Sin Comentarios
24
febrero
Aguja de marear (4)

VIDRIERA ROTA (2)

Aguja de Marear

1976

4

            Germán dio un puñetazo en la pared. Llevaba un rato paseando por la habitación como una fiera enjaulada y cuanto más pensaba más se enfurecía por la conversación con Mac. El muy… Y ni siquiera sabía distinguir los pinchazos en las venas de una enfermera principiante y manazas de los de un yonqui. Pues que creyese lo que quisiera, no lo desmentiría.

            Se sentó.

            Resopló.

            ¿Pero qué esperaba que hubiera hecho? ¿Qué habría hecho él, maldita sea? ¿Es que ya no se acordaba?

            El teléfono le sobresaltó.

            – ¿Germán?

            – ¿Qué quieres ahora? -replicó agriamente.

            – Nada, hombre, sólo hablar.

            – No necesito que me evangelices. Además, ¿cómo sabes mi teléfono?

            – Leí el número en tu casa. Venga, tío, reconozco que he sido un capullo, pero no podemos enfadarnos por eso.

            Germán tardó en contestar.

            – ¿Cuándo paso por tu casa? -insistió Mac.

            – Ven mañana, hoy ya es tarde.

            Creyó percibir la sonrisa de Mac a través del teléfono.

            – Allí estaré.

            Sinceramente Germán deseaba aquella conversación. El reencuentro había comenzado con muy mal pie teniendo en cuenta lo unidos que llegaron a estar antaño. Pero habían pasado cuatro años, mucho tiempo para la edad que tenían y habían cambiado. Posiblemente habían fracasado porque esperaban hallar al otro tal y como lo recordaban sin tener en cuenta que tanto él como el otro eran diferentes. Él al menos lo era. Habían desaparecido los tics y se había vuelto más agresivo. A los trece años evitaba las peleas, con casi dieciocho no rehuía ninguna a menos que fuera absurda, y absurda significaba que no le iba a reportar ningún beneficio. Su belicosidad había sido influencia de Mac, aunque también se dio la circunstancia, en el tiempo que huyó del hospital, que no tenía nada que perder.

            Estuvo a punto de morir. Tenía intención de bajarse en la primera parada del autocar para despistar a su hermano, pero cayó en una semiinconsciencia de la que salió llegando a Barcelona. Durante dos días sobrevivió como pudo aumentándole la fiebre, siendo recogido al final por un hombre que lo llevó a su casa. Debía ser un mago o él que deliraba, no recordaba cómo fue, porque confesó su vida. El otro pareció sumamente interesado. Pagó a un médico discreto que no hacía preguntas y que afirmó que el chaval podía curarse sin necesidad de llevarlo a un hospital. Le dio antibióticos por un tubo, era de lo único que se recordaba. El hombre era amable, igual que la esposa, las niñas unos diablillos. Lamentábase de no tener hijos varones que un día llevaran el negocio y parecía satisfecho de la inteligencia y prudencia de aquel chiquillo.

            Germán pensó que aún tendría suerte en la vida.

            Suerte.

            Resultó ser un traficante de droga de cierta importancia.

            De tres millones de habitantes en Barcelona…

            Se resignó, ¿qué podía hacer?

            – ¿Qué habrías hecho tú, Mac? -masculló a la habitación vacía.

            No se podía salir del pozo. Era algo que siempre había sabido aunque por un ligero instante lo hubiera olvidado.

            Aprendió de abajo, convertido en un camello de catorce años distribuyendo la droga y sólo en raras ocasiones vendiéndola, en cuyo caso tenía que rendir cuentas de lo que ganaba. Si perdía el dinero o le robaban la mercancía tenía que reponerlo. No era habitual que le sucediera, pero alguna vez ocurrió. Recuperó el dinero mediante algún tirón a los bolsos de las viandantes. La última vez vendió su sangre. Por eso tenía las señales en los brazos. Era tan poco dinero que habría sido una estupidez robarlo corriendo el riesgo de que le cogieran.

            No solía gastar mucho de lo que ganaba ahorrando el resto. Tampoco se chutaba, lo que era una ventaja. Hacía poco más de un año que alquiló aquel piso. El jefe le tenía más confianza, ya no iba por las calles sino que tenía a su cargo su pequeño número de camellos, todos juveniles porque el hombre temía que Germán tuviera problemas de mando si fueran mayores que él. El Negro les repartía la mercancía para su distribución y venta haciéndolos rendir cuantas como él al jefe.

            El fugaz pensamiento que tuvo al llegar a la ciudad de poder salir de aquella vida hacía tiempo que había desaparecido. Ahora estaba totalmente habituado y veía su actividad como algo normal una economía sumergida como cualquier otra. Tenía un producto para vender, existían compradores, era la oferta y la demanda de una sociedad normal de consumo. El que fuera ilegal tenía a fin de cuentas poca importancia. Él no iba en busca de nuevos acólitos, el que se drogaba era porque quería, nadie le obligaba. ¿Qué culpa tenía que fueran unos gilipollas? Lo suyo era un trabajo como cualquier otro. No hacía mal a nadie, se lo hacían ellos mismos, con lo que no tenía remordimientos.

            Su posición le obligaba a tener mano dura para que sus camellos no le tomaran por el pito del sereno y le respetaran. Tenía un arma escondida en el piso, pero nunca llevaba ninguna encima, ni siquiera una navaja. Tampoco la necesitaba. Hasta entonces su personalidad y sus manos habían sido suficientes. Por otra parte, aunque nunca había sucedido, un arma encima podía crearle problemas si algún día lo detenían y cacheaban.

            No, no era el mismo que Mac conoció. Se sentía más seguro de sí mismo y la sensación de desamparo ya no existía.

            De Teo hacía tiempo que no sabía nada. Sospechaba que habría llegado a Barcelona buscándole, pero no lo sabía de cierto y en aquellos años no lo había visto ni una sola vez. Mejor así, porque su hermano era de los que no olvidaban.

            Volvió a pensar en Mac. Que se estaba destruyendo. Su amigo lo veía muy fácil.

            Lo malo es que Mac tenía razón.

            Eso era lo que le enfurecía, porque no quería reconocerlo. Se había dejado llevar, como siempre. Sí, se ganaba la vida, estaba mejor que cuando estaba en Zaragoza. Pero, ¿qué? Seguía siendo una mierda. Ni siquiera se había planteado ser alguien en aquel submundo en que se movía.

            Ahora lamentaba la conversación con Mac. Las verdades dolían.

            – Tú habrías hecho lo mismo -murmuró como si su amigo pudiera escucharle.

            No. Aquello no era cierto. Era probable que Mac hubiera entrado, pero no se hubiera conformado. O habría salido o habría ascendido hasta convertirse en jefe. No sería un paria como él. ¿Qué tenía? Una cuadrilla de camellos que había de vigilar concienzudamente. Aquello no era nada. Un cambio de suerte y si lo detenían no tendría ni para pagarse un abogado. Los demás le abandonarían. Ni siquiera le darían compensación económica para que tuviera la boca cerrada. Sabían que la tendría si no quería ir a parar al otro barrio.

            La puerta.

            Abrió.

            La muchacha le recorrió con los ojos. Aún llevaba únicamente el vaquero.

            – ¿Te ocurre algo? -preguntó.

            – No me encuentro bien -mintió dejándola pasar.

            – Tienes los ojos enrojecidos. ¿Qué mierda has tomado?

            – Sabes que no tomo nada -gruñó.

            Elisabet frunció el ceño. Tenía un rostro ovalado con un cabello leonino rojizo, ojos de ágata, la nariz recta, labios carnosos. De la misma estatura que Germán y un año más joven.

            Deslizó la vista alrededor, luego entró al dormitorio, la cama estaba revuelta.

            -Se puede saber qué buscas, Eli -rezongó sin moverse.

            – No me llames Eli, no me gusta. Habíamos quedado a las seis, ¿o no te acuerdas?

            – Ya te he dicho que me encuentro mal.

            – A otro chino con ese cuento.

            – Me estáis dando el día -refunfuñó.

            – Estamos. ¿Quién es ella?

            – ¿Qué te hace pensar que hay otra?

            – Estás aquí desnudo…

            – No estoy desnudo. Sólo me falta que te pongas celosa.

            – No estoy celosa. Pero tú a mí no me tomas el pelo. ¿Quién es ella?

            – Es un chico. Un amigo que no veía desde hace cuatro años, y no se le ha ocurrido nada mejor que decir que me autodestruyo.

            Elisabet enarcó las cejas.

            – Al menos hay alguien que te aprecia.

            No más que ella, pensó malhumorado. Cualquier otra ya le habría plantado hacía tiempo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *