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08
noviembre
FALTA DE AIRE (8)

19

            ¿Cuánto tiempo llevaba así? No lo sabía a ciencia cierta.

            No se atrevía a quedarse dormido a pesar de que la inmovilidad y el silencio le incitaban a ello. Cuando el sueño le dominaba abría los ojos en la penumbra. Se pellizcaba con furia y repensaba su plan de ataque. Aquella gente aún no conocía a Iván, se decía para levantar sus ánimos ¡menudo era él!

            No podía dejarse dominar por el terror que le disparaba los latidos de su corazón y le agarrotaba los músculos. Debía controlarse.

            No quería pensar que no tenía ninguna posibilidad. No debía pensarlo.

            Una eternidad después oyó la puerta. Levantó ligeramente los párpados, lo suficiente como para ver a través de las pestañas. Pero sólo vio el techo. Alguien encendió la luz.

            – Sigue inconsciente -dijo una voz, ¿de qué la conocía?-. Ya te dije que lo cloroformaste demasiado.

            El otro gruñó. El cloroformo era un potente anestésico, pero de duración corta. Debería haberse recuperado ya. A menos que por la sobredosis le hubiera ocasionado una muerte súbita por arritmia.

            – Es un chico fuerte -se justificó el “Chino”-, fue preciso.

            – Eso es cierto -otra vez la voz primera-. Si por dentro está tan sano como por fuera, haréis un buen negocio.

            – Haremos -puntualizó el “Chino”-. Espero que tengas razón. Aun los más fuertes están desnutridos y sus órganos se resienten. La verdad es que no se cuidan nada. Muchos se drogan y no podemos aceptarlos, porque siempre existen infecciones, hepatitis y cosas de esas, e incluso alguno tiene el sida. Pero bueno, de ellos ya se encarga el bueno de Joan.

            Únicamente la conciencia de que su vida peligraba evitó que Iván hiciera el menor movimiento ante aquellas palabras. Aún después de todo lo que había visto y pasado en su corta e intensa vida, le parecía inconcebible que se pudiera hablar con tanta frialdad de una vida humana. No se le ocurrió pensar que tenían de ella el mismo concepto que un ganadero con sus reses cuando las llevaba al matadero.

            Tenía los nervios a flor de piel. Los pelos más cortos de su cabello se erizaban por la tensión. Tuvo que hacer un esfuerzo gigantesco para conseguir que sus músculos permanecieran relajados, blandos, dar la sensación de que continuaba dormido. Los más difíciles eran los faciales. Sentía unos latidos fuertes, enormes, más abajo del corazón como si fuera el bazo quien se contraía y los músculos de su frente pugnaban por arrugarse y los del rostro por crispar su cara.

            De pronto sintió picores. Un prurito intenso que iba extendiéndose por todo su cuerpo. Es el miedo, pensó. Pero miedo o no, el caso es no podía soportarlo. Deseaba rascarse.

            No debía.

            No le convenía el menor movimiento. Aún estaban lejos.

            Sólo oía dos voces. Aquello le tranquilizó un mínimo. Habría sido mucho más difícil con tres.

            Los sintió acercar.

            Su respiración se aceleró.

            Estaban a su altura.

            Intentó controlar sus pulmones.

            Uno apoyó la mano en la camilla.

            Iván saltó como un resorte.

            No habría sabido decir cómo lo consiguió. Quizá fueran los nervios. Pero al tiempo que daba un puntapié con todas sus fuerzas en el rostro, al que lo bajaba para inspeccionarle, al otro tipejo le golpeó con los dos puños en la boca del estómago. Lo único de lo que sí tuvo verdadera consciencia es que tan pronto estaba tumbado en la camilla como corriendo, igual que un cohete, por los pasillos del hospital buscando una salida.

            Oía como en sueños algunas voces y algo que le golpeó en el costado que hizo que se tambaleara, luego otro ruido de algo chocando contra la pared y otro contra su espalda, que estuvo a punto de derribarlo. Trastabilló unos metros antes de recuperar el equilibrio.

