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27
julio
Negror (3)

Capítulo 3

Voy por la calle buscando el por qué

 

Santiago Losfayos, Santi, era hijo de uno de tantos emigrantes que había acudido a Barcelona en los años sesenta huyendo de la pobreza del pueblo y descubriendo las miserias de los arrabales de la gran ciudad. Él ya había nacido en la Mina y desde su más tierna infancia había conocido las calles de un barrio conflictivo, repleto de drogadictos, malhechores y camellos. Y por más que estaba convencido de que el ambiente del suburbio lo convirtió en un delincuente juvenil, respecto a la droga no estaba tan seguro. Una de sus pocas cualidades, si es que tenía alguna (Santi lo dudaba) es que no se mentía a sí mismo. Se drogaba sí, pero no era por la barriada, ni por los problemas de casa; se colocaba porque le gustaba. Mejor dicho, le había gustado al principio. Ahora ya no, ahora era una obsesión, algo que necesitaba para no pasarlo mal.

Había comenzado con pegamento, era lo más fácil de conseguir y lo más barato. Se encontraba en cualquier papelería, luego sólo hacía falta una bolsa de plástico para derramarlo y aspirar. Compraron el primer tubo entre Luís y él. Terminaron vomitando y una borrachera tremenda que todavía le duraba cuando se fue hacia casa.

La paliza que le dio su padre no la olvidaría nunca. No fue la primera ni la última; tampoco la mayor, ésta fue el día que Santi se atrevió a plantarle cara con la navaja. Su padre lo desarmó y lo dejo hecho un cristo.

Aquella madrugada se fue de casa con el rostro tumefacto, el labio partido, la nariz inflamada, la ceja abierta, cardenales, contusiones y vergajazos por todo el cuerpo, cojeando. Su padre no se molestó en denunciar la desaparición y fue la única cosa que Santi le agradeció en la vida.

Si alguna vez había sentido cariño por su padre hacía tiempo que había desaparecido. Veía en su padre los mismos defectos que éste en él. Si Santi era un yonqui, él era un borracho; si era delincuente, él ¿qué era? Un bodrio humano que no había tenido rasmia para ganarse la vida en el pueblo y que había emigrado a Barcelona, ¿para qué? Para enviciarse al alcohol y despilfarrar su vida y la de su familia.

Con todo aún hubo ratos buenos y agradables, no muchos, pero sí algunos, hasta que murió su madre. Entonces padre se zambulló del todo en el alcohol y Santi, sin nada que lo frenara, en la calle.

Sin embargo, el día que se fue de casa no era yonqui, todavía no. Había inhalado algún chino, nada más. Daba una sensación agradable, pero sólo eso. No veía motivo para tanta fama.

-Espera a bombeártela, tío –le decían los chicos grandes de la cuadrilla.

La vena. Le daba un poco de miedo eso de pincharse y no se decidía.

Había cosas que le preocupaban más que las drogas.

Había visto como detenían a otros chavales y como regresaban algunos. No le gustaba. Como tampoco le agradaba la expresión de los ojos de sus primeras víctimas, aquellos enanos que robaba a la salida de los colegios. Prefería los hurtos por tirón de bolsos y carteras. No daba tiempo a nada, ni a mirar a los ojos ni a pensar.

Pensaba después. Cada vez más frecuentemente.

Descargaba su conciencia hablando con Luís en la soledad del crepúsculo, en los descampados, mientras fumaban un porro. Era el único con quien podía conversar, el único en quien confiaba y le comprendía.

Por eso, el día que se fugó de casa fue en su búsqueda (su amigo se había ido un mes antes por razones parecidas). No huía sólo de su padre, huía de todo el barrio, de toda su vida de delincuente juvenil.

Encontró a Luís roncando suavemente en el tugurio que compartían ahora.

En un taburete carcomido había una vela encendida alumbrando levemente la estancia, junto a ella una casete funcionando. Santi torció el gesto, el imbécil se había dormido sin pararla. Apretó el botón y sacó la cinta, era de Kortatu. La arrojó encima de un montón de ellas. Rebuscó, algunas eran de él. Cogió una de Sangre Azul. Puso en marcha el aparato.

Una jeringuilla de insulina usada.

La cogió entre tres dedos. Luís se había dado un pico, en la banqueta había una papelina abierta y otra sin tocar.

