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18
noviembre
El soplo del vendaval (32)

CAPÍTULO XXXII

Mateo desvió la vista un momento. Estaba en un promontorio desde el que controlaba la carretera en dos direcciones. A la derecha, el descenso de la cuesta de la Calzada hacia Albalate; a la izquierda, el llano que conducía a Andorra. Desde donde se encontraba se veía perfectamente a lo lejos la ermita de San Macario en lo alto de la colina.

Llevaba apostado desde antes del amanecer de aquel domingo 13 de marzo, por orden de su padre.

-Los fascistas están al caer –le había dicho Jesús -. No deben sorprendernos.

Habían sido unos días de mucha actividad. El nueve llegaron su cuñado y su primo. Aquella noche Pedro condujo el camión dejándolo abandonado en el aeródromo. El 10, sus padres habían bajado al pueblo a por noticias frescas del avance nacional. Imparable, les dijeron. El 11, vieron pasar diversos aviones. No podían saberlo, pero bombardearon Alacón, Oliete, Ariño, Albalate y las carreteras adyacentes. El 12, volvieron a pasar aviones; catorce, contó Mateo. Iban en dirección a Andorra. Horas más tarde, un aeroplano, de los que llamaban alcahuetes pasó en vuelo rasante de reconocimiento por encima del Romeral. Iba tan bajo que Orosia, que estaba sentada en una silla, cayó al suelo de espaldas creyendo que la arrollaría.

-¡Llevaba casco y gafas, lo he visto! –gritaba excitada Apolonia refiriéndose al piloto.

Mateo se acercó a Andorra aquel atardecer. Sus amigos le dijeron que la habían bombardeado y también la carretera de Alcorisa.

-¿Muertos?

-Afortunadamente, ninguno. No hay refugios antiaéreos excepto unos que excavaron en el Cabecico de la Horca, cerca de la ametralladora.

-Pero eso está en las afueras.

-Por eso digo que ha habido suerte. Las gentes utilizan las bodegas de las casas como refugios, y han destruido una treintena de edificios.

Cuando informó en casa, Jesús aseguró que el enemigo estaba a las puertas.

-Mañana, antes del amanecer, te instalas en el sitio que te dije. No te descuides.

De todas formas estaba todo listo. Orosia y Pilar habían preparado provisiones en alforjas para que se llevaran. Jesús, previendo que tendrían que huir campo a través y Julián no podía caminar, había unido dos mangos de azada con cuerdas, para que el herido fuera sentado y poder ir más deprisa.

-Mateo os acompañará.

El muchacho sonrió. Desde el episodio en que los encañonaron, su padre había ido paulatinamente tratándolo más como un adulto, dándole más responsabilidades, haciendo que ganara en autoconfianza.

Jesús estaba convencido de que si la guerra duraba lo suficiente podía llegar el día en que Mateo tuviera que volar solo, y se había propuesto prepararlo. Mateo demostró ser un buen alumno. Como todo adolescente quería ser tratado como un adulto, y que su padre lo hiciera sin cortapisas, le animaba. De los catorce a los quince años Mateo había cambiado mucho; los acontecimientos que vivían lo habían obligado, pero sobre todo, el trato con su padre. Jesús no estaba seguro que el muchacho siguiera todos sus consejos, pero el hecho de respetar las opiniones de Mateo sin intentar modificarlas había conseguido que el chico, escuchando a su padre, aprendiese a enfrentarse a los problemas de una forma serena, impropia de sus quince años. Jesús esperaba que supiera tomar resoluciones de una forma reflexiva y llevarlas a cabo; lo iba a necesitar.

-Cuando estén a salvo -le decía ahora -, no regreses. Tendrías que cruzar las líneas y será muy peligroso.

-¿Quiere que me quede con ellos?

-Tampoco. Encamínate a Barcelona, a casa de tu hermano.

-No sabemos dónde vive. No nos dijo su dirección cuando estuvo aquí.

-Te daré la de Rosa, su suegra. Le preguntas a ella.

Tras aquella conversación se acostaron, pero Mateo no pudo dormir y antes del amanecer estaba en su puesto de vigilancia. El corazón le palpitaba. La seguridad de su padre de que las tropas de Franco estaban al caer le excitaba o le ponía nervioso, no lo sabía bien.

Alzó la cabeza al oír aviones.

***

La campana de la ermita de San Macario tocaba a rebato.

La gente corría a ponerse a salvo en las bodegas; un niño saltó una puerta partida, cuya mitad inferior estaba cerrada.

Las ametralladoras del Cabecico de la Horca y la de San Macario disparaban contra los cinco aviones Fiat BR 20.

