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14
abril
Aguja de marear (9)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

9

            Compárame, compárame.

            La voz de la ramera resonaba en su cerebro, a medida que veía aproximarse a Isabel, cada vez más lánguidamente. Sus ojos rieron con un leve destello de pena, había resultado atractiva, pero no podía medirse con Isabel.

            Isabel.

            Era curioso que la chavala que estaba enamorada de Germán tuviera el mismo nombre. No creía en cartas astrales ni destinos paralelos, pero no dejaba de resultar chocante.

            Había telefoneado a Efrén para que le diera el número de Silverio, deseaba ver a Isabel nuevamente aunque sospechaba que acabarían discutiendo si accedía a ello, cosa improbable. Para su sorpresa había aceptado.

            Allí estaba nuevamente. No se parecía en nada a la chiquilla que había conocido, excepción hecha del carácter. Tampoco le desagradaba. Le gustaban las mujeres dulces y fuertes al mismo tiempo, las débiles las consideraba una carga, principalmente porque él también se consideraba débil y necesitaba un punto de apoyo en numerosas ocasiones. Sin ir más lejos, si Isabel hubiera sido de otra forma de ser habría consumido aquella maldita papela de heroína.

            Era desconcertante la manera cómo el carácter de Isabel le había enfurecido, haciéndole sentir que quería dominarle y que al mismo tiempo le atrajera. Tal vez se redujera a que Isabel no había ido con finuras. En lo referente a la droga tenía toda la razón. Quién sabe, quizá en lo demás también la tenía, no había parado a pensarlo.

            Tenía un cuerpo atrayente, y desde la aventura con la del compárame no hacía más que pensar en él, soñar con él, fantasear con él, desnudándola lentamente, descubriendo centímetro a centímetro la suave y tersa piel, mordiéndose los labios mientras aparecían las formas liberadas de la ropa, poniéndose cachondo, aliviándose en solitario, viendo el hermoso cuerpo desnudo en sus ojos cerrados, pajeándose y murmurando todo lo que le gustaría hacerle.

            Bueno, pues ahí la tenía, en carne y hueso. Toda la audacia que sentía en sus ensoñaciones desapareció cuando sus ojos se encontraron y se sintió torpe hasta el extremo que tartamudearía cuando hablara.

            Isabel achicó los ojos. Mac tenía buen aspecto, analizó, aunque daba la sensación de estar algo nervioso. La sonreía y su rostro adquiría así un aspecto encantador sin llegar a ser infantil. Era una sonrisa que la seducía, no la otra típica, pícara con los ojos brillando malignamente, como si preparara alguna travesura gorda, la habitual en su infancia cuando no lo podía ni ver. No, ésta era diferente, los ojos brillaban tiernos y el movimiento de sus labios parecía indicar que deseaba besarla y temía hacerlo al mismo tiempo.

            – Quería disculparme por lo que te dije el otro día -murmuró Mac después de saludar sin saber qué decir realmente. Al menos no tartamudeó-, no debí decir lo de tu padre.

            – No dijiste ninguna mentira -la voz fue suave aunque a Mac se le antojó arisca-. ¿Sólo querías verme para esto?

            Mac se sintió perdido.

            – No -comentó confusamente-. La verdad es que deseaba verte -se sinceró-. Tuvimos palabras muy fuertes, pero tienes toda la razón -sonrió desorientado-. ¿Sabes? No he tomado drogas desde entonces. Me pusiste tan furioso que no quise hacerlo sólo por darte por culo.

            – Que alegría -voz sarcástica.

            Mac apretó los labios, sus ojos se helaron.

            – Aunque no lo creas quiero dejarlo, ya lo quería antes, pero sí es cierto que si no hubiera sido por ti no lo habría conseguido aún, no sabes lo que me llama, y eso que no estoy metido del todo. Supongo… -no sabía cómo explicarse-, que debe ser porque quiero suicidarme y no tengo valor para hacerlo de otra forma.

            Isabel guardó silencio.

            – No me lo pones fácil -carraspeó Mac.

            – ¿Qué quieres, que te alabe?

            Mac apretó las mandíbulas.

            – ¿Qué te he hecho? -preguntó-. Ya me he disculpado de lo de tu padre, ¿no es bastante?

            Quizá no lo era. Quizá pensaba que no era sincero.

            – Olvídate de mi padre, no es eso.

            – Entonces, ¿qué te he hecho?

            – A mí nada. Es a ti a quien te lo haces.

            Mac tuvo la sensación de que en cualquier instante Isabel le mordería.

            – Estoy intentando dejarlo -repitió- y no creas que me resulta fácil.

            – El héroe.

            Mac suspiró desesperadamente.

            – Sólo haces lo que debes, así que no creas que me deslumbras con tu fuerza de voluntad.