Bruscamente le apeteció.

No por la nariz.

Por vena.

Es como un rito, pensó mientras preparaba la droga. Sabía cómo hacerlo, lo había visto muchas veces.

Fue superior al chino.

No encontró palabras para describir lo que sintió, ni podía compararlo con nada. Los chicos grandes le habían dicho como el orgasmo sexual, pero él, con catorce años, nunca había tenido ninguno. La única palabra que se le ocurrió fue cojonudo.

Se dejó llevar por aquella sensación placentera, apoltronándose en la desvencijada yacija, mientras que las canciones de Sangre Azul se alejaban volviéndose irreales.

Se excitó y sintió un placer intensísimo, feroz, salvaje, como nunca lo había sentido, pero que le supo a poco, porque fue demasiado corto, y  le dejó con ganas de repetirlo. Pero de momento no podía, ni siquiera le preocupaba, estaban tan a gusto… De pronto habían desaparecido los problemas, las angustias, el odio que sentía hacia los demás. Era otro mundo, un universo de contemplación, donde no existía el hambre ni el dolor ni nada, ni siquiera notaba los moratones ni golpes de la paliza de su padre.

Cuando volvió a la realidad sufrió un amargo desengaño. El mundo era cruel. Los poderosos aplastaban a los pobres. Existía el tercer mundo, las guerras… Incluso en los países ricos existía el hambre y barrios tercermundistas, el suyo lo era, y había paro y violencia y miseria y hambre, siempre hambre y violencia y miseria…

Qué diferencia a ese otro mundo que acababa de descubrir. En él no había problemas, sólo una deliciosa e íntima sensación. Y comprendió que se había enamorado de la heroína. No le entraba en la cabeza que otros despotricaran. Vale, por supuesto que producía mono; pero eso quizá estuviera en la cantidad y lo frecuente con que la tomase. Si era agudo no tenía por qué pasarle a él. Por eso, cuando dos días después, Luís volvió a chutarse él no se drogó por más que lo deseara. Sí lo hizo a la siguiente semana y dos días más tarde. Al mes compró su primera dosis.

Poco a poco aquella sensación primera fue desapareciendo. Notaba sí, bienestar, pero la sensación alucinante del primer día, no.

Nunca supo cuándo la necesito para evitar el síndrome de abstinencia. Nunca recordó en qué momento cruzó la frontera del placer por la necesidad, pero lo cierto es que la necesitaba, no podía pasar sin ella. La precisaba para levantarse, para estar tranquilo, para dormir, para vivir…

Ninguno de los dos amigos se conformaba con la primera cantidad, porque ya no hacía nada, ya no daba ninguna sensación. Era preciso aumentar la porción que se metían en el cuerpo. Pero esta segunda dosis tampoco fue suficiente y hubo que aumentarla una, dos, tres veces más, y ya no podían tomar menos porque aparecía el mono. Era necesaria más heroína y más dinero y comenzaron a reñir violentamente acusándose de hacerse la pirula, de esconder papelinas en beneficio propio, de mangarse el uno al otro cera para conseguirla. Después se arrepentían y se pedían perdón para pelear al cabo de dos horas.

Volvieron a robar. No podían hacer otra cosa. Eran menores de edad, vivían solos y sin apenas posibilidades de ganarse la vida. Necesitaban dinero, mucho dinero y cuanto antes.

Las limosnas no daban abasto.

Robaron.

No como antiguamente.

En la pandilla aún llevaban algún plan. Ahora lo hacían compulsivamente, sin estrategia, atolondradamente. En cualquier momento terminarían cogiéndolos y lo sabían.

Una tarde Luís habló. Conocía a un colega que le había dicho que acostumbraba a tener relaciones homosexuales con maduros y que era muy fácil conseguirlas en los urinarios de las Ramblas. Le había asegurado que no le daban por el culo sino que era al revés y no le daban menos de dos o tres mil pesetas. Pero no siempre se llegaba a ese extremo, muchas veces bastaba con masturbarlos o darles una mamada.

Santi hizo un gesto de asco.

-Pajearlos aún, tío. Pero tomarles la pija con la boca o follar…

-Son dos o tres talegos, tío.

La idea no le gustaba, pero era menos peligroso que robar. Incluso más ganancioso.

Fue así como se convirtió en chapero.

 

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