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10
septiembre
El soplo del vendaval (23)

CAPÍTULO XXIII

Orosia quería que la petición de mano de Pilar fuera mejor que la suya, así que decidió unilateralmente invitar a Pedro a comer a casa ese día, lo que originó algunas semanas de atraso mientras compraba lo que necesitaba para el evento. De primero, sopa…

-¿Escaldada? –bromeó Jesús a quien le parecía excesivo tantos preparativos.

-¿Cómo voy a darle sopas escaldadas? ¿Estás tonto o qué?

¿O sería mejor, arroz de primero y carne de segundo… o quizá pollo con pimiento y tomate? ¿Qué tal estofado de gallina?

-Dale un par de huevos fritos.

-¡Jesús, no ayudas nada!

Al final, tras elaborar tres posibles guisos y cambiar de opinión otros tantos, se decidió por bacalao al ajo arriero.

No satisfecha, fue al horno del pueblo a elaborar tortas de alma, mantecados y cocos para la sobremesa, bien acompañados de vino de nuez, porque la bebidica de casa, una mezcla de un litro de anís con tres de mosto, le pareció excesiva.

El día señalado Pedro se presentó puntual. Estaba nervioso, aunque lo dominaba sin poder evitar un rictus en la comisura de la boca. Saludó lo más entero que pudo. Llevaba una camisa sin cuello abotonada completamente; chaqueta de pana oscura, pantalón a juego y zapatos de charol recién comprados, que le hacían daño en los pies.

Sonrió a Pilar. Estaba guapísima con aquel vestido azul celeste, ligeramente plisado en los costados de la falda, que llegaba un poco más debajo de la rodilla y el cuello blanco. El cabello castaño claro, levemente ondulado, enmarcaba un rostro oval de labios carnosos; nariz recta y ojos almendrados.

-Madre, padre… -comenzó Pilar visiblemente más nerviosa que el pretendiente, y dijo su nombre casi con miedo, puro formulismo pues todos lo conocían. Luego se calmó al ver que era bien recibido. Por un momento había tenido el estúpido temor de que, en el último instante, su padre se desdijera y no aprobara la unión.

A Pedro, Jesús nunca le había impuesto mas ahora se sentía intimidado. Había creído que estarían únicamente los padres, pero estaba también el hermano pequeño y Julián. Con éste había sido amigo de niño antes de que las ideas políticas de cada uno los distanciaran, tema en aquellos momentos candente. En las cinco semanas que llevaba la República, la rivalidad entre la derecha y la izquierda se había exacerbado con el incendio de edificios religiosos. Pedro esperó que no saliera a relucir la política aquel día o el noviazgo terminaría antes de empezar.

En realidad, si no se hubieran dejado llevar por el apasionamiento nunca se habría roto la amistad entre ambos jóvenes, si es que se podía hablar de ruptura, porque los dos seguían apreciándose aunque no se hablaran y Julián no era tan extremista como hacían juzgar sus palabras. Políticamente hablando su familia era atípica. Su tío, por ejemplo, seguía considerándose anarquista, pero despotricaba de sus métodos violentos y aún menos apreciaba a sus correligionarios. La tía Orosia también era de izquierdas, contagiada por su marido, pero profundamente religiosa, como Pilar; Mateo quería ser cura, secreto que únicamente Julián conocía. Sólo Tomás era abiertamente izquierdista. Así que, con semejante familia, Julián tenía la mente más abierta de lo que parecía, pero le vencía su forma acalorada de expresarse, y Pedro nunca se había dejado avasallar.

