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30
septiembre
El soplo del vendaval (26)

CAPÍTULO XXVI

La carta de Tomás llegó el 25 de julio. Cuatro días antes una cuadrilla de facciosos, 50 hombres al mando de un teniente de la Guardia Civil, había llegado a Andorra procedentes de Caspe por la carretera de Calanda en cuatro autobuses. En el empalme con la carretera de Alcorisa, al lado del cementerio, los esperaba un grupo de veinte parapetados en las paredes y los montones de paja de las eras. Hubo un tiroteo. Los recién llegados se desplegaron en orden de combate y tras descargar sus fusiles los andorranos se amedrentaron y se rindieron sin más resistencia. Desarmados fueron puestos contra la pared.

Mateo se vio en el fregado cuando salía del Plano Bajo con el rebaño. Había visto a los hombres apostados justo cuando sonó el primer disparo. Las ovejas se dispersaron espantadas, pero a él la curiosidad de sus 14 años le venció impidiéndole huir. Cuando quiso reaccionar era un prisionero más.

Tuvieron suerte. No fueron fusilados porque al oír el tiroteo acudieron tres hombres, uno de ellos capitán en la reserva; los otros, amigos. Entre los tres consiguieron calmar al oficial insurrecto.

-¿Me responde usted por ellos? –preguntó al capitán.

-Completamente.

Accedió a perdonarles la vida, pero los hizo encerrar en el calabozo.

Los rebeldes destituyeron al Ayuntamiento estableciendo lo que llamaron Comisión Gestora Municipal, constituida por personas de derechas.

Poco después abandonaban el pueblo acompañados por el militar de la reserva. Los presos fueron liberados tras su partida.

Mateo temió algún reproche por parte de sus padres, pero ninguno le recriminó nada. Jesús, mejor que nadie, conocía aquella malsana curiosidad y Orosia atribuyó a la fatalidad que se hubiera dirigido a la partida de la Horca Llana por el camino del cementerio y a aquella hora.

El único que lo zahirió fue Julián al preguntarle si había utilizado escopeta u honda contra los fascistas. Se echó a reír ante la abrupta respuesta del muchacho y le revolvió el cabello.

Lo cierto es que había pasado muchísimo miedo, apoyada la espalda en el paredón sin que nadie hablara, pero con la imaginación desatada. Veía los agujeros de los cañones apuntándoles e incluso las detonaciones de los fusiles. Apretaba los dientes para no llorar queriendo ser un hombre entre aquellos adultos, mientras las piernas golpeaban convulsas e incontroladas contra la pared.

Pilar entró en aquel momento en casa y lo abrazó entre asustada y aliviada. Fue entonces cuando Mateo liberó los nervios, la abrazó a su vez y rompió a llorar gimoteando.

De aquello hacía ya cuatro días. Jesús había dispuesto trasladarse todos a la masía y vivir fijos allí; no se fiaba de lo que pudiera pasar en el pueblo. Aconsejó a Pilar que fueran con ellos. Pilar lo consultó con Pedro, quien estuvo de acuerdo. Él era de derechas y en aquellos momentos se sentía a salvo, pero podían cambiar las tornas. Además estaba en una edad en la que podía ser llamado a filas. Pilar y las dos niñas, la segunda hija tenía sólo meses de vida, estarían mejor con sus suegros que no solas en casa.

Jesús dejó la mina, prefería estar permanentemente en el Romeral que no yendo y viniendo, sobre todo ahora que Julián le había comentado que se iba a alistar voluntario a luchar contra los fascistas. No iba a dejar solas a dos mujeres, un muchacho y sus nietas en medio del campo.

De lo que ocurría en el pueblo traía noticias Pedro que iba y venía cada día a trabajar a la herrería. Había rumores de que una columna de milicianos se dirigía hacia allí sin hallar resistencia.

-En todos los pueblos que entran fusilan a los fascistas que no han podido huir –añadió Julián.

-Sí, eso se comenta –afirmó Pedro.

Orosia se santiguó.

-Será mejor que te acostumbres a no hacer eso –aconsejó Jesús.

-No exageres.

-No exagera –terció Pilar – ¿No me dijiste, Pedro, que no se puede decir adiós, porque es reaccionario?

