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24
agosto
NEGROR (7)

Capítulo 8

Vía sin tren

 

Lo despertó la sensación de frío. Estaba envuelto en papeles de periódicos, hecho un rebujo, en no recordaba qué túnel del Metro.

Carraspeó.

Encogió los hombros un poco. Parpadeó. Miró alrededor intentando averiguar dónde estaba. No recordaba nada del día anterior.

Tenía la lengua pastosa, inflada, todavía con aliento a alcohol y un fuerte dolor de cabeza.

Se sentó lento, torpemente, como un viejo.

En realidad no recordaba nada de lo que había hecho en aquellos tres días. Tan sólo que había tenido el mono, aún lo tenía. Pero no había querido tomar heroína. El recuerdo de Luís era intenso y le había metido el miedo dentro del cuerpo a la sobredosis. Terminaría derrotado y consumiendo, eso lo sabía, pero de momento no se atrevía. En una ocasión había visto a un camello y se había acercado a comprarle; antes de llegar se le había representado la imagen de Luís con sus ojos de pez.

No se había drogado ni había conseguido pastillas, para eso se necesitaban recetas y no las tenía. Podía haberlas comprado a algún otro o buscar un colega que se enrollase, pero no lo había hecho. Necesitaba estar solo.

Bostezó.

Se había hinchado de alcohol. Iba barato. Descubrió que con la primera botella se le atroncaban los nervios y los dolores del síndrome de abstinencia. A partir de aquel momento no había hecho más que beber.

Se rascó la cabeza.

En cuanto pasase el mono debería dejar la bebida. No podía abandonar la heroína y volverse un borracho como su padre.

Se estiró. Hizo una mueca. Le dolía todo el cuerpo. Sin embargo, aún lo podía soportar. Lo peor eran la ansiedad y el insomnio. No podía dormir. Ayer se había acostado rayando el alba. Después había dormido profundamente hasta el mediodía, pero no se trataba de eso. Hoy no, se había dormido temprano; iba lo bastante ebrio como para conseguirlo a las tres de la madrugada y… ¿qué hora era?

Camino hacia la salida. Las verjas de la entrada ya estaban abiertas, aquello significaba que más tarde de las seis de la mañana. Por el frescor de la calle y la poca luz calculó que no debían pasar de las siete.

Introdujo las manos en los bolsillos del cuero y se encorvó. Tenía frío. La luz le dañaba los ojos.

Mono del copón.

Al caminar notaba diminutas agujas clavándose en los músculos.

El día anterior había ido a visitar a Vicky, necesitaba verla, oír su voz. Vivía con unas amigas. No le dejaron entrar. Se obstinó. Al final consiguió verla, pero no pudo hablar. La muchacha estaba con la cara vendada, con unos pequeños agujeros que le permitían ver y respirar, otro en la boca, una gruta profunda y estrecha. Santi no pudo decir nada, su maltrecho cuerpo se sacudió en llanto. No lloraba así desde que era niño, desde que murió su madre. No habló, fue incapaz, no tenía palabras.

Vicky lo abrazó y tuvo que ser ella quien lo consolara a él.

Y Luís.

El recuerdo de Luís le atormentaba, sobre todo por lo que había hecho. Cuando reaccionó había tenido miedo, miedo de que lo encontraran, de que le hicieran responsable. Y aunque dentro de él algo le decía que irse era como abandonar a su amigo, cogió la chupa y jopó. No. Huyó. Aquella era la palabra justa.

No había hecho bien. No estaba bien.

Necesitaba un pico.

Apretó los dientes.

Había sido un miserable. Luís no se merecía aquello, pero se había aterrado.

Había dejado tres papelas allí.

Luís…

Tres papelas.

Sacudió la cabeza.

Debía pensar en otra cosa, entretener la mente.

Estaba ansioso de droga, tenía náuseas, frío, el cuerpo dolorido, de noche no podía dormir, era imposible. ¿Cómo no pensar? Tenía la heroína clavada en su cerebro.

Tres días sin consumirla. Era un éxito. Nunca lo hubiera creído.

Pero no podía más.

Temblaba.

Bostezó.

Tenía piel de gallina y escalofríos.

 

 

En las Ramblas apenas había gente.

Rebuscó en los bolsillos. No le quedaba tabaco. Ni siquiera una libra. No encontró más que la navaja automática.

