Sin Comentarios
11
octubre
FALTA DE AIRE (4)

8

            Albert contó el dinero. Le tendió unos billetes.

            – Tu parte.

            Rashid los cogió guardándoselos en el bolsillo posterior de los descoloridos vaqueros con el rostro mustio.

            – No pareces muy contento. ¿No ha ido bien?

            – Prefiero no hablar de eso -contestó secamente.

            No se detuvo mucho tiempo. Bajó las escaleras y enfiló hacia su refugio. Estaba en las afueras, a medio kilómetro de donde se encontró el segundo cuerpo. Caminó despacio, con el oído alerta y el miedo en el cuerpo bajo aquella oscuridad.

            Entró con precaución. Escondió el dinero. Estiró un roto y desmadejado jergón y se tendió sin desvestirse.

            No tenía sueño. Aquel tipo, Dani, le había puesto de mal humor. Pero no le faltaba razón. No deseaba morir y le gustaría ajustarle las cuentas a aquel criminal. Lo malo es que no se ganaría nada. Saldría otro. Siempre salían más. Estaban condenados a morir jóvenes y los que conseguían sobrevivir era para convertirse en delincuentes que estaban un día en la calle y tres en prisión. Así que si bien era cierto que no quería morir tampoco le hubiera importado; para la vida que le esperaba.

            Unas lágrimas acudieron a sus ojos. No luchó contra ellas como otras veces. Estaba sólo y no le importaba llorar. De haber habido alguien más se habría guardado mucho. No se podía mostrar debilidad si uno quería sobrevivir.

            Se acordó de su familia, de su país. Se asombró al comprobar que apenas podía visualizar sus caras. ¿Tanto tiempo había transcurrido? A ver, ahora tenía catorce y entonces… doce, no, once. En tres años había vivido toda una vida.

            De pronto deseó drogarse, como hacían otros, quizá así olvidara. No iba a solucionar nada, lo sabía, pero mientras estuviera colocado no pensaría. Odiaba las noches por eso precisamente, porque le hacían pensar.

            Recordó los días en que mendigaba. Hasta para eso existía racismo, porque un niño gitano o que lo pareciera recibía menos limosnas que uno blanco y lógicamente muchas de las mafias organizadas, en cuestión de mendicidad, no querían saber nada de niños gitanos, ya que repercutía en los beneficios. ¿Cuántas vueltas no había dado hasta poder mendigar? Rechazado por unos y otros, sin un sitio fijo donde pedir limosna. Al final lo consiguió y fue para descubrir que su parte era menor que la de los chicos blancos porque él también recogía menos. Su aspecto moreno y agitanado era un perjuicio y si abría la boca aún era peor. Entonces le tildaban de moro. Se esforzó por perder su acento extranjero. Su corta edad le ayudó. Pero no podía cambiar su color moreno ni su cabello. Así que al final se fue y probó suerte como camello. Tres cuartos de lo mismo. La policía le paraba a él más veces que a los otros chavales. Sólo su agudeza evitó que le encontraran droga encima o demasiado dinero para su edad. Sin embargo, la necesidad de avivar su ingenio, para evitar contratiempos, le convirtieron en uno de los mejores para el transporte de droga por la ciudad. Pero los jefes no terminaban de confiar plenamente en él.

            Por último, Albert. Ni quería pensar como se metió en aquello.

            Cerró los ojos con un suspiro.

            Cuando mataron al primer chico nadie hizo caso. Siempre asesinaban alguno. Pero cuando a los pocos días mataron a Rafa empezaron a preocuparse. La seguridad de Dani de asesinatos en serie… Se estremeció. En su fuero interno temía lo mismo.

            Se quedó medio adormilado en un sueño intranquilo.

            Lo despertó un ruido. Se incorporó asustado abriendo la navaja.

            – Soy yo, Iván.

            La cerró.

            – ¡Joder, tío! -murmuró. Aún le latía el corazón.

