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25
noviembre
El soplo del vendaval (33)

CAPÍTULO XXXIII

Los dos días de bombardeo habían dejado derruidos e inhabitables 34 edificios, si bien las únicas bajas que se conocían eran las de los soldados del segundo ataque de aquel día. Los andorranos temieron otro más desbastador, porque los soldados republicanos habían recibido orden de defender a toda costa Andorra, y desde el día anterior habían ido llegando tropas de Alcorisa, donde el V Cuerpo de Ejército había establecido su cuartel general. Así que mientras unos se afanaban en retirar escombros, otros abandonaban el pueblo para refugiarse en las masías, llevándose comida, animales, sábanas, mantas, y los más desconfiados, las escasas joyas que habían podido ocultar a la rapacidad del Comité.

Mala ocurrencia para los que tomaron la carretera de Albalate, porque por ella se acercaba una de las columnas que iban a caer sobre Andorra en una pinza. A la cabeza iba un tanque precediendo a las tropas italianas que avanzaban sin encontrar resistencia al haber huido precipitadamente los defensores de la localidad ante el empuje de la 1ª División de Valiño, que ayudó a los italianos.

La otra rama de la pinza venía por Alloza, que habían tomado tras un combate, y después trabado un fuerte enfrentamiento contra la 211 Brigada en el vértice de los Montalvos.

Jesús y su familia esquivaron las tropas que venían por la carretera de Albalate, al ir por los caminos hasta aparecer por la partida del Estrecho, en las proximidades de Andorra. Luego siguieron por otro camino paralelo a la carretera para entrar directamente en el Plano Bajo sin tocar la población.

A las tres de la tarde el tanque llegaba a Andorra. Las dos ametralladoras que defendían la carretera, la del Cabecico de la Horca y su vecina, estaban abandonadas. Nadie les disparó ni opuso resistencia. Siguieron sin problemas la carretera. A la izquierda, en un descampado pudieron ver el Grupo Escolar.

No había, desde que tomaron la curva del Cabecico de la Horca a lo largo de la avenida de la República, más que el cine Bernad y unas escasas viviendas aisladas, que demostraban que el pueblo había comenzado a crecer hacia la carretera, sobrepasando la anterior, que ahora llamaban la Vieja, la cual terminaba en las Eras, debajo de la calle Baja. El tanque subió por la calle de El Sol hasta la Fuente del Lugar. No pudo ir más allá al ser las calles del casco viejo demasiado estrechas.

La población parecía muerta.

Los soldados miraban sedientos, sin moverse de la formación, los tres caños por los que salían sendos chorros de agua del grosor del brazo de un hombre musculoso. Adheridos a la fuente, tres abrevaderos comunicados con ella, de forma que de la misma podían beber hombres y caballerías.

El teniente italiano que mandaba la Corpo di Truppe Volontaire ordenó descanso. Se acercó a la fuente y bebió con fruición del caño de la derecha, al lado de la esquina. Era un agua buena, de las mejores que había bebido en los últimos días. Cuando se incorporó vio las miradas de anhelo y envidia de sus hombres, pero no ordenó romper filas para que bebieran.

¿Dónde estaba la gente?

Se disponía a llamar a la puerta más cercana cuando oyó pasos. Apareció, bajando la cuesta, un hombre de mediana edad. Quedó clavado en el suelo al ver a los soldados.

El teniente lo saludó militarmente.

-¿Cómo es que no se ve a nadie? –preguntó en un español correcto con acento.

-Los que no se han ido –intentó no tartamudear – están refugiados en las bodegas, por si había lucha.

-En ese caso, ¿qué haces tú en la calle?

-He abandonado la mía para echar un vistazo, como no se oía nada.

-Entiendo. Llévanos a la iglesia.

-No faltaba más –intentando ser servicial y caerles bien.

El oficial lo siguió con una escuadra, armas en ristre, temiendo una emboscada.

No tuvieron que andar mucho, tan sólo subir la cuesta por que la que había bajado, que desembocaba en una plaza con porches, en la que había a la izquierda una tienda de comestibles en lo que antiguamente fue casa de infanzones, todavía conservaba el escudo. A la derecha estaba la iglesia.

La enorme puerta de madera maciza tachonada con grandes clavos del templo estaba cerrada, pero la pequeña, abierta; sólo se precisó empujar para entrar.

