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02
septiembre
El soplo del vendaval (22)

CAPÍTULO XXII

…te equivocas al creer que hemos ganado la República.

Jesús detuvo la escritura. Desde que regresó en ningún momento le oyó Orosia la insinuación de abandonar el pueblo para regresar a la ciudad, acaso, se dijo la mujer, porque los recuerdos de ésta no eran los mejores. Fue allí donde pasó hambre, donde aprendió a odiar a los ricos y a poner bombas. Mas sólo era una suposición, porque Jesús no soltaba prenda al respecto. Algo que no ocurría con lo demás, habiéndole confesado su cambio de mentalidad política, más extremista, entendió Orosia. Si antes ellos eran los buenos, ahora todos eran malos, tanto la derecha como la izquierda, a la que tachaba de hipócrita; y puesto que no había otras alternativas, Jesús se había resignado completamente desengañado abandonando toda actividad.

No sabía nada sobre el trabajo en el campo, era demasiado niño cuando se fueron a Barcelona y lo poco que pudo haber aprendido lo había olvidado, pero no le daba miedo volver a empezar de cero. Además, desde 1914 se estaban explotando unas minas de carbón en las inmediaciones y pronto estuvo trabajando en ellas como picador, con lo que el campo quedó en un segundo plano, pero tampoco renunció a él, porque le permitía estar con sus hijos. Sentía la necesidad de recuperar un tiempo que nunca regresaría.

Tras siete años teniéndolos abandonados Jesús no se consideraba con derecho a ejercer de padre. Pragmáticamente decidió actuar mediante prioridades, siendo la primera ganarse su cariño. La educación la consideró secundaria en aquella temprana etapa; la dejó en manos de Orosia. Él se limitaba a apoyarla sin contradecirla, aunque no estuviera de acuerdo, en cuyo caso lo discutía a solas sin los chicos delante.

Finalmente concluyó que, puesto que no tenía fuerza moral para enseñarles nada, lo mejor que podía hacer era enseñarles con el ejemplo sin ser un dechado de virtudes. Creía haber aprendido lo suficiente de sus errores para comportarse de otra manera a como lo hizo en su juventud.

Orosia lo veía preocuparse por ella y sus hijos, pero lo hacía sin prisas, sin precipitarse. Pronto descubrieron los niños que podían hablar con él de cualquier tema.

Fue un periodo largo en el cual contó con la ayuda de Orosia que, por las noches a solas le hacía ver dónde había errado, lo cual, para sorpresa de la esposa, ocurría escasas veces. Jesús iba con prudencia; antes de abrir la boca se veía a sí mismo de crío y se preguntaba cómo habría actuado su padre en su caso. Pero sobre todo, les escuchaba siempre. No los había visto crecer, así que los escuchaba con la esperanza de conocerlos mejor, incluido al sobrino, porque al vivir con ellos se había convertido en un hijo más.

El resto fue mucho más fácil, trabajo en la mina y en el campo, pura rutina. En las épocas de siembra y siega estaban en la masía, en el Romeral, como lo llamaban, en donde se quedaban toda la temporada, pues estaba bastante lejos del pueblo, cerca de la cuesta de la Calzada, entre los términos de Andorra y Albalate del Arzobispo.

Jesús salía entonces de noche e iba andando hasta la mina, que estaba en las cercanías del pueblo, andando monte a través en abarcas, fiambrera, capaceta y candil carburero al hombro para regresar al Romeral de anochecido. Cuando comenzó a trabajar en ella fue cuando más echó a faltar su antigua profesión. Desde niño había trabajado en diversos oficios, pero hasta que no comenzó a trabajar como periodista no descubrió su verdadera vocación. Era algo que le encantaba y habría vendido su alma con tal de continuar en ella. Cuando tenía estos pensamientos se obligaba a recordar los años perdidos con su familia, valorando ambas opciones, porque por mucho que le gustara el periodismo su familia era lo primero. Con tal razonamiento conseguía olvidarse de la prensa centrándose en picar carbón.

La mina era el trabajo más peligroso que había realizado exceptuando quizá el reportero de guerra. Cada vez que se introducía en el pozo no podía evitar preguntarse si saldría a la luz unas horas después. Había riesgo de morir aplastado o quemado en algún incendio, sin contar que aspirar e incluso tragar, pues se mezclaba con la saliva, el polvo de carbón no podía ser muy bueno para la salud. El calor era insoportable y más de un día terminaba trabajando en calzones, descalzo y la boina como única protección en la cabeza. Luego al salir, en pleno invierno, el frío penetraba en los pulmones como un cuchillo, que Jesús paliaba tapándose la boca con un pañuelo para respirar a través de él.