            Con Iván estaba un niño de unos diez años de aspecto desamparado.

            – Este es Miguel -presentó Iván, un chico de su edad algo más bajo que él, pero de complexión más atlética-. Hace dos días que está buscando a su hermana.

            El niño le mostró una sucia foto vieja. En ella Rashid vio a dos niños.

            Iván señaló con el índice a una niña con coletas, rubia.

            – Es ésta -dijo-. En la foto tenía tres años. Ahora tendrá nueve. ¿La has visto?

            Rashid la estudió atentamente tratando de imaginar su aspecto actual.

            – No -contestó al fin.

            Los ojos de Miguel se volvieron cristalinos por la desesperación. Iván le había dado esperanzas. Rashid conoce a mucha gente, le había asegurado.

            Iván le pasó el brazo por los hombros fraternalmente. Miró a Rashid a través del enmarañado pelo rubio que caía sobre sus ojos.

            – Lo he encontrado esta mañana -notificó-. Desde entonces le estoy ayudando. ¿Estás seguro que no la has visto?

            – Estoy seguro, Iván -respondió molesto-. Si no lo estuviera lo diría.

            Ahora el niño lloraba abiertamente. Había mantenido la entereza dos días. La vida que llevaban les obligaba a ser fuertes y sabía que no ganaría nada llorando, pero no podía más. Perdió los nervios en un llanto silencioso.

            Ninguno de los dos adolescentes intentó consolarlo. Era mejor que se desahogara.

            – ¿Tienes comida? -preguntó Iván después de un pesado silencio-. Hace tres días que no come.

            – Algo tendré. Espera.

            Rebuscó por sus escondites. Sacó un trozo de fuet. Juró contra las malditas ratas que casi habían acabado con su precioso tesoro. Raspó con la navaja todo lo roído antes de tenderlo a Miguel.

            – No tengo más.

            El niño dejó de llorar mientras comía. Iván pensó que debía ser cierto eso de que las penas con la tripa llena eran menos penas.

            – ¿Tienes un pitillo? -preguntó.

            Rashid le dio una cajetilla nueva. Iván silbó al ver la marca.

            – ¿Algún cliente?

            Rashid no respondió.

            Iván encendió el cigarrillo sin insistir. Conocía muy bien los silencios de su amigo.

            – ¿Creéis… -se atrevió a preguntar Miguel-… creéis que se la han llevado?

            – ¡No, tío, que va! -Iván trató de dar confianza a su voz, pero no lo consiguió. No engañó al pequeño-. La encontraremos, ya verás.

            A ningún chico le gustaba tocar aquel tema. Preferían ignorarlo, aunque siempre tenían presente que podían ser los próximos.

            Iván apagó el cigarrillo. Muy caro, pero paja, pensó.

            – Bueno, colega, nos vamos. Si sabes algo avisas; o la recoges.

            – No te preocupes.

            Al salir Miguel cayó hacia atrás, con todo su peso, sobre los brazos del sorprendido Iván, como empujado por una mano invisible. Entonces oyeron el disparo.

            Iván echó a correr con el niño en brazos seguido de Rashid, que sintió una bala rozándole. Estuvieron corriendo hasta que se les cortó el aliento. Iván cayó de rodillas. No les seguían.

            – ¡Anda que no pesa! -jadeó-. Al estar inconsciente…

            Rashid respiraba por la boca abierta. Los ojos muy dilatados y el rostro grave.

            – Está muerto -dijo con voz inaudible.

            Iván sólo oyó la última sílaba, pero dedujo el resto. Bajó la vista hacia Miguel. Sintió ganas de vomitar. Lo dejó caer como un apestado y huyó unos metros arrastrando el culo por el suelo, ayudándose con las manos y los pies.

            Rashid continuaba con la vista fija en el cadáver.

            – ¿Qué mal les había hecho? -gimió Iván. De pronto se cagó en todos sus muertos.

