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17
marzo
Aguja de marear (7)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

7

            El ruido del bastón golpeando el suelo indicó a Germán que la tía Jerónima regresaba hacia su domicilio. Esperó como era costumbre a que llegara a su altura.

            La vio surgir de las sombras como un espectro de rostro inexpresivo. El pañuelo negro atado bajo la barbilla dejando ver un cabello grisáceo, grasiento, en mechones surgiendo entre la tela y la piel como gusanos de las frutas. El bastón, de roble, sujeto por un amasijo de huesos que diríase mano deformada por la artritis. Arrastraba los pies en unas alpargatas negras, blanquecinas por el polvo. La mirada al frente, fija en un punto que no llegaba a ver.

            – Buenas noches, señora Jerónima. Hoy viene muy tarde.

            La anciana, con ojos al tendido, ciegos, sonrió con su boca enorme, informe y carente de dientes excepto por un colmillo inferior.

            – Bona nit, hijo -respondió con voz tuberculosa y extendió la mano en espera de las eternas mil pesetas que Germán depositaba en ella. Cerró la palma sobre el papel como una planta carnívora sobre el insecto.

            Un hemangioma cárdeno ocupaba parte de la mejilla derecha y una especie de verruga llena de pelos negros, largos y relucientes, el mentón curvado hacia la nariz semejando una zoqueta. Parecía más vieja de lo que era en realidad con aquel rostro anguloso y arrugado, el cuello caído sobre sus senos resecos, cúpula por joroba, patituerta, juanetuda y andares de ganso.

            – ¿Cómo le ha ido el día?

            – Flojo. Está masa revuelto todo desde que murió el Franco y ya ningún dona nada. Van a las iglesias a chafardear pero sin ánima cristiana que los mueva.

            Se apoyaba con la mano en el antebrazo de Germán.

            – ¿No tienes nada pal mi nieto?

            – Es mejor que no se meta en esto.

            – Es mol espabilado.

            – Pero es peligroso, vale más que mendigue.

            Tía Jerónima negó con la cabeza.

            – Si ficará y tú lo saps. Todos acaban ficándose. Y prefereso que lo fayi con tu que no con otro.

            Aquello era cierto.

            – Bueno, dígale que venga mañana.

            – Eres un santo, Germán. Dios te bendiga.

            – Sí, un santo -rió el muchacho-. Espero que me lleve tabaco el día que me detengan.

            – Encara que me donan poco siempre hay palgún paquete -sonrió a su vez dejando ver una gruta interminable entre sus labios-. Ten cuidado. Hay rumors.

            – ¿Rumores?

            – No hu sé gaire be. Sergio ha sentido algo. No te fíes de ningún.

            No era su costumbre. Acompañó a la abuela hasta casa escuchándola hablar de cuando era joven y bonita. Porque también ella tuvo sus años y los hombres la disputaban, incluso dos milicianos se liaron a cuchilladas. Eso fue antes, mucho antes de que quedase ciega en el accidente en que murieron su hija, el yerno y dos nietos. Sólo se salvó el pequeño que llevaba en brazos y pudo proteger con su cuerpo. Y ya ves, ni una mala pensión, ninguna ayuda excepto la caridad de los vecinos que le guardaban al pequeñín mientras ella mendigaba. Desahucio. Muy mal lo habían pasado, muy mal hasta hacía tres años que él empezó a darles los doscientos duros diarios. Un santo.

            – No exagere usted. Ya sabe como los gano.

            ¿Y qué culpa tenían los pobres en aquel país si para poder comer había que mendigar o delinquir? Hablaba de los pobres de verdad, no de los que se aprovechaban. Y aseguraba esto último con voz cavernosa golpeando con saña el bastón en el suelo.

            Un niño abrió la puerta de la casa al oírlos llegar. Tenía unos doce años y escondió las manos en los bolsillos encogiéndose ligeramente. Siempre se sentía levemente cohibido ante Germán.

