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14
septiembre
NEGROR (10)

Capítulo 12

Sólo él sabe la verdad

 

Lo vio nada más salir de casa por mucho que el otro intentó esconderse. Comprendió que habían estado siguiendo a Francesc. La boca de Santi se abrió en un silencioso ¡mierda!

Caminó como si no se hubiera dado cuenta pensando rápido. Seguro que había más de uno. Calculó sus posibilidades. No muchas. No podía hacerles frente. Sólo quedaba huir. Aquellas calles no eran el laberinto del barrio chino, las probabilidades de despistarlos eran mínimas, y por ligeras que fueran sus piernas allí podían utilizar el auto. Por tanto, necesitaba que la huída fuera imprevista y de corto trayecto.

Los pasos se aproximaban. Dos personas, tal vez tres.

Dos manzanas más allá estaba la parada del Metro. Todavía no era hora de estar cerrado, aunque estaba a punto. Si hubiera sido más temprano habría sido un buen lugar; entre tanta gente no se atreverían a hacer nada. O quizá sí, con Ángel no se podía confiar. No obstante, ahora no era un buen sitio, sería meterse en la boca del lobo.

Sus ojos se abrieron al pensar.

Echó a correr.

Oyó como los otros hacían lo mismo.

Bajó en tropel las escaleras.

-¡Ey! –gritó el cobrador. Pero no tuvo tiempo a salir de la cabina porque tres más aparecieron corriendo. Perseguían al primero, comprendió. Mejor no inmiscuirse. Fingió no haber visto nada.

-¿Dónde está?

En la estación no había nadie.

-Debe haberse escondido en el pasillo.

-¡No seas imbécil! No hay escondrijos.

-Pues sólo puede haberse tirado a la vía.

-Imposible. Tendría que estar loco.

Ángel escupió un gargajo.

-Lo está –dijo.

Oyeron llegar al Metro. Entró silbando.

-Bueno, en esa dirección no está.

-Pues en la otra, que se prepare –rió el más alto.

El tren silbó otra vez y comenzó a salir.

Ángel unió las cejas desconfiado.

El estruendo del Metro era ensordecedor en el túnel.

Muchas veces había visto aquellas oquedades cuando viajaba en él y siempre había supuesto que quizá fueran para los ferroviarios cuando trabajaban en los raíles. De todas maneras, tuvieran aquella función o no, a él le habían sido de mucho desempeño.

El corazón latió taquicárdico cuando el tren pasó traqueteante a pocos centímetros de él. Sus ojos se movieron nistágmicos mirando las ventanillas. Sólo vio un único pasajero.

No tenía miedo; estaba demasiado excitado.

Salió del agujero y contempló la culera del Metro. Imaginó la escena del andén. Sonrió traviesamente pensando en la cara que habrían puesto sus perseguidores.

Borró la sonrisa.

Aún era pronto para cantar victoria.

Volvió a guarecerse dentro del orificio.

Pasó un segundo Metro.

Calculó cuanto había tardado desde el primero. Unos cinco minutos.

De momento había podido ocultarse, pero tenía que pensar muy bien el siguiente paso.

Se palpó el hombro. La venda estaba húmeda. La herida se había abierto cuando sacó el brazo de cabestrillo para poder correr más ágilmente.

Era algo extraño. Su vida corría peligro y sin embargo se notaba vivo. Tenía los nervios a flor de piel, le dolían las articulaciones y el hombro, encogido en aquel hueco de la pared, con la sangre fluyendo lentamente, pero le gustaba. Estaba limpio de droga. Quizá muriera aquella noche, pero no  sería ella la causante. No volvería a tomarla. Quería una vida nueva, completa. Nada de caballo, ni maría, ni alcohol, ni farlopa, ni… bueno, sí. Tabaco, sí. Pero sólo tabaco.

Pasó un tercer tren.

Unos siete minutos desde el segundo.

Si seguía el camino de las vías tendría que calcular aquel tiempo entre oquedad y oquedad, para poder protegerse.

