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17
enero
FALTA DE AIRE (18)

50

            Lluís no comprendía qué tejemaneje se llevaba su padre. Lo que menos había esperado en su vida al oír el timbre de la puerta era ver a dos chicos de su edad preguntando por su padre. Indudablemente él no sería policía en la vida.

            – Sí, conozco varios periodistas muy buenos -decía Francesc en su despacho-, pero será necesario crear un buen montaje para demostrar que no hubo coacción por nuestra parte.

            Alex sonrió.

            – Si pudiéramos grabarlo en video.

            – Sí -bufó Rashid-, y darle el óscar, no te jode. Deja de decir chorradas.

            – No es mala idea -murmuró Francesc-. Lógicamente habría que grabarlo sin que se diera cuenta. Eso demostraría que hace la declaración por propia voluntad.

            – ¿Lo ves? -Alex dio un puñetazo en el brazo de Rashid, que optó por callar.

            Otra vez el timbre.

            Lluís dejó la consola de videojuegos y fue a abrir preguntándose qué estarían hablando durante tanto rato.

            Esta vez era un hombre joven.

            – ¡Primo! -saludó el otro alegremente-. Tú debes ser Lluís, seguro.

            Le arreó un beso en cada mejilla. Lluís se las limpió.

            – Pero oiga…

            – No me trates de usted, hombre, que soy tu primo.

            Golpe de nudillos en el pecho.

            Lluís tuvo que dar un paso atrás.

            – Yo no le conozco.

            – Claro que no me conoces, no nos hemos visto nunca. Pero habrás oído hablar de mí. ¡Martín! ¡Martín, tu primo!

            – Le repito que no sé quién es. Márchese o llamo a mi padre. Le advierto que es policía.

            – ¡Claro que es policía! Si lo sabré yo.

            Ya había entrado totalmente en el piso y cerrado la puerta.

            – Pues he venido a pasar unos días y pensaba hospedarme en vuestra casa -explicaba hablando rápidamente-, y así de paso conoceros, porque sólo conozco a tu padre, ¿por cierto está aquí? ¿Dónde está tío Francesc?

            Lluís no sabía qué hacer. Aquel hombre conocía a toda su familia.

            – Oiga, no sé lo que busca, pero le advierto que se vaya por última vez.

            El otro miró al mozalbete de catorce años que tenía delante con el rostro enrojecido.

            – No jodas que no sabes nada.

            – ¿Saber qué? -silbó el muchacho.

            – Que tu padre… que el mío, bueno, el abuelo… ¡joder! -y sacudió una mano. La puso encima del hombro de Lluís-. Lo siento, chaval, creí que lo sabías. Mi padre era un hijo bastardo de tu abuelo y aunque… Bueno, sería largo de contar, el caso es que tu padre, al morir el mío, nos fue ayudando en lo que podía mientras fui pequeño. Pero creí que os lo había dicho. Nunca pensé que se avergonzaría de nosotros.

            Estaba llorando.

            Era alucinante ver llorar a un hombre. Lluís sintió lástima.

            – Oye, perdona -balbuceó Martín-, ya… ya me voy… No le digas que he venido ¿quieres?

            Se secó las lágrimas.

            – No… no sé lo que me ha pasado. Soy muy sensible, pero eso de llorar… me avergüenzo.

            – Mi padre está en el despacho, ¿quieres que le llame?

            Martín se sonó.

            – No… o sí, sí -levantó el mentón con orgullo-, sí, quiero hablarle. Que se avergüence de mí, pase, pero de mi madre… O no, no. Tú no tienes culpa. No estaría bien que le hable… Aunque la verdad…

            Lluís suspiró. A ver cuando se ponía de acuerdo.

            – …la verdad es que me gustaría. Después de todo nos ayudó tanto cuando murió mi padre.

            – Espera que le aviso.