            – Hola, Sergio.

            Respondió al saludo con un pequeño gesto de la cabeza. Tenía el cabello enmarañado de un rubio sucio, ojos como el topacio, despiertos y, pese a su actitud tímida, se veía bien claro que era un chico con temple. Tímido con Germán, no con los demás, lo que era extraño para quien conociera al chico. No era miedo lo que sentía, Germán no le habría asustado aunque hubiera querido. Habían empezado a vivir bien desde que el Negro empezó con sus limosnas, cuando Sergio tenía nueve años. Pese a estar ya curado de espantos al criarse en la calle era algo tan inusual que creyó que Germán debía ser algún poderoso señor, y aunque el tiempo demostró que simplemente era un camello el efecto inicial perduraba. Interiormente le admiraba. No recordaba a sus padres y el hecho de que se preocupara de ellos, de que acompañara a su abuela hasta casa en ocasiones hacíale creer que tales cosas habrían sido propias de su padre. Aunque no veía a Germán como progenitor no podía evitar sentir inclinación hacia él. El primer día que el Negro le saludó en la calle, al coincidir en una esquina, no respondió pero sintió el rostro encendido de felicidad.

            Tomaría algo, murmuró la tía Jerónima mientras Sergio iba a por agua para calentar.

            Germán se sentó. Paseó la vista por la estancia. Estaba desconocida desde que empezó a llegar el dinero. Se preguntó qué manía le dio por darles doscientos duros diarios, un buen pellizco en 1973, aunque ya no lo fuera tanto actualmente. ¿Lástima? ¿Buscar un sistema para tranquilizar su conciencia igual que hacían otros con su óbolo camino de oír misa? El caso es que se había convertido en una costumbre, igual que tomar aquel café aguado, de calcetín, los días que la acompañaba a casa. La abuela sacaba trasteando un poco de pastas si tenían y Germán se veía obligado a comerlas para no ofenderles, aún haciéndoles más falta a ellos.

            Sergio puso el agua y lanzó una furtiva mirada a Germán. Respondió con una sonrisa a la de éste.

            No le hacía gracia emplearlo. ¿Para qué meterlo en aquel mundillo? Lo que necesitaba era un colegio y que aprendiera un oficio. Lo malo es que la tía Jerónima tenía razón. Si no lo utilizaba él lo haría otro.

            – ¿Quieres currar conmigo?

            Sergio no respondió. Se le quedó mirando dilatando las pupilas. Luego a la anciana.

            – Abuela…

            – Es peligroso.

            No fue una negativa, sólo advertía. Sergio comprendió que estaba conforme.

            – ¿Qué tendría que hacer?

            – Pues -¿qué podía encargarle?-. No llevarías droga. No de momento. Vigilarías, ¿sabes? Si veías algún movimiento sospechoso de los grises o la secreta advertirías a los demás para que se escondieran. Tendrás que hacerlo con discreción y procurar que no te cojan.

            Sergio asintió con la cabeza. Los ojos le brillaban. Buen síntoma, pensó Germán. Habría desconfiado si el chaval hubiera fanfarroneado de no dejarse capturar. Era de buena madera, lástima que se desperdiciara en aquella vida.

            – Tu abuela me ha dicho que has oído algo.

            – Pero muy suelto. Se habla de una redada y de gente gorda implicada -se encogió de hombros con una mueca-. Muy suelto.

            – Procura informarte bien, este es el trabajo que quiero que hagas de momento. Pregunta poco y escucha mucho. Cuando se hace demasiadas preguntas uno se suele descubrir, ¿sabes?

            Sergio asintió con un ligero rubor de orgullo porque Germán confiaba en él.