Los bombarderos no se ensañaron con el pueblo arrojando las 60 bombas de 50 kilos cada una en las afueras, alcanzando un único edificio a la entrada.

Pocos minutos después apareció una segunda oleada. Tampoco atacaron la población, centrándose en la carretera de Alloza, y alcanzado también una única casa, habitada principalmente por soldados. Los civiles no sufrieron ninguna baja.

***

-Tres –contó Mateo cuando la tercera oleada de aviones italianos pasó por encima de su cabeza.

Había visto a las dos anteriores sobrevolar Andorra. Se estremeció. Si todos los aeroplanos soltaban sus bombas la pequeña localidad quedaría arrasada. Rezó para que no fuera así, que no se repitiera lo del día anterior.

La tercera oleada tampoco se cebó, no era su interés causar daño sino quebrar la moral infundiendo temor y no hubiera resistencia para cuando llegara la infantería. Aún así, en algunos puntos hubo enfrentamientos. Mateo oyó un tiroteo en la cuesta de la Calzada. No veía a los combatientes, pero supo que la hora había llegado. Corrió todo lo rápido que pudo hacia la masía.

-¡Ya están aquí! –gritó al abrir la puerta -¡Vienen por Albalate!

En casa lo tenían todo preparado.

Orosia no pudo evitar las lágrimas cuando se despidió de su hijo menor.

-Estaré bien, madre –sonrió circunstancialmente.

Una respuesta tópica que no tranquilizó a ninguno de los dos.

Mateo se encaró a Jesús, sentía un nudo en la garganta.

-Sé que no cree en ello, pero ¿su bendición, padre?

Jesús lo abrazó con fuerza, luchando contra las lágrimas.

-A la vuelta –respondió -, con que más te vale regresar. Ahora ve, que te están  esperando.

El matrimonio los vio alejarse con Julián sentado en los mangos de azada entre los dos. Jesús inspiró hondo sin saber qué decir para consolar a su mujer.

-Es un muchacho despierto –dijo Orosia -y lo has preparado bien…

Su esposa lo consolaba a él. No pudo reprimir una sonrisa difícil de catalogar.

-… sabrá desenvolverse.

-Padre –dijo Pilar -¡La escopeta!

-Tírala al pozo. ¿Queda algún rastro que indique que han estado los chicos aquí?

-Nada.

-Pues a esperar.

-Dios quiera que pasen de largo –se santiguó Orosia.

-Toda ayuda será poca –respondió Jesús entrando en la casa -. Venga, cada uno a su faena.

***

-¿Hacia dónde vamos? –jadeó Mateo.

-De momento hacia Alcañiz –respondió Pedro.

Iba ligeramente encorvado para que el improvisado asiento fuera recto debido a la menor talla de Mateo. Estaban los dos cansados; el adulto, por la mala postura; el adolescente, porque el peso de Julián era demasiado para él.

Se detuvieron un momento para recuperar fuerzas.

-Puedo caminar apoyado en los hombros –dijo Julián.

-Iríamos más despacio.

-Espero que nos dé tiempo a llegar –comentó Mateo sentándose en el suelo.

-Pienso que sí –repuso Pedro -. Aunque vaya deprisa, a Franco no le interesa dejar bolsas enemigas a su espalda. No creo que se encaminen a Alcañiz antes de mañana.

-Sí –admitió Julián -, primero tendrá que asegurar la zona de Andorra.

Pedro se estiró; las manos en los riñones.

-Ahora te llevaré al hombro.

-¡No me jodas! En esa posición me mareo. Mejor en culletas.

-Caprichoso.

Mateo no abrió la boca, bromeaban, pero entendió que hablaban por él. Lamentó no ser lo bastante alto ni lo bastante fuerte. Le dolían los brazos, las piernas y la espalda. Tuvo la sensación de ser más un estorbo que una ayuda.

-Ve delante vigilando si ves a alguien.

***

-Ya están aquí –dijo Jesús al oír los ladridos de Lula.

Salió al exterior. Un sargento canijo, seco, escuchimizado y con bigotito como fila de hormigas, se acercaba por el camino acompañado de un pelotón de moros desplegados.

-Regulares –dijo Orosia reconociendo las insignias a medida que se acercaban.

-Veo que aún te acuerdas.

-¿Cómo olvidarlo? Fue una época muy feliz.

-Estabas muy guapa de cantinera.

-¡Ay, Dios! –chilló Pilar.

El matrimonio miró hacia ella sobresaltado. Pilar corría hacia Orosita, que saludaba a los soldados con el puño en alto.

-¡No, el puño, no! ¡La mano abierta, abierta!