-Eso he oído. Hay que saludar con salud.

-Y levantar el puño.

-Y no llevar sombrero; es de fascista.

-¿También eso? –Orosia estaba incrédula.

-Albalate ya no se llama del Arzobispo –dijo Mateo -. Ahora es Albalate Luchador.

-Lo mismo ocurre en otros pueblos. Ciudad Real ahora es Ciudad Libre de la Mancha.

-Si no fuera por los muertos suena a ridículo. Una guerra de opereta –comentó Orosia.

Jesús abrazó cariñosamente a su esposa.

-La imbecilidad y la crueldad suelen ir de la mano – comentó sin decir que había casos más graves, pues hasta el grito de ¡Viva España! era considerado subversivo y podía significar la cárcel inmediata. En cambio se aceptaba el ¡Muera España!, ¡Viva Rusia! Y Rusia sí, España no. De pronto recordó su discusión con su hermano en aquel lejano verano de 1909. Había defendido lo mismo, se dijo avergonzado. ¡A la mierda la Patria!, había gritado, un aullido más producto de la rabia y la desesperación que odio real a España, porque nunca la echó tanto de menos como cuando creyó que iba a morir en Rusia, y nunca creyó que iba a dolerle como le dolía verla ahora destrozada.

Al día siguiente Julián se fue.

-¿No sería más fácil que esperaras a la columna que se acerca y te fueras con ellos? –preguntó Jesús.

-No. Si matan a los de mi pueblo, ¿cómo voy a irme con ellos? Iré donde pueda alistarme en el Ejército. Es posible que en el frente mate a un paisano o que él me mate a mí, pero ambos seremos soldados, no civiles desarmados.

-¿También te vas tú, Pedro?

-No, no tengo ninguna intención de luchar.

-Te reclutarán.

-Sin duda. Tendré que luchar contra quienes tienen mis mismos ideales, pero al menos no lo haré contra mi familia.

-Tus hermanos son de derechas –dijo Julián.

-Y un cuñado de izquierdas –respondió Pedro -. Todos mayores que yo. Tampoco ellos quieren ir a la guerra, quizá con un poco de suerte no los recluten, y mis sobrinos son todos niños. Sólo quedáis vosotros. ¿Cómo luchar contra ti, Tomás o Mateo?

-¿Yo? Sólo tengo catorce años.

Había palidecido.

-Veo que lo has pensado mucho –concluyó Jesús.

-Creo que es lo menos malo. Pilar está de acuerdo.

Julián le tendió la mano.

-Eres mejor hombre que yo.

-No; son las circunstancias –respondió estrechándola -. Si fueran distintas habría tomado otra decisión. Tú habrías hecho lo igual.

-Tengo mis dudas. Adiós, tío. Butierre.

Mateo le abrazó.

***

Mateo había vuelto a tener el sueño que tuvo de niño. No solía tenerlo constantemente, pero sí de forma esporádica, como si el subconsciente no quisiera que lo olvidara. Se veía a sí mismo de adulto, paseando con su esposa por la noche en una calle iluminada y muy transitada de una ciudad que desconocía, porque nunca había salido del pueblo. De pronto veían descender al Hijo del Hombre en una nube. Es el Fin del Mundo, decían los ángeles; se iba a proceder al Juicio Final.

En el sueño Mateo estaba aterrado, en una larga cola, preguntándose cuál sería su sentencia. Al tocarle el turno Jesucristo le mostraba unas imágenes. Eran de gente hambrienta y menesterosa de África y otros rincones recónditos del mundo. ¿Qué crees que habría que hacer?, le preguntaba. Ayudarles, respondía Mateo. Pues ya sabes lo que te toca.

En la siguiente escena se esforzaba por llegar a aquella parte del mundo. Iba solo, desorientado, en medio de una densa niebla que le impedía saber si seguía la dirección correcta.

Entonces invariablemente se despertaba.

Nunca había olvidado aquel sueño ni lo había comentado con nadie. En su infancia lo interpretó como un mensaje: quizá debía hacerse sacerdote para ayudar a los necesitados. Ahora no estaba tan seguro.

