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07
octubre
El soplo del vendaval (27)

CAPÍTULO XXVII

La frágil tregua conseguida por Tomás duró algo más de tres semanas. Hacia el 20 de agosto una nueva columna entraba en el pueblo y se repitió el escenario de la primera, salvo que aquí nadie abogó por los fascistas y apareció el delator, que acompañó a los milicianos a los domicilios de las víctimas, a una de las cuales le tenía especial inquina, puesto que la condujo a puntapiés, bien protegido por las armas de sus compañeros, hasta la prisión.

No fueron ejecutados en el acto dado que los anarquistas tenían quehaceres más perentorios. Hasta mediados de septiembre permanecieron en el calabozo mientras sus captores se apremiaban desmantelando las ermitas, quemando retablos, altares, cuadros, esculturas, los libros de matrimonios, bautizos y toda clase de documentación. Fueron por las casas donde guardaban las imágenes de Semana Santa destruyendo todas las que encontraron. San Juan les salió respondón, no se dejó sacar de la arqueta; lo quemaron con ella.

Como la Iglesia era rica y debía repartir entre los pobres, robaron todos los objetos de plata y oro del templo. Custodias, copones, cálices, cruces, vinajeras, conchas, relicarios… todo lo que tenía algún valor fue a parar a sus bolsillos, porque era una lástima destruirlos de tan bonitos. No pasaba igual con los edificios. Las estatuas de San Pedro y San Pablo, que custodiaban la puerta de la iglesia parroquial, fueron derribadas. Uno hizo puntería con la ermita de San Macario, el patrón, pero sólo disparó una vez, porque le pareció tontería malgastar balas contra un edificio de piedra; mejor destruir los otros templos de Dios, que eran los cuerpos, según las Escrituras.

En la madrugada del 12 de septiembre sacaron de sus casas a tres muchachos, entre 15 y 21 años, acusados de ser falangistas; el más joven, porque no encontraron a su padre. Los condujeron a los extramuros del cercano pueblo de Alloza, baleándolos. Dos días después ya ni se molestaron en moverse de Andorra; fusilaron en el cementerio a seis más dejando al séptimo vivir dos días. Cuarenta y ocho horas después mataron al octavo.

***

Mateo estaba taciturno. El menor de los chicos ejecutados era su mejor amigo, precisamente había estado con él aquella tarde. Su asesinato le afectó profundamente. Seguro que nadie creería que la conversación que tuvieron trató sobre chicas.

-No puedes responderle a una chica, que te pregunta si habla demasiado, que sí.

-Pero era verdad.

-Aunque lo sea, no puedes.

Y desde su experiencia de los quince años, uno más que Mateo, le dio toda una serie de consejos de cómo debía comportarse para tener éxito.

Mateo lo escuchó circunspecto, preguntándose cuánto había de verdad y cuánto de exageración, convencido de que nunca entendería a las chicas. Elena le gustaba mucho con su cuerpo grácil y unas formas que había desarrollado prematuramente, pero tenía un defecto para el muchacho: hablaba demasiado, y cuando ella, tras una perorata en la que Mateo se había limitado a escuchar mientras Elena desgranaba minuciosamente todo lo que había hecho hasta el extremo de aburrirle, éste respondió sinceramente a la pregunta:

-Hablo demasiado, ¿verdad?

-Sí.

Allí terminó el monólogo. Elena se levantó visiblemente enfadada y se fue dedicándole no muy buenos piropos.

Aquella fue la última conversación que tuvo con su amigo. Nunca le había importado que fuera falangista, como nunca había sido impedimento, para que hubiera buena relación entre ambas familias, el hecho de  que la una fuera de derechas y la otra de izquierdas, pero, ¿importaba al caso? Si no se hubiera presentado su hermano aquellos milicianos los habrían matado. Podían hacerlo todavía por ser amigo de un falangista, ya que aquella guerra no respetaba a nadie.

 Durante días estuvo seguro que los milicianos irían a darle el paseo acusándolo también de ser falangista. El hecho de que fueran pasando los días y no lo prendieran no lo tranquilizó.

El pueblo vivía con miedo. Eran constantes los registros buscando fascistas fugados o armas escondidas. A algunos los dejaron tranquilos supuestamente convencidos de sus simpatías revolucionarias. A ellos les favoreció que Tomás fuera uno de los cabecillas de la columna Carod. Aquel hecho les protegía, pero era una protección ilusoria, porque la misma izquierda estaba dividida entre sí odiándose a muerte. Jesús, que los conocía bien por su experiencia rusa, estaba convencido que el día menos pensado los lobos se devorarían entre sí, arramblando de paso con aquellos civiles que no pensaran como ellos aun siendo también republicanos.