            – No seas tan creída -pasó al ataque-. No voy detrás tuyo, hay que ser gilipollas para soportar tu mal genio y mala picada.

            – Mal genio.

            – El peor que he conocido.

            – Lo que te ocurre es que las verdades ofenden.

            – Pues mucho te tienen que ofender para que tengas tan mal carácter.

            – El niño sufre una rabieta.

            – Maldita sea, Isabel, yo…

            – ¿Qué?

            Mac trató de serenarse.

            – Cada vez que hablamos discutimos, no lo entiendo. Yo sólo quería que hiciéramos las paces; está visto que es imposible. ¿Pero qué es lo que te molesta de mí?

            – Tus pocos huevos.

            Mac arrugó el entrecejo, la boca abierta, cara de pasmo.

            – Ahora sí que me has jodido -murmuró.

            Era imposible entender a aquella chica.

            – No tienes cojones de afrontar la vida. Te comportas como si fueras el único en el mundo que ha sufrido una desgracia.

            – ¿A ser un asesino llamas tú desgracia?

            – Tú no eres un asesino.

            – ¿Qué soy entonces?

            Isabel retuvo la respuesta, caían en el círculo de la otra vez. De pronto Mac parecía a punto de venirse abajo.

            – Intenté matarme, ¿lo sabías? -prosiguió Mac.

            – Efrén nos lo contó.

            – Efrén no lo sabe. No fue cuando me hirió el policía, fue después, con la escopeta de caza de mi padre, hace dos años. Estaba solo en casa y ya la tenía cargada, los cañones en la boca, pero me faltó valor.

            – Por eso buscaste la droga -no debía compadecerse, no lo permitiría-, era más fácil.

            – No lo sé. Pero desde que la tomo ya no he vuelto a soñar con ese hombre. Tú no sabes lo que es eso, noche y día, sin parar, dale y dale.

            Buscó con ademán nervioso el paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo.

            – No puedes entenderlo. Tendrías que pasarlo para saber lo que significa.

            Los ojos le brillaban.

            – Estos días que no he consumido he vuelto a soñar con él, vuelvo a disparar y siento satisfacción.

            Estaba pálido, la mirada cristalina.

            – Satisfacción -repitió incrédulo con voz quebrada-. Es cierto, no tengo cojones -los labios le temblaban-. No volveré a molestarte.

            – ¿A qué viene esa estupidez? No volveré a molestarte. No me molesta, me fastidia tu rendición. Miles de sinvergüenzas matan a otros miles y se quedan tan frescos. Tú no. Eres…

            – No vuelvas a decir que soy bueno.

            – Tienes una moral muy rígida. Ningún hombre matando a otro tiene tantos motivos como tenías tú.

            Evitaba la palabra asesino.

            – Nunca hay motivos para matar a nadie.

            – Y para matarse a uno mismo, ¿los hay?

            Mac la miró en silencio.

            – Contéstame, ¿los hay?

            Mac desvió la vista sin responder.

            Isabel estudió aquel rostro nublosamente dolorido. Parecía tan necesitado; cariño, comprensión, apoyo… Algo que, pese a apreciarle todos los que le conocían, no habían sabido darle. ¿Qué era lo que precisaba? Físicamente estaba bien, pero por dentro se estaba consumiendo.

            – Le devolvería la vida si pudiera -murmuró el muchacho-. Daría la mía porque resucitase.

            – Para que matara a más gente.

            – No lo comprendes. La vida es el mayor don que tenemos -calló un instante-. No sé cómo explicártelo, ni yo mismo lo sé. No es cuestión de religión o lo que nos dice la Iglesia -hizo una curiosa mueca con los labios-. No lo sé. Es un don. Algo que está ahí y que no tenemos ningún derecho sobre ella. No podemos arrebatársela a nadie así por las buenas y nunca hay un motivo ¿Cómo sé que Gabriel no se hubiera arrepentido al fin y proporcionado a la gente más bien que daño hizo antes? Y llegué yo y se lo impedí.

            – Estás exagerando.

            – Es una suposición. Podría ser, ¿no? Cometí un asesinato y es el mayor crimen que un hombre puede cometer, porque así se corta una vida de beneficio o expiación o de misión, ¡qué sé yo!

            – O sea, que tú te encuentras a Hitler antes de la guerra y no eres capaz de matarlo sabiendo lo que iba a hacer.

            – El asunto es que si me lo encuentro antes de la guerra no habría sabido lo que iba a hacer.

            – ¿Y si te lo encuentras después?

            – El mal ya estaba hecho, y no soy quien para juzgarle.

            – Esta sí que es buena.

            – ¿Cómo podría juzgarle si soy un asesino? ¿Qué derecho tengo?

            Se turbó al ver la ternura que reflejaban los ojos de Isabel. Dos días antes aquello le habría molestado. Lo habría atribuido a compasión, pero no era compasión lo que indicaba aquella mirada.

