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01
noviembre
FALTA DE AIRE (7)

17

            El bullicio del bar siempre le había molestado, principalmente porque no oía apenas lo que le decían en las conversaciones. Sin embargo, a aquellas horas aún existía tranquilidad, lo cual era de agradecer.

            Echó un vistazo alrededor indiferentemente. En la barra uno hablaba con el camarero sobre algo de futbol, creía, por los aspavientos de los brazos. En la esquina otro, borracho, estaba incordiando a un hombre, que debía tener más paciencia que un santo, puesto que aguantaba estoicamente sus peroratas. Al fondo estaba una pareja de novios, conversando tranquilamente; las manos unidas. Se acordó cuando cortejaba a su esposa. En aquel instante le pareció algo muy lejano y se preguntó cómo habrían sido sus recuerdos si nunca hubiera conocido a Santi.

            Aquello era agua pasada, se dijo.  A la vez que volvía a sentir la dulzura de aquellos momentos se entremezclaba la amargura que tuvo al descubrir el daño que había hecho, involuntariamente, al muchacho.

            Como decía Dani lo mejor era que lo olvidara de una vez. No le beneficiaba en nada seguir recordándolo. Pero la intromisión de aquel joven junto con su noticia de la boda de Santi hacía más vívidos sus recuerdos.

            Lo vio acercarse al bar por la ventana. Sintió un arrebato contra él. Tenía un carácter muy especial aquel hombre, pensó. Había que amarlo u odiarlo. No podía existir término medio con él, al menos en lo poco que lo conocía.

            Dani entró en el bar. Miró un instante a los lados para localizarlo. Se acercó. Saludó.

            – ¿Algo nuevo? -preguntó el comisario al tiempo que Dani se sentaba.

            – No, nada. Está todo muy tranquilo. Me pasan informes cada día, pero no hay nada. Parece que el tipo ese se ha tomado unas vacaciones.

            Pidió una cerveza.

            – ¿Y usted, ha encontrado algo?

            – El neumático ha resultado ser una pista falsa. Y en cuanto a la bala es de 8 mm tipo ordinaria.

            – ¿Y eso qué quiere decir? No entiendo de armas.

            – La bala ordinaria es la normal, o sea la de plomo endurecido. El que sea del calibre ocho indica, en principio, que puede haber salido de una carabina, como las empleadas en el tiro olímpico.

            – ¿Qué distancia?

            – Quizá 300 metros, aunque puede haber disparado desde más cerca. Hemos empezado a investigar todas las licencias que poseen este tipo de arma, pero aún no hay nada en concreto.

            Dani asintió con la cabeza mudamente. Frunció el ceño indeciso.

            – Escuche -bajó ligeramente la voz-, quizá no tenga nada que ver. No pensaba decírselo por si estoy equivocado. Pero he recogido por parte de los chicos toda la información que he podido sobre los tres asesinatos.

            – ¿Y qué ha descubierto?

            – Nada.

            Francesc hizo un gesto raro, como si tuviera ganas de soltarle un sopapo.

            – Excepto que dos eran drogadictos -prosiguió Dani- y otro un niño pequeño con signos de raquitismo.

            – ¿Y eso es una pista?

            – Usted es el policía.

            Lo dicho. O había que odiarlo o amarlo.

            – El caso es que, hablando con unos y con otros -narraba el joven ajeno al humor del comisario-, salió el tema de los desaparecidos. Según las descripciones, eran chavales sanos, estaban bien de salud y no tomaban tóxicos.

            – La cerveza -dijo el camarero.

            – Gracias. ¿Está pagado lo suyo?

            – No.

            Dani pagó las dos consumiciones.

            – ¿Estás dando a entender -tuteó Francesc cuando se alejó el barman-, que puede existir relación?

            – Sería mucha casualidad esa distinción de “enfermos” y “sanos”, por decirlo de alguna manera.

            Francesc no respondió.

            – ¿Cuándo fue la última desaparición? -preguntó después de meditarlo.

            – Dos días antes del último asesinato.

            – Dos semanas.

            – Exacto.

            – ¿Cual es el ritmo de desapariciones?

            – Ninguno fijo. A veces un día, a veces un mes e incluso un año. Supongo que irá en relación a las necesidades de órganos.