Por la noche, después de acostar a las niñas, Orosia y Pilar rezaban el rosario, lo hacían utilizando los diez dedos de las manos como cuentas, porque en uno de los registros efectuados por los milicianos habían destruido con escarnio el rosario y el crucifijo que el matrimonio tenía en el cabezal de la cama. Orosia daba gracias a Dios cada vez que iniciaba el rezo porque no habían tomado represalias contra ellos, máxime cuando estaba prohibido tener imágenes y objetos de culto. Le sorprendía que Mateo ya no se les uniera cuando siempre lo había hecho. En cambio veía al muchacho sentarse con su padre en la cadiera junto al hogar.

Con los años Mateo había llegado a entender la oposición de sus padres para que estudiara sacerdocio. La República había confundido ser laico con anticlerical. Durante unos años estuvieron prohibidas la semana santa y las procesiones. Cuando se permitió no fue en absoluto pacífica. Mateo recordaba la procesión de Santa Bárbara del año anterior, algunos feligreses iban armados con cuchillos por si les atacaban; no hubo agresiones, pero aquel año de 1936, con la victoria del Frente Popular sí las hubo. En las proximidades de la semana santa corrieron rumores de que habría violencia si se atrevían a procesionar.

Cumplieron su palabra.

 Apedrearon la procesión desde los tejados de diversas calles. Al llegar a la fuente Mateo oyó disparos de escopeta, una imagen cayó al suelo, alguien sacó un cuchillo; otro, un destral; puños amenazantes. Su padre le cogió del brazo.

-¡A casa! –ordenó.

El muchacho vio que estaban solos, su madre y hermana ya se habían ido con las niñas.

El sacerdote intentaba poner orden infructuosamente. Alguien blasfemó.

Mateo ya no fue testigo de más; por comentarios posteriores supo que algunos pasos habían podido llegar a la iglesia, otros fueron abandonados en la calle al huir los cofrades.

No hubo bajas personales. En realidad la violencia sólo iba encaminada a deshacer la procesión no a dañar físicamente a las personas. Ningún andorrano quiso dañar a otro andorrano hasta que apareció el elemento catalizador externo, los anarquistas forasteros, ellos prendieron la chispa. Desde entonces nadie podía fiarse de nadie, el delator había sido un andorrano.

La ponzoña le había afectado a él también. Los odiaba.

Después de lo que habían vivido juntos y la conversación que tuvieron, Mateo se sentía muy unido a su padre y tenía la sensación de que sólo él entendía lo que sentía, una espesa mezcla de dolor, miedo y rabia. Una ira que se había ido acumulando desde que mataron a su amigo, pero que había comenzado mucho antes, el día que les amenazaron de muerte si no entregaban al fugado de Calanda.

Su madre y su hermana rezaban por Julián, por Pedro, Tomás, por todos los inocentes y por el fin del conflicto. Él se sentía incapaz no ocultando su resentimiento hacia la situación, hacia quienes habían apretado el gatillo, hacia Tomás, que era como ellos.

-Eso son palabras mayores –comentó Jesús.

Mateo miró irritado a su padre.

-¿Acaso no es cierto?

Hablaba con coraje.

-Es tu hermano.

-¡Ojalá no lo fuera!

Pero su ademán desviando la cabeza rehuyendo la mirada de su padre le dijo a Jesús que hablaba la furia, no Mateo.

El resplandor del fuego creaba claros y sombras en los rasgos del muchacho.

-Yo odié mucho tiempo –se sinceró Jesús -, y encima que no solucioné nada causé mucho daño. Odiaba a los ricos su dinero y a los pobres su apatía. Odiaba al Gobierno, a la Iglesia… Aquel odio me condujo al anarquismo, me dejé seducir por sus ideales, creí en todas sus consignas, las creí sinceramente, y puse bombas. Quería eliminar a todos aquellos que odiaba, pero sin duda maté también a inocentes como han hecho los milicianos, como Tomás. No es bueno el odio, Mateo. El mío terminó matando a mi padre.

Veía las llamas oscilando en las pupilas graves de su hijo, que lo escuchaba atentamente. Mateo conocía la historia, pero Jesús nunca le había dado aquel enfoque.

-¿Ya no odia?

