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03
agosto
Negror (4)

Capítulo 4

Esperanza quemada

 

Luís se aficionó muy fácilmente a la nueva situación. Después, cuando llegaba a casa, tenía un brillo extraño en los ojos. Santi comenzó a preguntarse si a su amigo no le gustaría que le dieran por detrás. En ocasiones veía una expresión turbadora en su mirada, pero Luís no hablaba y él nunca se atrevió a preguntarle si entendía.

A veces Luís parecía como si quisiera decirle algo, pero cerraba la boca limitándose a observar a su amigo cuando creía que éste no se percataba. Su vida apenas se diferenciaba de la de Santi. También su padre era un alcohólico y su madre; sus hermanos, yonquis desde que tenía consciencia. Había crecido en las calles, porque estaba mejor en ellas que en casa, y fuera de Santi no tenía amigos, con él nunca se había sentido solo. Santi tenía una sonrisa que sabía ser protectora y aunque Luís no necesitaba de nadie que lo defendiera, le alegraba le expresión del rostro de su amigo, se sentía hermanado con él.

Pero ahora la sonrisa de Santi era amarga, atormentada y Luís se sentía mal porque había sido él quien lo  empujó a la prostitución. Lo miraba queriendo hablarle, justificarse o disculparse, no lo sabía bien, sólo que le desesperaba ver que Santi se derrumbaba que se autodestruía por culpa de él. Pero no se atrevía, callaba y atisbaba buscando en los ojos de Santi algo que no encontraba, apartándolos cuando éste unía la cejas y le miraba a su vez extrañado, con un brillo en las pupilas que avergonzaba a Luís.

El círculo de acción era muy amplio, pero en general acostumbraban ser los meaderos de las Ramblas, la plaza de Cataluña y algunas paradas del Metro. Otras veces se dejaban ver por las calles. Los autos se aproximaban lentamente y se detenían. Hablaban un instante, ajustaban el precio, subían al coche y se iban.

Santi estomagaba peor la prostitución. En ocasiones paseaba por los callejones estrechos del barrio viejo. Había olores a comidas, peste a suciedad. Casuchas que antiguamente habían sido nuevas, algunas con las paredes tan puercas, que le recordaban su cuchitril. Nada más comer las callejuelas solían estar casi vacías, pero al atardecer se llenaban de viejos, beodos, drogadictos, rameras y solitarios buscando algo de compañía. También aparecían soldados, perdonavidas y jovenzuelos que, con ademanes nerviosos, caminaban en pequeños grupos, aguijoneándose, dándose valor en sus primeros escarceos sexuales.

Las mujeres eran de todos los tamaños y colores, de todas las edades, algunas con brillo húmedo en los ojos, otras con el rostro agrietado por los años, pero todas con un kilo de pintura, maquillaje y colorete en la cara. ¿Terminaría haciendo él lo mismo? Cuanto más vetustas más se pintaban en un esfuerzo inútil de taponar las arrugas; los pellejos de los brazos colgando fofos.

También las había jóvenes, con las carnes prietas, macizas, con desdén en la mirada cuando clavaban los ojos en los hombres. Santi se detenía y las estudiaba. Estaban escarmentadas de la vida. Ella le devolvían la mirada y él leía en aquellas niñas, que reflejaban su rostro, que no era ningún príncipe azul, tan sólo la herramienta que necesitaban para trabajar, para comer, porque vivían gracias a los hombres.

Igual que él.

 

 

Un día Luís no subió al auto después de estar bastante rato hablando. A continuación se dirigió donde estaba Santi. Llevaba una tarjeta en la mano con un número de teléfono.

Santi levantó la vista de la tarjeta intrigado y preguntó a Luís con la mirada. Se trataba de una organización, dijo su amigo. En teoría menos peligroso y mejor pagado. Por lo que le habían dicho, había mucha variedad de precios. Un servicio completo podía llegar a 5.000 duros; si era especial hasta 12.000 o más.

Santi silbó. Con ese dinero podían solucionar sus problemas económicos. Naturalmente que no todo iba a ser para ellos, pero la parte que les tocara siempre sería mejor que la que ganaban por libres.

Ya no necesitaban esperar en las callejas, se quedaban en la casa que tenía la organización. Los clientes llegaban y les hacían exhibirse y elegían. El Chino los presentaba con nombres falsos y Santi no podía evitar tener asco, con la sensación de ser un animal, un trozo de carne ante aquellos ojos ávidos que le arrebataban hasta la diminuta tela que lo cubría. Uno era muy especial, no se conformaba con aquella visión, deseaba disfrutarlos afeminados y obligaban a los más jovencitos o andróginos a acicalarse con pantis, medias, ligueros, braguitas, maquillaje…

Luís apartó los ojos al cruzarse con Santi, el rostro enrojecido. Ninguno habló. Santi estaba con moratones en el rostro y una ceja abierta por no querer travestirse. No, ninguno dijo nada, pero Luís sabía que Santi le reprochaba su sumisión. Ya era malo prostituirse, pero vestirse como una…

Las cejas de Santi se fruncieron dolorosamente y sus labios dibujaron una delgada línea.