            Aquello no ayudaba. Francesc había tenido la esperanza de poder relacionar los asesinatos con las desapariciones. No obstante la distinción de “enfermos” y “sanos” como decía Dani indicaba que algo existía entre ellas.

            – Muchacho, si estás en lo cierto, estás convirtiendo a todos los de tu clan en sospechosos.

            Dani asintió nuevamente con la cabeza. No parecía muy contento.

            – Habrá que averiguar -continuó el policía- las intervenciones por trasplantes en todos los hospitales en los últimos años y comprobar en cuales ha habido un incremento últimamente.

            – No le será fácil -inquirió Dani-. Lo más probable es que tengan documentos falsificados en los que se cedan dichos órganos. Y si esa gente tiene el poder económico suficiente como para tener clínicas propias, casi seguro que esos documentos estarán firmados y avalados por abogados.

            – Estás sugiriendo una red de tráfico de órganos infantiles en la que están implicados médicos y abogados.

            – Como mínimo.

            – Yo también me lo temo -repuso pensativo Francesc-. Pero… pero es tan increíble que alguien que sea médico pueda hacer algo así.

            – La avaricia del dinero hace mucho.

            El comisario lo contempló escéptico.

            – Tienes peor concepto de los médicos tú que yo. Y eso que eres del ramo.

            – Quizá por eso los juzgo con más dureza -murmuró Dani dolido-. La verdad es que me jode, hablando mal, que algo que aprecio realmente, no sea perfecto

            Francesc tuvo un ramalazo de simpatía hacia aquel inconversable.

            – Los médicos son humanos -sugirió-. Tienen aciertos y errores. No condenes a toda la Institución por lo que hagan unos pocos. ¿Cuántos pueden ser? ¿Cinco? Pon veinte. ¿Qué significan veinte médicos frente a veinticinco o treinta mil que habrá en toda la provincia? No representan ni un uno por ciento de todo el estamento médico. ¿Vas a condenar al cien por cien, por menos de un uno?

            Dani no contestó.

            – Eres demasiado radical, Dani -dijo afectuosamente Francesc.

 

 

18

            Iván no tuvo la menor oportunidad. Se sintió cogido por detrás y que le tapaban nariz y boca con un pañuelo. Tuvo la sensación de un olor extraño, aunque no habría podido asegurar si era real o producto de su imaginación. Se revolvió y luchó por librarse de los fuertes brazos que lo aprisionaban. Terminó por convulsionarse cada vez más débilmente, notando angustiado que las fuerzas le desaparecían, las piernas le flaqueaban. A los pocos segundos su cuerpo colgaba inerte entre los miembros del hombre.

            Cuando abrió los ojos el muchacho estuvo un rato desorientado, antes de recordar lo que había pasado, observando incrédulo la habitación. Estaba totalmente embaldosada hasta el techo.

            Al recordarlo se sentó de un bote. Se llevó una mano a la frente y cerró los ojos al sentir un ligero mareo. Se le pasó.

            Estaba en una camilla.

            Sus ojos recorrieron las vitrinas cerradas. Se aproximó. Instrumentales médicos. Sintió que aumentaba su sudoración. Un hospital. El estómago se le contrajo al tiempo que sus pulsaciones aumentaban.

            Comprendió. Había ocurrido lo que tanto había temido siempre. Apretó los dientes con decisión. ¡Ah, pues! Con él no lo tendrían fácil. No  permitiría que le hicieran pedacitos como a un gilí.

            Introdujo la mano en el bolsillo buscando la navaja. Juró con consternación al no hallarla. Aún sabiendo que no iba a encontrarla rebuscó con desesperación por todos los bolsillos.

            Nada.

            Los cabrones le habían dejado limpio.

            Aquello le enfureció.

            ¡Igual daba! No iban a hacer lo que quisieran tan ricamente.

            Se sentó en la camilla pensando cómo podría escapar. Se acercó a la puerta. Estudió la cerradura. No podía hacer nada. Estuvo a punto de darle un puñetazo a la puerta de pura rabia, pero se contuvo. No le interesaba que supieran que había recobrado el conocimiento.