-Aprendí a no odiar. Tu madre me enseñó, me hizo comprender lo estéril del odio, su inutilidad. ¿Qué había conseguido con él que no fuera sufrimiento hacia los demás, hacia mí mismo?

Mateo jugó con el atizador en las brasas pensativo.

-A mí me está dominando –susurró -, no puedo evitarlo. Cuando pienso…

No terminó la frase. Suspiró.

-No hago más que pensar en mi amigo, en todos los que han matado, en que nosotros podríamos ser uno de ellos, y en lo que hablamos el otro día, que el perdón beneficia al que lo da, pero no puedo, no puedo hacerlo… Además –tenía los ojos con lágrimas -, empiezo a creer que usted tiene razón, que Dios no existe.

-¿Porque permite estas maldades?

-¿Por qué si no?

Jesús lo cogió del hombro y lo acercó hacia él en el banco como si fuera a contarle un secreto al oído.

-¿Te acuerdas cuando jugabas con el cuchillo? Tenías cuatro años –preguntó afectuosamente.

-No lo he olvidado nunca.

-¿Qué te dije?

-Que lo dejara o me cortaría.

-¿Y qué hiciste?

-Lo dejé, pero al poco lo cogí otra vez. Usted me vio, pero ya no me dijo nada. Así que continué jugando y me corté. Aún recuerdo su cara. Creí que me iba a pegar por desobedecerle, pero me curó sin reprocharme nada.

-¿Qué lección sacas de eso?

-Aprendí bien. Nunca más jugué con cuchillos.

-Digo ahora. ¿Qué lección sacas ahora?

-No le entiendo.

-Hijo. Te di libre albedrío. Te dije lo que te pasaría, pero decidiste no obedecer. Podía haberte quitado el cuchillo e impedir que te cortaras, pero respeté tu decisión y con ello consentí que ocurriera. De que te cortaras, ¿tuve la culpa yo por no intervenir o tú por no hacer caso?

-¿A dónde quiere ir a parar?

-A que compares. Analógicamente es lo mismo. Dios nos da a los seres humanos libre albedrío, con lo cual no interviene para nada, porque si lo hiciera, ¿en qué queda la libertad de elección? Todo lo más que hace es advertirnos a través de profetas o gente lo suficientemente inteligente que deduce, ante los acontecimientos, lo que ocurrirá si no rectificamos.

-Ni hablar. Recuerde el Padrenuestro, hágase tu Voluntad. Lo que ocurre en el mundo es voluntad suya.

-¿Y si la traducción está mal? ¿No puede ser que en el original ese hágase tu Voluntad no se refiera a que la haga Él sino nosotros. Que la traducción correcta fuera hagamos tu Voluntad?

Se calló un instante estudiando el efecto de sus palabras en su hijo.

-El concepto cambia completamente –prosiguió -. En la primera nos sometemos a Él, pero descargamos toda la responsabilidad en Él. Nosotros somos inocentes, todo ocurre porque Él quiere. En la segunda es distinto. Nos sometemos a Él, pero la responsabilidad es nuestra, no suya. Ocurre lo que ocurre por no obedecerle. Los culpables somos nosotros, no Él.

Mateo no respondió meditando sus palabras, diciéndose por enésima vez en aquellos días que su padre era un ateo muy raro. Entonces se dio cuenta de una cosa. No era ateo. Simplemente no creía en el Dios católico, un hereje que tampoco creía en el protestante, pero sí en un Dios personalizado. Sus continuas lecturas de los Evangelios buscando aquella respuesta, que le comentó días atrás, había hecho que se forjara en él una imagen de Dios particular, que posiblemente no sirviera a ningún otro que no fuera él.

-Quizá tenga razón –musitó sin ganas de hablar.

Al menos tenía sentido.

-Dicen que los fascistas asesinan sin piedad a todo el que cogen –murmuró -, que sus represalias son brutales.

-Eso es porque ambos bandos compiten a ver quien gana a sanguinario.

El muchacho no pudo menos que unir las cejas antes de mirar intrigado a su padre. ¿Hacía chiste con algo tan serio? Pero la expresión que vio en Jesús era sombría, no graciosa.

Ya no hablaron más. Permanecieron sentados junto al hogar, sumidos en sus propios pensamientos, pero por primera vez, desde que mataron a su amigo, Mateo rezó mentalmente en silencio.

***

Tras el octavo crimen vino una calma relativa, porque el terror no desapareció. El Comité, como había vaticinado Jesús, había claudicado para salvar sus propias vidas o para evitar males mayores, pero fuera un motivo u otro, se había convertido en cómplice de aquellas muertes al no oponerse.

A primeros de octubre los anarquistas constituían el gobierno autónomo del Consejo de Aragón al que el republicano tuvo que aceptar a regañadientes. Hacia finales de mes, siguiendo la pauta de sus camaradas catalanes, instauraron la Colectividad en toda la zona dominada por ellos.

La colectivización suponía la desaparición de toda propiedad privada, hombres, animales, plantas, tierras, huertos, industrias y empresas pertenecían al Estado, que aquí era el Consejo de Aragón.

El Comité Revolucionario Local de Andorra requisó la casa señorial de la plaza de la Iglesia como centro de la CNT – FAI. Disolvió la propiedad privada, instauró el trabajo colectivizado y entró en la paradoja de que, como estaban en contra del dinero lo eliminaron creando un dinero nuevo, que llamaron bonos, porque no creían en el vil metal, aunque sí en la rapiña, y dado que ya habían desvalijado a la Iglesia y se habían cepillado la propiedad privada, el Comité Local obligó a todas las mujeres entregarles la totalidad de sus alhajas, pendientes, colgantes, medallas, anillos, broches, candelabros, todo lo que les pareció que tuviera algún valor, así como todo el dinero que tuvieran, bajo pena de un severo castigo. Aunque muchos lo pensaron, ninguno osó preguntarles para qué querían el dinero si estaban en contra.

Para los trabajos colectivizados arramblaron con animales y caballerías; Jesús tuvo que despedirse de la burra. A Pedro le desvalijaron todos los hierros que tenía, desmantelando de paso el resto de herrerías. Los carniceros dijeron adiós a las carnes; los sastres, a los hilos, telas, y todas, absolutamente todas las empresas familiares que había en el pueblo, se quedaron sin sus productos, que pasaron a ser del Comité.

Ningún andorrano se atrevió a protestar y menos a oponerse; hacía sólo un mes que habían fusilado a ocho, nadie quería ser el noveno.

Colectivizaron las granjas y todos los huertos que estaban al lado de los lavaderos obligando a trabajarlos incluso a personas muy ancianas. A la herrería colectivizada, al lado de los mismos lavaderos, acudían todos los herreros. Lo mismo ocurrió con la sastrería que instalaron en las antiguas escuelas. La iglesia, completamente desmantelada, se convirtió en carnicería y almacén. La mina también se colectivizó. Mina de la Colectividad, la llamaron. Una mina nueva ubicada en la Val de Ariño y que, según comentarios, había sido propuesta por los mismos mineros al Comité. Jesús se vio obligado a trabajar en ella, puesto que precisaban de todos los mineros, poniendo buena cara y una hipócrita alegría el día en que Federica Montseny la visitó, aplaudiendo como todos el discurso que, todo simpatía y muy amistosa, les ofreció sobre la importancia que suponía su producción en el comercio con otras colectividades, hecho relevante que… etc., etc.

Con la Colectividad vino el hambre. Al Comité sólo le interesaba la producción actual sacándole al máximo partido sin mirar al año siguiente, sin cuidar los campos, las granjas ni la financiación de las empresas que habían colectivizado, con lo cual la producción bajó y hubo escasez por un reparto desigual y abusivo, porque si bien el Comité daba el alimento y otras necesidades, lo hacía según su criterio de las mismas, a cambio de los bonos y si no, no daban nada, igual que ocurría antiguamente con los que no tuvieran dinero. Había niños que iban por los montes a coger yerbas comestibles con las que alimentarse, hinojos, colellas, caracoles, setas, porque lo que daba el Comité era insuficiente. Pronto hubo falta de nitratos, de material, de brazos y sobre todo de estímulo. Fue algo que no sorprendió a Jesús. Conoció la Colectividad el tiempo que estuvo en Rusia y, como le había dicho a su esposa,  también allí apareció el hambre.

La vida transcurrió procurando todos que fuera lo más normal o al menos lo menos mala posible. Pedro fue reclutado y Jesús se acercaba una vez a la semana a Correos esperando alguna carta suya o de Julián que nunca llegaba. También Tomás permanecía mudo, no así los partes de guerra. Se decía que los golpistas habían hecho innumerables matanzas en Badajoz, que Franco había fracasado en Madrid, que había liberado el Alcázar de Toledo, que era el Jefe del Estado, que se había creado el Ejército de Cataluña, que Teruel estaba siendo sitiada, pero aunque se combatía a 160 Km., la guerra parecía demasiado lejana hasta que el día de Reyes les recordó que nadie estaba seguro en la retaguardia.

