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10
agosto
Negror (5)

Capítulo 5

Dependes de una inyección

 

Pensar.

Sí, había mucho que pensar.

Mucho.

No podía continuar así, se sentía incapaz. O cortaba con todo o terminaría pegándose un tiro.

No podía más.

Estaba aborrecido de todo.

El policía tenía razón. Vencer a los demás era fácil. Vencerse a un mismo. Aquello era lo difícil.

No.

Era imposible.

Porque para eso…

Santi se mordió el labio.

… para eso tenía que dejar primero la heroína.

No podía.

¡No!

¡No quería!

Nunca se había engañado a sí mismo. ¿Iba a empezar ahora? ¡No quería!

Para dejarla tenía que pasar el mono y ¿cuánto se metía? ¿Tres gramos?

¡Tres gramos!

Con sólo dieciséis años.

¿Sabes lo que eso significa?

¿Qué potencia tendría el mono?

Tuvo una serie de estremecimientos.

Movió la cabeza en un no silencioso.

-No puedo –murmuró.

No quieres, dijo una voz dentro de su cerebro.

Se maldijo. Siempre había sacado el genio cuando menos falta hacía y ahora que realmente lo necesitaba…

Se sintió frustrado.

¡Pero es que no podía! ¡NO PODÍA!

Era demasiado esfuerzo para él.

Escondió la cara entre los muslo, puso las manos en su cabeza.

Lloriqueó.

-¡No puedo! –moquiteó.

Entonces mejor pegarse un balazo.

¿Qué otra solución quedaba?

Lo que no podía hacer era continuar como hasta ahora.

¿Por qué no? ¿Qué mal había?

Levantó la cabeza. Tenía los ojos brillantes, enrojecidos.

Respiraba por la boca abierta.

Sudaba.

Los labios le temblaban.

Un tiro.

Se levantó torpemente. Las piernas eran de paja, una paca deshilachada que se desmoronaba.

Caminó titubeante, con pasos cortos, como una marioneta que se zarandeaba conducida por la mano del titiritero.

Bajo el jergón de la piltra estaba la pistola. Valoró su peso como si fuera un diamante. El arma pasaba entre sus dedos; los ojos fijos, hipnóticos, febriles.

Un balazo.

Apretar el gatillo.

Todo su cuerpo tiritó cuando deslizó el pulgar, tembloroso, epiléptico.

Apretar el gatillo.

Apretar…

Dejó caer la pistola con un gemido.

Se dobló abrazándose hasta que su frente apoyó en el suelo llorando, gimoteando con hipidos que no podía controlar, quejándose de un dolor físico en el cuerpo, en el alma.

Terminó por caer al suelo, en posición fetal, las piernas encogidas, los tobillos cruzados, los dedos crispados clavándose en los rígidos músculos, contraídos, tensos, con una especie de sonrisa sardónica en la boca abierta, babeante, plañendo sin cesar, rasguñando las baldosas con los dientes.

 

 

Capítulo 6

En el fondo de la mina

 

-¿Dani?

-¿Quién es?

-Luís.

Dani apretó el botón del portero automático con el ceño irritado preguntándose qué querría. No había dado a conocer su domicilio; el hecho de que lo supiera quería decir muchas cosas y ninguna buena.

-¡Hey, tío!

Respondió al saludo. Hacía un año que no se veían y Luís había cambiado, había crecido, adelgazado; demasiado para su altura.

-¿Qué quieres?

-¡Hosti! Tienes una casa molona.

La miraba con curiosidad.

-¿Qué quieres? –repitió.

-Sabes que nunca te he pedido nada.

Dinero. No podía ser otra cosa.

-He venido para ver si me puedes prestar unas papelas. Te las pagaré, tío, en serio.

Dani lo miró como a un idiota.

-¿Unas papelas? Yo no soy ningún camello.

-Venga, tío, sé que mandangueas. Enróllate, te digo que te las pagaré.