            Las fuerzas le abandonaban cuando descubrió la puerta. Fue como algo mágico, porque sintió cómo las recuperaba.

            Volvía a oír voces y veía borrosamente a algunos que intentaban detenerlo pero, sin saber exactamente cómo, conseguía desasirse de ellos.

            Alcanzó la puerta.

            La calle.

            Un auto casi lo atropelló y luego otro  en dirección contraria, pero consiguió huir sin percances y a oír las voces más lejanas y a perder nuevamente las fuerzas y a correr sin cesar, jadeando, agotado, sin resuello, moviendo los brazos y las piernas tan torpemente como una marioneta a medida que pasaban los minutos y a correr doliéndole el pecho por falta de aire hasta que el suelo se levantó de improviso para golpear su rostro.

            Caído cerca de un charco se dio cuenta que estaba herido. Le habían alcanzado dos balazos, aunque no había oído los disparos. Quizá porque utilizaron silenciador. Ahora sentía el dolor extendiéndose desde las heridas para abarcar todo su maltrecho cuerpo.

            Apenas podía moverse. Se sentía reventado. Intentó levantar la cabeza para averiguar dónde estaba. No pudo.

            Un dulce sopor le albergaba. Un agradable sueño que le llamaba y le invitaba a rendirse para conducirle hacia la paz.

            Hizo un esfuerzo para levantar nuevamente sin éxito la cabeza. Solo consiguió arrastrar la mejilla unos centímetros por el barro.

            Su aliento al salir por la boca levantó unas burbujas en un charquito de agua.

            Estaba tan cansado… y aquel bondadoso sueño seguía llamándole hacia el descanso y la apacibilidad.

            ¿Así que aquello era la muerte?

            Bueno, no le importaba. Ya era hora que alguien consiguiera acabar con su puñetera vida.

            No luchó más. Se dejó conducir hacia aquel mundo donde ya no se preocuparía de qué comería o con qué vestirse o si viviría al día siguiente.

 

 

20

            Dani terminó de explorar a Iván.

            La red que habían creado estaba dando sus frutos. Sin ella nadie habría advertido su secuestro, ni localizado el hospital a donde le llevaron, ni habrían visto su huida y mucho menos recogido. El muchacho habría sido un muerto más a las pocas horas. Así fue recogido trasladándolo a un edificio abandonado y atendido como pudieron mientras Rashid iba en busca de Dani. Este había cogido el maletín que se iba confeccionando poco a poco al ir comprando periódicamente instrumental médico.

            No había pensado en la gravedad del asunto.

            Ahora estaba asustado y había olvidado de golpe todos sus conocimientos. Era su primera urgencia real y estaba solo. Tenía la mente en blanco. No sabía qué hacer.

            Debía conservar la calma.

            Iván tenía una herida que le atravesaba el costado derecho, que no parecía requerir importancia. Pero la de la espalda era grave. La bala aún estaba dentro del cuerpo. Iván respiraba fatigosamente, pero de forma regular y no le surgía sangre por la boca. Aquello significaba que los pulmones estaban sanos. Tampoco le había alcanzado el corazón (habría muerto en el acto) ni ninguna arteria de importancia, porque aunque actuaron todo lo rápido que pudieron habría muerto ya desangrado.

            Aún así la hemorragia era considerable. Y la localización mediastínica peligrosa de intervenir.

            – Hay que llevarlo a un hospital -anunció. Era lo único factible.

            – No -respondió Rashid.

            Dani fue consciente que tenía las miradas de todos los chicos clavadas en él.

            – Es la única manera -dijo torpemente.

            – No -replicó otro de los muchachos.

            – Eres médico -dijo un tercero-. Cúralo.

            – No soy médico. Soy estudiante. Y esto me supera. No puedo hacer nada. La única forma de salvarlo es llevándolo a un hospital.

            – Si lo llevamos a un hospital -contestó Rashid en un tono que a Dani le recordó el de un viejo-, habrá que dar todo tipo de explicaciones.

            Será preciso un parte de lesiones, pensó Dani, y avisarán a la policía al ser de bala. Comprendió el temor de aquellos chavales.