            – Buscas destruirte para redimirte. ¿Por qué no haces mejor algo por los demás? Dices que quizá Gabriel hubiera hecho más bien que mal hizo si no lo matas. Hazlo tú en vez de buscar tu perdición en drogas y otras porquerías.

            – No busco el perdón. Me confesé y mosén Carmelo me absolvió, ya tengo el perdón.

            – No te has perdonado a ti mismo.

            – No es redención lo que busco -se obstinó-, es olvidar, es descansar.

            – No lo conseguirás mientras no te perdones. Mac -que bien sonaba su nombre en sus labios; el muchacho dulcificó sus ojos-, lo hecho, hecho está, ya no tiene remedio, pero no puedes estar así toda la vida. Dices que eres un asesino, de acuerdo. Dilo en voz alta.

            – ¿Eh?

            – Que lo digas en voz alta.

            – Soy un asesino.

            – Así no. Más alto, grítalo.

            – Venga, Isabel -rió nervioso.

            – Hazlo. Que se enteren todos.

            Mac abrió la boca.

            – Venga -apremió la muchacha.

            – ¿Cuál es tu juego?

            – Grítalo.

            – ¡Soy un asesino!

            – Más fuerte, con rabia, que se note que lo sacas de dentro.

            – ¡¡¡SOY UN ASESINO!!! -desgañitó.

            La garganta le dolió.

            – Sin escandalizar, chico.

            Un guardia.

            – Usted perdone -dijo Isabel-, es que ensayamos una obra de teatro.

            – No me importa lo que hagáis, ¿vale? Estamos en una vía pública, ¿vale? Mejor que os vayáis antes de que os multe.

             – Vale -murmuró Mac.

            – ¿Cachondeo encima?

            – No, señor guardia, disculpe, ya nos vamos.

            Durante un rato caminaron sin hablar. Isabel francamente risueña, él hecho un lío.

            – Ya me dirás a qué viene todo este embrollo -comentó Mac.

            – ¿No te has fijado? A nadie le importa una mierda, hablando mal, lo que seas. A nadie excepto a ti.

            Mac no respondió durante unos segundos.

            – ¿A ti tampoco?

            – A mi me importa el daño que te haces.

            No habría sabido decir si aquella frase fue dicha con entonación o no, pero tenía algo especial.

            – ¿Por qué? Estuvo mal lo que dije de tu padre, pero es cierto, ahora dejaría que lo condenaran. ¿Por qué?

            – No lo dejarías -se exasperó.

            – ¿Por qué no?

            – Porque te conozco. Eres tan imbécil que volverías a arriesgar tu vida por él.

            – Imbécil. Al menos no me has llamado bueno.

            – ¿Bueno? Eres la persona más desesperante, terca y necia que me he echado en cara, masoquista del demonio.

            – No te pases, ¿eh? -refunfuñó-. Retira lo de demonio.

            Tenía el rostro ceñudo en una expresión cómicamente ofendida. Isabel lo conocía lo suficiente como para saber que su enfado era broma.

            – Me gusta verte así -dijo.

            – ¿Así?

            – Alegre. Estabas tan patético antes. ¿Sabes? -añadió más seriamente-. No creo que quieras morir realmente. Por un lado quizá sí, pero otra parte tuya no lo quiere, la que te impidió apretar el gatillo de la escopeta y que tú atañes a cobardía, la que te ha llevado a las drogas, no como otro medio de suicidio sino como un grito de auxilio, una llamada de ayuda para que te saquemos de este problema.

            Mac no había caído en ello. Podría ser. Después de todo no se sentía atraído por Isabel simplemente por el físico, había algo más que no había sabido discernir hasta entonces. Posiblemente era aquello, que inconscientemente había sabido que era la persona que necesitaba para sobreponerse.

            Isabel caminaba a su lado balanceándose como un sauce joven. Tenía una cintura estrecha y las caderas anchas, deliciosamente curvadas. Mac sintió que la deseaba, la deseaba con todo el ardor de su juventud, quizá la había deseado desde el primer instante, pero ahora la necesitaba, junto a ella se sentía seguro, no protegido, seguro y una estabilidad que no había tenido nunca en aquellos cuatro años. No había nada de fragilidad en su cuerpo, poseía una fuerza que irradiaba de su interior. Su rostro sereno no estaba ensombrecido de sensualidad no así sus jóvenes pechos, orgullosos, erectos, ni el olor a sándalo que le embriagaba.

            No podía apartar sus ojos de ella. Isabel habría interpretado la mirada como descarada si hubiera sido cualquier otro, pero la expresión de Mac era extraña. Era una mirada limpia, tierna, parecía poseer algo de deseo sexual, pero no podía asegurarlo, porque no era aquello lo que predominaba. Cariño. Eso es. Había cariño en ella.