Aún era noche cerrada, pero ya no pudo dormir. Estuvo pensando sin cesar hasta que se hizo la hora para sacar el ganado, pero apenas se alejó de la masía. Sentado en un tocón podía ver perfectamente el tejado y a su padre caminando hacia él.

-Has pasado mala noche –aseguró Jesús sentándose en el suelo -. Te he oído dar vueltas.

Mateo no respondió, meditando. Lo cierto es que dormía mal desde hacía una semana. Todas las noches soñaba con el episodio del cementerio, sólo que aquí llegaban a fusilarles y esta noche que no había soñado aquello…

-Padre, ¿usted cree en Dios?

Jesús hizo un gesto peculiar. Tardó unos segundos en responder.

-No lo sé. En mi juventud Le negué, pero siempre recurrí a Él cuando me vi en un aprieto o tenía miedo. ¿Por qué lo preguntas?

-Porque si existe, ¿por qué permite esto?

-¿Dudas de Él?

-No lo sé. Sólo sé que no quiero morir.

-¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

Mateo se encogió de hombros.

-¿Qué no quiero ser un mártir? –aventuró recordando la conversación que tuvieron cuando la petición de mano de Pilar.

-Sigo sin ver la relación.

-Tengo un sueño que siempre se repite.

Jesús escuchó atentamente.

-Sospecho que estás convencido de que encierra un mensaje –comentó al final -. Que Dios te ha hablado.

-¿A usted no?

-Si lo ha hecho no me he enterado. De niño me enseñaron a creer en Él, pero las injusticias que veía a diario, el hambre, la explotación… si Dios existía, si era tan bueno como me decían los curas, ¿cómo podía permitirlo? La respuesta fue fácil, me habían engañado, no existía. Y sin embargo, en los momentos de necesidad ha recurrido a lo Inexistente, no he podido evitarlo.

-¿Por qué?

-Eso me preguntaba yo. Me dije que quizá sí creía, que simplemente no lo quería reconocer. Me leí los Evangelios, los cuatro, buscando una explicación. Descubrí cosas que no me habían dicho cuando me hicieron aprender el Catecismo ni se lo había oído decir nunca a los curas.

-¿Por ejemplo?

-No sé. Así de bote pronto… Dime algo.

-El perdón. ¿Cree que a esa gente, con todo lo que hacen, se les puede perdonar?

-No se puede, se debe.

-¿Por qué?

-Porque el perdón no les beneficia a ellos, beneficia al que lo da.

-¿Cómo es posible?

-¿Has leído los Evangelios?

-No.

-Deberías hacerlo, tanto si quieres ser cura como si no. En ellos te dicen que si perdonas serás perdonado por Dios, que te hará lo que tú hagas, que te juzgará según tus actos, por lo que tú hagas a los demás, no por lo que ellos te hagan a ti. Así que si perdonas, el beneficiado eres tú, no quienes perdonas, porque él será juzgado por lo que haya hecho, independientemente que lo perdones o no.

-¿Es así?

-No lo sé. Eso es lo que pone.

-¿Encontró la respuesta que buscaba?

-No, pero sí aprendí a ver la vida de otra manera. Hijo, yo no sé si ese sueño tuyo es un mensaje o no. Es algo que tendrás que resolver tú. Pero hacer la voluntad de Dios no implica necesariamente hacerse cura.

-¿La voluntad de Dios? ¿Cree que el sueño…?

-No he dicho eso. Pero el creyente siempre ha de hacer la voluntad de Dios.

-Como si uno supiera cuál es.

-Lo más elemental de ella sí se sabe. Lo difícil es llevarla a cabo.

-¿Ah, sí? ¿Y cuál es?

-Cumplir los Diez Mandamientos, matizados con las enseñanzas de Cristo. Te lo repito. Tú que crees, léete los Evangelios. Ahí lo pone.

-¿Está seguro que es usted ateo?

No llegó a responder. Un hombre venía corriendo sin fuerzas. Se detuvo al verlos.

-Por favor, ayúdenme –suplicó con temor; si se equivocaba estaba perdido.

-Di a tu hermana que se lleve a las niñas del mas, no sea que lo vean y se vayan de la lengua, y cuando lo hayas hecho, regresa.