-Abra la grande de par en par –ordenó.

Mientras sus hombres vigilaban él admiró la fachada. Estaba construida con piedra de arenisca. A cada lado del portal había una hornacina, en donde estuvieron los destruidos Pedro y Pablo. El italiano deslizó la vista por la fachada. Era un retablo en piedra tallada, con las columnas mostrando los tres órdenes griegos, el dórico, el jónico y el corintio; dos triángulos mostraban a Adán y Eva asomándose como si fueran ventanas; otras dos hornacinas vacías en la parte media, y entre ellas una tercera que era una vidriera. Coronando el conjunto, Cristo crucificado.

Ammirevole! –musitó a pesar de lo erosionado que estaba el retablo por las ventiscas.

Non c’è nessuno, mio luogotenente.

Bene.

Al lado de la puerta había un cartel que mostraba a un hombre con el fusil al hombro, cachirulo en la cabeza y una ramita de olivo en la boca. Alistaos en las Milicias Aragonesas, rezaba. Lo  arrancó de la pared y entró en la iglesia. A la derecha la habían convertido en una carnicería, abandonada desde que terminó la Colectividad. También vio restos de lo que quedaba del almacén.

Mientras él perdía el tiempo haciendo turismo sus hombres subían a la torre y bandeaban las campanas para dar a conocer que Andorra había sido liberada de los rojos.

El teniente, tras un corto paseo inspeccionando el templo, de una sola nave, enorme, sin columnas, salió al exterior. Salvo la estructura  no quedaba nada que recordara a una iglesia. En lugar de los retablos sólo quedaban las paredes vacías, con sus huecos, en las paredes laterales, que llegaban al techo terminando en arco de medio punto, y que a todas luces fueron capillas. Los bancos habían desaparecido; el púlpito destruido. Que pietà!, pensó; sin duda debió ser un templo suntuoso.

En la plaza, custodiado por dos soldados, permanecía el hombre que los había acompañado hasta la iglesia. Algunos vecinos se asomaban por los balcones; otros, más temerarios o simpatizantes habían acudido al oír las campanas.

-Tú –dijo el teniente -. ¿Cómo te llamas?

-Mariano.

-Muy bien, Mariano. Ahora eres el alcalde. Te hago responsable de los desmanes que pueden producirse. Vamos al ayuntamiento. ¿Dónde está?

-Detrás de la iglesia.

-Vamos. Veloce, veloce!

El ayuntamiento era un edificio de aspecto sólido, cúbico, con grandes escalinatas semicirculares, una puerta de madera, aunque antaño debió ser de medio punto, por el arco existente, sobre el cual estaba el escudo de la villa, entre dos estructuras que simulaban sendas columnas planas, que de paso enmarcaban la puerta de entrada. Dos ventanas en la planta baja y dos balcones en el piso superior, por los cuales el alcalde se dirigía a los lugareños cuando no empleaba el bando. XVII seculo, pensó el italiano, que entendía algo de arte.

Mariano, acompañado por tres vecinos, asignados también a dedo, entró en la Casa de la Villa siguiendo al teniente; cerraban la marcha, tres soldados. En el salón de actos tuvo que aceptar obligatoriamente el cargo de alcalde y la orden de no salir del edificio.

Así fue cómo un hombre que había sido presidente local de la Izquierda Republicana se convirtió en el primer alcalde de Andorra en la España franquista, al tiempo que se preguntaba cómo quería el italiano que evitara los desmanes si estaba recluido en el ayuntamiento. Pensamiento que no se atrevió a formular en voz alta, por si las moscas.

Unas horas más tarde llegó el resto de las tropas. Se instalaron donde quisieron y se quedaron con cuanto de valor encontraron, para no ser menos que los anarquistas, saqueando las casas vacías, y como a río revuelto ganancia de pescadores, hubo andorranos que aprovecharon para desvalijar al vecino, copiando a los que hicieron lo mismo en la Colectividad. Así que, entre rojos, franquistas y aprovechados, el andorranito de a pie, que no se metía con nadie, quedó, como vulgarmente se dice, con el culo al aire.

A la una de la madrugada abandonaba Andorra camino de Alcañiz una columna mecanizada.

***

Habían llegado a Alcañiz poco después del mediodía acortando por los montes. Encontraron la ciudad con cierto desorden. Se decía que Líster venía de camino para su defensa; otros, que había tropas unos kilómetros antes de llegar a la población cortando el paso a los fascistas.