            Volvió a tumbarse procurando quedar en la misma posición que antes. Cerró los ojos. Si fuera uno, todo lo más dos, los que entraran a buscarle quizá pudiera sorprenderles, quizá pudiera alcanzar la puerta y quizá…

            El más joven de los dos paseaba nerviosamente por el despacho.

            – No me gusta esto -comentó-. Si llego a saber en qué consistía este asunto, cuando me has hablado esta tarde, no habría aceptado.

            – No seas imbécil, Albert.

            – Tío, conozco a estos chicos.

            – Esto es más lucrativo que hacerlos prostituir.

            – Aún con todo no me gusta. Me siento un asesino y más conociendo a esos críos. Algunos son buenos chavales.

            – Ninguno es de fiar. Te lo digo por experiencia.

            – Pocos hay como Santi, tío. No tienen tantas pelotas.

            La última frase crispó el rostro del “Chino”. Albert vio contraerse las cicatrices que cubrían aquella contrahecha cara. Se preguntó qué habría de cierto en aquella historia. Se rumoreaba que, antes de la delación, la piba del “Chino” le había puesto los cuernos con Santi. Al descubrirlo el “Chino” le había mutilado el rostro y Santi casi le había matado a golpes. Cómo fue la pelea no lo sabía, quizá el muchacho lo pilló desprevenido, pero el caso es que fue el detonante que terminó con el chivatazo de Santi y el desmantelamiento de la red de prostitución juvenil.

            Sí señor, Santi demostró tenerlos bien puestos. El no se habría atrevido. Incluso ahora seguía temiendo al “Chino”. Su rostro desfigurado por las patadas del muchacho imponía ahora más que antiguamente, sobre todo cuando clavaba aquel ojo muerto, blanquinoso, en los de uno.

            Tampoco era el rostro en sí lo que hacía temblar en su interior a Albert. Era el odio que reflejaba cada vez que el “Chino” se acordaba de Santi. Era un odio enfermizo que rayaba en la locura.

            Lo primero que hizo cuando salió de la cárcel fue matar a su antigua piba en un vano intento de hacerle confesar dónde estaba Santi. Luego hizo desaparecer el cuerpo.

            Empezó a trabajar en la sociedad de D. Norberto. Había sido su antiguo jefe en la red de prostitución y le había compensando económicamente su silencio en aquellos cuatro años que permaneció en la cárcel, consiguiendo al final que alguien certificara su buena conducta y conseguir así la libertad vigilada.

            El nuevo negocio de D. Norberto era más seguro y le gustaba más. Le permitía interrogar a los chicos que habían conocido a Santi, sin dañarlos internamente (la mercancía era delicada) antes de ser intervenidos quirúrgicamente. Descubrió un placer morboso en dejarse llevar por la violencia, para contenerse en el último momento y no ocasionarles ninguna fractura de órganos.

            Una excitación enervante se concentraba en su entrepierna cuando veía los ojos de aquellos críos brillar de terror, llorando, moqueando incluso, pero siempre gimiendo y suplicándole, jurándole pusilánimes que no sabían dónde estaba Santi, ¡Oh, sí que lo sabían, él les haría hablar! Otros, los más detestables, negaban conocerle. Pero aquello era lo de menos. Sentía un gustazo enorme, disfrutaba martirizándoles sin dañarles interiormente y, cuando llegado el momento, dormían para siempre al niño en el sótano debía, siempre, ir en busca de una fulana con quien apagar su fuego, cuando la urgencia no hacía apagárselo él mismo.

            Albert se maldecía, no debía haberse dejado enredar por el “Chino”. Aunque lo había hecho más por temor hacia él que porque le agradara la idea. Todos aquellos chicos… sintió que se le revolvía el estómago.

            Se acordó de Iván, encerrado en un cuartucho. Una Sala de Autopsias de la cual sólo D. Miquel conocía su existencia en la clínica. Allí era donde los mataban y extraían los órganos para que los médicos, que operaban, pudieran trasplantar, ignorantes totalmente de su procedencia real.

            Los muchachos eran asesinados por aquel hombre delicado, de inmaculada corbata de seda, extrayéndoles los órganos con ternura, depositándolos en las bandejas con el mismo amor que una madre deja a su recién nacido en la cuna. Luego los almacenaban para su conservación, utilización o distribución.