-Gracias –farfulló sentándose en el tocón.

-¿De dónde viene?

-De Calanda. Los milicianos entraron y mataron al menos treinta personas. Ahora deben estar en Andorra. Creí que irían hacia Alcorisa, pero me equivoqué. Me tropecé con ellos. Un grupo me viene persiguiendo. Si me da un poco de agua, continuaré.

-Le capturarán; está usted agotado. Cuando vuelva el chico lo esconderemos.

***

La columna de Saturnino Carod, una quincena de camiones, entró en Andorra sin lucha. Estaba compuesto mayoritariamente por aragoneses que se les habían unido por el camino huyendo de Aguaviva, Mas de las Matas, Castellote… Pronto una bandera roja ondeaba en la torre de la iglesia, mientras se hacía repicar las campanas al tiempo que una serie de bandos iban por las calles ordenando que nadie saliera de casa.

La alcaldía que habían impuesto los sublevados desapareció y los anarquistas la sustituyeron por un Comité Local exigiéndoles la entrega de todos los fascistas.

-En Andorra no hay fascistas –dijo el presidente del Comité -. Sólo hay andorranos.

No le gustó la respuesta a Carod y menos el conato de rebelión. El hombre que tenía al lado le dirigió unas palabras. Ambos hablaron un momento a solas. Cuando terminaron Carod no insistió con la entrega de los fascistas.

Tomás suspiró. No había hecho nada en el resto de poblaciones salvo ganarse la confianza del líder, proyectando influir en él para que al menos en su pueblo evitar la tragedia que ocasionaban en cada localidad por la que pasaban.

-Haremos noche aquí –informó Ferrer, el asesor militar de la columna, un teniente de la Guardia Civil -. Os agradeceremos que nos proporcionéis víveres, camaradas.

Mientras cada casa entregaba provisiones a los milicianos sin rechistar Tomás se acercó al Plano Bajo. Encontró la puerta cerreta. En la herrería Pedro le dijo que todos estaban en el Romeral.

***

Mateo ignoraba dónde pensaba esconder su padre al fugitivo. Para ganar tiempo él había dirigido el ganado por donde apareció para borrar sus huellas y allí lo dejó pastando.

Se sentó en el tocón anterior.

A pesar de que lo esperaba, el ruido de pasos le sobresaltó. Se levantó viendo aparecer, al tiempo que palidecía, tres hombres armados.

-¿Has visto pasar a alguien?

-No, a nadie.

El que había hablado, de unos 35 años, desgalichado y cabello revuelto se le aproximó.

-¿Cuánto rato llevas aquí?

-Unos minutos –le temblaba la voz -. He traído el rebaño desde aquel bancal.

-Estás sudando.

-Hace calor.

-¿El calor te hace tartamudear?

-No. Sus armas.

-Si no eres facha no has de tener miedo.

-¿Es que no son bandoleros?

La bofetada con el revés de la mano lo tiró al suelo.

-Me joden los listillos. ¿Dónde está?

-¿Quién?

El ruido cuando se amartilló el fusil fue el sonido más horrible de su vida.

-Ya sabes quién. Habla o te suelto un tiro.

El segundo de los hombres señaló con el cañón del fusil el tejado de la masía.

-¿Vives allí?

-Sí –no se atrevía a levantarse del suelo.

-¿Con quién?

-Mis padres y mi hermana.

-Llévanos.

Se levantó lentamente.

-¡Eh, Despiste, te has olvidado…! ¿Quiénes –el ‹‹usted›› es de reaccionarios – sois vosotros?

El asombro de Jesús era genuino o eso le pareció a Mateo. En la mano llevaba el morral.

-Salud, camarada –dijo el cabecilla levantando el puño -. Estamos persiguiendo a un fascista y aquí el mozo no quiere colaborar.

-¿Es eso cierto?

-No, padre. No ha venido nadie.

-Mi hijo no es un mentiroso. Si dice…

-¡Una mierda! Las huellas llegan hasta aquí.

-Habrán llegado hasta aquí, pero habrá vuelto sobre sus pasos para despistarlos.

-Tu hijo las ha borrado con las ovejas.

-¡Qué tontería! Tienes mucha imaginación.