            – ¿Y qué mal les habían hecho los otros? -murmuró con rabia contenida el marroquí-. Hemos de acabar con esto.

            Iván hizo un mohín.

            – No digas chorradas.

            – No son chorradas. Hemos de hacer algo.

            – Para que nos maten.

            – Lo están haciendo ya.

            Iván no supo qué contestar.

            – ¿Y qué pueden hacer dos chicos?

            – No dos chicos, todos. ¿Cuántos estaremos en la ciudad?

            El rubio encogió los hombros.

            – No sé. Muchos.

            – Uniéndonos… Van a por nosotros. Imagínate que nos organizamos, que formamos una red de tal forma que nos tenemos vigilados unos a otros constantemente. Si algo nos pasaba lo veríamos y sabríamos quien ha sido.

            Iván lo miró pensativo mucho rato.

            – Es una idea de locos -dijo al fin.

            – Pero con posibilidades.

            – Es imposible que nos pongamos de acuerdo todos.

            – ¿Por qué no? Es algo que nos interesa a todos. ¿Qué podemos perder con intentarlo?

            – Supón que lo hacemos, ¿qué pasa luego?

            – A la pasma.

            – ¿Nosotros?

            – No, un tío que conozco. La idea es suya.

            – Ya. ¿Crees que haremos algo? ¡Anda que no hay mafia en la policía! ¿Cómo sabemos que no está implicada?

            – También hay polis honrados, no jodas.

            Iván se mordió el labio inferior sin responder. Miró al pobre Miguel. Se levantó del suelo. Se aproximó. Se metió las manos en los bolsillos. La vista fija en aquel cuerpo.

            – Sólo tenía diez años -musitó.

            – Si no tuviéramos buenas piernas ahora estaríamos como él. No lo pienses más. Es la única solución.

            Iván no respondió. La vida era una mierda. Aquellos pequeños, hijos de padre alcohólico y madre drogadicta, habían sido abandonados hacía dos años. Dos años malviviendo para acabar así. No era su caso. El había huido de casa hacía cuatro.

            La gente se pensaba que los niños maltratados eran de familias sin recursos económicos o marginales; era falso. Muchas familias de clase media y alta maltrataban a sus hijos, pero tenían el suficiente poder económico para silenciar el asunto, aparte que el castigo psicológico no deja rasgo físico alguno. Su familia era de esas. Lo solucionó huyendo. Su hermana estaba embarazada en aquel entonces, violada, estaba seguro, por su propio padre. Habría sido el abuelo de su hijo si no la hubieran obligado a abortar. Tenía trece años y murió en aquella carnicería. Desangrada. Una tuberculosis, había dicho el cabrón de su padre. ¿A quien quería engañar? Fue entonces cuando se escapó. No le penaba. Pese a las dificultades estaba mejor allí que en casa.

            Había sabido espabilarse, se había endurecido con un carácter violento y rencoroso, que le había llevado a algunos pequeños actos delictivos. Aunque aún no le habían detenido hasta la fecha.

            Por su carácter tenía pocos amigos, aunque éstos eran escogidos, los mejores para él. Su familia, en cierto modo. En general los chicos le temían por su irascibilidad, aunque su brusquedad desaparecía ante los más desvalidos, porque su dureza era en realidad más aparente que real, y su auténtica personalidad surgía en aquellos casos. Se enternecía como un tonto y no podía dejar de ayudarles. Sus amigos conocían bien este secreto, pero nunca se lo mentaban. Se habría sentido herido.

            – Podría resultar -pensó en voz alta.

            – Tiene que resultar.

            – ¿Pero es de fiar? Quiero decir, ¿conoces bien a ese tío?

            – No. Pero creo que es un tío legal.

            Le explicó la conversación de aquel día. El semblante de Iván fue haciéndose paulatinamente más oscuro.

            – No sé -dijo al final-. Lo veo muy raro

            Lo malo es que no tenían otra cosa mejor.