Dani juró. Tenía veinte años y desde los catorce que se había metido en aquel mundillo por una curiosidad innata en él.

Cuando tenía seis, su primo Mac, de diecisiete, había tenido problemas con la Ley mientras vivía un verano en su casa. Dani se vio envuelto cuando su primo le pidió que le llevase la navaja, que guardaba en el equipaje, a la estación del Metro.

En las horas que tardó en regresar sus padres dieron parte a la policía de su desaparición y después le castigaron por el susto que les había dado.

Si pensaron que así lo habían escarmentado, se equivocaron. Era demasiado inquieto, demasiado inconformista, intratable e impertinente, más parecido a su primo de lo que a sus padres les hubiera gustado. Tras aquella aventura intentaron atarlo corto y sobreprotegerlo, temerosos de que siguiera los pasos de Mac.

No hay que extrañarse que en su adolescencia se sumergiera por los arrabales para conocer de primera mano la vida que le había hecho atisbar su primo. Vestido como cualquier indígena de las muchas tribus urbanas había andorreado aquellos barrios como si hubieran sido la casa de sus padres. Fue así como conoció a Luís y a Santi.

No obstante su curiosidad, era lo bastante agudo como para ponerse un límite y nunca se había involucrado realmente excepto el día que compró estúpidamente una dosis de heroína.

-No soy ningún camello –repitió -. Sólo compre una vez para probarla, pero me dio miedo de que me gustara y la revendí. No lo he hecho nunca más.

-Joder, te digo que te pagaré.

-Y yo que no manejo.

No mentía. Sólo la había comprado en aquella ocasión. También era cierto que no la había probado por miedo a que le gustara y no poder poner freno. Dani se conocía bien, era demasiado cerebral como para dar un paso en falso.

-Somos amigos…

Dani no estaba tan seguro.

-… haré cualquier cosa.

-¿Lo que sea?

Luís había visto muchas sonrisas en su vida. Con dieciséis años y dos de chapero sabía interpretarlas cuando los clientes se las brindaban, pero la de Dani fue inclasificable.

-No, no lo harás.

-Lo que quieras.

-No tienes huevos.

¿Qué quería decir?

Los ojos de Luís se oscurecieron. Claro. Era eso. Nunca creyó que Dani fuera gay y menos sadoca. No tienes huevos. ¿Qué quería? ¿Hacerlo con el puño? Tuvo un estremecimiento.

-Joder, tío, Santi está con el mono y yo no tardaré mucho. ¡Haré lo que quieras!

Le temblaba la voz sólo de imaginarse lo que iba a hacerle.

-De acuerdo –otra sonrisita peculiar -. No tengo polvo, pero te daré dinero, ¿cuánto necesitas?

-Cien papeles –murmuró. Barato para lo que quería hacerle.

-¿Veinte mil duros? ¿Te crees que…?

-¡Cien talegos!

-Vale –gruñó -. Como no lo harás, me saldrás barato.

-Tú dime qué quieres. Soy muy bueno.

-Frena, no eches el carro por el pedregal. No es lo que piensas, lo que quiero es que dejes la droga. Déjala y te daré las cien mil pesetas.

-No estoy para bromas.

-No bromeo.

No, no bromeaba, Luís frunció el ceño; estaba perdiendo el tiempo en aquella casa. Abrió la puerta. Comenzó a bajar las escaleras.

-Luís.

Se detuvo. Levantó la cabeza.

Dani estaba grave apoyado con las manos en la barandilla.

-Si tienes hambre, te daré de comer. Si tienes frío, compartiré la ropa contigo. Pero para esto, no vuelvas.

Las pupilas de Luís chispearon.

-Te crees muy importante, ¿verdad? Tienes trabajo, estudias una carrera… y yo no soy más que un yonqui, que incluso pongo el culo porque me gusta, ¿no? Vete a la mierda, Dani. No necesito tu caridad.

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