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31
agosto
NEGROR (8)

Capítulo 9

Tiempos que arden

 

-Comisario, fuera hay un muchacho que quiere hablar con usted.
-¿Un muchacho? ¿Quién?
-No ha dicho su nombre, pero se obstina en hablar con usted.
Francesc salió del despacho extrañado. Vio un adolescente larguirucho, con melena hasta los hombros, vaqueros raídos y una cazadora de cuero desgastada con una pegatina de “Megadeth” cosida en la espalda. Adivinó quién era antes de que Santi se diera la vuelta.
-Pasa –dijo.
Cerró la puerta y lo estudió.
Santi no tenía buen aspecto. Los ojos febriles, las pupilas dilatadas, las cejas fruncidas dándole una seriedad que no concordaban nada con los síntomas de abstinencia. Francesc no había conocido a ningún heroinómano que controlara el síndrome con tanta entereza como Santi en aquellos momentos. Únicamente los ojos y algunos rasgos del rostro lo dejaban entrever.
-¿Estás bien?
Santi encogió los hombros.
Francesc siempre recordaría aquel día. Fue cerca de la plaza de Cataluña. Santi estaba con otros adolescentes. Casi un metro ochenta, lampiño, melena bien peinada… Hablaba con otro chapero y tenía una sonrisa cautivadora mostrando una dentadura que, desde el auto, le pareció blanca como el marfil. Llevaba unos vaqueros ceñidos que le señalaban todo el cuerpo de cintura para abajo. No debía tener, pensó, más de dieciséis o diecisiete años, pero parecía más jovencito. Desde aquella distancia no le veía bien los ojos, pero estuvo seguro que serían dulces y aterciopelados.
¿Por qué detuvo el coche un poco lejos y lo observó fijándose en todos sus movimientos? ¿Porque su fisonomía era de las que acostumbraban escoger los proxenetas o por algo más?
La verdad es que el chico tenía morbo. Pudo ver que era estrecho de caderas y delgado con un culo redondo y prieto. Sin poderlo evitar se lo imaginó desnudo. Un chaval encantador, sin pelusa en el cuerpo, aniñado, pero en absoluto afeminado, un zagal simpático y alegre.
Apretó el volante con todas sus fuerzas; los nudillos blanquearon.
Un chaperillo se le acercó, pero él no presto atención, sólo tenía ojos para aquel muchacho gallardo como un joven dios. Nunca se había fijado en nadie de su propio sexo y menos en los jóvenes, pero aquel le embobaba, le parecía físicamente perfecto.
Al final se decidió olvidándose muchos días de la misión y fracasando todas las veces que intentó sonsacar a Santi.
Terminó abandonándolo llevando la investigación por otros derroteros, con la desagradable sensación de haberse enamorado del chaval.
-¿Todavía quieres cogerlos?
Apenas oyó la voz de Santi.
Hora y media después el chico le había dicho qué números de teléfono tenía que intervenir y los nombres principales de la red. A las tres horas firmaba la declaración.
Estaba muy serio, sin haber sonreído ni una sola vez, pero Francesc había llegado a conocerlo lo suficiente como para saber que estaba lúgubre, profundamente triste, con ramalazos de ira contenida, nubarrones que amenazaban tormenta arrastrados por el cierzo y con todo, era amargura o desconsuelo o dolor lo que imperaba en el ánimo del muchacho.
Francesc se preguntó qué debía haber pasado para que Santi se decidiese a confesar, qué había provocado aquel brillo de odio frío que relampagueaba en sus pupilas a medida que iba diciendo los nombres de los implicados. Con uno su voz se detuvo una fracción de segundo y sus facciones se tensaron antes de decir el nombre. Lo que fuera estaba relacionado con aquel individuo. Francesc tomó nota, Teodoro Formenta, alias el Chino.
Santi levantó la vista del papel que acababa de firmar, sus ojos se encontraron con los del policía. El azul de su iris volvía estar sombrío, mortecino, sin la violencia de minutos antes.
No había nombrado a Luís para nada. No quería ensuciar su recuerdo con aquella historia ni tenía pruebas fiables para poderlos acusar de su asesinato.
Había hecho una declaración impecable, con serias acusaciones y nombres de los principales jefes. Francesc se dio cuenta que el adolescente sabía muy bien lo que arriesgaba y sabía que al mismo tiempo que firmaba aquellos papeles firmaba su sentencia de muerte, y aún así había escrito su nombre sin titubear, fríamente, a conciencia, como si no le importaran las represalias.
Sostenían la mirada.
-Tendrás que venir al juicio.
Santi asintió con la cabeza. Se volvió para irse. El comisario lo cogió del brazo.
-Ya te he dicho todo –su voz sonó tan agotada como su ánimo.
Parte del cabello le caía en los ojos de forma descuidada.
-No puedes irte así.
Santi frunció las cejas, huraño.
-Te perseguirán. No te perdonarán lo que has hecho. Necesitas esconderte.
-¡Hosti, tío! –cínico – ¡no me digas!
Francesc no hizo caso del tono.
-Tengo un apartamento vacío, será el sitio más seguro, pero será imprescindible que no salgas de él; podrían descubrirte.
-¿Y de qué viviré? ¿Del aire?
-Yo te llevaré lo necesario.
-¿Incluso caballo? Tengo el mono, tío. Necesito caballo, mucho caballo.
Francesc tardó en responder.
-Incluso caballo –suspiró al final.
-¡Te lo metes por el culo!
Abrió la puerta. Francesc la cerró.
-No eres invulnerable, Santi.
-¡Déjame en paz! ¡Ya tienes lo que querías!
-Nunca lo quise de esta manera.
-Eso es asunto mío.
-Quieres vengarte, eso está claro, pero no lo conseguirás si te matan. Te interesa seguir vivo para poderlos encarcelar. ¿Estás seguro de conseguirlo si sales a la calle? ¿Estás seguro de conseguirlo tú solo?