***

Pilar estaba haciendo calceta en la solana mientras Apolonia se entretenía persiguiendo a las gallinas, que estaban sueltas por la era, con una muñeca debajo del brazo, su regalo de Reyes, que Mateo había tallado en una rama de olivo de las que habían remoldado aquella primavera y después cortado a trozos para el hogar. Pilar la había vestido con un trapo que recosió creando una combinación de blusa y falda.

Encima de una manta trapera, al lado de la madre, estaba Orosita, que gateaba para escaparse de ella sin conseguirlo, porque Lula, la perra que Mateo empleaba para el pastoreo, de raza bastarda, poco más grande que un fox terrier de pelaje oscuro y áspero, la devolvía invariablemente a la manta empujándola con el hocico.

No había nadie más en la masía, el matrimonio y el hijo menor llevaban fuera desde amanecido cogiendo olivas y discutiendo cuántas iban a llevar al fondo común de la Colectividad y cuántas iban a escamotear. En aquellos momentos se encontraban en una antigua vaguada, seca desde hacía un siglo.

Pilar, absorta en su labor, no se dio cuenta de nada hasta que oyó la descarga de fusilería. Alzó la vista al tiempo que Apolonia corría hacia ella gritando asustada. En un bancal a su izquierda había tres hombres, uno la miraba. A Pilar se le cortó la respiración. Apolonia, agarrada a su saya seguía gritando mezclándose sus chillidos con los ladridos de Lula. Uno de los milicianos golpeó al que observaba en el hombro y se fueron los tres.

No tardó en aparecer Mateo corriendo; con menos peso y piernas más ligeras había dejado atrás a sus padres.

-¿Estás bien? –jadeó -. Hemos oído disparos y sonaban aquí.

Pilar señaló con el dedo el bancal. Mateo arrugó la frente. Desde allí no se distinguía nada.

-¡No vayas! –la voz de Pilar sonó histérica cuando vio a su hermano comenzar a caminar.

Mateo no obedeció. Al principio no distinguió nada, pero a medida que se aproximaba pudo ver un cuerpo en el suelo. Si le hubieran preguntado no habría sabido responder por qué continuó acercándose, la curiosidad, morbo, quizá ambos. Lo cierto es que no se detuvo hasta llegar al lado del muerto. Ya había más gente. Las masadas no estaban muy alejadas unas de otras, en ocasiones sólo las separaba una loma, en otras estaban agrupadas formando pequeñas aldeas como el cercano Cenallo.

Mateo saludó al llegar. Aquel bancal no era de ellos sino de la masía del Manurro, un vecino. El muerto era un tercer vecino.

-Ya ni en los mases estamos seguros –comentó alguien, Mateo no supo quién excepto que fue una mujer. Estaba con la vista fija en el fallecido, que yacía boca arriba con una expresión en el rostro que se le antojó grotesca. ¿Aquella pudo ser de la de su amigo? ¿Era la de todos los fusilados? No podía apartar los ojos del rostro y cuando lo conseguía era para contemplar las heridas de bala antes de regresar al rostro.

-Acércate a su mas –dijo Jesús. ¿Su padre ya estaba allí? –Diles que está aquí.

Mariano, el vecino, cubrió el cadáver con una sábana que trajo su yerno, después de cerrarle los ojos.

Apenas hablaron mientras esperaban el regreso de Mateo. Las pocas palabras que intercambiaron trataron del momento y ninguno tenía ganas.

Poco después Mateo regresaba solo.

-No hay nadie –informó.

-¿Puede ser que también…?

-No. He mirado por el alrededor y no he visto nada. Tampoco rastro de violencia. Creo que han huido al pueblo.

-¿Qué hacemos con él? –preguntó Manuela, la esposa de Mariano.

-Lo enterraremos aquí –respondió su marido.

Jesús ayudó a su vecino a cavar la fosa. Después de enterrarlo en el mismo sitio donde lo habían matado, Mariano marcó con el pico un rectángulo alrededor de la tumba.

-¿Por qué lo marca? –cuchicheó Mateo a su padre.

-Para respetarla cuando labre este bancal –respondió Mariano, que lo había oído -. Nunca más trabajaré esta sección.

Luego, ambas familias de izquierdas rezaron por el alma de su vecino y amigo de derechas. A la primavera, las dos nietecitas de Mariano llevaron flores a la tumba.

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