Julián le dio una palmada en la espalda y le felicitó como si ya todo estuviera hablado. No tocó la política para nada; se trataba de la felicidad de su prima y reconocía que no tendría mejor partido que Pedro, refiriéndose a su persona, no a sus bienes que no dejaban de ser modestos: la herrería, la casa donde vivía, que había sido de sus padres, y un campo en la partida de la Zarzana, que le tocó cuando repartieron las tierras entre sus hermanos al fallecer los padres. La casa le había correspondido íntegra al ser el soltero, pero ahora que iba a casarse tocaba repartirla a su vez. Para conservarla, Pedro les había pagado su parte con todos sus ahorros, que no eran muchos, y cediéndoles los otros dos campos que le tocaron en un principio, un viñedo en la Cueva y un olivar en el Saso. Tierras todas, incluso la que conservaba, de escasa extensión por la costumbre de repartir todo a partes iguales entre los hijos como herencia, lo que hacía que en Andorra no existieran apenas terratenientes y si alguno había, su descendencia dejaba de serlo en una o dos generaciones. De ahí que, aunque todos poseían tierras, la gran mayoría se veían obligados a trabajar como jornaleros para poder subsistir. Pedro, por ejemplo, no habría podido mantenerse con la suya si no hubiera sido por la herrería. Incluso ellos se mantenían gracias al trabajo de minero de Jesús y a que Julián era también jornalero. Mateo trabajaba de pastor para unos de los pocos propietarios que había (tal llamaban a los terratenientes) y Pilar había estado de sirvienta hasta el día anterior.

Jesús nunca había tratado a Pedro con profundidad, a pesar de haber hablado con él en numerosas ocasiones, cuando todavía era amigo de Julián y aparecía por casa, pero siempre le había parecido muy sensato, prudente y de buen humor.

Demasiados cambios en un año, pensó. Primero Tomás se enredaba con los anarquistas, un grupo político del que él sólo conservaba el nombre. Al mes se había instaurado la República celebrándose con gran algarabía; incluso en Andorra había habido manifestaciones y jolgorio por todo lo alto. Pero a las pocas horas Francesc Macià había proclamado la República Catalana; a los cuatro meses habían quemado conventos sin que la fuerza pública moviera un dedo para evitarlo. Ahora aquel joven quería llevarse a su hija, y aunque era ley de vida no le hizo gracia encontrarse en el lugar de su suegro.

Pilar terminó tranquilizándose al ver que todo transcurría como la seda. De hecho, la única que no calmó los nervios fue Orosia, no sabiendo si coger la torta de alma entera durante la sobremesa o partirla, y decidiéndose por lo último no supo si dejar el trozo en el plato o en la mesa.

La comisura de Jesús se elevó divertida al ver los apuros de su esposa con la torta y no digamos el mantecado, que se le rompió de lo que le temblaba la mano.

Mateo se aguantaba la risa y al ver la expresión de Julián, que también se la aguantaba, estalló en carcajadas. Su primo se contagió y terminaron los dos riendo ante un atónito Pedro, un burlón Jesús, una nerviosa Orosia y una Pilar que intentaba no unirse a las risotadas.

El ambiente le pareció muy distendido a Mateo, que pensó que era el momento propicio sin considerar que no era el adecuado. El asunto llevaba dándole vueltas por la cabeza muchos días temiendo la reacción de su padre, pero debía hacerlo. Aunque, ¿cómo decirle que quería ser cura cuando estaba cansado de oírle despotricar contra el clero? Lo había comentado con Julián, a quien veía más como un hermano mayor que como primo, y éste lo había tranquilizado. Le había dicho, por ejemplo, que Jesús siempre despertaba a Pilar, para que fuera al Rosario de la Aurora, cuando ella se lo pedía, aunque tenía tanto sueño que ni se levantaba, pero no obstante Jesús la despertaba igual a pesar de que sabía que no iría.

Las palabras de Julián le habían hecho recapacitar y tener en cuenta detalles que no valoró en su día. A sus nueve años Mateo sólo había visto a su padre en la iglesia en dos ocasiones. La primera en su primera comunión. Cuando dijo que quería hacerla, su padre no sólo no se opuso sino que acudió a misa e incluso permitió después que fuera monaguillo, aunque nunca asistió a ver qué tal se desenvolvía. La segunda había sido hacía unos meses, en marzo, en la fiesta de la Corona. Dicho día todos los niños que habían realizado la primera comunión el año anterior iban a la iglesia con unos cordones de cinco nudos confeccionados por sus madres, a los que se les había cosido un trocito de tela negra. Eran los cordones de San Francisco, pertenecientes a la Orden Tercera.

