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03
marzo
Aguja de marear (5)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

5

            Se los encontró cuando regresaba. No había visto a Silverio y a su hermana desde que se fueron a vivir a Barcelona el año anterior.

            Desde luego el mundo era un pañuelo.

            – Venimos de casa de tus tíos -dijo Silverio-. Nos hemos enterado que venías hoy y hemos ido a verte.

            – Las noticias vuelan -sonrió hipócritamente. Lo que menos falta le hacía era hablar con ellos.

            Pese a su mal humor no pudo menos que fijarse en la muchacha. Estaba desconocida con quince años.

            – ¿Quién os lo ha dicho?

            – Efrén nos telefoneó.

            Silverio pareció sin saber como llevar la conversación ante una nueva respuesta árida de Mac.

            – ¿Qué te parece si tomamos algo? -probó.

            – Si os apetece.

            Lo habría mandado a la mierda, pero ello habría significado perder de vista a Isabel, y se había puesto muy buena desde que emigró.

            El bar era pequeño y estrecho, con fuertes olores a tapas calientes y comidas económicas. El dueño esperaba la legalización de los partidos políticos para decorar las paredes con símbolos comunistas. Se habían sentado al fondo, justo donde  se ensanchaba para constituir el comedor.

            – Aún no te hemos dado las gracias -comentó al cabo de un rato Silverio para romper el incómodo silencio.

            Mac lo miró gélido.

            – Entonces estaba tan furioso que ni pensé en ello -añadió el otro.

            – No me debéis nada -dijo bruscamente-. Ahora no lo haría.

            Silverio palideció.

            – No hablas en serio -dijo Isabel. Tenía una bonita voz, como su rostro.

            Parecido a lo que le dijo Antonio en el bar de la gasolinera. Mac se irritó, la miró.

            – ¿Tú crees?

            – Desde luego.

            – No me conoces.

            – Eso lo dirás tú.

            – Mira, no quiero hablar -gruñó.

            ¿Por qué no le dejaban en paz?

            – Te debemos mucho -insistió Silverio pacientemente-. Sabemos lo que has pasado y…

            – ¿Saber? -interrumpió-. Vosotros no sabéis nada. Pero sí, he pasado mucho y no volvería a pasarlo por ayudar a un borracho.

            – No hables así de mi padre -el tono del muchacho fue duro.

            – Es la puta verdad -de pronto deseó una buena pelea y curiosamente le habría gustado perderla-. Así que no me vengáis con agradecimientos, iros a joder a otra parte.

            Silverio se levantó torvamente. Isabel permaneció sentada.

            – Yo me quedo un rato, luego nos vemos.

            Mac sostuvo la mirada de la chica mientras el hermano se alejaba con expresión encendida.

            – ¿Qué pasa contigo? ¿Te doy lástima? -masculló Mac.

            – Nunca más fuiste el mismo desde que regresaste de Zaragoza. Por lo que veo llevas cuatro años sufriendo.

            – Y a ti qué te importa. ¿No has oído lo que he dicho? Ahora no lo haría.

            – Lo he oído perfectamente, y también que le has llamado borracho. Me guste o no, es cierto.

            – Claro, y eres tan santa que me perdonas. Hazme un favor, desaparece.

            – Cuando me contestes una cosa. ¿Estás así por lo que pasaste o porque ahora dejarías a mi padre colgado?

            Mac frunció el ceño intrigado.

            – No necesito tu compasión.

            – Es cierto. Te bastas contigo mismo y las drogas.

            – Veo que Efrén sigue metiéndose donde no le llaman.

            – Efrén te aprecia. Hay mucha gente que te quiere y que estás dañando.

            – Me vas a hacer llorar.

            – No conseguirás que me enfade. Estás tan amargado por matar a ese hombre…

            – Lo sabes todo, ¿eh?

            – … que buscas que te castiguen de alguna forma. Pues no lo lograrás conmigo. Gabriel era un cabrón. No se merecía otra cosa. Si lo llego a matar yo no me remordería la conciencia.

            – No lo mataste tú.

            – Y eres tan buena persona que desde entonces no vives.

            – ¿Yo buena persona?

            – Sí, Mac. Lo eres aunque te empeñes en lo contrario.

            – Te recuerdo lo de tu padre.

            – Aunque lo jures no te creeré. Intentas hacértelo creer tú mismo, pero sólo es para olvidar que mataste a una fiera. Lo cierto es que no serías capaz.

            – ¿Ah, no?

            – No.

            – Mira, Isabel, vamos a dejarlo.

            – Esto te gustaría, pero no lo haré. Estás enfermo, Mac.

            – Vale, pues me tomaré una aspirina.

            – Eres un niño.

            – Entonces me pondré en chupete.

            – ¿Lo ves? Tienes una rabieta.

            – Basta ya, Isabel. He caído tan bajo que sería capaz de pegarte aunque seas una chica.

            – Hazlo, si te crees tan valiente.

            Mac no supo reaccionar. No había hablado en serio, sólo quería atemorizarla porque no veía otra salida para cortar la conversación. Agachó la cabeza, vencido aplastando los dedos unos contra otros.

            Isabel puso su mano sobre la de él como en una caricia. Mac no se movió.

            – Déjate ayudar.

            La voz era dulce. El muchacho no alzó la vista en busca de aquellos ojos verdeazulados aunque lo deseaba.

            – Por favor, Isabel, déjame solo -imploró.

            – Llevas cuatro años destruyéndote. No puedes seguir así.

            Había aproximado su silla a la suya, casi se tocaban. Mac podía sentir el aroma a sándalo de la muchacha. Se atrevió a mirarla. Tenía un rostro fino con unos labios suaves, la nariz ligeramente respingona y un cabello rubio castaño que despediría destellos al sol del mediodía. Sus ojos parecían sufrir tanto como él.

            – ¿Por qué haces esto? -murmuró el chico.

            – Porque necesitas ayuda y eres demasiado orgulloso como para pedirla. Porque no quiero ver como echas a perder tu vida por algo que no tuvo remedio.

            – Sí lo tuvo. ¿No podéis comprenderlo ninguno? No había necesidad y yo…

            – No pienses en eso.

            – ¿Crees que se puede olvidar?

            Ya no había belicosidad en su voz.

            – Supongo que no.

            Isabel intuía que estaba ganando la batalla, pero aquella muralla no sabía cómo sortearla.

            Mac era consciente de aquellos pechos altos que rozaban su brazo derecho. Desvió los ojos hacia los muslos suaves y bien torneados. Los elevó hacia el rostro.

            – Eres muy bonita, debes tener a muchos chicos detrás de ti. No deberías perder el tiempo con un miserable.

            – Tú no eres un miserable.

            – Un asesino y un drogadicto. ¿Qué soy pues?

            – No eres un asesino.

            – Venga, Isabel.

            – Es cierto.

            – Maté a un hombre.

            – Mataste una fiera.

            – Un hombre, un inválido.

            – Una alimaña que te persiguió hasta hacerte enloquecer. No sabías lo que hacías.

            – No lo entiendes -susurró.

            – Claro que lo entiendo. Eres demasiado bueno, Mac.

            – No vuelvas a llamarme bueno -gruñó.

            Fue una reacción tan infantil que Isabel sonrió. Sus ojos destellaron.

            – ¿Te doy risa?

            – No. Es que por un instante has vuelto a ser como antiguamente.

            Mac no respondió. Miró nuevamente el tablero de la mesa. Volvía a desear estar solo, que le dejaran tranquilo. Y sin embargo se sentía a gusto con Isabel, le gustaba su aroma a sándalo y sus ojos verdes, su voz y aquella mano que antes había cogido la suya. Pero, ¿qué tenía él para que ella se sintiera interesada? Permanecía allí por caridad. Le habría gustado poder deshacerse de ella, hallar un medio para obligarla a marchar y al mismo tiempo no lo deseaba, quería que permaneciera allí, que volviera a cogerla la mano, que le abrazara. El se cobijaría en su seno y se dejaría acunar buscando su protección, como el creyente al Creador. También él lo había anhelado cuando confesó con mosén Carmelo, pero no había sido escuchado. Dios le volvió la espalda cuando más lo necesitaba. Pero Isabel estaba allí sin intenciones al parecer de abandonarlo, empeñada incomprensiblemente a salvarle de sí mismo.

            Guardaban silencio, como si todo lo que tuvieran que comunicarse hubiera sido dicho ya, codo con codo, Isabel mirándole con una expresión que hubiera desconcertado a Mac si se hubiera dado cuenta. De pronto le acarició el cabello como una madre a su hijo. Mac sufrió un sobresalto.

            – No hagas eso.

            – ¿Por qué?

            – No lo sé. No lo hagas.

            Se sentía molesto con aquella prueba de afecto.

            – Eres tan vulnerable. Te haces el duro, pero simplemente te encierras en un caparazón porque temes enfrentarte a la vida.

            – Te repito que no necesito tu compasión. Y deja de acariciarme la cabeza como una puta barata.

            Vio dolor en sus ojos. Luego se endurecieron.

            – Muy bien. Vuelve a las drogas. Empáchate con ellas y revienta si eso te hace feliz.

            – Es mi vida.

            – Eso no te da derecho para que amargues la existencia a los demás -había enrojecido-. Te creía más hombre, pero sólo eres un crío egoísta y llorón.

            Se fue más enfadada consigo misma que con Mac. Había perdido la paciencia, algo que se había propuesto conservar. En la puerta volvió la vista. Mac permanecía con la cabeza baja. Apretó los labios pensando que se merecía una buena bofetada. Regresó. Se la arreó. Mac la miró perplejo.

            Se alejó con paso decidido.

            Mac parpadeó; la boca abierta.

            – Algunas tienen mal genio, ¿eh, muchacho? -dijo uno con ojos aguachinados-. Vamos, no seas tonto, ve tras ella.

            Corrió por la calle hasta alcanzarla.

            Ella desasió el brazo cuando él la cogió.

            – Ve a drogarte, es para lo único que sirves.

            – Venga, mujer, no te pongas así.

            – Suéltame.

            – Oye, mira, vamos a hablar.

            Los ojos de Isabel lo atravesaron como una espada.

            – ¿Ahora quieres hablar? ¿Ahora?

            – Es eso lo que quieres, ¿no?

            – Lo que quiero es que reacciones.

 

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