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16
septiembre
El soplo del vendaval (24)

CAPÍTULO XXIV

La boda se celebró el sábado 29 de octubre de 1932 en la iglesia parroquial a las nueve de la mañana. Tomás llegó la víspera, solo; Delia no quiso asistir, lo de entrar en la iglesia le repugnaba y Tomás no insistió ya que así se evitaba un altercado seguro entre ella y Orosia.

Acudieron también los familiares y amigos más allegados festejándolo con chocolate antes de la ceremonia, porque era costumbre que a la comida asistiera únicamente la familia, cada uno por su lado: los de la novia con los suyos y los del novio con los de éste. En cambio se rompió la tradición de que los recién casados comieran en casa de los padres del novio dado que Pedro era huérfano; así que lo hicieron con los de Pilar a base de judías de ayuno, carne a lo pastor y el mejor vino de la cosecha.

Los obsequios fueron útiles para el hogar, platos, una capaza de harina, una clocada de pollos, un cántaro de aceite…

Tomás no pudo menos que sentir envidia de su hermana; desbordaba una felicidad contagiosa que le hacía daño. Las cosas con Delia no iban tan bien como él quisiera.

La relación había comenzado a deteriorarse el día que decidieron vivir juntos en el pisito de Delia. La discusión peor fue por la participación de la joven en una manifestación feminista bajo el lema Hombres sí, maridos no. Fue la gota que derramó el vaso. El no casarse tenía a Tomás sin cuidado, pero no estaba dispuesto a compartirla con una docena de hombres por muy libre que fuera Delia. Sería un reaccionario, un atrasado, un machista o un celoso, pero así era.

Delia defendió su derecho a acostarse con quien le saliera de los ovarios. Si los hombres no eran fieles a sus mujeres y eran unos putañeros, ¿por qué no podían hacer ellas no mismo?

-Lo primero –respondió Tomás arisco y con el corazón latiéndole como una locomotora -, estoy hablando de mí no de los demás, y sabes que no he ido con otras mujeres desde que te conocí…

Tampoco antes, ni siquiera había ido con meretrices por su corta edad, pero aquello no se lo iba a decir; la honrilla era la honrilla.

-… y segundo, el cometer las mismas estupideces que los hombres para defender vuestra igualdad, no habla muy a favor de la inteligencia de las mujeres.

¡Para qué quiso decir nada!

Delia armó la de San Quintín y Tomás se marchó dando un portazo y dejándola con la palabra en la boca.

Cuando regresó, Delia estaba más furiosa que nunca y reanudó la polémica, pero se encontró que Tomás no le seguía el juego. Las horas que estuvo fuera, caminando sin cesar, las pasó recapacitando y decidió cambiar de táctica. Ahora cuanto más alzaba la voz Delia más la bajaba él, no porque pensase que así evitaba que la disputa fuera a peor sino porque sabía que de esta forma encorajinaba a la joven, sobre todo cuando dentro del tono suave decía alguna frase irónicamente mordaz.

Tal como estaba su relación Tomás se alegró de que se negara a ir a la boda de su hermana; se evitaban un mal viaje.

-¿Eres feliz, hijo?

-Claro, ¿por qué lo dice? –mintió preguntándose cómo se había percatado su padre. En realidad había sido Orosia, pero estaba demasiado ocupada atendiendo la cocina y había encargado la tarea de investigar a Jesús.

Su padre lo estudiaba dándose cuenta que Orosia tenía razón; el chico tenía un brillo triste en los ojos, aunque sus expresiones faciales lo disimularan.

-Porque no lo pareces. Pero bueno, si dices que sí…

¿Hubo retintín? Tomás frunció el ceño molesto.

-Tendrías que remitirnos algunos de tus artículos. Aquí no llega el periódico para el que trabajas.

Nueva ironía.

-¿Le molesta que trabaje en ‹‹La Batalla››?

-Me molesta que cometas mis mismos errores. Creí que mi experiencia te serviría de algo, pero está visto que cada generación tiene que sufrir en sus propias carnes lo que no quiere aprender en cabeza ajena.

-Está decepcionado conmigo.

No era una pregunta y poseía el deje terco de quien cree tener razón. Jesús se preguntó si él había tenido aquel gesto obstinado el día que su padre lo echó de casa.

-No, no me has decepcionado ni considero tampoco haber fracasado como padre. El mío nos educó a todos igual y yo salí como salí. Por mi parte he procurado hacer lo mismo con vosotros y cada uno habéis salido a vuestra manera. Pero sí es cierto que me había hecho ilusiones: como que serías más inteligente que yo, que aprenderías de mis equivocaciones, que te aprovecharías de mi experiencia… Es lo que lamento, que esas ilusiones hayan resultado vanas. Como también lamento que sigas mis pasos, porque cometí muchos crímenes y no me gustaría que tú hicieras lo mismo.

-Yo no he puesto bombas.

-Me refiero a instigar a la gente, ¿o crees que tus jefes no son culpables de las muertes porque no participan en ellas? No se habrían producido si ellos no hubieran calentado la cabeza a quienes las hicieron. No hagas como ellos, no hagas como yo. No te conviertas en agitador. La República se hundirá ella solita sin necesidad de que la ayuden los anarquistas.

-Está desvariando.

-En absoluto; tenemos unos inútiles por políticos. El que yo tenga un piano en casa no significa que sepa tocarlo, y esa gente podrá estar muy bien preparada en sus respectivas profesiones, pero no lo están para la política. Prieto, sin ir más lejos, está considerado como muy inteligente, pero es nefasto en Hacienda y ha llevado el país a la ruina. Y el resto se llevan todos el pelo de un conejo.

-Usted sabe que no habrá justicia social si no es por la violencia, y no me hable como si la República fuera una democracia, ya no lo es. Desde que el Gobierno aprobó la Ley de Defensa de la República es una dictadura, porque permite al Gobierno actuar al margen de la Constitución, dejando en papel mojado los artículos referentes a las libertades y la seguridad ciudadana. Esta República es un fraude y la vamos a aniquilar.

-Donde las dan las tomas –dijo Jesús más para sí que para Tomás.

-¿A qué viene esa frase? No le entiendo.

-A que me veo reflejado en ti, hace muchos años, y a que no es agradable. No discutiré contigo. Yo nunca escuché a nadie y supongo que tú tampoco lo harás. Disfruta de la fiesta.

Tomás lo vio alejarse con la respiración agitada. La última frase y la forma como su padre se iba le parecieron un desplante.

-Vaya conversación larga –dijo una voz infantil.

-¿Nos has estado espiando?

Mateo no hizo caso del tono irritado.

-No, iba y venía a ver si habíais terminado, porque quiero decirte una cosa.

-Espero que sea más agradable que lo que me ha dicho papá.

-Creo que no.

-Entonces no lo digas, no estoy de humor.

-Quiero ser cura.

-Te he dicho que no estoy de humor y menos para bromas estúpidas.

-No es ninguna broma.

-¡Entonces eres idiota!

Mateo apretó los dientes.

-Sólo quería que lo supieras –dijo voz temblorosa.

-¡Espera! No te vayas, ¿lo sabe papá?

-Lo sabe y lo aprueba.

-¿Estáis los dos locos? ¿No sabes que los están matando?

-Claro que lo sé. Y tú eres uno de los que lo hace.

No era cierto, pero sí lo era que lo aprobaba. No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, había escrito a sus padres cuando justificó la quema de conventos del año anterior.

-En ese caso, ¿por qué me lo dices?

Mateo lo miró inocentemente.

-Eres mi hermano –respondió extrañado por la pregunta -. Si se lo he dicho a los demás, ¿por qué no a ti?