 

 

9

            Le costó un rato despertar, pero al final la insistencia del timbre lo consiguió. Se levantó pesadamente buscando a tientas las zapatillas. Se encaminó hacia la puerta mientras la creencia de algo grave iba tomando forma en su cerebro. Aquella insistencia a altas horas de la madrugada no indicaba otra cosa.

            Se quedó petrificado al ver a Rashid y otro mozalbete que le contemplaba tan intrigado como él.

            – Hemos venido a decirte que de acuerdo.

            – ¿A estas horas? -no sabía si tomárselo a las malas o de broma.

            – Ha habido otro muerto.

            Dani los hizo entrar. Rashid le contó lo ocurrido mientras Iván le estudiaba atentamente. Dani se sintió incómodo.

            – Bien. Voy a vestirme y me lleváis al sitio.

            – ¿Volver allí? -preguntó sin deseo Iván.

            – Queremos coger al asesino, ¿no?

            – ¿Cómo sabemos que no eres tú? -inquirió impertinente-. Después de todo le dijiste a éste que podía ser el tercero y han ido a por él.

            – Porque ya estaría muerto -tuvo una réplica rápida, como cuando era chaval y se metía por los tugurios-. Lo habría matado antes de hablar con Albert.

            – Iván está nervioso -intercedió Rashid.

            – ¡No estoy nervioso!

            Conocía muy bien a este tipo de gente. Iban como legales por la vida y siempre terminaban jodiéndote cuando no terminaban convirtiéndose en justicieros aplicando la justicia popular, como los del barrio de San Cosme en el Prat, persiguiendo a los yonquis y apaleándolos. ¿Cuál sería su jugada? No comprendía cómo Rashid después de todo lo que había pasado pudiera confiarse.

            – ¿Por qué te preocupas por nosotros? -preguntó a bocajarro.

            Dani sintió que le hervía la sangre, pero se contuvo. En cierto modo la actitud de Iván era comprensible.

            – Ojalá lo supiera -contestó sinceramente-. Y tómate la respuesta como más te guste, porque no puedo darte otra mejor. No sé por qué lo hago. Para mí sería más cómodo cerrar los ojos y dejar que sea la policía quien lleve el asunto. Más cómodo y seguro. Lo único que sé es que no puedo quedarme con los brazos cruzados.

            ¿Influía algo el hecho de haber autopsiado a Rafa? No había sido agradable descuartizarlo en aras de la investigación criminal, y menos cuando ya conocían la causa de la muerte. Desde entonces que estaba obsesionado con el asesino. ¿Pero era aquella la auténtica causa?

            Una respuesta ambigua. Iván elevó parte del labio superior mostrando el colmillo despectivamente. El tipo era listo. Había sabido quedar bien sin decir nada.

            – ¿Qué importa el motivo? -protestó Rashid-. El caso es que nos ayuda. ¿No te basta eso?

            – Nadie da nada por nada.

            – ¡Ya basta tío! -exclamó el marroquí- ¡Si no estás conforme no haber venido! ¡Y si lo estás, cállate!

            El pronto sorprendió a Iván.

            – Escuchad -terció Dani tratando de calmar los ánimos- ya sé que no me conocéis y que estáis muy escarmentados. Comprendo que desconfiéis, porque tú tampoco te fías mucho a pesar de tus palabras, Rashid, y es lógico, porque yo haría lo mismo. Conque si no queréis saber nada de mí, de acuerdo. Pero hacedme caso, organizaos, cread esa red de comunicaciones y espionaje de que te he hablado esta tarde, Rashid. Será la única manera de descubrir al asesino. Quizá mate a uno o dos más antes de que lo consigáis, pero caerá. Tal y como estáis ahora podría ir matándoos uno detrás de otro, sin saber nunca quién es él ni quién la próxima víctima. Por vuestro bien, seguid mi consejo.

            Iván hizo un gesto de desconfianza.

 

 

10

            – La bala le ha atravesado el cráneo.