            – Me han informado -continuaba Rashid- de que le acusan de haber entrado a esa clínica a robar. Si lo llevamos a un hospital irá a la cárcel.

            – Es mejor eso a que muera.

            – No -le oyó replicar entre los abucheos que generaron sus palabras-. Para él no. Tú no lo conoces. No sabría adaptarse, le pasaría como esos animales salvajes que cazan para encerrarlos en jaulas y se dejan morir.

            Aquello era una exageración, se dijo Dani. Pero Rashid estaba convencido de sus afirmaciones.

            – ¿Qué te pasa ahora? -gritó uno-. Tú nos metiste en esto.

            Fue como si le hubieran clavado un cuchillo por la espalda. Dani no supo qué responder.

            Entretanto la vida de Iván se escapaba lentamente. Estaban perdiendo el tiempo, pero ¿qué podía hacer él? Se veía torpe, incapaz de hacer algo positivo. El no era cirujano, ni tenía experiencia. Había realizado prácticas de quirófano, sí, pero no tenían nada que ver con aquel caso. Únicamente había hecho de tercer ayudante en intervenciones de colecistectomías. ¿Qué se sabía él de cirugía mayor? Ni siquiera era médico, aún le quedaban casi dos meses.

            Médico.

            ¿Había sabido realmente alguna vez lo que significaba aquella palabra? Tener la vida de una persona en sus manos. Jugar con ella a través de sus pobres conocimientos.

            El no era Dios.

            Tuvo miedo.

            Sintió pánico al descubrir abruptamente toda la responsabilidad que la Medicina conlleva.

            Deseó escurrir el bulto. Encontrar una excusa, una agible, que le librara de aquello, o la sabiduría suficiente que les convenciera que no podía. Pero aquellos ojos críticos, duros, le bloqueaban la mente.

            – No me siento capaz -reconoció-. No sé lo suficiente.

            – Inténtalo al menos -la voz de Rashid era una rara mezcolanza de mandato y súplica.

            – Rashid -le costaba enlazar las palabras-, puedo matarlo.

            – No te preocupes -contestó el chico irguiéndose en toda su estatura-. No vamos a denunciarte. No somos como esos que ante el menor fallo médico os llevan a juicio a ver lo que pueden sacar.

            No podía convencerles.

            Iván empeoraba.

            Dejó de luchar.

            Nunca había rezado, pero aquel día se encomendó a Dios.

            Era una locura. Sin experiencia, sin más instrumental que su estuche de disección nuevo y el aparato de la tensión, sin anestesia, aunque ésta quedara paliada por la inconsciencia del muchacho, sin un quirófano estéril…

            Estaba sudando.

            Se resignó.

            – Necesitaré más luz -tartamudeó. Trató de no evidenciar su terror-. Y un ayudante.

            En un papel escribió el nombre de Montse y su dirección. Ordenó a un chico que fuera a buscarla, que le dijera que la necesitaba, que se trajera algún instrumental si tenía en casa… Y rezó porque creyera al chaval.

            Echó un vistazo alrededor, empezaba a sentirse más sereno a medida que aceptaba la situación. Aquel sitio estaba bien. Bueno, bien. Estaba fuera de miradas indiscretas por mucho que lo iluminaran. Y estaba bien construida aquella habitación, no existían grietas como en los otros dormitorios, con lo que no había corriente de aire. Sanitariamente… sin comentarios.

            – Uno me tendrá que acompañar a la farmacia más próxima, pero no quiero que entre; que se quede fuera.

            No quiso exponer sus razones, pero es que despertarían sospechas con aquellos andrajos.

            Necesitaría suero y… lo mejor un Valu-Set y gasas y vendas… quizá sutura…

            Pero no podía coger todo lo que necesitaba en la misma farmacia. Les parecería extraño. Harían preguntas.

            Cuando regresó se sorprendió al ver todo iluminado a base de linternas. No quiso preguntar de dónde las habían sacado, pero ya vio, en los periódicos del día siguiente, la sorprendente noticia del extraño robo de linternas en varios establecimientos.