Orosita dudó sin comprender; siempre se había saludado con el puño.

Apolonia, con cinco años, saludó a lo falangista.

El suboficial, de tez tan renegrida como sus acompañantes, frunció el ceño malhumorado deteniéndose al lado de las niñas con pupilas de furia negras. Apolonia no le quitaba los ojos de encima.

-¡Arriba España! –saludó el sargento; el brazo estirado y la mano bien abierta.

-¡Arriba! –contestó Jesús imitándole.

-Nos han dicho que hay rojos en esta masada.

-Me han llamado muchas cosas, pero rojo, nunca –mintió Jesús.

-¡Ah, tenemos un gracioso!

Apoyó la mano en la funda de la pistola.

-Es que sólo estamos nosotros –apaciguó Orosia -. Pueden inspeccionar el mas si quieren.

-Descuide, que lo haremos.

Se volvió a sus hombres.

-Buscad bien en todos sitios, no dejéis ni una piedra sin remover.

Únicamente quedó uno con él, de guardaespaldas, con el fusil preparado, aunque sin apuntarles.

El sargento dio un corto paseo inspeccionando por fuera la masía. Era un único edificio de planta baja, con un corral añadido, que poseía una valla de adobe, sin puerta, por la que entraban y salían las gallinas sueltas. Dentro podía ver una pequeña estructura, que era el conejar, y encima otra para las palomas.

Se acercó a pasos lentos, las manos en la espalda y ésta erguida.

Sí había una puerta en el corral, pero al estar totalmente abierta le había engañado la vista.

Gruñó.

Era algo más que un corral. Al fondo veía un carro de dos ruedas.

-¿Y la mula? –preguntó.

-Nos la robaron los rojos –respondió Jesús.

El sargento volvió sobre sus pasos. Al otro lado de la masía estaban el pajar y el cubierto de las ovejas. Sus hombres lo inspeccionaban a conciencia, clavando las bayonetas con saña en los montones de paja. Se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo mugriento de secreciones y mucosidades secas.

-¿No ha visto a nadie?

-Ustedes son los primeros en dos semanas –respondió Jesús -. Estamos muy lejos del pueblo y apartados de la carretera.

-El que nos lo ha dicho estaba muy seguro.

Ahora había dos en el corral. Uno se había introducido en la conejera e hincaba la bayoneta en las improvisadas madrigueras. Los conejos corrían asustados. Aún matarán alguno, pensó de mal talante Pilar. Tenía a Orosita agarrada a la falda mientras Apolonia estudiaba sin cesar al suboficial marcando en su cerebro al personajillo de tal forma que no lo olvidaría en la vida.

-Parecen sedientos –intervino Orosia -. ¿Les apetece un poco de agua?

El sargento la miró suspicaz, como temiendo envenenamiento. Movió el labio y el bigotito con él. Apolonia pensó que el bozo de su tío Mateo era más mostacho que aquella ridiculez.

-Gracias, señora –aunque el agradecimiento sonó a graznido -, se lo agradezco.

-Voy a por la boteja –dijo Pilar.

-Haremos corto con ella –comentó Jesús -, mejor la saco del pozo.

Quizá así no se les ocurriría inspeccionarlo. Dos días atrás habían arrojado en él, dentro de un saco con una piedra, el carné de la CNT de Julián. Y no hacía una hora que Pilar había hecho lo mismo con la escopeta.

-Trae un caldero –dijo a su hija mientras dejaba caer el cubo al pozo.

Estaban especialmente sedientos. Jesús no hacía más que sacar agua, que los soldados bebían con fluidez.

Hubo un griterío dentro de la casa. El suboficial con cara de satisfacción corrió hacia ella pistola en mano. Jesús quiso ir detrás, pero lo detuvieron las armas de los moros.

-¡Manos n’alto!

Ahora los encañonaban. Obedecieron incluida Apolonia, y Orosita sin entender nada, por imitación.

Lula gruñó.

-¡Lula, aquí! –ordenó Jesús temiendo que la dispararan.

La perra obedeció de mala gana, gruñendo y mostrando los dientes.

-Tranquila -dijo Jesús suavemente -. Cálmate.

Dentro un soldado había clavado la bayoneta en una enorme tinaja y había pinchado carne. El sargento lo encontró profundizando más para terminar de rematar a quien estuviera dentro.

El cuarto solo tenía como iluminación un ventanuco en el otro extremo y la puerta abierta. La tinaja estaba en un rincón medio en penumbra. Enfrente, otra gemela en la esquina.

Alumbró con la cerilla dentro de la tinaja. Había aceite y sumergidos trozos de costilla, rodajas gruesas de lomo, conejo y tajos de longaniza. Insultó a su hombre por haber gritado y clavar la bayoneta sin mirar antes qué contenía la tinaja.