            Llamó en la puerta del despacho. Se sentía furioso. Su padre… ¿cómo había sido capaz? Su sentido hipercrítico de adolescente se había escandalizado. Sentía vergüenza de lo que había hecho su padre.

            – Papá, está aquí tu sobrino Martín.

            Notó congoja en su propia voz.

            – ¿Mi qué?

            Lluís apretó los dientes.

            – Sí, sigue disimulando. ¡Ya te vale!

            Francesc nunca había oído a su hijo hablarle en aquel tono.

            Salió.

            – ¡Tío!

            – La madre… -murmuró entre dientes.

            Se quedó quieto en la puerta viendo venir al otro.

            – ¿No lo vas a saludar por lo menos? -le reprochó secamente su hijo.

            Francesc tendió la mano. Martín iba a abrazarle, pero el gesto le detuvo. Se la estrechó.

            – He venido a pasar unos días.

            – Aquí.

            – Bueno -balbuceó Martín-, no tenía otro sitio. Pero nunca pensé en este revuelo. Me buscaré una pensión.

            – Bueno, ya hablaremos. Pasa el despacho primero, sobrino.

            Martín contempló a los dos chicos.

            – ¿Qué hacéis vosotros aquí?

            Sintió un empujón en la espalda que casi lo tiró. Al girarse Francesc lo cogió por el pecho.

            – Debería partirte la cara. ¿Cómo se te ocurre venir aquí, hacerte pasar por mi sobrino y difamarme?

            – No tenía otro sitio donde acudir. Si te busca la policía, ¿dónde mejor que esconderse que en casa de un poli? Y además, algo tenía que inventar para que no sospechara tu familia. Habría sido muy extraño un huésped así por las buenas. Y mira, tienes un sobrino nuevo, crecido y que no necesita propinas. Una ganga.

            – Sigue hablando. Dame motivos para que te ahogue.

            – ¡Caray, tío! -Alex no podía contener la risa-, ¿eso has hecho?

            Francesc lo soltó de malas maneras.

            – Y vosotros preocupándoos -espetó-. Os dije que podíais estar bien tranquilos. Tiene más argucias que Lupercio Latrás.

            – ¿Quién? -se extrañó Alex.

            – Un jugador de básquet -respondió Rashid.

            – No sé quién es -Alex se encogió de hombros.

            – Escucha, Dani -dijo Francesc dudando seriamente entre ayudarle o matarle-. Tenéis prisionero a Norberto…

            – ¿El que pagó a aquel tío? -interrumpió Dani tocándose los incisivos con el índice.

            Rashid asintió.

            – Ya te contaré -respondió-. Es largo.

            – Parece ser que es uno de los cabecillas. Y aquí, los chavales tienen un plan.

            Dani se sentó a horcajadas en una silla y apoyó los codos en el respaldo.

            – Ah, eso está bien. Oigámoslo.

            Francesc lo taladró con la mirada.

            ¡Míralo, qué feliz! Iba allí, ponía a la familia patas arriba y luego se quedaba como un angelito.

            Su mujer ¡Cuando lo supiera! Su suegro tenía un bastardo que le había dado un sobrino al cual su marido había estado manteniendo durante años ¡Y ella sin enterarse!

            Si aquel día no se divorciaba no lo haría nunca.

            Dani asentía con la cabeza las explicaciones de los muchachos.

            – Igual resulta -comentó.

            – ¡Claro que resultará! -Alex estaba eufórico.

            Rashid tenía sus dudas.

            Francesc los mandó callar con un gesto. Había oído la puerta. Su hijo hablaba.

            – ¿Qué pasa? -preguntó Alex.

            – La galerna -respondió.

            Alex frunció el ceño sin comprender.

            – Su mujer, capullo -explicó Rashid.

            – ¿Quieres que lo aclare todo?

            Francesc volvió la cabeza.

            – ¡A buena hora!

 

 

51

            Dn. Miquel estaba asombrado.