Cuando Mateo levantó el brazo con el cordón al oír su nombre, para que el párroco lo bendijera no pudo evitar mirar a su padre. Jesús le estaba observando con una expresión que no supo calificar. No era huraña ni enfadada. Si se hubiera atrevido a preguntarle, su padre le había dicho que era felicidad. Se sentía feliz al ver a su hijo lo emocionado que estaba en aquel momento.

Mateo lo ignoraba, pero Jesús sentía por él algo especial que no sentía por sus otros hijos, aunque procurara ocultarlo, porque no le parecía justo; aún así no podía evitarlo. Quería a todos por igual, eso era cierto, pero a Mateo lo había visto crecer, había podido disfrutar de su infancia; con los otros se la había perdido al estar ausente. Le era imposible sentir por sus hijos mayores lo que sentía por Mateo, por mucho que le avergonzara y quisiera que no fuera así. De ahí que lo tratara, no con rudeza, pero sí más estrictamente que a sus hermanos, pues no quería ni que creciera consentido ni que sus hermanos se sintieran desplazados o le cogieran celos. Lo que desconcertaba al pequeño que nunca sabía si satisfacía o no a su padre.

Al ser el hijo menor Mateo no tenía nada propio. La ropa la heredaba de su hermano mayor, quien a su vez la había recibido de Julián, arreglada y remendada por Orosia. Los libros escolares también habían sido de su hermano, excepto uno que perteneció a su madre. «El libro de los Deberes» ya no se empleaba en las escuelas, pero había sido muy popular durante la infancia de Orosia en las Escuelas de Instrucción Primaria. Pero aunque ya no se usaba, su madre le hacía leer un capítulo todas las noches en voz alta como práctica de lectura. Lo peor era su padre, quien le preguntaba, tras la lectura, qué había entendido, y no se conformaba con un resumen. El ¿por qué? hacía temblar a Mateo que inconscientemente terminó pensando sobre lo que leía al tiempo que leía, analizando, buscando su significado. Deberes del hombre para consigo mismo; deberes de los padres hacia los hijos, de los hijos hacia los padres; ventajas del estudio…

No veía que su padre se enfadara si daba una respuesta errónea, si es que la daba, porque Jesús a lo mucho ponía expresión pícara, pero sin decirle nunca si lo hacía bien o no. Es tu opinión, le dijo una vez que preguntó, no hay opciones buenas o malas. Respuesta que no ayudó en absoluto a que le tuviera confianza.

Tenía miedo a decirle que quería ser cura. Julián le había animado quitándole hierro al asunto, pero aún así… Si no se atrevía en aquel momento en que todos parecían de buen humor no se atrevería nunca.

-Tengo que decir una cosa… -comenzó.

-Que también tienes novia –interrumpió Jesús bromeando.

-No –sonrió cortésmente para ocultar el temor que sentía -. Es que quiero estudiar.

Desde que se abrió la nueva escuela en la calle del mismo nombre, después de cerrar la que asistió Jesús, siempre habían acudido menos niños de los que había en realidad en el pueblo. Esto cambió durante la Dictadura de Primo de Rivera, quedando las dos escuelas (una para cada sexo) insuficientes, viéndose obligados a crear dos grados para cada una, aunque no se resolvió el hacinamiento escolar, pues un año más tarde seguían con el mismo problema. Fue así como se decidió hacia el final de la Dictadura construir un Grupo Escolar lo suficientemente grande que solucionara la masificación estudiantil. Grupo que, entrada ya la República, sólo existía en los planos.

Pese a que el absentismo escolar había desaparecido en la Dictadura, volvía a aparecer invariablemente durante el verano al comienzo de la temporada de la siega, por lo que el Director propuso a la Junta Escolar terminar el curso, lo que se conocía como Exposiciones Escolares, a primeros de junio, antes de comenzar la siega, y no en julio, propuesta que fue un éxito. Con la República se había vuelto a imponer la antigua fecha y el absentismo a dispararse nuevamente.

Mateo y sus hermanos habían sido de los pocos que no interrumpieron la asistencia; Jesús no lo permitió. A pesar de los años transcurridos aún le dolía que le hubieran sacado de la escuela y seguía sin perdonárselo a sus padres, no teniendo en cuenta que éstos tenían más cosas que perdonarle a él.

De los cuatro (muchas veces olvidaba que Julián era sobrino) únicamente Mateo había salido tan estudioso como él. Tomás, aunque tampoco desmerecía en este aspecto, era más anárquico, pero Mateo llevaba una línea lenta siempre ascendente.

A sus padres no les extrañó que quisiera seguir estudiando y, por su parte, Jesús estaba dispuesto a ayudarle a conseguir lo que a él le vetaron.

-Ningún inconveniente, ¿verdad, Orosia? No somos ricos, pero aplicándonos y recortando gastos innecesarios… adelante, hijo, si es lo que quieres tu madre, tus hermanos y yo estaremos orgullosos.

-Quiero estudiar sacerdocio.

Palideció al ver que su padre perdía el color, pero no tuvo tiempo de prepararse para su bronca, porque vino por donde menos esperaba, su madre.

-¡De ninguna manera! –aulló Orosia -, ¿estás tonto, o qué?

-Orosia, por favor –la voz de Jesús sonó suave, conciliadora, pero con autoridad -, baja la voz, no hace falta que se enteren los vecinos.

Teniendo en cuenta que apenas había viviendas en el Plano Bajo, las palabras de Jesús aún enfurecieron más a Orosia, pero consiguió calmarse lo suficiente para no gritar.

Jesús entendía a su esposa perfectamente; era el miedo quien le había hecho reaccionar así.

-Ven aquí –dijo a su hijo.

Mateo obedeció con lentitud, desconcertado nuevamente con su padre; no parecía enfadado.

-No creo que decirnos algo así en la petición de mano de tu hermana sea el mejor momento.

-Lo siento.

-No, no lo sientas, pero seguro que ha habido mejores días y no has dicho nada.

Mateo bajó la cabeza consciente de que había estropeado la celebración.

-Mírame.

Obedeció. Ambos se contemplaron a los ojos, estudiándose.

En un rincón Orosia tenía los brazos cruzados, crispados, demasiado alterada todavía. El resto permanecían callados y visiblemente incómodos.

-Si de verdad sientes vocación –dijo Jesús lenta y claramente para que todos lo oyeran -, no me opondré. Tu madre, tampoco –añadió mirándola y Orosia desvió la mirada turbada, ruda, hacia la pared sin chistar -. Pero hay un problema; por eso se ha puesto tu madre de esta manera y yo opino lo mismo.

-¿Qué problema?

-Que los fanáticos de mi gente han pegado fuego a iglesias y han matado a curas. En Rusia vi asesinar a una anciana por el delito de ser la madre de un sacerdote. Hijo, quizá tú estés preparado para ser un mártir, pero tu madre y yo no lo estamos para que te maten.

Calló un instante. Mateo sostenía la mirada, y aquel gesto hizo que Jesús se sintiera orgulloso de él.

-Cuando cambie la situación y las aguas vuelvan a su cauce yo mismo te llevaré al monasterio del Olivar o a Alcorisa o dónde quieras estudiar para sacerdote. Pero hasta ese día, olvídate. Te puedo asegurar por mi experiencia que lo ocurrido irá a más. Tu madre y yo hemos visto asesinar a muchos inocentes; no queremos que tú seas otra víctima.

Aunque hacía rato que lo deseaba Mateo no se había atrevido a apartar los ojos de los de su padre, sintiendo que lo atravesaban hasta llegar al alma.

-¿Nos obedecerás?

Honrarás a tu padre y a tu madre, le hizo recordar la pregunta.

-Sí –musitó asintiendo también con la cabeza.

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