            Dani ladeó la cabeza de Miguel.

            – El mismo tipo de disparo que a Rafa. El hijo de puta tiene buena puntería. ¿Dices que tú estabas detrás?

            Iván asintió. Pese a sus sospechas reconocía que el mejor camino pasaba por aquel desconocido.

            – Pues has tenido suerte. La bala te podría haber alcanzado al salir, pero ¿ves?, no es un disparo frontal, tiene algo de angulación. Eso te ha salvado.

            – Gracias por los ánimos -respondió sardónico.

            Rashid le dio un codazo y él un empujón con la mano.

            – Vamos al refugio -comentó Dani sin hacerles caso e ignorando la incipiente pelea-. Quiero echar un vistazo.

            Sus palabras los serenaron nuevamente.

            Allí reprodujo la escena. Rashid hizo de Miguel e Iván indicó el movimiento que hizo al caer el niño. De esta forma Dani calculó la trayectoria de la bala. Tenía que haber dado contra las tablas de la improvisada chabola incrustándose. Buscaron el agujero. Lo encontraron al cabo de media hora. Con la navaja Iván la extrajo y se la entregó a Dani, que la estudió estúpidamente antes de caer en la cuenta de que no entendía de armas. La guardó. Se la daría a Francesc.

            A continuación fueron en dirección contraria, hacia el supuesto sitio de donde surgió el tiro. No encontraron ninguna pista. Rashid encontró al cabo de un rato la señal de un neumático.

            – Queda muy lejos del refugio -hizo notar Dani.

            – No oímos ningún coche. Pudo dejarlo aquí y acercarse andando.

            Era una posibilidad, pero para eso debería haber conocido la ubicación de la chabola.

            – O pudo seguirnos a Miguel y a mí -supuso Iván-. Después de todo estuvimos todo el santo día dando vueltas sin parar. Pudo vernos e ir detrás de nosotros.

            Podía ser. Para llegar al refugio de Rashid había que abandonar la calzada y aquel sitio era tan bueno como cualquier otro.

            No obstante era imposible tener la seguridad de que aquella rueda perteneciera al automóvil del asesino.

            Bien, tampoco tenían otra pista. La registraría, que la policía la estudiara y la descartara.

            Dani lamentó no haber cogido una máquina fotográfica. Midió la huella con las manos, ya miraría luego en casa los centímetros que equivalían. Luego hizo un dibujo del neumático apuntando las medidas en palmos y dedos.

            No descubrieron nada más.

            Echó una última mirada al dibujo antes de guardárselo.

            – Tiene que ser un coche guapo -comentó Rashid-, por la anchura de las ruedas.

            – Puede haber cientos con este dibujo -observó fatalista Iván.

            – No es una base muy sólida -dijo Dani-. Ni siquiera sabemos si es de quien nos interesa. Memorizadlo de todas formas, haced copias y que los chicos apunten las matrículas de todos los que tengan este tipo de rueda. Se las iremos dando a la policía.

            – Eso es un trabajo de chinos, tío.

            Dani miró a Iván con condescendencia.

            – ¿Tienes una idea mejor? -preguntó irónico y voz abemolada.

            – Vete a la mierda.

            – Nunca he salido de ella.

            Iván lo taladró con la mirada. ¿Es que nunca se alteraba? Tenía respuesta para todo.

            Ignorando la irascibilidad del chico Dani dio las últimas instrucciones. Ninguno más, aparte de ellos, debía conocer su existencia. Las informaciones de todo lo que les llamara la atención o les pareciera raro debía ir transmitiéndose sucesivamente hasta llegar a alguno de los dos muchachos y ellos únicamente serían los que le pusieran a él al corriente. Dani seleccionaría la información para notificar las de interés al comisario.

            – ¿Es de fiar? -preguntó el siempre receloso Iván.

            – Hace cuatro años lo era. Supongo que seguirá siéndolo.

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *