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06
enero
El soplo del vendaval (37)

CAPÍTULO XXXVII

-Dicen que a lo mejor rebajan la edad, que los van a llamar con catorce años.

Quien así habló era un cornetín de 12 años, que se había unido, sin estar alistado, acuciado por el hambre y la necesidad de comer diariamente, un precoz buscavidas que se movía tanto por cocinas como por intendencia.

-Más carne para el carnicero si los adiestran como a nosotros –aseguró Joaquín sin levantar la vista de la carta que estaba escribiendo.

A Mateo también le habría gustado escribir alguna carta. A sus padres era imposible, pero sí a Rosa y a Luz, mas por miedo a que ésta fuera descubierta por su culpa prefería abstenerse. No respondió al comentario de su amigo y se esforzó en no pensar en Jordi, pero no pudo evitarlo. Su mente visualizó otra vez el ataque del tabor de regulares con las bayonetas caladas centelleando a la luz del sol. Las ametralladoras y la fusilería los iban barriendo, muchos caían, pero los demás seguían avanzando sin vacilar, asaltaron la posición y se terminó luchando cuerpo a cuerpo. Si no hubieran recibido ayuda habrían muerto todos, pues ninguno de ellos, simples adolescentes sin entrenar, eran rivales para aquellos soldados veteranos avezados en la lucha a bayoneta.

-Me toca guardia –musitó levantándose pesadamente. Todavía no era la hora, pero no quería recordar. Jordi murió aquel día y él se salvó porque un disparo, que nunca supo de dónde vino, acabó con el que le hostigaba.

-El Ebro está resultando la tumba para las Brigadas Internacionales –oyó decir, mientras se dirigía a su puesto, a un oficial que cuando no fumaba, bebía y sino, ambas y que exigía que fumaran también los muchachos porque sino no eran hombres.

-¿Alguna novedad? –preguntó a quien iba a sustituir.

-Ninguna. Llegas pronto.

-Lo sé. Si te quieres marchar ya, me quedo, sino me iré a echar un pitillo.

-Prefiero echarlo yo. No te descuides.

Mateo susurró algo ininteligible. Se preguntó cómo estaría Pedro. Lo de allí había resultado un decir, el frente se alargaba en varios kilómetros desde Mequinenza hasta Cherta, imposible ir a visitarlo.

Oyó movimiento en el lado enemigo.

-¡Somos nosotros! –gritó una voz.

Mateo supo que eran los prisioneros a los que Franco obligaba a cavar, reparar trincheras, reponer sacos terreros, construir nidos de ametralladoras e incluso recoger a algún herido si se terciaba, exponiéndolos a los disparos de los rojos. Mejor ellos que no un patriota nacional si los republicanos decidían disparar. Ladinamente mataba dos pájaros de un tiro: si los republicanos disparaban matarían a los suyos, y si no lo hacían, podría restablecer las trincheras.

-¡De acuerdo! ¡No haremos nada! –gritó a su vez.

Se llevó la mano a la cara tapándose la nariz y la boca. El viento había cambiado de dirección llevándole el hedor de  cadáveres descomponiéndose en algún lugar insospechado, que no habían podido recoger, porque los militares republicanos aprovechaban muy bien los rocosos valles de la tierra alta, ofreciendo una decidida resistencia, pero por lo mismo se dificultaba la recuperación de los cuerpos.

Se esforzó en no pensar en nada que no fuera la vigilancia, porque siempre que estaba en la soledad de la guardia la mente se le disparaba en miles de pensamientos y no era prudente. No debía despistarse ni un segundo; si había una acción nocturna los primeros en caer eran los centinelas, pero no podía evitar pensar en sus compañeros.

La misma noche que llegaron los trasladaron a la línea de combate para relevar a unos camaradas. Ordenaron silencio total, pero al caminar los platos de aluminio golpeaban contra el cerrojo del fusil ocasionando un ruido metálico escandaloso en el silencio y oscuridad de la noche.

-¡Silencio! –ordenó apenas levantando la voz el capitán -¡La madre que os parió! ¡Van a oírnos los fascistas!