El cabecilla desenfundó la pistola. La apoyó en la frente de Mateo.

-¿Dónde está?

-Apúntame a mí y no a él. No es de hombres amenazar a un niño.

-Pues si no quieres que  muera, habla.

-Muy bien, hablaré. Pero, ¿qué ocurrirá cuando descubráis que allí donde os mando no hay nadie? Porque para salvar a mi hijo diré cualquier cosa. ¡A ver si te enteras! ¡No podemos decir lo que no sabemos!

-¿Has oído, chico? Tu padre prefiere que te matemos antes que dar su brazo a torcer. Habla tú, porque él no va a mover un dedo para salvarte.

Todo el cuerpo de Mateo temblaba, cada vez más convulsivamente. Abrió la boca en una respiración irregular, rápida y superficial. Por segunda vez en una semana se encontraba a las puertas de la muerte, sólo que ahora no quedaba nada para la imaginación. Fueron muchos los pensamientos que le pasaron por la cabeza, el principal que si cedía los matarían igualmente por haber ayudado al huido. No sólo a ellos sino también a su madre, a su hermana y quien sabe si a sus sobrinitas, a las que adoraba.

-¿No respondes?

Se atrevió a mirar a aquel hombre a los ojos.

-Váyase a la mierda –respondió todo lo firme que pudo -. Aquí no ha venido nadie.

Nunca esperó que alguien tan aterrado como aquel muchacho diera aquella respuesta.

-¿Qué clase de gentes sois? –aulló – ¡Fanáticos asquerosos!

-Viene alguien –dijo un compañero.

Tomás se acercaba a la carrera. Había comenzado a correr tan pronto distinguió a quien tenían encañonados.

-¿Qué ocurre aquí?

-Salud, camarada. Estamos persiguiendo al fugado de Calanda y estos fascistas no quieren decir dónde lo han escondido.

-¿Fascista, mi padre? ¿Es que eres imbécil?

-¿Tu padre, camarada?

-¡Sí, mi padre, idiota redomado! ¡Así que perdéis a ese tipo y acusáis al primero que veis! ¡Más os vale encontrarlo cuanto antes u os haré fusilar! ¡LARGO DE AQUÍ!

Ninguno habló mientras los tres milicianos se marchaban seguidos con la vista por Tomás.

-¿Dónde lo tiene escondido? –preguntó a Jesús cuando desaparecieron.

-¿También tú, camarada?

La voz rota de adolescente vibraba de ira. Mateo tenía los puños cerrados.

-Parece que el curita tiene genio.

Con un grito Mateo se abalanzó contra su hermano antes de que Jesús pudiera sujetarlo. Le alcanzó con la cabeza en el estómago. Tomás cayó al suelo y Mateo se sentó encima golpeándolo con los puños. El miedo que pasó en el cementerio, el de ahora, el nerviosismo… la burla de Tomás había hecho que todo su estado emocional estallara en violencia.

Jesús apartó al benjamín en volandas.

-¡Quietos, los dos!

-¡Cabrón! –gritó Mateo intentando darle patadas a Tomás aún estando sujeto por su padre.

-¡Ya basta! –ordenó Jesús con severidad.

Mateo rechinó los dientes al controlarse.

-Ahora pide perdón a tu hermano.

Mateo miró hosco a su padre. Los ojos llameantes.

Tomás, sentado en el suelo, recuperaba el resuello tras el cabezazo.

-Pídele perdón –repitió Jesús.

Perdona –de mal talante y con ironía.

Tomás movió la mano quitando importancia.

-Tampoco estaría de más que tú se lo pidieras a él.

-Perdona –jadeó Tomás.

-Ahora, daos la mano.

Mateo se cruzó de brazos, los labios tercamente apretados. Tomás logró ponerse en pie y tendió la suya. Mateo la contempló entre desconfiado e indeciso, luego la chocó. Tomás aprovechó para sujetarle la mano con fuerza y atraerlo hacia sí. Lo abrazó. Mateo respondió al abrazo.

-Perdona el llamarte curita.

-Perdona el cabezazo –esta vez era sincero.

-Todo un detalle –terció burlón Jesús -. Los puñetazos no se los perdones.