            Era lo más destacado de Mac. Sus ojos. No eran bonitos, eran expresivos. Su rostro podía permanecer impasible, pero no sus ojos, que adquirían distintas tonalidades según su estado. De niño fueron pícaros. Se preguntó cómo serían ahora habitualmente, aún no había tenido ocasión de contemplarlos. Serían nobles, sí, tenían que ser nobles.

            Debería hacer algo o decir algo, se dijo  Mac. Estaban en silencio contemplándose como dos idiotas. Pero, ¿para qué romper el momento? Había algo bello en aquel silencio, algo poético en aquel rostro de nariz respingona y hechiceros ojos verdeazulados, algo en aquella boca que parecía desear ser besada, que la imaginación de Mac le dijo que necesitaba ser besada.

            Isabel lo leyó en sus ojos antes de que Mac llegara a pensarlo siquiera. Los vio dudar, los vio sufrir por la misma indecisión. ¿Cómo reaccionaría ella? Mac no quería indisponerse otra vez con Isabel. Quería conservar su amistad, la necesitaba, no podía echar todo a rodar por un simple beso aunque éste careciera de pasión.

            No la besaría, Isabel lo supo cuando lo vio pestañear y se sintió defraudada. Mac tenía algo en su forma de ser que la atraía. Quizá fuera su desvalimiento o su nobleza (¿por qué lo creía noble ahora y antes sólo buen chico?) o lo que fuera. Era atractivo, desde luego, pero no más que otros, y en nada destacaba sobre los demás. Sí en su carácter, no se parecía a nadie que hubiera conocido. De pronto tuvo la seguridad que Mac nunca le pondría la mano encima por mucho que lo deseara, que se sobrepondría a ello con tanta tenacidad como se consideraba un criminal. El antiguo Mac sí, el Mac que habría resultado del crecimiento natural si no hubiera ocurrido nada, sería atrevido, la habría besado, la habría metido mano y posiblemente hubiera tenido éxito con las chicas, porque lo cierto es que tenía gancho. Pero este no, no este Mac, mejor en muchos aspectos al otro, pero inseguro y perdido en un mundo que ya no era el suyo.

            – Quizá tengas razón.

            – ¿Razón en qué? -Isabel había olvidado la conversación.

            – En que no quiero morir, que estoy pidiendo ayuda a gritos.

            – Y así es. Ayuda en todo.

            – ¿En todo?

            ¿A qué se refería?

            – ¡Sí, en todo! -gruñó Isabel.

            Lo cogió de la nuca con sus manos y pegó su boca a la suya. No fue el beso que habría hecho Mac, tierno, casi un roce imperceptible en los labios, fue un beso de rabia, incitante, para hacerle reaccionar… sin éxito, porque Mac se quedó de piedra, sobre todo cuando sintió la lengua de la muchacha invadir su cavidad oral inundándola con su saliva. Quedó como idiotizado, fue demasiado brusco, su cerebro se bloqueó, no supo qué hacer con sus brazos, inútiles como las aspas de un molino sin funcionar en siglos, únicamente su sexo tuvo vida, de pronto lo sentía tan duro como una piedra y deseó estrecharla, hacérselo sentir en su pubis, pero para entonces Isabel ya lo había liberado.

            – ¿Qué? ¿Esto también está en el guión?

            El guardia. Brazos cruzados, pie izquierdo golpeando rítmicamente la acera y cara de pocos amigos.

            – ¿Qué guión? -murmuró torpe Mac totalmente desorientado, pálido y con sudores.

            Multa por escándalo público.

            País.

            – No pongas esa cara -comentó Isabel con esfuerzos para mantener las zancadas del muchacho.

            – Escándalo público -rezongó-, y ese kiosco exhibiendo una revista con una tía en pelotas en la tapa. Escándalo público. ¿Pero tú crees que esto es normal? ¡No te rías!

            – Es que pones una cara.

            – ¡Claro! -sardónico.

            – No le des más vueltas.

            – ¿Y tú dónde has aprendido a besar así? ¿A cuántos has besado?

            – ¿A ti qué te importa? Oye, ¿no te pondrás celoso?

            – ¿Celoso yo? No es normal que una chica arree semejante beso así por las buenas y encima a uno que apenas conoce.

            – ¿Qué me estás llamando?

            – Nada.

            – Dilo. Me estás llamando puta, ¿no es cierto?

            – No. Maldita sea, es que… -no sabía explicarlo. Estaba demasiado confundido por la iniciativa de la chica, el beso, el guardia de los cojones y la multa, que además lo había enfurecido-. Joder, no es eso.

            – Puta lo será tu madre.

            – ¡Hala! Isabel, por el amor de Dios…

            Se alejaba.

            – … Isabel… -llamó.

            ¿Cómo podía embrollarse todo en tan poco tiempo?

            – … ¡Mierda!

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