            – ¿Quieres dejar de gritar?

            – ¡Ese cabrón lo sabe todo! -oía aullar por el teléfono a Joan. Impensable, horrendo aquel lenguaje en boca de un hombre culto-. Sabe quiénes somos, nuestros nombres, lo de ese político amigo tuyo… ¡Todo! Hizo hablar a ese alcahuete de Albert antes de pegarle el tiro y lo tiene grabado.

            – Tranquilízate, Joan. Llama a Norberto, él sabrá qué hacer.

            La aflautada voz de Dn. Miquel aún lo exasperó más.

            – ¡No está! No hay nadie en casa. Ha desaparecido.

            – Amigo mío, eso es imposible.

            – E…

            La voz se extinguió en la laringe de Joan. Abajo en la calle, un rapaz estaba pidiendo limosna.

            Joan apartó la vista de la ventana un instante.

            – Me están vigilando. La calle está llena de críos -la voz sonaba histérica.

            – Cálmate.

            – ¡No quiero calmarme! ¡Tú estás muy bien, estás a salvo! ¡Pero, ¿y yo?!

            Dn. Miquel tuvo que apartar el auricular del oído por el bocinazo.

            – ¿Has oído las noticias del televisor? ¿Eh? ¿Las has oído? Hace diez minutos decían que unos poceros han encontrado al abrir una cloaca a un hombre degollado. ¿Sabes quién era? El hombre que tenía que eliminar a ese maldito de Daniel. Degollado, Miquel. Son unos criminales, unos salvajes -estaba sudando-. Norberto, o ha huido o se lo han cargado también. ¡Y ahora vienen a por mí!

            No hacía más que mirar por la ventana con el rostro crispado.

            El muchachito levantó la vista.

            Joan retrocedió ocultándose.

            El rapaz torció el gesto pensativo. Estaba nublo pero no tenía aspecto de llover.

            Paseó la vista de un lado al otro mirando sin ver a la gente.

            Tuvo un ataque de tos.

            Que mierda de calle. No había recogido ni una libra.

            – Me vigilan -repitió como loro-. Esos asesinos quieren mi piel.

            Dn. Miquel se esforzaba inútilmente. En vano hacerle ver que con aquel plan Dani sería encarcelado e incluso muerto con un poco de suerte.

            – ¡No, Miquel! -la voz resultó ser increíblemente aguda. Dn. Miquel debió apartar nuevamente el auricular-. Eso será nuestra perdición. Te repito que lo sabe todo. Tiene infinidad de pruebas. Y si lo detienen o muere hará explotar la bomba. El cabrón lo tiene muy bien urdido. Debes detener el proceso.

            – No se puede detener así como así.

            – ¡Bien, pues yo me voy!

            Dn. Miquel intentó decir algo, pero Joan no le dejó.

            – Tú haz lo que quieras, pero yo me voy. No quiero que me corten el cuello como al tipo ese, o como a Albert, y quién sabe si Norberto o el “Chino”. Son asesinos, Miquel, asesinos.

            Colgó antes de que el otro dijera nada.

            Notaba los músculos abdominales contraídos en un nudo doloroso. Las manos le temblaban sudorosas, un sudor que bañaba todo su cuerpo y ensuciaba su delicada camisa asalmonada. La boca seca y los movimientos de manos y piernas rápidos y torpes. La respiración agitada.

            Volvió a mirar por la ventana.

            El chico no estaba.

            Bien. El coche y a volar.

            Abajo el rapaz cansado de pedir sin éxito se introdujo por la travesía. Se refirmó en el capó de un Mercedes metalizado viendo pasar los automóviles. Algún día, se dijo, él tendría uno, uno bien guapo y también pasaría a toda hostia como aquellos. Algún día…

            Algún día…

            Algún día moriría antes de haber vivido.

