, una grima que enterneció a todos. Hasta uno le abrazó consolándole mimosamente y él se dejó abrazar hipando y sorbiendo sus mocos mientras el otro le secaba sus lindos ojos entre besitos delicados. Un acceso de tos encima de él hizo que abandonara al infeliz Dani, que aumentó sus gimoteos y se deshizo en súplicas de perdón y disculpas.

            – Es igual, es igual -decía el otro limpiándose las gotas de saliva que le habían caído encima.

            No, no era igual. El había sido tan bueno, tan cariñoso, tan atento, y él le había tosido. Más lloros. Se quedaría allí en aquel rinconcito, sin molestar, ¿eh? No les molestaría, de verdad, lo juraba por su hombre, el desgraciado, el chulo, que le había contagiado aquellas enfermedades y luego abandonado, el mal hombre, el infame. Oh, si volviera. Pero lo había abandonado por un jovencito, casi un niño, un efebo en el cual no sabía qué veía. Pero aún así, lo juraba por él. No molestaría, de verdad. ¿Le dejaban, no es cierto? ¿Sí? Oh, eran tan buenos.

            Le dejaron, que remedio. No tenían el corazón tan endurecido como para expulsarlo estando en aquellas condiciones.

            Se adecentó como pudo, arregló sus ropas y se puso coqueto. Les brindó la mejor de sus sonrisas.

            Resultó ser un plumífero muy parlanchín y su vida de película. La contó de pe a pa. Un drama. Ríete tú de Shakespeare. Alguno lloró y más de dos le ofrecieron dinero en vista de que no ligaba, a pesar de ser un lindo ejemplar, pero, claro, con todo lo que tenía encima, ¿quién se arriesgaba? El no aceptó. Sí, por favor. Insistían, realmente lo necesitaba, cogió el dinero para no ofenderles. Oh, eran tan buenos.

            Al final se hicieron la mar de amigos. Le dieron sus direcciones por si necesitaba ayuda y él les ofreció la suya. Bueno, la de D. Miquel. Podían ir a visitarlo siempre que quisieran.

            Sólo otro desecho humano como él podía aceptarlo y apareció al final de la tarde.

            ¡Anda que suerte! Palmoteó. Qué alegría.

            Se despidió de todos. Habían sido tan buenos. A todos dejó la señal de sus besitos en las mejillas.

            Lo vieron marchar con un suspiro. Era simpático después de todo. Que puñetera era la existencia. Cuantas desgracias juntas y con qué entereza las llevaba

            Uno comentó que con aquellas plumas tan exageradas que tenía era raro que no se hubiera travestido.

            Misterios de la vida.

            El cliente resultó ser un primor. Que besos, que piropos, que delicadeza, que… que manos más largas tenía, el jodido. Dani le soltaba manotazos entre grititos. Que bochorno, allí delante de todo el mundo. Una aún tenía su dignidad.

            – ¿Quieres tomar algo, vida?

            No, mejor ir a su casa, o a un hotel, sí eso, un hotel, le encannnntaban los hoteles.

            – No, a mi casa.

            Pues a su casa.

            No llegaron.

            Entre pitos y flautas ya casi había anochecido y Dani no resistió más. Se lo quitó de encima de dos puñetazos en un callejón oscuro.

            Salió de allí limpiándose los ojos y la boca con el pañuelo. El otro soñando con angelitos y un ojo morado en un rincón, y él restregándose las mejillas y cuello para eliminar todas las posibles marcas de carmín de aquel pulpo besucón, ¡anda que no iba pintarrajeado, el tío!

            ¡Mira que si lo llega a ver algún conocido!

 

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