 

Capítulo 10

El largo camino

 

En los meses que pasaron entre la detención de la banda y el juicio Santi se desintoxicó de la heroína.
El piso franco era un quinto piso de un edificio antiguo con ascensor en la calle Cerdeña. La puerta de entrada, de roble, era maciza con doble cerrojo, que Francesc cerraba por el exterior cada vez que se iba con la única llave existente. Las paredes altas, con un empapelado avejentado amarillento y descolorido, despegado a trozos.
Santi se enfureció cuando el policía le dijo que lo único que iba a traerle sería comida y medicación, para paliar el síndrome de abstinencia. Gritó, le insultó, y no le agredió porque no era rival para Francesc, pero con eso se quedó; no consiguió nada ni siquiera cuando intentó darle lástima. Francesc se marchó dejándolo con su berrinche.
Cuando consiguió serenarse al cabo de dos horas se desconcertó. Días atrás había estado dispuesto a dejar la droga y ahora que el comisario le brindaba la oportunidad, se negaba a ello. ¿Cómo era posible? Había sido sincero en su determinación de dejarla, pero también ahora al no querer. Era como si hubiera dos personas dentro de él.
Inspeccionó la vivienda. Un dormitorio con una cama sin sábanas (Francesc se las había llevado al irse temiendo que el muchacho hiciera alguna tontería) y un armario; una sala con una mesa, tres sillas y un sofá; una cocina de gas que no funcionaba; un servicio con ducha y retrete… No era mucho mejor que su zahúrda, salvo que más ventilado. No había cuadros ni estanterías, radio o televisor. No había nada; ni lámparas ni libros ni cubiertos, excepto cucharas.
Las horas se le hicieron eternas hasta que regresó el policía y más cuando se exacerbó el síndrome de abstinencia, porque tampoco tenía alcohol, como días atrás, para mitigarlo.
Francesc traía medicación, pero se la dio en cuenta gotas, administrándosela él y llevándosela cuando se iba, para que Santi no pudiera automedicarse, quien daba vueltas por la casa como una fiera enjaulada, hacía ejercicio para tener algo que hacer y daba puñetazos a un tabique, como si fuera un saco de boxeo, para descargar su mal humor.
El día que se dio cuenta que había superado el mono no lo pudo creer, aunque seguía con insomnio.
La ansiedad era otra cosa.
No podía aceptar no poder salir. Se había criado en las calles y ahora parecía como si estuviera encarcelado. Muchas veces pensó en huir, pero no había forma de abrir o forzar la puerta y había demasiada altura para intentarlo por las ventanas. Luego cambiaba de idea y se emperezaba resignado en el sofá sacando chasquidos de las articulaciones de los dedos mientras miraba el techo.
Casi siempre volvía a apetecerle la heroína. Tenía aquellas ansias un día o dos y luego se le marchaban.
Al verlo más calmado Francesc fue trayendo cuchillos, tenedores, libros, un aparato casete, la tele, devolvió las sábanas. Santi no se lo agradeció, porque seguía pensando que aquel hombre le había jodido la vida. Necesitó varias semanas para aceptar que el policía le ofrecía la oportunidad de dejar la droga que tanto había deseado.