El parroquiano escogió a Luís.

Quien lo pago fue otro que ansiaba una sesión sadomaso con Santi. El adolescente lo apaleó, lo desvalijó y le amenazó de muerte si le delataba. Después de la paliza recibida, la víctima no tuvo ninguna duda de que así sería.

No le quedaba nada del dinero robado y había hecho una peligrosa mezcla de alcohol y drogas cuando llegó a casa Luís. Aún llevaba carmín y los ojos pintados de negro. Contempló a su amigo, Santi estaba en otro mundo con medio cuerpo colgando fuera del sofá. Las lágrimas fueron inundando los ojos de Luís, pero las retuvo maldiciéndose.

Otras veces los reclamaban por teléfono. El Chino los anunciaba en los periódicos, haciéndolos pasar por mayores de edad, en la sección de contactos, con nombre falso, Marco, 18 años, morboso, aniñado…

No les pagaban todo lo que ganaban, cuanto más una cuarta parte y no siempre. Casi todo se lo quedaba el Chino, un hombre a quien todos, incluido Santi, tenían miedo y sólo la desesperación hacía que se le enfrentase. La mente se le ofuscaba y únicamente Luís conseguía que lo guiara la prudencia.

Santi almacenaba el resquemor, el odio que iba teniendo al Chino, la vergüenza de poner siempre el culo, de ser… (¿lo era?) y no aceptarlo, de drogarse, de… todo se lo quedaba dentro de él, una olla exprés con la válvula rota, cuya presión subía y subía.

Un día conoció a un hombre cuando hacía de chapero por cuenta propia, porque lo que daba la organización no siempre abundaba para su gasto de droga debido a su descontrol cada vez mayor. Un tío muy enrollado y legal, le comentó a Luís. En realidad fue el único con quien estaba a gusto. Su relación no se reducía únicamente al sexo; conversaban mucho. A Santi esto le molaba porque le hacía sentir un poco mejor. Nunca había hablado con alguien mayor que él, nunca había tenido las conversaciones entre padre e hijo o entre el maestro y el alumno. Era algo nuevo para él.

Después de Luís fue la persona en quien más confianza tenía, pero no era lo mismo hablar con su amigo que con aquel hombre. Con Luís era de igual a igual, poco se podían enseñar, no tenían experiencia y había ocasiones en que sólo ésta podía instruir.

De pronto, sin saber bien por qué tuvo necesidad de impresionarle. Recordaba que una de las veces le habló de sus peleas con otros muchachos fanfarroneando de ser buen luchador. El hombre no se inmutó. Contestó que vencer a los demás era fácil, lo difícil era vencerse uno mismo.

-Dime, Santi, ¿te crees capaz de vencerte a ti mismo?

El chico no supo contestar. Se vio un imbécil. Había querido envanecerse y lo único que sentía era una enorme vergüenza.

Se levantó del lecho, desnudo. Se acercó a la silla, cogió los vaqueros y sacó un cigarrillo. Necesitaba un buen pico. No tenía el mono, simplemente le apetecía.

En los días siguientes, ganada la confianza del chaval, el hombre comenzó a hacer preguntas de entrada intrascendentes. Aquel día supo Santi, sin que el otro se lo dijese, que era policía. Se puso a la defensiva y más cuando terminó sospechando que el secreta investigaba la red de prostitución.

Santi lo comentó con Luís; era una manera de salir de aquel embrollo, pero éste le quitó la idea de la cabeza. ¿Es que creía que con denunciarlos ya valía? ¿Qué pasaría después? No iban a dejar así las cosas, ¿y las represalias?

Tenía razón.

El policía no sacó nada en claro de Santi y un día se esfumó. Se fue tan bruscamente como había aparecido. Santi lo echó de menos, pero la vida era así, las personas van y vienen. Conocía la comisaría en que trabajaba, pero no se acercó, ¿para qué?

 

 

Llegó un momento en que dudó de su propia hombría y reaccionó de la única forma que conocía, violencia. Empezó a ser un estorbo para la misma organización.

La chispa fue la chica del Chino. Una muchacha poco mayor que Santi, morena, delgada, de ojos azules, profundos y ardientes; cabello azabache; labios voluptuosos que invitaban a besar. Pero lo que más hechizaba al chico era su fragancia, una mezcla de mandarina, limón y azahar creando una sensualidad etérea y que le excitaba cada vez que la veía.

Santi la cortejó. Llevaba días soñando con ella, pero ya era lo de menos. Necesitaba hacerlo con una mujer.

Sin embargo, cuando la vio desnuda se quedó cortado. La joven tenía un cuerpo hermoso, erótico, con largas piernas y senos redondos que se levantaban desafiantes. ¡Dios, cuánto le gustaba mirarla! Sólo con eso era feliz.

-¿No te desnudas?

Reaccionó.

Se olvidó de todo. El acto llegó a ser algo superior a la necesidad estrictamente animal de confirmar su masculinidad, una expresión de amor y cariño. Después reposó junto a Vicky sin querer dejarla aún. La mano de la muchacha le acariciaba el cabello. Quedó medio adormilado.

Cuando abrió los ojos la vio entrar de la otra habitación, se había puesto una bata. La vio sentarse ante él. Vicky le habló pero no oía lo que le decía; la bata se había abierto dejando al descubierto una pierna hasta la mitad del muslo, dejando adivinar lo que había más allá.

-Te has quedado con hambre, ¿eh? –sonrió maliciosa.

Deslizó el pie a lo largo del muslo de Santi hasta el sexo. Lo acarició. El adolescente se estremeció.

-Estás muy callado.

Santi se inclinó. La besó acariciándole los pechos, con suaves pellizcos en los pezones, deslizando la mano hacia la vulva, los dedos curiosos buscando el clítoris y la lengua apoderándose de su boca hasta que sintió cómo la respiración se agitaba por el deseo. Se separó mirándola a los ojos. Ahora fue ella quien lo cogió a él. Pasó sus manos por la nuca de Santi acercándolo. Lo besó lentamente. Sus labios se abrieron. Las lenguas se buscaron tocándose por las puntas. Con lentitud la lengua de Vicky retrocedió arrastrando la otra. Los labios se unieron. Se besaron durante muchos minutos. Santi notaba las uñas clavándose en su pescuezo. Cuando las bocas se separaron se buscaron de nuevo. Querían más. Volvieron a besarse mientras Santi la despojaba de la bata.

No hablaban. No necesitaban palabras. El lenguaje era de caricias, de roces de labios, de lengua, de yemas, de piel, mudas frases que lo decían todo.

Santi no hubiese sabido decir si sentía amor o alegría de comprobar que era un hombre después de todo. Luís vio un cambio en él, parecía más feliz, hablaba sin cesar de Vicky y comentaba de dejar aquello, de buscar trabajo y abandonar las drogas.

Ya había trabajado antiguamente. El dueño lo explotaba, sin embargo era un paso para dejar la prostitución. Pero cuando cumplió los dieciséis fue despedido. El empresario, con la edad legal para trabajar, debía asegurarlo y aumentarle el jornal. Prefirió expulsarlo y sustituirlo por otro menor. No todos eran como aquel hombre, decía ahora esperando una confirmación por parte de Luís que no llegaba, porque no sabía qué decir.

Santi se tumbaba en el sofá fumando un canuto, extasiándose, soñando con una vida normal y Vicky a su lado.

Luís lo miraba en silencio, con dolor en los ojos, las manos en los bolsillos, respirando despacio.

 

 

 

De una manera u otra el Chino terminó descubriendo la relación. Santi lo supo al oírla gritar.

Subió precipitadamente las escaleras y halló al Chino cortando el rostro de Vicky a navajazos.

Santi lo atacó. Toda una vida luchando en las calles, muchas veces contra chicos mayores que él, le habían enseñado las ventajas de la sorpresa y las peleas cortas. El Chino sólo tuvo noción de una mano que cogía la suya y se giró furioso recibiendo un puñetazo en la boca del estómago. Se le cortó el aliento quedando titubeante al tiempo que Santi le retorcía el brazo y lo golpeaba rabioso. Se oyó el crujido del húmero al romperse. El Chino aulló indefenso. Otro golpe más y se derrumbó antes de comprender lo que había pasado.

El muchacho estudió las heridas de Vicky. Cuando cicatrizaran quedaría irreconocible. El corazón le palpitó taquicárdico.

El Chino estaba hecho un nudo en el suelo, gimiendo y sujetándose el brazo roto con la mano.

Santi no pudo contenerse.

-¡Hijo puta! –explotó.

Echó el pie hacia atrás y le soltó un puntapié. Le acertó en el rostro. Unas gotas de sangre cayeron en sus bambas.

Enloqueció.

Empezó a patalearlo.

-¡Hijo puta!

Posiblemente hubiera terminado matándolo si Luís no lo sujeta por detrás.

Luchó para continuar pateándolo.

-¡HIJO PUTA!

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