Lo último no llegaron a oírlo porque comenzaron a sonar disparos. Todos se tiraron al suelo, acobardados más por lo desconocido que por las balas. Ninguno se atrevía a abrir la boca. Cuando los disparos cesaron y volvió el silencio, el capitán ordenó continuar. Ahora sujetaban con una mano los malditos platos para que no oscilaran.

No había trincheras en el destino. Tuvieron que utilizar las palas individuales y los machetes para abrir un agujero provisional en la tierra que los protegiera, pegando el cuerpo al suelo con el fusil en la mano.

 Al día siguiente, el primero en morir fue Arnau, aunque ellos mismos lo llamaban el noi, porque aunque tenía 16 años era el más bajito de todos y una cara de niño que hacía dudar de su edad. Mateo lo tenía al lado cuando el noi al disparar el fusil le estalló el cerrojo, las esquirlas de metal se le clavaron en el rostro y cuero cabelludo. Mateo lo vio, sobresaltado y ojos desorbitados, caer de espaldas con las manos en la cara. Mateo estaba paralizado, con salpicaduras de sangre en el rostro deslizándose como arroyuelos, sin poder apartar los ojos de aquel cuerpo que sólo segundos antes había compartido una broma con él. Alguien gritó – luego le dijeron que había sido él – cuando el cabo apartó las manos de Arnau. Una de las esquirlas había entrado por el ojo alojándose en el cerebro.

Aquella noche Mateo tuvo pesadillas; había visto muertos antes, pero no de aquella forma ni a un palmo de él. En aquel momento deseó huir. La muerte del noi lo había acobardado de una manera que no consiguió el cañón de la pistola del miliciano apoyado en su frente.

Todavía no sabía cómo no desertó aquella noche, acaso porque hasta para eso tuvo miedo.

Al otro día todo cambió. Les dieron de beber, antes del combate, el saltaparapetos, una bebida alcohólica de alta graduación que nadie sabía bien qué era, pero que hacía arder el estómago y quitaba el miedo. Mateo se bebió doble ración ante la sonrisa del sargento, que le palmeó la espalda y luego le entregó una cantimplora llena de coñac de garrafón. No fue el único a quien se le entregó.

Mateo se preguntó si también los fascistas hacían beber alcohol a los soldados para darles valor antes del combate.

En los días siguientes fueron cayendo otros amigos a una velocidad que perdió el miedo a la muerte, incluso dejó de conmoverle, aunque tenía la sensación de que con cada amigo muerto moría una parte de él.

No todos morían luchando. Muchos lo eran por los morteros. ¿«Mortero» viene de «muerte»?, se preguntó en una ocasión, aunque le daba igual, porque si no era aquel el origen del nombre, la forma como la extendía lo justificaba. Caían sobre las trincheras causando pavor porque era imposible defenderse de ellos, un martilleo que era continuo, en el que nadie se atrevía a salir de la trinchera, la cual se convertía en una trampa mortal cuando uno de los proyectiles acertaba a entrar y explotaba en el interior.

En una ocasión les llevaron un mortero para que pudieran contestar al ataque. A poco de instalarse explotó. Mateo nunca supo cómo fue. Unos decían que le cayó un morterazo enemigo; otros, que era defectuoso, pero el caso es que murieron los soldados que lo manipulaban y trece más. El humo y olor a trilita se extendió por toda la trinchera, se metió por las fosas nasales, llegó al paladar y el apestoso sabor de la trilita ahogó las gargantas de los supervivientes.

A pesar de los días transcurridos seguía notando aquel olor, que identificaba con la muerte así como, siendo niño, identificaba el olor a pólvora con las fiestas patronales. Cada nuevo estallido, cada nueva explosión, morterazo o bomba reforzaba aquel reflejo condicionado y volvía a ver ante sus ojos los cuerpos despedazados de sus compañeros; el del sargento con una brecha en el pecho que casi le cabía el puño; el del capitán, caído entre los pinos, y con ello quedó como comandante en jefe de la compañía un chiquillo de 18 años, más asustado por la responsabilidad que por la metralla o la cercanía de la muerte, que se había convertido en algo cotidiano, casi en una amiga, porque con ella acababa el sufrimiento.

Mateo no quería morir, luchaba desesperadamente para conservar la vida, pero en cierto modo envidiaba a los muertos, porque aquello representaba el fin del infierno que estaba viviendo.