-Vamos a continuar –dijo Pedro -. Esto no me gusta nada.

-¿Adónde?

-A Vinaroz.

El descontrol les favoreció y pudieron abandonar Alcañiz sin que los detuvieran; ocurrió tras subir la cuesta de la carretera hacia Tarragona y antes del cruce de Vinaroz. La patrulla que les interceptó los condujo a Valdealgorfa. Allí Julián fue evacuando con otros dos heridos, y Pedro incorporado a la tropa. A Mateo lo dejaron marchar, su aspecto, todavía demasiado infantil, evitó que lo reclutaran a la fuerza.

Abandonó Valdealgorfa en dirección a Tarragona rezando mentalmente por su primo y su cuñado. Tuvo un fugaz pensamiento hacia sus padres. Sus pasos se detuvieron. La sensación de soledad le creó incertidumbre. Apretó los maxilares. No eres el primero en estar solo, pensó, ¡Espabila! Comenzó a caminar más ligero.

Se dijo que debía esforzarse en hacer desaparecer todo atisbo religioso; en alguna ocasión se le escapaba si Dios quiere, de tanto oírlo a su madre desde que nació. Quien sabe si aquella frase dicha inconscientemente en un mal lugar o peor oyente no le haría terminar en un paseo o un balazo en aquel mismo sitio.

***

Pedro formaba parte ahora de la tropa que acompañaba a Líster para defender Alcañiz.

Acamparon a cuatro kilómetros de la ciudad.

Estaba de centinela cuando llegó Vicente Rojo. Era la primera vez que veía al jefe del Estado Mayor republicano. Debido a que estaba oscureciendo y a la distancia, no veía muy bien sus facciones a pesar de que lo intentó movido por la curiosidad, olvidándose de su misión de vigilancia. Lo distinguía hablando con Líster, según decían tenía 44 años, y por lo que se fijó era de rostro ancho, circunspecto y gafas de montura redonda. Se rumoreaba de él que había criticado duramente a la bandera republicana, asegurando que la enseña tricolor había dividido España.

El general explicaba a Líster la situación y su plan de resistencia y contraataque. Quedaron en que irían a precisar esto último sobre el terreno, en la zona de Alcañiz, por la mañana.

Había anochecido ya, Líster y Rojo entraron para pasar la noche en la caseta del peón caminero. Los soldados acamparon en el exterior.

Entre las cuatro y las cinco de la mañana se despertaron por el sonido de campanas y disparos al aire.

Líster y Rojo salieron de la caseta. Un fugaz vistazo a sus hombres, que tenían el rostro grave, antes de mirar hacia Alcañiz. Todos sabían lo que aquello significaba. La ciudad había caído en manos del enemigo quien, después de salir de Andorra, había tomado Calanda y posteriormente la segunda ciudad en importancia de la provincia de Teruel. Todo en una sola noche.

Ya sólo podían defender Caspe.

Vicente Rojo estaba decepcionado. El desmoronamiento del frente era ya más que patente. Las fuerzas se retiraban en desbandada sin oponer resistencia, huyendo despavoridas en todas direcciones que les condujeran a Cataluña o Valencia.

En el sector de Andorra, escribió en su informe, ha cundido el pánico y se perdieron los pueblos de Ariño y Alloza y finalmente Andorra. Los ha perdido la agrupación de fuerzas de Oliete. Las posiciones se pierden con muy poca lucha o ninguna. Sólo el Cuerpo XXI se está comportando, desde el primer día, de un modo magnífico. El resto de las tropas no sirve prácticamente para nada.

No escribió en él que muchas de esas tropas eran llevadas de un destino a otro incesantemente, que un batallón no pudo llegar a tiempo porque carecía de vehículos, que otros se quedaron sin gasolina; que cuando la 127 Brigada consiguió llegar a Oliete se encontraron con el mando de la 146 que se retiraba al disponer sólo de 50 hombres, pues el resto huía en desbandada, y que finalmente tuvieron que entrar en combate al  pie del vehículo, nada más bajar del camión, porque se acercaban siete tanques; luchando a la desesperada sin conocer el terreno, sin saber contra cuántos luchaban ni quién estaba a sus flancos. No. Sólo escribió que no servían para nada.

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