            Sus ojos se tornaron amargos. Sintió ganas de llorar, de hacer añicos aquel precioso Mercedes sobre el que estaba semisentado, de gritar, de aullar.

            Hacía tres días que no comía, que aquella tos le rasgaba el pecho cada vez que sufría un acceso, tenía fiebre y frío y hambre.

            Debería ir a Rashid. Quizá aquel tío que decían que había curado a Iván pudiera hacer algo por él. Pero aquello significaba acatar el liderazgo de aquel moraco.

            Tosió. Hizo una mueca de dolor.

            El orgullo en un pobre era mal compañero.

            Su salud era lo primero.

            Ahora tuvo un ataque. Tosió repetidas veces. El dolor del pecho fue insufrible, le obligó a cerrar los ojos oprimiéndoselo con el puño. Jadeó angustiosamente cuando terminó.

            Introdujo la mano en el bolsillo de la chupa que llevaba a pesar del calor.

            Un hombre que se dirigía al coche se detuvo al verle.

            Ambos se miraron mientras el rapaz cogía una cajetilla en la que guardaba un porro. Algo de dolor se le calmaba al fumarlo. Fue sacándola del bolsillo preguntándose por qué aquel hombre palidecía verdinamente, su rostro se crispaba.

            Como un idiota el muchacho vio al otro gritar “¡no, no!” como quien ve al diablo  e intentar cruzar la calzada, enloquecido, sin ver nada, sin fijarse si venían coches o no.

            El atropello no pudo ser más aparatoso.

            Se detuvieron los automóviles, acudieron personas y se pedía a gritos una ambulancia, aunque durante los primeros minutos nadie hizo nada efectivo salvo mirar y tocar aquel cuerpo muerto por si estuviera vivo.

            El mozalbete también se acercó. La cajetilla en la mano. Pobre hombre, ¿qué habría visto para aterrarse de aquel modo? Igual había tomado tripis.

 

 

52

            Dn. Miquel escuchaba el telediario satisfactoriamente mientras almorzaba. Al fin llevaban las de ganar. No comprendía los aspavientos de Joan. Ni le entraba en la cabeza aquel nerviosismo, que…

            – Pasemos a otra noticia. El conocido cirujano…

            La cuchara se le cayó de la mano sobre la sopa salpicándole su pulcra camisa de seda al oír la muerte de su socio.

            Un sudor frío ocultó la mancha del caldo.

            ¿Accidente?

            No. Eran ellos. ¡Ellos!

            Se secó la frente con la servilleta sin darse cuenta.

            – Dios mío, Dios mío -susurraba.

            Criminales.

            ¿Quienes se creían que eran?

            ¿Y qué hacía la policía? ¿Cómo permitían que homicidas tales camparan por las calles atentando a hombres honrados?

            ¿Accidente? No, no, ellos. Joan tenía razón en todo. Querían matarles, les acechaban. Y ahí tenía la prueba. En el mismo televisor. ¿Por qué no le detenían si era él?

            En el reportaje un arrapiezo comentaba entre toses como el otro había cruzado sin mirar la calle.

            ¿Sin mirar? Le habían obligado. Sí, obligado para que le atropellaran y hacer creer en un accidente. Pero era asesinato. La policía no valía para nada, ni la guardia civil, ni la justicia, cuando permitía que personas honestas fueran asesinadas tan impunemente.

            ¡Y a él también lo vigilaban ya! ¡Claro! Por eso había tantos vagabundillos por la costa aquel verano. No limosneaban, no, le vigilaban a él, acechaban el mejor momento para asesinarle también.

            Dn. X. era un imbécil, ¿cómo no se había dado cuenta, el alelado? Tenían el enemigo en casa. Había que huir, huir, antes de que un mocoso con andrajos terminara con él igual que al inocente Joan.

            Acudieron lágrimas a sus ojos, angustiado su sensible espíritu por aquella cruel muerte.

            Se levantó.

            Huir.

            Criminales, asesinos.

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