-Centinela, alerta –oyó a un compañero.

-Alerta está –respondió.

***

Bajo el implacable sol de agosto se libraban encarnizadas batallas en medio de los bombardeos de la aviación y el martilleo de la artillería. En aquellas fechas la aviación fascista era la dueña del aire y nada podían hacer los cazas republicanos moscas y chatos, después de perder tantos días preciosos dudando si utilizar la Gloriosa o no.

A mediados de septiembre Franco lanzó una ofensiva contra las fuerzas de Líster sin apenas avanzar un paso, con un elevado número de bajas en ambos bandos. Dos semanas después repitió la ofensiva con el mismo resultado. Siempre era igual, el Caudillo lanzaba ataques que apenas lograban avanzar unos pocos kilómetros a costa de un gran número de muertos y heridos, a muchos de los cuales era imposible recoger ni prestar auxilio, pero aquella sangría mermaba más a las fuerzas republicanas que a las nacionales. Sin embargo, los líderes militares de la República insistían en mantener las posiciones en el Ebro con un ejército cada vez más pequeño, que el gobierno de Negrín aún redujo más cuando, por intereses de política internacional, retiró a las Brigadas Internacionales repatriándolas a sus respectivos países. El hueco que dejaron lo rellenó con las levas de adolescentes y reos comunes que el gobierno de Negrín sacó de las cárceles para alistarlos.

A las numerosas muertes por la guerra de desgaste se sumaban ahora las de la epidemia de tifus. El auge de las ratas con sus parásitos había terminado por propagar el tifus exantemático. Los hospitales se llenaron de jóvenes pálidos, enflaquecidos, agotados, con los ojos hundidos y labios descoloridos, que vomitaban sangre y morían. Aquellos que lograban sobrevivir donaban su sangre, porque los anticuerpos que existían en ella ayudaban a salvar a los compañeros enfermos.

El 30 de octubre Franco ordenó una contraofensiva final en el paso norte de la Sierra de Cavalls. Durante tres horas después del amanecer las posiciones republicanas fueron sometidas al bombardeo de 175 baterías y más de 100 aviones. Un centenar de cazas republicanos los salió al paso produciéndose la mayor batalla aérea de las habidas en el Ebro; algunas balas perdidas hirieron a los soldados de a pie.

El Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, los marroquíes de Yagüe y la 1ª División de Navarra aprovecharon y atacaron las posiciones después que la artillería, los morteros y los cazas las hubieran diezmado.

Joaquín cogió la ametralladora al haber caído el soldado que la manejaba y estuvo disparándola hasta que se le encasquilló.

Una granada voló un piquete de las alambradas y ya nada detuvo al enemigo. El capitán gritó que abandonaran la trinchera corriendo.

Mateo tocó el hombro de Joaquín que luchaba para hacer funcionar la ametralladora y no se había enterado de la orden.

-¡Nos retiramos! –le chilló al oído.

Joaquín cogió su fusil y se dispuso a seguirle. Un silbido cada vez más agudo les alertó de un mortero disparado contra la ametralladora.

Mateo saltó a la derecha e intentó protegerse cuando el mortero estalló. Levantó la cabeza dando gracias a Dios por salir ileso. Vio retorcerse a Joaquín que se había tirado a la izquierda con peor suerte. Corrió hacia él. Tenía una herida con una importante hemorragia en la pierna y otra en el costado. Ignoraba la gravedad de la última, pero la de la pierna lo mataría si no cortaba la hemorragia.

-Corre. Vete –gimió Joaquín con los dientes apretados -. Están encima.

-No.

Luchaba por poner un torniquete.

Joaquín le golpeó varias veces el hombro; miraba detrás de él. Mateo giró la cabeza. Un requeté les apuntaba con el fusil. De pronto tuvo la sensación de déjà vu.

-¡Levantad las manos!

Mateo sostuvo un instante su mirada sintiendo la sangre de Joaquín deslizándose entre sus dedos. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. La voz de su padre sonó tan clara en sus oídos como si lo tuviera al lado. Volvió a su tarea ignorando al soldado enemigo olímpicamente. Habían muerto todos sus amigos menos Joaquín; terminaría el maldito torniquete.

Joaquín vio el asombro del desplante del requeté transformarse en ira. Habían muerto muchos de sus compañeros para tomar aquella posición y aquel niñato hijo de puta… la sangre le hirvió. Apuntó a la cabeza de Mateo con intención de disparar.

-¡Alto! –tronó una voz -¡Son prisioneros!

La disciplina detuvo al soldado, sacó el dedo del guardamonte y bajó el arma.

El teniente se acercó a los dos chicos intrigado; ni aún entonces el que estaba arrodillado había dejado de hacer lo que fuera que hiciera. No eran los primeros mozalbetes que veía en aquella batalla, muchachos no muy lejanos de la infancia, todos valientes como jóvenes leones que suplían su falta de preparación con el coraje.

A pesar de todo el odio que sentía hacia lo que representaba la República, Albert no podía menos que sentir admiración por aquellos chiquillos, mucho mejores que la gentuza que había asesinado a su familia.

El Tercio de Nuestra Señora de Montserrat había quedado prácticamente desecho tras su bautismo de fuego en Codo. A Albert lo ascendieron a sargento durante el tiempo que pasaron recomponiéndolo. Fue uno de los que propusieron ofrecer, cuando acabara la guerra, la Bandera del Tercio a la Santísima Virgen de Montserrat así como erigir un mausoleo o monumento en memoria de los muertos del Requeté, en la Santa Montaña.

El 25 de julio, día de Santiago, los habían trasladado urgentemente al frente del Ebro. Se encontraban en aquel entonces en Villanueva de la Serena, en Badajoz. Un clamor jubiloso se extendió entre los jóvenes catalanes:

A Catalunya! Marxem a Catalunya! Ara es de debò!

Tres días después entraban en Bot (Tarragona) cantando el Virolai…

Rosa d’abril. Morena de la serra

De Montserrat estel,

Il.lumineu la catalunya terra,

Guieu-nos cap el cel

…bajo los aplausos y vítores de sus paisanos. Formaban la unidad mil hombres, entre requetés y mandos.

En los combates posteriores el Tercio de Montserrat se convirtió en fuerza de choque, quedando su heroísmo nuevamente de manifiesto. Albert llegó a teniente por las numerosas bajas entre los mandos. Dos veces fue barrido el Tercio y otras tantas, rehecho antes de que lo relevaran del sector de Villalba de los Arcos para trasladarlos al sector Pàndols-Cavalls. Sus ametralladoras abrieron fuego sobre la sierra de Cavalls protegiendo el avance de la Primera División de Navarra, antes de lanzarse ellos mismos al ataque.

Albert comprendía el estado de ánimo del requeté bajo su mando. La locura del combate debido a la furia del mismo anulaba toda compasión, los volvía ciegos de coraje y convertía en asesinos cuando, en sangre fría, no matarían una mosca. Conocía bien aquel sentimiento, él mismo lo había sufrido en Codo.

Mateo se desesperaba, no conseguía que el torniquete fuera lo bastante eficaz, Joaquín seguía sangrando aunque lentamente. Se sorprendió cuando unas manos se unieron a las suyas, las del teniente requeté. Entre los dos consiguieron apretarlo lo suficiente y asegurarlo. Sólo entonces Mateo volvió a mirar el rostro de su amigo. Estaba mortalmente pálido y un sudor frío bañaba su cuerpo.

-Se ha desmayado –dijo el Albert -, pero de momento le has salvado la vida.

-Gracias a usted –Mateo le tendió la mano ensangrentada.

El requeté la estrechó.

-No se merecen. Ya hay demasiados muertos para que ahora se unan los niños.

Le dio una amigable palmada en el brazo. Aquel rostro le resultaba vagamente familiar. Sabía que no lo había visto en la vida, pero sus rasgos no le eran extraños. Poseía además una mirada dulce y reflexiva; parecía de carácter agradable, trato sencillo y de los que nunca se enojaban con nadie. Reconoció que el chico le resultaba simpático, sobre todo por su acción.

-La guerra ha terminado para vosotros. Es decir, si no haces la tontería de querer escapar.

-No pienso abandonarle.

-Así me gusta. Avisa a los sanitarios –ordenó al soldado -. Diles que hay un herido grave, que vengan cuanto antes.

Se marchó dejando a los dos muchachos solos.

Mateo se arrodilló. Apartó dulcemente un mechón de la frente pegajosa de Joaquín.

-No te mueras –las lágrimas se deslizaron por su sucio rostro. De la cuadrilla de diez que se formó en el cuartel sólo quedaban ellos dos -. No te mueras.

No supo el tiempo que estuvo esperando. La sensación fue de eternidad mientras a su alrededor proseguía la lucha, que lentamente sonaba más lejana.

-… bendita tú eres…

-Un rojo rezando. Ahora ya lo he visto todo.

Mateo interrumpió el rezo, alzó al vista; un acemilero.

-A ver, chico, suelta a tu amigo para que le eche un vistazo.

Mateo había abrazado a Joaquín intentando mantenerlo caliente con su cuerpo.

-¿Se salvará?

-La herida del costado no es profunda, y la de la pierna… -Albert había anotado la hora en que se puso el torniquete -, necesitará operación. No te engañaré, chico. Está muy grave, ha perdido mucha sangre y la herida no es buena. ¿Me ayudas a subirlo a la mula?

-Claro.

No era la primera vez que los acemileros se convertían en sanitarios cuando el mismo mulo con que llevaban las municiones servía para llevar a los heridos al regreso, aprovechando el viaje.

Mateo lo acompañó agradeciendo las palabras de esperanza que le brindaba aquel hombre, del que siempre ignoró su nombre, junto a las migajas de tabaco que le ofreció.

La batalla en las cumbres de Cavalls se prolongó durante todo el día, pero a la noche las montañas habían caído en poder de las tropas franquistas, y con ellas 19 posiciones fortificadas y toda la red de defensas republicanas. Hubo 1.000 prisioneros, 500 muertos, 14 aviones derribados, y un duro golpe para la República porque aquellas posiciones dominaban la región. Era el principio del fin.

***

Estaba sentado en el suelo, un poco apartado de los otros prisioneros porque no tenía ganas de estar con nadie. Durante la noche se había dormido por agotamiento, pero fue un sueño intranquilo colmado de pesadillas en el que no hizo más que dar vueltas en el suelo. Al despertar estaba tan cansado como cuando se durmió.

Unos pasos se acercaban animadamente, pero no prestó atención hasta que se detuvieron enfrente de él y vio la silueta de una sombra alargada.

Levantó la cabeza con la esperanza de que fuera el acemilero trayendo noticias de Joaquín.

No era él.

Mateo permaneció inmóvil negándose a sí mismo lo que veía.

-Hola, hermanito.

La reseca boca de Mateo tragó una inexistente saliva. La nuez de adán se movió.

-¿Se te ha comido la lengua el gato?

Mateo se levantó lentamente, todavía incrédulo, sus ojos recorriendo a su hermano; uniforme nacional, tres estrellas de seis puntas, ¿su hermano, capitán fascista?

-Creía que te alegrarías de verme –insistió Tomás – ¿No me das ni siquiera un abrazo?

Tuvo que ser él quien abrazara al benjamín, que parecía estar en shock. Mateo no habría sabido definir lo que sentía, una sensación de irrealidad, alivio, incluso seguridad entre los brazos de Tomás. De pronto rompió a llorar sin saber por qué. Acaso fuera la tensión acumulada o ver a alguien de su familia, no lo sabía, sólo que necesitaba llorar. Estrechó con fuerza a su hermano.

Tomás dejó que se desahogara. Le acarició la espalda.

-¿Mejor? –preguntó cuando, más tranquilo, Mateo se separó de él.

El muchacho asintió con la cabeza. Rio nerviosamente y volvió a abrazarlo.

-Te creía en Francia –articuló cuando rompieron el abrazo definitivamente -. Luz me dijo que…

-¿No te dijo que volvería a luchar contra ellos?

Contra ellos, no a favor de Franco. Mateo se dio cuenta del detalle.

-No.

-¡Esa mujer! ¿Cómo está?

-La última vez que la vi, bien. Escondida en casa de Rosa.

-Le digo que huya al pueblo y se queda en la boca del lobo –movió la cabeza con desaliento -. Tú, ¿está bien?

Las astrosas ropas de Mateo se veían manchadas de sangre seca, rota y con parásitos. Lo peor era el rostro, una careta de agotamiento físico y psíquico.

-Sí, la sangre no es mía.

Pasearon mientras Mateo le contaba todo lo ocurrido desde la última vez que se vieron.

-¿Cómo sabías que estaba aquí? –preguntó de pronto.

-Bueno, es una batalla importante. Estaba seguro que, con este enorme acúmulo de fuerzas, Pedro estaría en ella. Así que cada día me leo la lista de prisioneros y bajas, y mira por donde, estabas tú.

-No has nombrado a Julián. La última vez que lo vi, lo evacuaban herido en un tobillo. ¿Es que…? –se interrumpió; el recuerdo de todos sus amigos muertos inundó su mente. No se atrevió a terminar la frase.

-Está prisionero en Lérida. Cuando regresé a España y me alisté en el ejército de Franco, pasé una temporada muy movida, pero con los meses que llevamos en esta batalla me ha dado tiempo para escribir a casa. Pilar me respondió que Julián estaba en Lérida y que mamá fue con él porque necesitaba unos papeles –el rostro se puso serio al añadir -: También me dijo que papá está preso.

-¿Papá?

-Sí. Un chivato cabrón lo denunció. A él y a varios más. Los llevaron a Maella, pero resulta que de allí los trajeron aquí a cavar trincheras.

-Así que también está aquí.

-Exacto. Estamos todos aquí. Mi padre y mi hermano, rojillos –bromeó -. Mejor que no se enteren mis jefes.

Mateo no se rio. Su rostro estaba grave.

-¿Has hablado con él? ¿Está bien?

-Sí, a las dos preguntas. Se sorprendió al verme con este uniforme. Cuando le conté lo que había pasado y por qué lo llevaba, sólo me dijo que evitara ser más papista que el Papa.

-No entiendo.

-Pues es fácil. Corro el riesgo de que alguien me reconozca y se vaya de la lengua, así que tengo que escudarme esforzándome en ser un buen fascista. Más importante aún, tengo que convencerles de que lo soy. Estas estrellas no me las han regalado, son por méritos de guerra. Pero padre teme que me aficione en demasía al engaño y haga como fascista lo que hice como miliciano.

-Ya –musitó Mateo asaltándole un recuerdo que en aquel momento le pareció muy lejano. ¿Te parezco un monstruo?

No pudo menos que fijarse en lo impoluto que estaba el uniforme de Tomás. Sus labios se movieron en una mueca sarcástica. Quizá las estrellas las ganara por méritos de guerra, pero ¿cuáles? ¿Los del frente o los del despacho y el peloteo? Fuera como fuera Tomás estaba ahora de asistente de un teniente coronel, sacando el mayor partido, cuando no iba al frente de su unidad.

-Cambiando de tema –dijo Tomás -. Hablaré con el capellán a ver si consigue un aval para ti.

-¿Para qué?

-Para que puedas salir de aquí. Le diré que no eres rojo, que te reclutaron a la fuerza. Quizá consiga que él…

-No. Nuestro padre está preso, ¿y me vas a sacar con favores? ¡Olvídate!

-No seas tonto.

-Soy lo que quiero ser. Sácalo a él.

-Con la acusación que tiene es imposible. En cambio tú…

-Yo, tampoco.

Sostuvieron la mirada.

-Yo no he querido este uniforme –continuó Mateo -, pero lo he defendido. Mis amigos, los que hice en Barcelona, han muerto todos llevándolo. Y juré una bandera, con la que no estoy de cuerdo, pero la juré. No voy a deshonrarlos aceptando tu trato de favor, ni a mis amigos ni a mi juramento.

Tomás no replicó, únicamente estudió aquellos ojos de color ámbar, que sostenían los suyos.

Tomás se había desengañado el tiempo que estuvo en la milicia y todavía más tras los acontecimientos de Barcelona. Si algo había aprendido de los líderes anarquistas y comunistas en aquel tiempo, es que primero era él.

Era cierto que había luchado valientemente en el campo de batalla, ganándose las estrellas a pulso, pero no lo era menos que se había adscrito a la FET y las JONS, con la intención de sacar el mayor beneficio posible. La revolución estaba muerta, no resucitaría por mucho que se la llorase y puesto que era partidario del muerto al hoyo y el vivo al bollo, no haría ascos el nuevo régimen.

Desde que estalló la guerra que Tomás había ido perdiendo sus valores paulatinamente hasta convertirse en un nihilista, negando todo principio moral, religioso, político o social. Actualmente su ambición era vivir bien. No le interesaban los cargos públicos ni de otra índole, pero sí una vida desahogada, segura y confortable. Inteligente, sociable y feliz, era fácil de entenderse con él que sabía cómo agradar a quienes estaban en situación de ayudarle, manteniendo buenas relaciones con todo el mundo. Conocía todas las tretas posibles y no vacilaba en emplearlas. Conservaba la honestidad, pero ahora la utilizaba para sacar provecho no por honradez, sabiendo explotar su sonrisa candorosa y persuasiva para ganarse a la gente.

A diferencia de Mateo, él habría aceptado aquella oportunidad que se le ofrecía, pero el muchacho conservaba unos valores que él hacía tiempo que había perdido y que inconscientemente añoraba.

-Supongo que me consideras un imbécil –dijo Mateo ante su mutismo.

-En absoluto. Me siento orgulloso de que seas mi hermano.

***

A final de mes comenzó a llover, una lluvia incesante que se prolongó varias jornadas y paralizó el frente durante un par de días dando un descanso físico a los agotados combatientes, pero incrementando la tensión y el estado de alarma ante el temor de que los fascistas aprovecharan las inclemencias del tiempo para sorprenderles en un ataque imprevisto a través de la cortina de agua. Una noche así fue; las tropas de Franco aprovecharon que diluviaba. Los republicanos, con agua hasta la cintura en las trincheras, lucharon como pudieron acosados por bombardeos, disparos y granadas de mano, cayendo uno a uno ante la avalancha nacional, que rebasó la trinchera dejándola abandonada y convertida en un cementerio pantanoso.

La noche del 1 al 2 de noviembre los nacionales conquistaron la sierra de Pàndols; el 3 las tropas de Yagüe llegaron al Ebro; el 7 caía Mora la Nueva. El día 10 sólo quedaban seis baterías republicanas al oeste del Ebro.

Las deserciones eran cada vez más numerosas y muchos otros arrojaban las armas a la menor oportunidad rindiéndose deliberadamente ante el avance nacional en vez de seguir luchando. La sangría por deserciones y rendición era excesiva y el mando republicano no iba con contemplaciones. Tres días antes habían fusilado a dos de su pueblo acusados de querer pasarse al enemigo, sólo tenían 19 años. Pedro no sabía si la acusación era cierta o no, tanto le daba, porque al enterarse no pudo evitar pensar en lo que le hicieron a su unidad en Rubielos de Mora. Por segunda vez se sintió traicionado. No creía en nada de lo que defendía la izquierda, pero había luchado sinceramente por aquella República desagradecida que inmolaba a sus defensores. Rubielos era una espina que no olvidaba y que nunca perdonaría.

Desde la caída de Teruel apenas había vuelto a pensar en la deserción, rechazándola por su peligrosidad en aquel frente, pero después de estos dos fusilamientos, se decidió. No iba a luchar nunca más por quienes los mataban a las primeras de cambio. Aquella noche le tocaba guardia, sería el momento.

No contó con la luna, que era casi llena. Afortunadamente había abundantes nubes, tendría que avanzar cuando éstas la ocultaran y armarse de paciencia. Enrolló la manta simulando una persona y la dejó apoyada en las piedras de modo que simulara que seguía en el parapeto Dejó atrás el fusil, las granadas de mano y toda impedimenta. Se deslizó silenciosamente hacia el río ocultándose en los matorrales, sorteando las alambradas. Al llegar a un pedregal dudó entre ir más deprisa porque quedaba expuesto o todavía más despacio, porque los cantos rodados al chocar provocarían mucho ruido. Era ya tarde para arrepentirse. La luna al ocultarse no dejaba ver la disposición de las piedras. Optó por la rapidez, sería imposible avanzar en silencio aún yendo despacio. Oyó gritos de alerta, pero no se detuvo hasta llegar a un cañaveral. Allí permaneció mientras disparaban hacia su posición y rezaba para que no le alcanzaran. Cuando cesaron los disparos se mantuvo quieto más de quince minutos estudiando el terreno y luego se introdujo en el agua cruzando a nado el Ebro. En la otra orilla se dispuso a esperar. Amanecía aunque seguía en penumbra cuando apareció una patrulla nacional. Lentamente, con los brazos bien en alto, se levantó.

-¡Centinela! –gritó.

Los soldados sólo vieron momentáneamente una sombra fantasmagórica que el movimiento de nubes oscureció más.

-¡Alto! ¿Quién vive?

-¡España! –respondió Pedro.

-¿Qué gente?

-Un evadido. Me rindo.

-¿Lleva armas?

-No señor.

-Acérquese despacio, dando palmas.

Caminó lentamente picando palmas. El corazón le palpitaba mientras uno de los soldados lo cacheaba.

Poco después estaba ante el cabo de guardia quien procedió a interrogarle. Últimamente había varios casos como el suyo, pero nunca se podía descartar ninguna maniobra traicionera.

Mateo se enteró que Pedro estaba prisionero un par de días más tarde, cuando Tomás le trajo la noticia, junto con la buena nueva de que Joaquín había sobrevivido, aunque seguía grave; lo habían evacuado a un hospital.

Con los contactos que tan bien sabía hacer, Tomás consiguió que ambos cuñados estuvieran juntos. Pedro había ayudado a conseguirlo al colaborar activamente en el interrogatorio al que lo sometieron proporcionando toda la información que pudo, dando así la razón a Tomás que defendía que ni su hermano ni su cuñado eran rojos, sino que, como muchos otros, ambos habían sido reclutados a la fuerza. Tampoco su padre, acusado falsamente, etc., etc. Lo cierto, es que Pedro traicionaba a la República colaborando con el enemigo como venganza de lo que ésta le hizo a su Brigada en Rubielos de Mora.

***

Una semana más tarde terminaba la batalla. El ejército republicano huía desordenadamente siendo perseguido y acribillado desde el aire en ataques en picado por la aviación fascista. El cruce del Ebro por las pasarelas fue caótico cuando los proyectiles nacionales caían cerca; se empujaban, se pisoteaban, algunos se tiraban al río intentando llegar a nado a la otra orilla mientras la corriente se los llevaba y caían sobre ellos los camiones sin freno, que arrojaban sus conductores para que se hundieran y no cayeran en manos enemigas. Los que no se ahogaron y pudieron llegar al otro lado corrían en todas direcciones, siempre perseguidos por el fuego artillero y la aviación que los ametrallaba sofocando los gritos y alaridos de los heridos.

Intendencia prendió fuego a todo lo que no se pudo llevar. Veintiséis mil kilos de almendras, infinidad de latas de jamón dulce y otros comestibles fueron pasto de las llamas tras anegarlos con gasolina.

Las bajas habían sido enormes en ambos ejércitos, pero el republicano estaba totalmente destruido, no sólo habían sido aniquilados los soldados más veteranos sino todas las levas de la Quinta del Biberón, los cuales pese a su arrojo no fueron rivales, al no haber recibido ninguna preparación decente, para las fogueadas tropas franquistas.

Diezmado el Ejército Popular y con la frontera de Francia cerrada desde el mes de junio, la República ya no tenía posibilidades de victoria, y si quería crear un nuevo ejército únicamente podía hacerlo reduciendo otra vez la edad de alistamiento.

La guerra ya estaba totalmente perdida, pero los dirigentes comunistas y Negrín insistieron en resistir, resistir siempre, alargarla todo lo que se pudiera murieran cuantos murieran, con tal de conseguir enlazar la guerra de España con la Europea, que estaba a punto de comenzar. De esta forma la República sería salvada por los aliados.

En diciembre el gobierno de Negrín y los comunistas llamaron a filas a chicos todavía más jóvenes; en Barcelona se fusilaban a decenas de víctimas acusadas de quintacolumnistas, y Franco con 250.000 soldados rompía el frente desencadenando la ofensiva contra Cataluña.

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