            Les indicó donde colocarse y como iluminar.

            Iván estaba más pálido. Le puso la mano en la frente. Tenía un sudor frío y pegajoso.

            Desinfectó con yodo la flexura del codo después de localizar la vena. Le conectó suero fisiológico a una velocidad intermedia colgándolo de un clavo. Inyectó endovenosamente una ampolla de Caprofides Hemostático.

            El suero estaba bien, pero necesitaría un expansor del volumen sanguíneo.

            – ¿Un qué? -preguntó Rashid.

            – Un sustitutivo de la sangre.

            – Yo me encargo de eso.

            – Si lo robas sospecharán para quien es -dijo prudencialmente Dani-. Los que le han herido son del ramo.

            – No si son muchas cosas las que se roban -sonrió Rashid-. Apúntame el nombre de lo que necesitas.

            Arramplaría con media farmacia si era preciso.

            – ¿Quien tiene armas? -preguntó.

            Aparecieron tres.

            – ¿Los necesitas para que te alumbren?

            Dani negó.

            – Venid, pues.

            Dani los vio alejarse. Cuatro mocosos que se perdían en las negruras de la noche. Podían sacarse muchas lecciones de su comportamiento, de su unión y de su resolución a pesar de su corta edad. Pero no era el tiempo. Tenía otra cosa muchísimo más importante que hacer.

            Se volvió hacia el herido.

            De pronto se sintió más resuelto, quizá por el ejemplo que acababa de contemplar.

            Le tomó el pulso. Era débil, rítmico, de 146 latidos por minuto y una taquipnea de 40. El relleno capilar muy disminuido.

            – ¿Qué ocurre aquí?

            Volvió la cabeza al oír a Montse.

            – No quería venir. Yo y este hemos tenido que obligarla -repuso un pecoso de quince años jugando con una navaja abierta.

            – Tiene una bala en el mediastino -anunció Dani-. Tienes que ayudarme a sacarla.

            – ¿Aquí? -se escandalizó Montse-. Tú has perdido la cabeza. Además, no eres médico.

            – Por eso te necesito. Eres una auxiliar muy buena.

            – Lo que me pides es trabajo de ATS. No puedo ayudarte.

            – Sabes más que cualquiera de éstos.

            – Llévalo a un hospital.

            – No puedo. Montse… -el tono era desesperado-. Luego haz lo que quieras, denúnciame si quieres, llévame a la cárcel… lo que quieras. Pero ahora ayúdame.

            Montse no reconocía a Dani. Nunca creyó que pudiera comportarse así.

            – Dani, está en shock. Dale más velocidad a ese suero.

            Dani lo hizo.

            – ¿No tienes otra cosa mejor?

            – Estoy esperando Ringer-Lactato.

            Montse aún dudó un instante mientras veía a Dani preparar el instrumental. Movió la cabeza. Estaba en juego su carrera. Pero aquello era importante para Dani, lo suficiente como para no importarle la suya propia. Si el joven no se había vuelto loco algo grave debía estar obligándole a comportarse como lo hacía.

            Tomó la tensión a Iván.

            – 60/40

            – Descúbrele el torso.

            Montse cortó la camiseta a Iván desnudándole de cintura para arriba. La herida del costado ya estaba taponada  por los chavales. Hizo un gesto de desespero. Aquello era una chapuza aunque hubiera cortado la hemorragia. Rehízo la cura todo lo estéril que pudo.

            – Ahora boca abajo.

            Entre tres lo volvieron suavemente.

            Dani se aproximó con el instrumental desinfectado con Mercryl Laurilé y secado con gasas estériles.

            – Al menos llevas guantes.

            Dani no prestó atención al velado reproche.

            – Cámbiale el suero, se está acabando -fue su única respuesta.

            Ordenó que le alumbraran bien.

            Repasó mentalmente los órganos que iba a encontrar. Los pulmones, el corazón, la aorta, la pulmonar, el esófago… ¿Estaría este último afectado? No, tampoco. La perforación esofágica le habría ocasionado una mediastinitis fulminante, que en aquel tiempo ya le habría matado.