-¿Qué puñetazos? Tras el cabezazo ya no notaba nada. Ahora en serio, ¿estáis bien?

-Sí. Tu madre y tu hermana están en casa.

-Pues vamos. Tengo algo que deciros.

Caminó raudo hacia la masía cogiendo la delantera. Jesús fue más despacio apoyado en el hombro de Mateo, reteniéndolo.

-Has demostrado ser muy valiente. Me siento orgulloso.

Mateo miró a su padre. Su expresión de asombro, su boca abierta y el bozo que le negreaba el bigote le daba un aspecto cómico.

-Estaba aterrado –reconoció -. No fue valentía sino que otro miedo superó al mío: que les pasara algo a Apolonia y Orosita si hablaba.

-El por qué lo hiciste es lo de menos. Lo importante es que dominaste tu miedo. Hijo, no conozco ningún valiente que no tenga miedo, pero todos lo dominan.

Mateo sonrió. Después del mal trago pasado las palabras de su padre lo reconfortaban.

-Además –añadió Jesús con sorna -, ya que quieres ser curita

Mateo frunció el ceño. El tono de su padre le recordó el escarnio de Tomás, pero con más predominio de pitorreo.

-… deberías leer el Evangelio. Verás que está escrito que nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.

Mateo se dio cuenta que se lo decía totalmente en serio. Sonrió.

-Es usted un ateo muy raro –cloqueó.

-No se lo digas a tu madre –rio Jesús.

Mateo acompañó sus carcajadas.

Aún se reían cuando abrieron la puerta de la masía.

***

-Mala fecha para casarse –comentó Jesús cuando Tomás dio la noticia.

-Lo sé, padre; puedo morir y dejarla viuda. Tuve esto en cuenta y aún así me decidí. ¿Sabe por qué? Porque no quiero que me pase como a su hermano. Nunca tuvieron contacto con su novia.

-No sabíamos quién era. Mi hermano no llegó a presentárnosla. Pero a Luz la conocemos.

-Aún con todo, ¿qué relación habría después de estar yo muerto? Pero tampoco se trata de eso. Ambos nos queremos y deseamos estar juntos el tiempo que podamos.

Aquella era la verdad. La posibilidad de que podía morir en cualquier momento hacía verle su relación con otros ojos. ¿Qué importaba que lo hubiera engañado haciéndose pasar por otro tipo de persona?

-Yo te entiendo –dijo Orosia -. Tu padre, aunque no se acuerde, hizo lo mismo.

-Tenías demasiados pretendientes como cantinera; tenía que sujetarte. No es lo mismo.

Orosia movió la cabeza no creyendo ninguna de sus palabras.

-Lástima los tiempos que corren –dijo en cambio -. Para mí una boda civil no es boda.

Tomas se rio.

-No me parece que sea para reír.

-Lo es, madre. Prometimos, Luz y yo, ser honestos el uno con el otro. ¿Sabe qué ocurrió? Me dijo lo que usted con la boda civil. La hicimos porque es obligatorio, pero Luz no se consideraba casada. No accedió a consumar el matrimonio hasta que no nos casara un cura. Me tuvo tres noches durmiendo con una manta en el suelo.

-¿Qué pasó al final? –preguntó Mateo.

-Corríamos peligro de muerte. El gobierno ha declarado fuera de la ley a la Iglesia desde que se rebelaron los militares. Además, no hacía ni una semana que unos novios fueron detenidos mientras contraían matrimonio; en el mismo acto fueron asesinados los novios y el sacerdote. Pero Luz no quiso ceder; decía que me aprovechaba de un hecho trágico para no querer casarme por la Iglesia. Tuve que buscar un cura, no me quedó otra. Rosa tenía un conocido, que tenía un conocido, que conocía uno. Era un sacerdote que ejercía en una iglesia, la de Santa Eulalia en San Andrés. Nos casó clandestinamente en una capilla que decía que era prerrománica, aunque el santuario en sí es del XVIII, y bien podía saberlo porque el buen hombre tenía aspecto de haberse ido de borracheras con San Pedro. Tuvimos suerte.

-¿Y eso?