Claro que…

Era muy tarde, quizá aquellos trenes habían sido los últimos.

Los minutos avanzaban lentamente.

No pasaba ningún Metro.

La idea de huir por los túneles ya no le convencía. Caminar a oscuras por las vías era arriesgarse a electrocutarse. Lo mejor sería esperar a que abrieran las puertas de la parada y salir por donde había entrado. Pero, o no conocía a Ángel o éste le estaría esperando. En aquel caso lo más acertado sería cuando la gente fuera a trabajar. El andén estaría repleto y le sería más fácil mezclarse entre el personal.

Por más que estaba seguro que sus cazadores no se aventurarían por el túnel no se atrevió a dormirse ni fumar. La luz del encendedor y del cigarrillo podía verse a mucha distancia.

Las horas se hacían eternas mientras calculaba dónde podían esperarle los de la organización. En principio uno en cada punta del andén, después de todo no sabían qué dirección había tomado.

Las posibilidades que tenía eran pequeñas.

Tamborileó los dedos en el muslo.

Tendría que moverse muy rápido y no dar tiempo a nada, y para eso necesitaba hacer coincidir su huida con la llegada del tren, arriesgarse a ser arrollado.

Sopesó todas sus ideas de fuga. No le gustaba ninguna.

Se detuvo. Todavía lo protegía la oscuridad. Podía ver la parada llena de viajeros, las baldosas blancas, sucias, que llegaban hasta el techo; una estación que de pronto se le representó un mausoleo venido a menos.

No tardaría en llegar el tren.

Calculó la distancia, su velocidad de carrera, la velocidad del Metro.

Tenía la boca seca, el abdomen contraído, la respiración agitada.

¿Y si en vez de uno había dos o tres esperándole?

¿Qué pasaba con el tren?

Tendría que utilizar el brazo herido ahora que parecía que había vuelto a coagularse la sangre en la venda taponando el balazo.

Miró nerviosamente hacia atrás.

¿Y si se atrasaba el tren?

¿Y si iba más rápido de lo que calculaba? No tendría tiempo a refugiarse en el agujero ni de subir al andén.

No quiso pensar.

Oyó que se acercaba.

Echó a correr.

Ángel estaba apoyado en la pared.

Tiró el cigarrillo a la vía.

Se había equivocado. Había juzgado mal a aquel maldito chivato y se había escapado. Nunca le creyó capaz de ir por las vías a ciegas. Lo lógico hubiera sido que hubiera aguardado a que se cansaran de esperarle y se fueran, y entonces salir por donde había entrado. Pensaba capturarle ese momento. Pero habían esperado toda la noche por si salía y nada. Habían pasado cinco trenes desde que abrieron las puertas y nada. Ahora aparecía el sexto.

Santi saltó al apeadero entre la sorprendida multitud y lo vio justo en el sitio donde él habría esperado de ser el perseguidor.

No dio a Ángel tiempo a reaccionar. Un golpe furioso de rodilla en la entrepierna, otro de la cabeza contra la pared con todas sus fuerzas al tiempo que entraba el Metro. Una muchedumbre desordenada que sale y entra en los vagones. Él que se mezcla con ella y un cuerpo inerte caído en el suelo. El tren que sale de la estación.

Desde la ventana trasera del último vagón vio como los otros cruzaban todo el largo del andén hacia Ángel.

Ahora, sí, pensó llevándose la mano al hombro. Volvía a sangrar.

Era libre.

Sólo quedaba abandonar la ciudad. Irse muy lejos. Comenzar una vida nueva. Con distintos hábitos, distinto ambiente.

Pero, ¿podría?

La vida que había llevado era la única que conocía. ¿Podría tener una vida normal, como cualquier otro?

Nunca había tenido una oportunidad como aquella. Quizá no la tendría nunca más.

No podía desperdiciarla.

Una vida nueva. Una vida normal. Una vida tranquila.

FIN

 

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