No se preocupó. Se encogió de hombros. Ya mendigaría. Sabía todos los trucos, los había hecho de niño antes de echar a perder su vida.

Sin saber por qué el recuerdo le alegró. La manera como cojeaba igual que un auténtico tullido, la expresión de lástima en la cara y ojos, sobre todo en los ojos, aquello siempre enternecía a la gente.

-¡Eh, colega! ¿Tienes un pito?

El otro adolescente se detuvo y sacó un paquete de Ducados sin quitarle la vista de encima, deslizando los ojos por aquel rostro sucio, enfermizo, maloliente. Todo el cuerpo apestaba. Tenía roña en las manos, salpicaduras en la camiseta, lamparones en la chupa y un excremento reseco que se extendía por los vaqueros yertos. La melena grasienta, los ojos hundidos en una cuencas oscuras… ¿sidosas?

El muchacho retrocedió instintivamente.

Santi elevó una ceja al darse cuenta.

-Gracias, tío.

Vio como el otro se iba aliviado. Se sintió incómodo. Tiempo atrás se hubiera sentido orgulloso de haberlo intimidado. Ahora tenía asco.

Le pareció que los viandantes le señalaban con el dedo.

 

 

Los quioscos abrían sus puertas y los dueños colgaban de los cordones las revistas y colocaban los periódicos del día en brazados uno al lado de otro. Éste ponía derecho un libro que se había caído.

En los puestos en que se vendían animales, los pájaros saludaban el amanecer con sus cánticos y revoloteaban por las jaulas haciendo juegos con los colores de sus plumas.

Más abajo otros sacaban fuera los tiestos con las flores, rosas, claveles y muchísimas que Santi no conocía. Algunos las regaban, otros las retocaban como si fueran peluqueros, mientras que enfrente los portales del mercado de Sant Josep se abrían para preparar los puestos.

Cerca del puerto, los quincalleros.

Era la mejor hora para pasear. La más tediosa, porque no existía la variopinta patulea que aparecería más tarde. También la más tranquila, la que permitía meditar y conocerse a uno mismo, la que dejaba pensar.

¿Pensar en qué?

Santi caminaba sin rumbo fijo, huraño, mirando el empedrado.

¡No había que pensar nada! ¡Nada de nada!

O dejaba la droga o ella terminaría matándolo como había hecho con Luís.

-¡Mala facha!

Santi se detuvo.

Un enorme loro verde ladeó la cabeza mirándolo de reojo.

-¡Mala facha! –volvió a gritar.

Por primera vez en aquellos tres días Santi sonrió.

Volvió a pararse en el quiosco de delante de Portaferrisa. Se entretuvo mirando las revistas con las manos en los bolsillos de la chupa. Iba deslizando los ojos de una a otra. Las había de todas clases, de cotilleos, deportivas, eróticas, cómics, postales… La noticia del “Diario de Barcelona” le llamó la atención:

 

LA AUTOPSIA DEL JOVEN MUERTO POR SOBREDOSIS TENÍA UN ALTO PORCENTAJE DE ESTRICNINA

 

En el párrafo de debajo estaban las iniciales L.A.M.

Santi sintió un fuerte dolor de estómago.

El ejemplar estaba doblado cortando el artículo. Cogió el periódico, lo desdobló, comenzó a leerlo. No se dio cuenta que el quiosquero se irritaba. Un hombre corpulento, de una obesidad malsana; ojos de comadreja, pelo de panoja. Las comisuras, que solían colgar blandas, cogieron una irascibilidad peligrosa. Se aproximó al adolescente con brincos de langosta y hambre de santateresa.

-¡Eh, chaval, si quieres leerlo, págalo!

El brillo de la hoja de la navaja detuvo sus pies.

El muchacho tenía una expresión extraña en los ojos.

-Tranquilo –tartamudeó el hombrón -. No hagas ninguna tontería.

Santi no habló. Dio dos dobleces al diario apoyándolo contra su tórax y retrocedió sin quitar la vista al quiosquero. La navaja en la izquierda, apuntándole.

Huyó por la calle del Carmen.

 

 

Bajó el periódico.

Todas las dosis tenían un porcentaje excesivo de veneno.

Estaba tranquilo. Más tranquilo que nunca.

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