            No tenía ningún órgano afectado, lo cual no era lógico dado el punto de entrada. De haber seguido una trayectoria rectilínea alguno de ellos, con seguridad los pulmones, estarían lesionados. Se preguntó si la bala habría chocado contra alguna costilla. En casos en los que el proyectil impactaba contra un hueso solía desviarse en direcciones tan sorprendentes como indescriptibles.

            Inspeccionó a Iván buscando alguna costilla fracturada. Si era así habría que extraer aquellos fragmentos para evitar las infecciones.

            Su rostro fue un poema.

            No parecía tener tampoco ninguna costilla lesionada.

            Era incomprensible.

            Su mente buceó en los libros que había consultado para el examen de Medicina Legal. Se acordó de un párrafo que decía que la búsqueda del proyectil era a menudo muy dificultosa, ya que podía ocupar lugares inverosímiles por mecanismos no siempre bien explicados. En tales ocasiones era necesaria la ayuda de los rayos X para su localización.

            Aquel era el caso de Iván.

            Iba a necesitar mucha, muchísima suerte.

            Introdujo lentamente la pinza por el agujero.

            No sabía si sudaba de miedo o por el calor que irradiaban las linternas.

            – ¡Aquí traigo los frascos!

            La mano de Dani se convulsionó.

            Aún inconsciente Iván exhaló un gemido.

            – ¡NO VUELVAS A SOBRESALTARME! -aulló Dani.

            Rashid palideció mortalmente.

            – Perdona -balbuceó.

            ¿Le habría lesionado algún órgano con las pinzas?

            Pidió las constantes a Montse. Se tranquilizó al comprobar que no habían variado lo más mínimo.

            – ¿Cuánto has traído? -preguntó ahora Montse a Rashid.

            – Dos frascos, no había más -aún le temblaban las piernas por el grito de Dani.

            – Y todo eso -añadió uno de los chicos, un tal Alex, señalando un montón de medicamentos.

            – Dos litros -calculó la auxiliar-, necesitaremos más.

            – Bueno -replicó Alex quitando importancia-, hay más farmacias.

            Si le llegan a pinchar a Montse no le sacan sangre.

            Cambió el suero por el Ringer-Lactato. Velocidad rápida.

            Estaba soñando y aquello era una pesadilla. No podía ser real. No podía ser cierto lo que veía. A Dani arrodillado en el suelo, para extraerle una bala a un crío, con otros iluminando a base de linternas y unos golfillos hablando de atracar farmacias como quien roba un caramelo.

            – Pulso.

            La voz le volvió a la realidad.

            – 130.

            – Le ha disminuido. Tensión.

            – 70/45. ¿Encuentras la bala?

            Dani se secó el sudor del rostro con el brazo.

            – No.

            Tenía la boca seca.

            Sacó la pinza. La miró con desaliento.

            – Es corta.

            Montse puso el segundo Ringer. Para evitar la evolución del shock se precisaban al menos la administración de dos litros de Ringer-Lactato entre 5 y 10 minutos.

            Dani miraba al herido. Quizá fuera mejor dejarle la bala. Si hacía alguna incisión con el bisturí sería peor el remedio que la enfermedad en aquellas condiciones. La idea de dejarle la bala dentro del mediastino tampoco le gustaba. A saber si se quedaría quieta o tendría algún movimiento afectando entonces a los órganos.

            Se mordió el labio inferior. Respiraba por la boca, a través de los apretados dientes. Una gota de sudor se escurrió desde las sienes a la barbilla. Se secó con el hombro.

            Movió la cabeza negándose a sí mismo sus pensamientos y entonces sus ojos se quedaron quietos en un punto. ¿Qué era aquello? Tocó suavemente con el dedo.

            – 127 de pulso.

            Ni se enteró. Estaba ensimismado. ¡Qué imbécil! La bala había entrado como le había dado la gana, la muy… No terminó el pensamiento. Estaba alojada cerca de la clavícula y lo suficientemente cerca de la piel como para abultar en ella.