-Tienen ustedes conserva –dijo al salir.

-¿Les apetece un poco? –ofreció Orosia.

-Por mí no hay inconveniente, pero éstos no comen cerdo.

Así que el sargento se comió con gula su buen plato de conserva variada, rico pan casero y mejor vino, mientras sus hombres se tenían que contentar con el agua.

-No sabía que tuviéramos vino –cuchicheó Pilar a su madre.

-Tu padre robó un tonelico del almacén de la Colectividad.

-Tuvo suerte que no lo descubrieran.

-Yo los distraía.

El suboficial eructó.

-Perdón.

-Buen provecho.

-Gracias.

Estaban ahítos. Los unos de agua; el otro, con el plato de conserva que rebañó con el pan y el tonelito de vino que había estrenado y dejado vacío. Tenía que haber robado dos, pensó Jesús. ¡Él que lo guardaba para celebrar que los chicos regresaran con bien de la guerra! Un vino fuerte, potente, no apto para paladares delicados, que los gourmets considerarían inapropiado para constar en la carta de ningún restaurante.

Terminaron de rebuscar sin encontrar nada. Habían registrado la masía entera, la casa, el pajar, el corral, la gorrinera; habían acribillado los jergones de los camastros por si hubiera alguien dentro.

Quizá se habían equivocado de masada, pensó el sargento. Aquellas buenas gentes, tan amables y atentas, no podían ser rojos y mucho menos esconder a los enemigos de España. Su cetrino rostro tenía ahora una rubicundez simpática, producto del tinto, que le daba un aspecto hasta amistoso.

-¿Cuál es la masía más cercana?

Jesús desecho la idea de mentirle. Era una tontería y además arriesgada ahora que parecía de buenas. Señaló con el brazo.

-En aquella dirección.

-Gracias. Señoras –saludó a Orosia y Pilar con una inclinación de cabeza y dando un taconazo antes de volverse a Jesús – ¡Arriba España!

-¡Arriba! – respondió con un grito Jesús cuadrándose firme al levantar la mano abierta.

Al girarse, el sargento tenía lágrimas de emoción en los ojos.

Eso no lo hace el agua, pensó Pilar al verlas.

-Sabía que los chicos estaban aquí –murmuró Orosia cuando ya no podía oírle, sin quitar la vista de encima a la tropa, no fuera que regresaran -. Alguien los ha delatado.

-Sí –confirmó Jesús -. No han salido de casa. Debió ser cuando llegaron. O vio el camión las horas que estuvo en el cruce o los vio venir por el camino.

-Menos mal que no miraron en la otra tinaja –dijo Pilar recogiendo el plato con el que sirvieron al militar.

-Habrán pensado que también era conserva.

-Por eso lo digo; hay perdices escabechadas. Habrían comido todos.

-Eso es lo de menos –dijo Jesús -. Lo malo es que el calfurnicas del bigote…

¡Calfurnicas! –repitió Apolonia riéndose por la palabreja – ¡Calfurnicas!

-… habría querido saber dónde estaba la escopeta.

Al no criarlas, la única explicación plausible de las perdices era la caza.

-Creo que deberíamos ir al pueblo –propuso Orosia -. Con este ha habido suerte, pero quién sabe si vienen más.

Jesús asintió. En aquellos momentos estaban justo en la línea del frente. Hasta que no se estabilizase estarían en peligro; grupos de avance, otros huyendo, otros que plantaban batalla, rezagados, desertores, podían ser de todas clases quienes apareciesen, y a saber con qué intenciones. Como mínimo, pillaje.

-Carguemos el carro con lo que podamos y marchémonos ya.

Dos horas más tarde salían de la masía en dirección a Andorra. Iban montadas en el carro las dos niñas con las dos tinajas y todo lo imprescindible mientras los tres adultos tiraban de él. Lula encabezaba la marcha corriendo en todas direcciones.

-Yayo – preguntó Apolonia -¿Qué pasará con los conejitos y las gallinas y el tocino?

-Ahora no caben. Cuando os deje en casa, haré otro viaje para buscarlos.

-Haremos. Los dos –puntualizó Orosia muy seria.

Jesús le dio un beso en la frente, no en los labios, porque estaban las niñas. Entendía aquella reacción. Años atrás había ido a África con él dispuesta a correr su misma suerte, y a pesar del tiempo transcurrido, seguía igual. Se contemplaron a los ojos. Jesús la veía tan bonita como antaño, y con la misma resolución.

-Siempre serás mi cantinera favorita –sonrió.

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