***

            Recalvastro con los cabellos laterales extrañamente porráceos, abdomen postrado, pavesas por pupilas, piel exánime, dientes apedernalados, traje babilónico y cabeza enhestada era la impresión cada más frecuente que Germán recibía del aspecto de su jefe. En realidad portaba la calva con dignidad, casi con coquetería, manteniendo el cabello corto al estilo de veinte años atrás, cuidando tanto su aspecto físico como de sus americanas, pantalones y camisas de fantasía sin caer en la extravagancia. Recordaba más un político que otra cosa, lo cual no era equivocado, al ser el secretario general de la S.A.N.T.E., que para Germán igual podía significar Socialistas Abadengos Numerarios Trabajadores Españoles como Sociedad Anónima Nacional Traficantes Expertos, algo que ni le importaba ni se había preocupado por averiguar el significado correcto de las siglas.

            El edificio donde vivía estaba ubicado en una de las principales calles residenciales de la ciudad. Conservaba aún el portero o conserje, organismo que tanto él como el resto de vecinos no tenían intención de desprenderse al dar realce a la comunidad.

            El piso del portero estaba al fondo de un pequeño pasillo que torcía a la derecha, no diferenciándose de los demás excepto en el tamaño y sencillez. El hombre solía estar detrás de una especie de mostrador a la izquierda de la puerta principal, de la cual partía una alfombra, tanto en invierno como en verano, hacia los dos ascensores y principio de las escaleras, con barandales de mármol. La única diferencia era que en invierno la alfombra acostumbraba ser el doble de gruesa. Ataviado con su uniforme azul, solíase sentar inspeccionando desconfiado a cuantos aparecían de la calle, exhibiendo una sonrisa servil y ávida cuando reconocía a algún preboste.

            – Bon dia, en Hilari.

            E inclinaba la cabeza en señal de saludo, aunque sin apartar los ojos, estrechos y con pterigión, del visitante.

            – Bona tarda, na Maria -murmuraba goloso ante las sortijas, babeante y con ojos acuosos, comentando el tiempo que hacía que no honraba aquella casa, con el mismo desprecio con que trataba en cambio al cobrador de la enciclopedia Espasa cuando aparecía periódicamente con los recibos para el primero segunda.

            A las cinco de la mañana hacía una hora larga que estaba levantado limpiando la escalera, quitando el polvo o cambiando alguna bombilla, mientras que sus hijos sacaban brillo a los metales antes de desayunar y marchar hacia el colegio. Con idéntica diligencia actuaba de fontanero en alguna vivienda o realizando los recados que gustaran encomendarle, convirtiéndole en indispensable para los inquilinos que pagaban sus desvelos con un sueldo bajo y muchos y costosos presentes. No era de extrañar hallar en su pisito alguna valiosa reproducción de las mejores obras de artistas consagrados o que su esposa luciera algún colgante de oro y piedras, tan perfectas como el delgado baño que cubría el pobre metal con que estaban confeccionadas.

            Germán se mudaba siempre con el único traje que poseía, camisa y corbata, con el cabello bien lavado y mejor peinado, saludando al entrar y recibiendo como respuesta una inclinación de cabeza, el movimiento justo para no ser descortés, aunque tampoco amable, tolerando la entrada del muchacho por orden expresa de D. Vicente, a pesar de no entender la relación entre aquel pelilargo, toda la juventud daba asco con aquellas greñas, y un prohombre como D. Vicente Berenguer i Casetas, barón de Barrabasa la Corta, secretario general de la S.A.N.T.E. e industrial, uno de los más firmes candidatos a la Generalitat después de D. Josep Tarradellas, presidente en el exilio.

            – D. Vicente tiene hoy una visita y no sé si podrá recibirle en horas tan intempestivas.

            Si avanzada era para él también lo era para la otra visita, conjeturó Germán. A menos que fuera el mismo D. Vicente quien había dado la orden.

            Estuvo dudando un instante decidiendo no entrevistarse con él. No había nada seguro, así que lo más acertado sería esperar a tener pruebas de la posible redada que había comentado Sergio.

            Con un saludo cortés, recibiendo otra inclinación de cabeza, regresó a su domicilio.

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