            Se acordó de la bala y de quien la fundó.

            Sonrió. Ya la tenía.

            – Dame el bisturí.

            La voz era animada.

            Cortó. Una incisión profunda.

            – Las pinzas.

            Las movió.

            – Ya -la voz le salió como en un éxtasis. A través de la estructura metálica del instrumental sentía que la había cogido.

            Extrajo la bala lentamente. Con mimo.

            La miró con euforia.

            La dejó caer al suelo. Un niño la recogió y pronto estuvo rodeado de otros curiosos. La bala corrió de mano de mano entre cuchicheos.

            – Pulso.

            – 120

            – Tensión.

            – 80/60

            – Relleno capilar.

            – Disminuido, pero más normalizado.

            También el aspecto de Iván era más óptimo. El ritmo respiratorio de 30 por minuto.

            Había salido del shock.

            Le habría gustado reír y bailar gritando, pero aún quedaba mucho por hacer.

            Faltaba poco para amanecer cuando terminaron todo el trabajo. Le habían puesto un litro más de Ringer. Ahora tenía otro de suero fisiológico a velocidad lenta.

            Dani estaba cansado, aunque más por el stress que por otra cosa.

            En aquellos momentos Iván estaba con una taquicardia de 110 y una tensión de 90/65. Todo un éxito teniendo en cuenta las circunstancias.

            Sonrió a Montse. La joven tenía unas pequeñas ojeras. Luego a los muchachos. Se habían estado turnando en sostener las linternas.

            – Id a descansar -les dijo-. Ya me quedaré yo a vigilar su evolución.

            – No -contestó Rashid-. Id vosotros. Lo necesitáis más. Algunos hemos dormido por turnos. Ya nos quedaremos nosotros. Nos dices lo que hay que hacer y vale.

            Montse salió sin chistar del cuarto seguida de Dani.

            – No sé cómo darte las gracias -murmuró el joven buscando su boca con sus labios.

            Ella le apartó con la mano. Su rostro era serio. Ahora que había pasado todo no pensaba callarse.

            – Mira, no sé en qué estás metido. Pero no me gusta.

            Dani pensó un instante lo que debía decir.

            – Escucha -dijo algo inseguro-, sé que debería explicártelo, pero no puedo. Solo te pido que confíes en mí.

            – ¿Que confíe en ti? -ya no podía estar más mosca- ¿A santo de qué? Tú no confías en mí sino me lo explicarías. ¿Qué poder tienen esos desandrajados sobre ti?

            Estaba enrojeciendo. Dani no respondía.

            – Me sacas de la cama para atender a un chiquillo que probablemente morirá por mal atendido. ¿Sabes lo que es negligencia? ¿Te das cuenta de lo que hemos hecho? Ese crío tendría que estar en un hospital y no aquí. Tendría que haberlo visto un médico. Has hecho un buen trabajo, lo reconozco, pero no podías hacerlo, no debías. Si se muere será culpa tuya, nuestra. ¿Has pensado en esto?

            – Sí, he pensado -Dani se sentía imbele-. He hecho la única opción que tenía, créeme.

            Aquello era bien cierto. Montse no lo dudaba. Lo conocía muy bien.

            – ¿En qué estás metido?

            Dani no contestó.

            Lentamente los ojos de Montse se volvieron fríos.

            – ¿Qué te sucede, Dani? No te conozco.

            Los labios de Dani temblaron cuando abrió la boca.

            – No te lo puedo decir. Es mejor que no sepas nada -y luego repitió sintiéndose idiota-: Sólo te pido que confíes en mí.

            Montse negó con la cabeza.

            – No puedo. La vida humana es algo muy serio. No puedo ver como tonteas con ella.

            Aunque no lo dijo Dani tuvo la sensación de que aquello significaba la ruptura.

            La vio alejarse. Por un momento se sintió impotente, luego algo dentro de él se rebeló. ¿Qué estaba haciendo? ¡Imbécil, llámala, no dejes que se vaya!

            Pero no se movió.

 

 

 

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