            El cuerpo pasaba a los crematorios clandestinos de la sociedad.

            Sólo de pensar en aquello sentía Albert como se tornaba su rostro ceniciento.

            ¿Cómo podía haber aceptado? ¿Cómo seguía permaneciendo allí sabiendo lo que sabía ahora?

            Notó el ojo sano del “Chino” clavado en él.

            Supo que no tenía otra opción. Mejor que murieran los chicos que él. Después de todo iban a matarlos igual, ¿de qué servía perder su vida?

            Le sobresaltó el ruido de la puerta cuando la abrió el médico. Su bata blanca brilló a la luz de la lámpara.

  1. Miquel cerró tras sí. Caminó en silencio con unos pasos lentos hasta su escritorio en donde se sentó. Apoyó los codos en la mesa y unió los dedos a la altura de su frágil cuello.

            – Caballeros -dijo-. Se trata de que interroguen a ese muchacho que han traído. Quiero el nombre de quien los dirige.

            El “Chino” asintió con un gesto.

            – Por favor -musitó D. Miquel melifluamente-, les agradecería que tuvieran la bondad de no ensañarse en demasía con el chico. Lo he inspeccionado antes y parece un jovencito sano y fuerte. Necesitamos sus órganos. Un buen hijo de familia precisa sus riñones para subsistir. Por supuesto, serán recompensados debidamente.

            Albert sintió frío. ¿Era posible que aquel hombre educado y de finos modales…?

            Detrás del asiento del despacho existía una réplica de la Inmaculada de Aranjuez, de Murillo.

            – No se preocupe D. Miquel -dijo el “Chino” y luego añadió presentando-: Este es Albert, señor. Ha empezado a trabajar con nosotros hoy.

  1. Miquel extendió la mano estrechando fofamente la de Albert.

            – Estamos muy contentos con su compañero, señor Albert. Trabaja muy bien, aunque tiene ciertas aficiones cuyos gustos no comparto. Espero que sea igualmente digno de nuestra confianza.

            Albert murmuró confusamente algo de que no se arrepentirían. Se sentía enfermo.

            – Una vez conozcamos al fulano, ¿qué hacemos con él?

  1. Miquel ajustó con lentitud sus lentes de montura de plata.

            – Interpélenlo. Queremos conocer lo que sabe.

            – ¿Y luego? -preguntó Albert imaginando la respuesta.

            – Señor Albert, con el tiempo irá descubriendo que me satisface comprobar que mis empleados también poseen iniciativa.

            “Los médicos tenemos una desagradable misión, cual es el bienestar de la sociedad -continuó D. Miquel en un tono de dulzura empalagosa y actitud bienaventurada-. Es delicado tener que enjuiciar quien es digno y útil a la sociedad y quien no. Con nuestro trabajo, no siempre bien comprendido por la masa, que gusta menospreciar y odiar a mentes más privilegiadas, no obstante el beneficio que se consigue en pos del bien común, intentamos lograrlo.

            “El propio código deontológico de nuestra difícil profesión dice que la profesión médica está al servicio del hombre y de la sociedad. Tal es nuestra cruz cuando nos vemos obligados a sacrificar unas cuantas vidas de menesterosos por el bien y la supervivencia de otras, que lograrán, con su amor y esfuerzo, mejorar este valle de sufrimientos y lágrimas que es el mundo.

            El “Chino” asentía camelado con la cabeza las palabras que surgían de aquella boca, que a Albert se le antojaba negra y profunda.

            – ¿Y qué conseguimos a cambio? ¡Ingratitud! Los mismos que nos alaban por los bienes que aportamos salvando vidas, nos echarían los perros, sí, los perros, si descubrieran los métodos que empleamos para salvaguardar su propio bienestar. La prueba, sin ir más lejos, está en ése que está organizando a esos críos para imposibilitar nuestra labor sanitaria.

            Y D. Miquel continuó hablando, tomando prestadas todas las ideas de su socio Joan, compartidas por él desde que las oyó semanas atrás, observando con ojos lánguidos el efecto que éstas producían en sus acólitos.

 

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