-Hace tres días, según me enteré ayer, la saquearon, quemaron los altares y las imágenes en la plazoleta frente al templo. También asesinaron al vicario y al maestro de la escuela parroquial.

Orosia se santiguó.

-Este ha sido otro de los motivos por el que he venido. He convencido a Saturnino para que no maten a nadie en Andorra, pero se ha constituido un Comité y he pensado que usted debería formar parte de él. Sé que hará lo posible para que no maten a nadie una vez nos vayamos.

La sonrisa que exhibió su padre le pareció cruelmente irónica.

-No has matado a nadie de Andorra, pero ¿qué ha ocurrido en los demás sitios?

Tomás encajó mal el golpe.

-Padre…

-¿Pudiste hacer algo?

-¿Qué quería que hiciera?

-Eso te pregunto.

-¡Nada! ¡No pude hacer nada!

-Pero lo has hecho aquí.

-¡Es mi pueblo!

Su grito tuvo mucho de angustia, sobre todo porque a él mismo le sonó como una excusa.

-Hijo, no te estoy juzgando –el tono comprensivo de Jesús terminó enfureciendo a Tomás, porque lo interpretó como un sarcasmo con un alto grado de acusación-. Aquí, si has conseguido algo, ha sido porque eres alguien en la columna y ha dado la casualidad que encima es tu pueblo. En los demás no se daba esa circunstancia. Como muy bien has dicho, no pudiste hacer nada. ¿Crees que podré yo? Si para conservar mi vida, accedo, me convertiré en cómplice de esos crímenes aunque no apriete el gatillo. Y si me opongo, sin duda seré otra de las víctimas.

Tomás inspiró hondo, pero no dijo nada. Se sentía juzgado y condenado por toda su familia, porque de todo lo que había dicho su padre sólo una le martilleaba la mente, ¿por qué no había hecho lo mismo en los demás pueblos? Únicamente Mateo lo miraba conmiserativo y Tomás no supo qué era peor. Miró el reloj.

-Tengo que irme. Se hace tarde y mañana seguimos ruta.

Mateo acompañó a su hermano un trecho. Jesús y Orosia se quedaron en la puerta viéndolos marchar, ambos silenciosos, pensando lo mismo.

-¿Era yo así? –murmuró al final Jesús.

-¿Crees que Tomás lo es?

-Lo que creo es que se ha sentido atacado y no era esa mi intención. Con lo que he hecho no soy quien para reprocharle nada.

-No has sido tú. Ha sido su conciencia. Creo que ha intentando acallarla salvando a sus paisanos. Tú le has quitado la venda de los ojos.

-Será mejor que comencemos a esconder alimentos –dijo Jesús cambiando de tema, todavía mirando el camino por el que se habían ido sus hijos.

-¿Por qué lo dices?

-En Rusia colectivizaron todo, incluso se apropiaron de las provisiones que las familias tenían en casa. Fue todo a un fondo común y después las repartían según las necesidades, pero era quien hacía el reparto el que decía quién las necesitaba. En consecuencia, muchos pasaban hambre.

-¿Crees que aquí…?

-No lo sé. Pero después de lo que viví en Rusia no quiero riesgos. Prefiero esconderlas y equivocarme, que no hacerlo y nos quiten la comida. Tenemos dos tinajas con conserva, enterraremos la que está sin tocar y dejaremos la empezada.

Habían caminado todo el trayecto en un mustio silencio. De tanto en tanto Mateo había ido mirando a su hermano. Tenía la intuición de que debería decirle algo, pero no sabía qué, con lo que permaneció mudo ante el serio rostro de Tomás, quien percibía sus miradas sintiéndose cada vez más incómodo y violento, aunque de lo último no sabía si era hacia su familia o él mismo.

-¿Te parezco un monstruo? –preguntó cuando se detuvieron para separarse.

Mateo se sintió cogido. Deseó animarle negándolo, pero le pudo la sinceridad.

-No lo sé –respondió y se maldijo tan pronto salieron las palabras de su boca -. Hace una semana me quisieron matar los fascistas; hoy, vosotros. Odio esta guerra.

Tomás se alejó sin responder. Mateo lo vio perderse en la oscuridad. Luego se arrodilló y rezó sin más motivo que la necesidad de hacerlo.

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