-Veo que ya se lo has cascado –dedujo Julián entrando.

-Sí.

-Déjanos solos, quiero hablar con tu hermano.

-¿Tú también lo sabes?

-Claro que lo sé. Fui el primero en saberlo.

-¿Y lo apruebas?

Julián meditó un poco.

-No entiendo cómo un chico tan inteligente como Mateo quiera ser sacerdote, pero es su vida, no la mía. Yo sólo te puedo decir una cosa. Quiero mucho al butierre. Mataré a quien quiera hacerle daño.

Miraba a los ojos de su primo.

-¿Lo dices por mí?

-No lo sé. Tú sabrás cuánto has cambiado.

Tomás no supo reaccionar en una mezcla de ira y desconcierto. ¿En serio creía Julián que sería capaz de hacerle algo a su hermano pequeño?

Aquella noche no pudo dormir. A pesar de sus convicciones nunca había estado tan ciego como para mentirse a sí mismo. Siempre se había preguntado qué clase de valores hipócritas tenía el socialismo para encontrar invariablemente justificación a todos los asesinatos que cometía y escandalizarse de los que cometían los fascistas. Era la mejor demostración de la paja en el ojo ajeno.

Nunca se había engañado, sin embargo lo aceptaba. Aceptaba que fueran señalados como enemigos de la República los partidos conservadores, los militares, la prensa de derechas, feligreses, estudiantes de colegios religiosos, curas y monaguillos, y que debían desaparecer. No hay otro camino, no hay más remedio, eran las frases con las que siempre se había autoconvencido, considerando aquellas muertes como justas y necesarias, creyendo sinceramente en todas las consignas ácratas y que las muertes de los parásitos de la sociedad eran imprescindibles para implantar la utopía libertaria, pero que Mateo, a sus diez años, fuera una de las víctimas le daba náuseas. Quería mucho a su hermano menor, Julián no era el único. Mateo había tenido, desde que nació, una dulzura que los había ganado a todos. ¿Cómo podía ser que su muerte fuera justa y necesaria para la libertad de los trabajadores? Mataré a quien quiera hacerle daño. Una clara amenaza en la que Julián lo responsabilizaba a él de lo que le pudiera pasar a Mateo. Y contra su voluntad, también él se consideró culpable si le ocurría algo. No pudo evitar pensar en las bombas que habían estallado aquel enero en el cuartel de la Guardia Civil de Alcorisa. ¿Y si hubiera sido en Andorra? ¿Y si Mateo hubiera pasado por la calle en aquel momento? Bombas anarquistas, de los mismos que había tomado Castel de Cabra y proclamado el comunismo libertario.

Tomás se había convertido en anarquista por Jesús. En los años en que éste estuvo ausente Orosia les había hablado tanto idealizándolo que Tomás llegó a admirarlo y las lecturas de sus artículos, el único medio que tenía para acercarse a su padre, se convirtieron para el muchacho en una especie de Biblia, y su credo lo que su padre decía en ellos, hasta el punto que, cuando Jesús regresó y Tomás se enfrentó al cambio de mentalidad de su padre, él no alteró sus creencias juveniles. Pero a diferencia de su padre, Tomás nunca había empleado la violencia, a pesar de que había resultado con la pluma tan agitador como Jesús. Sabía que su padre se sentía el causante de la muerte del abuelo por haber sido la mano oculta que azuzó al populacho. Lo mismo que hacía él.

Nada de esto dijo a Delia cuando regresó a Barcelona, no estaba seguro de los sentimientos de la muchacha. No sabía qué pesaba más en su ánimo, si sus ideas revolucionarias, su fidelidad al Partido o su amor hacia él. Y dado que no sabía si para Delia era amor o sexo lo que había entre ambos, mejor que no supiera nada sobre Mateo.

Cuando fue a escribir su primer artículo tras el regreso de la boda se dio cuenta que no era capaz. Rompió varios borradores y luego pasaron horas antes de que escribiera una línea. Cuando finalmente se decidió tenía en claro una única cosa: nunca sería el cómplice de la muerte de su hermano.

Sin abandonar su línea de atacar la ineptitud del Gobierno y la explotación que aquella República burguesa sometía al proletariado criticó también los métodos ácratas. Uno fue especialmente demoledor. En la revuelta anarcosindicalista de enero de 1933 no dejó claro quién era más culpable de los numerosos muertos y heridos, si Azaña o los propios anarquistas.

El artículo no fue publicado y Tomás desterrado a las máquinas del periódico. Mejor no despedirlo, aconsejó Marcelo, que no entendía aquel cambio, pues estaría más vigilado.

-¿Que averigüe qué mosca le ha picado? –repitió Delia-. Rompimos hace dos meses.

-No lo sabía –dijo Marcelo -. Estaba ciego por ti, ¿qué pasó?

-¡Que es un imbécil, eso pasó! ¡Y no quiero hablar de ello!

Demasiado furibunda, pensó Marcelo al ver su reacción. La muchacha llevaba peor la ruptura de lo que quería admitir.

La relación había empeorado drásticamente tras el regreso de Tomás; para Delia era como si le hubieran lavado el cerebro. A los quince días Tomás rompió el ¿noviazgo? o lo que fuera que hubiera entre ellos y se marchó.

Fue una ruptura completa, sin discutir pero a las malas caras. Delia lo había visto desviarse por otra calle para no cruzarse con ella. En una asamblea del Partido, cuando fue a saludarlo y tantear la situación sólo obtuvo un saludo escuetamente cortés como toda conversación. Aquello la encolerizó, pero fue peor el día que lo sorprendió con una jovencita paseando, ambos riendo alegremente. Llevaba la chiquilla un uniforme blanco inmaculado compuesto de una blusa de manga corta con falda hasta la mitad de la pantorrilla y encima un mandil impecable. Se veía a todas luces que debía trabajar en las cocinas de alguna familia ricachona.

 No pudo reprimir la ira y lo detuvo. Tomás escuchó todo lo que le dijo, que fue mucho y nada agradable, con el rostro tenso sin pestañear y ojos de hielo ardiendo.

-Si pides hombres sí, maridos no –respondió cuando Delia terminó de desahogarse – ¿Qué te importa lo que yo haga?

Sin esperar respuesta, cogió del brazo a la jovencita y se alejó.

-¿Es ella de quien me hablabas? –oyó preguntar Delia.

-Sí, es ella.

Ni siquiera había tenido el decoro de ocultarle su relación a aquella cría. ¿Qué clase de hombre era?

Desde aquel día el pisito se le hacía enormemente vacío. Nunca se había planteado la posibilidad de amar a Tomás, pero así era por lo que lo echaba de menos.

Tomás no había tenido muy claro dónde ir cuando rompió con Delia, pero nunca había sido orgulloso cuando le interesaba. Acudió con las orejas hipócritamente gachas a casa de Rosa preguntándole si le podía realquilar su antigua habitación y Rosa accedió. Cuando Jesús le escribió preguntándole si podía acoger al muchacho, hacía unos años, le había dicho que el chico se parecía mucho a él. Rosa creyó que se refería a sus ideas revolucionarias, no esperaba que fuera también en el físico. Fue como retroceder en el tiempo y no pudo evitar preguntarse qué habría ocurrido de haber tenido un hijo de Jesús.

El tiempo que estuvo en aquella casa fue una época feliz para Tomás. Rosa era como una segunda madre y la hija, una hermana. No tuvo, por tanto, ningún miramiento en recurrir a Rosa. Estaría bien cuidado, bien alimentado y sabría escucharle sin juzgarle si necesitaba hablar. De buscarse una pensión habría estado solo y más caro, y era lo último que deseaba.

Pero se equivocó al pensar que todo sería igual que antes. Lo descubrió el mismo día que se trasladó mientras sacaba la ropa de la maleta. La puerta se abrió sin llamar.

-Hola, Tomás.

-¡Luz!

Ya no pudo decir nada más. Le llevaba tres años y siempre la vio como una niña. Ahora era tan alta como él. Su rostro era ovalado y moreno; sus ojos grandes, rasgados, negros como negra era la baya madura; sus párpados, dos pétalos de narciso; sus labios poseían el encarnado de las rosas; su talle era erguido, flexible sobre amplias caderas en movimiento; su cuerpo era tan suave que el aire se aromatizaba al acariciarlo. El cabello, sedoso y negro, peinado con coquetería juvenil.

-Dios mío, estás…

-¿Muy cambiada?

-Preciosa –murmuró sin querer -. Quiero decir…

Luz rio, una risa cristalina, y lo abrazó con fuerza antes de besarlo en la mejilla como antiguamente, sólo que esta vez estuvo muy cerca de los labios. Tomás se turbó. Ni era una niña ni su mente aceptaba verla como una hermana, menos con aquella sonrisa encantadora que mostraba una blanca dentadura toda regular, aquellas largas y espesas pestañas y aquel aroma a nardo.

No hubo más motivo para salir con ella que el que le gustaba mucho, pensando que un clavo saca otro clavo y al dicho se aplicó. No tardó en sorprenderse narrándole su fallida relación con Delia sin percibir el brillo de dolor y celos que apareció en las pupilas de Luz.

En los últimos tiempos Tomás había dudado que Delia sintiera algo por él, pero su reacción de celos, el día que lo sorprendió con Luz, dejó bien claro que sí. Mas ahora era él quien no estaba seguro de los suyos. Delia era una mujer muy temperamental, consciente de lo que quería y que confundía con sus derechos como mujer, algo con lo que Tomás nunca estuvo de acuerdo. La mayoría de las discusiones vinieron por ahí.

Luz era otra cosa. Poseía una ternura que nunca tendría Delia, tenían gustos comunes y ambos se comprendían como nunca llegó a entender a Delia.

Marcelo tuvo que renunciar a que Delia, amargada de rencor, investigara el cambio de Tomás. La joven no quería saber nada de él ni de la fulana con la que salía. El veterano anarquista esperó que al menos Tomás dijera algo, protestara o se irritara por trasladarlo a las máquinas prohibiéndole escribir y dar pie para sonsacarle el cambio. No ocurrió absolutamente nada. Para asombro de Marcelo, el joven hasta parecía feliz. Y así era. Al dejar de escribir su conciencia le decía que ya no sería responsable de lo que le pasara a Mateo. Una forma sutil de lavarse las manos.

***

Luz había comenzado a trabajar a los trece años en la cocina de la casa de los condes de Banyes por mediación de Rosa, pues el conde había sido uno de sus clientes habituales en los tiempos en que se prostituía y aún ahora esporádicamente seguía visitándola. Ya no había nada sexual entre ellos; los años se lo impedían a don Críspulo quien únicamente buscaba en la actualidad una conversación amena que le permitiera distraerse de sus achaques.

Luz nunca supo de estas visitas, al principio porque era demasiado pequeña y después porque Rosa acordó con el conde que sus visitas las realizara en horas de colegio. A medida que Luz crecía Rosa comenzó a preocuparse por su porvenir. No podía darle más que una educación elemental; no quería que trabajara en una fábrica, les tenía repelús desde que Jesús le habló de ellas cuando ambos eran jóvenes; a Luz la costura no le gustaba nada, pero sí la cocina, que le encantaba. En una de las visitas de don Críspulo Rosa sacó a relucir el tema, después de todo una de las salidas laborales de los de su clase era servir en casas pudientes. El conde no tuvo inconveniente de emplearla en las cocinas de su mansión.

Era para Luz un palacete, y no una casa, el hogar de los condes de Banyes. Sito en Pedralbes, tenía un espacioso jardín exquisitamente cuidado por el jardinero, que llevaba trabajando en él desde que era muchacho. Era hermano de la cocinera jefe, una solterona de la cual se decía que había tenido un novio que murió o desapareció en la guerra de África; fuera verdad o no, lo cierto es que no se le conocían más amoríos. No era la única habladuría entre los sirvientes, habiéndolas jugosas y de todo tipo, siendo la más escabrosa la de que el hijo pequeño no era del conde, dada la gran diferencia de edad entre ambos cónyuges. En efecto, don Críspulo era treinta años más viejo que la señora, una dama de la más rancia nobleza catalana, que hacía retroceder su tronco hasta el propio Wifredo el Velloso, y aún más lejos, puesto que si se estudiaran las documentaciones sin duda descendería, a través de una rama secundaria, de aquel catalán de pro que fue Carles el Magne, y por ello la condesa no sólo tenía posesiones en Puigcerdà sino también en la Cerdanya. El por qué se casó con un hombre que podía ser su padre era algo que se le escapaba a la rumorología, pues existían una veintena de versiones diferentes a cual más calenturienta.

El conde no era menos rancio que su esposa; si su mujer era Teresa Eneldo de Many él era de los Barcino, los cuales siendo condes tuvieron poder de reyes y aún de emperadores en inmemoriales tiempos. Incluso en la actualidad, en el invierno de los pueblos, era Grande de España.

El matrimonio de conveniencia había florecido con cuatro hijos, tres varones y una hembra, cuyas edades oscilaban de los diecisiete a los seis años. En cuanto a si el benjamín era medio hermano o entero respecto a los demás era difícil de saber, ya que todos sin excepción habían salido a la madre. Era ésta de efigie altiva, nariz larga con lengua a juego; dientes con alguna que otra funda de oro; las arrugas se resistían en aparecer en un rostro que se mantenía hermoso, severo todos los días al anochecer cuando obligaba a sus hijos, marido y servidumbre a rezar el rosario con ella. Cambiaba para el acontecimiento su vestidito frugal por otro austero de moda antigua y una mantilla de encaje, que perteneció a su tatarabuela, cubriéndole la cabeza.

Ninguno se atrevía a distraerse durante la oración, ni siquiera el hijo menor por la severa vigilancia a la que lo sometía la Mademoiselle, la institutriz que había cuidado de todos sus hermanos desde que nacieron. Entrada ligeramente en carnes, con el medio siglo a sus espaldas, enseñábales también francés, idioma elegante y de la cultura, a diferencia de ese otro de la pérfida Albión, que parecían echar espumarajos cada vez que hablaban y que nunca llegaría a nada. Lamentábase que, con el dominio que poseían los hijos de la lengua de Molière, insistiese don Críspulo ir todos los veranos a San Sebastián, o a Puigcerdà si era doña Teresa quien decidía, en lugar de la Riviera Francesa, donde asistía lo mejorcito de Europa, duques, marqueses, cardenales, algún monarca y mucho esnob.

Lo mismo opinaba el cardenal don Turismundo Esquerdo i Armengol de Gomera, un primo tercero de doña Teresa, visitante habitual tanto de la mansión de Pedralbes como de la Côte d’Azur, en donde era sobradamente conocido y harto amado por sus feligresas, a quienes les dedicaba sus mayores atenciones ilustrándolas en lo espiritual y lo carnal. Republicano convencido estaba conforme con la expulsión de los intrigantes jesuitas, mas consideraba que Azaña bien debió haber hecho una excepción con los jesuitas catalanes, que eran de otra calaña y por ende mejores. No iba a la zaga de su prima en lo linajudo, ya que si doña Teresa descendía del gran Carles, su alcurnia la superaba, pues de tan rancia estaba pasada, siendo su ancestro Flavio Aecio, el que venció a Atila en los Campos Catalaunicos, región que pertenecía a la tribu catalauni, que tanto esplendor dio a la raza gala, y aún ahora, pues hasta Cuba les había copiado la insigne estelada para crear su bandera nacional.

Escuchaba Luz a su eminencia hablar de todo su árbol genealógico, que más parecía zarzal por lo enredado, sin atreverse a abrir la boca mientras le servía sus galletitas con moscatel o algún vinillo de Montserrat, porque tan pronto descubrió a la jovencita no quiso que lo atendiera el camarero de la casa, por lo que Luz se veía obligada a alterar su trabajo en la cocina con gran disgusto de la chef que perdía, en las interminables autoinvitaciones del eminentísimo Turismundo, una buena ayudante que aprendía aún sin enseñarle. Y así era. Luz se dio cuenta que la cocinera jefe tenía muchos trucos y toques culinarios que no enseñaba a nadie pero ella, sin abrir la boca y haciéndose muchas veces la despistada, no perdía detalle grabando en su cerebro todo lo que veía. Por lo demás tenía mucha pericia y buena mano para la cocina, aparte de gran interés, por lo que paulatinamente se estaba convirtiendo en una gran cocinera. Superaba a sus compañeras en deshuesar los pollos; a la chef, en quitar las espinas de los pescados si ambas hubieran competido, y nadie la superaba en hacer la mayonesa o el alioli. Pero fue su juvenil belleza, heredada de Rosa, lo que sedujo al cardenal y no su incipiente arte culinario. Sin duda sería buena cristiana, le decía el sacerdote, ¿comulgaba a diario? ¿Se confesaba? Si tenía alguna angustia que no dudara en descarga su alma, él la escucharía… y Luz se apresuraba a echarle el licor en la copa y fingía que le llamaban de la cocina.

No he sentit res.

-¡Oh, eminencia! Ha sido clarísimo –respondía ella desapareciendo.

Por fortuna para Luz el resto de la familia no era como el bienaventurado sacerdote. Don Críspulo era de trato afable y voz dulce, cuya mayor preocupación era su alcurnia, que peligraba porque su hijo mayor era más proclive a los tiempos modernos que a las glorias pasadas. Doña Teresa, exceptuando su defecto de hablar imprudentemente, era justa en el trato con la servidumbre si bien no toleraba la menor familiaridad. Otro tanto podía decirse de Mademoiselle. Albert, el hijo mayor, era tan festivo como descreído; de trato correcto, atento y servicial intentaba, según cuchicheos de la servidumbre, ocultar su pecado nefando siendo tan mujeriego como su tío gorrón, aunque prefería buscar sus conquistas fuera de casa para no tener que vérselas con sus progenitores. Sus hermanos, traviesos y educados, y el benjamín, el garbanzo negro de Mademoiselle.

Para cuando Luz y Tomás se encontraron, la jovencita, si bien seguía siendo virgen, era todo menos inocente merced al acoso de su eminencia, que le obligó a aprender todo tipo de pillerías para eludir su persecución. En la actualidad, a pesar de su juventud, sabía muy bien lo que quería y cómo conseguirlo.

A raíz del encuentro con Delia supo que tenía una peligrosa rival y decidió que si a Tomás le gustaba ese tipo de mujeres sería una de ellas. Lo acompañaba a las asambleas y participaba en ellas demostrando ser tan activista como Delia, lo cual empezó a preocupar a Tomás, pues no en vano aquel activismo había sido el motivo del distanciamiento con su primera novia. Sin embargo, sorprendentemente no discutía con Luz, como si la muchacha supiera dónde poner los límites para no molestarlo. Tomás se desconcertaba ante aquellos giros no sabiendo qué pensar. Finalmente, comparando a Delia con Luz, se dijo que el cerebro de la mujer era demasiado intrincado y acaso todavía se enrevesaba más cuanto más intentaba entenderlo.

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