Con todo, no pensaba en el daño que le había provocado su drogadicción; no recordaba que la heroína le había obligado a prostituirse, que había matado a su único amigo, que lo había convertido en un esclavo haciéndole entrar en un círculo que consistía en conseguir dinero, comprar la droga y evitar el mono, que vivía únicamente por y para la heroína, que se había convertido en un obsesión, en un medio de vida ocupando su mente todo el día, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Nada de esto veía, tan sólo le venía a la cabeza el buen rato que le proporcionaba, un rato que realmente sólo existió la primera vez que la probó.
Las semanas se convertían en meses, su carácter fue siendo más asentado y menos infantil.
Y se dio cuenta que no se conocía.
Había comenzado a tomar droga antes incluso de su adolescencia con el pegamento, y aunque el consumo lo había espabilado, únicamente había sido para conseguir el producto y drogarse, en todo lo demás le había estancado. Había crecido en años, no en mente.
¿Por qué quería dejar la droga?
La pregunta le sorprendió cuando se formó en su cerebro. Había dicho a Luís, a sí mismo, de dejarla, pero no sabía por qué.
Ahora, con la mente lo suficientemente despejada, la pregunta venía una y otra vez. No sabía la respuesta.
¿Lo hacía por él, para llevar una vida, sino digna al menos…? ¿Al menos qué? No lo sabía.
¿Era porque le obligaba el policía?
¿Para estar lo bastante sereno en el juicio y encerrar a aquellos cabrones?
La única respuesta que obtuvo fue que si no lo hacía por él, por su propio bien, fracasaría. Pero, ¿quería dejarlo realmente?
Al final comprendió que lo importante, en aquellos momentos, no era saber la respuesta sino dejar la droga. Ya averiguaría el por qué más tarde.
Leyó su primer libro, escuchaba música, arreglaba la casa, se aburría, tenía ganas de chutarse, miraba la televisión, hizo su primer plan para el futuro, Francesc intentó que se cortara las greñas y no fuera tan adán, él lo mandó a la mierda…
¿Cuánto tiempo llevaba así?
Miraba mustio el cielo desde la ventana, esforzándose por conocer qué pájaro era aquel que volaba allí en lo alto. Hubiera dado cualquier cosa por poder volar.
O por unos prismáticos.
Esforzaba la vista para ver desnudarse a la joven del piso de enfrente cada noche antes que entrara el marido. La luz se apagaba y él encendía el televisor con un suspiro.
Se pasó las horas muertas embobado viendo tejer su tela a una araña. Tuvo ganas de acariciarla y se dio cuenta que nunca había disfrutado así de las pequeñas cosas de la vida.
Ya no se acordaba de la droga.
Por primera vez en su vida se sentía él mismo.
Deslizó un dedo por la telaraña intentando no romperla. ¿Cómo podía ser que alguien tan diminuto construyera tal obra de ingeniería?
Apoyó la barbilla en el dorso de sus manos absorto en la tela.
Una mosca aterrizó en su brazo.
No se movió.
La mosca caminó por él. Notaba como las patitas le hacían cosquillas en la piel en líneas rectas y curvas. Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación.
Aquel día fue feliz.

Nada en la vida es gratis. Lo supo cuando el policía lo abrazó bruscamente y las manos le acariciaron los glúteos con ansia.
Supo lo que el hombre esperaba de él. Supo que nunca hubiera podido dejar la droga solo. Supo que tenía una deuda que pagar.

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