 Al principio había sido agotador, ya que desde los 19 años no había tenido un trabajo físico, pero era feliz, todo lo daba por bien empleado. Una sonrisa de su hija Pilar, cuando le llevaba el recau, es decir la comida, a la mina las temporadas en que vivían en el pueblo; una carcajada de su hijo Tomás, a quien Orosia había puesto el nombre de su cuñado, pues siempre le oyó decir a Jesús que si tenía un varón, le pondría el nombre de su hermano; una caricia de Orosia; un tío, que lo haces mal, de su sobrino Julián, cuando segó la alfalfa con la dalla cortándola en U, en lugar de recta… Todo lo apreciaba como un premio, una ganancia. Cualquier cosa que era normal para los demás, para Jesús era extraordinaria, porque no la había vivido en el tiempo que estuvo fuera y quería disfrutarla, sobre todo cuando al año nació el tercer hijo, Mateo, a quien el cura le enjaretó Eusebio como segundo nombre, por propia iniciativa, al haber nacido el día de dicho santo, y Jesús no le partió la cara en medio del bautizo porque Orosia le sujetó el brazo cuando lo levantaba.

Así pasaron los años sin que lo supiera hasta el día que su hijo mayor le dijo que quería ser periodista como él.

-Pero si sólo tienes catorce años –objetó.

-Usted ponía bombas a mi edad.

Todavía no las ponía, pero sí ayudaba a quienes lo hacían. No expresó su pensamiento sino que contempló los ojos de su hijo. Sus palabras le habían herido aunque el muchacho no lo había dicho para zaherirle, únicamente recordaba un hecho haciendo ver que si su padre había sido lo bastante mayor para eso, él también lo era para seguir su sueño.

Uno de los métodos empleados por Jesús para ganarse a sus hijos había sido hablarles de su vida, lo bueno y lo malo. Orosia, en su ausencia, sólo había contado lo primero, aunque no le extrañó que su marido, a la primera semana, hubiera echado por tierra toda la imagen idílica que había construido en siete años; demasiado anarquista hasta para él mismo. Sus hijos sabían lo que había sido y que se avergonzaba de muchas de sus acciones, pero había conseguido que a su sinceridad ellos respondieran con la suya, y puesto que había cometido más equivocaciones que aciertos, era comprensivo con las de ellos.

-Padre –insistió Tomás -, he leído miles de veces los artículos de usted que guarda mamá y casi veo lo que dicen. Son fascinantes. Quiero hacer algo así.

-Nunca pensé ser periodista. Sólo era un activista que quería soliviantar a la gente. El periodismo vino después.

-Pero fue un gran periodista.

-No creas los embustes de tu madre.

Estudió a su hijo. El chico tenía más de él de lo que le hubiera gustado. También se rebelaba contra la injusticia, también quería cambiar el mundo.

-De acuerdo, demuéstrame primero lo que vales. Escríbeme una noticia… -calló; el muchacho le tendía unas hojas que guardaba en la espalda.

 -Madre me dijo que me lo pediría.

-Así que ya has hablado con ella –gruñó.

-Sí, señor.

-Y está de acuerdo.

No era una pregunta.

-La última palabra es de usted. Me lo dejó muy claro.

Jesús volvió a gruñir.

El texto de su hijo rezaba de unos acontecimientos recientes en el pueblo. El párroco había propuesto al Ayuntamiento de Híjar trasvasar agua a su localidad. Teniendo Híjar un hermoso río y que los andorranos únicamente disponían de manantiales, pozos y un riachuelo, los ánimos se alteraron. De las palabras pasaron a las amenazas cuando un día amaneció un gato muerto colgado del picaporte de la puerta parroquial con una nota:

Cura, curato

Si no te vas

Te pasará

Como al gato

El sacerdote tuvo que abandonar la población protegido por la guardia civil mientras era abucheado por la vecindad. Era 1928, en plena Dictadura de Primo de Rivera.

Tomás lo había escrito con toda clase de detalles, tantos que Jesús sospechó que había sido testigo ocular de lo que narraba. No se limitaba a la descripción de los hechos, dejaba claro los sentimientos de la gente, sus expresiones; la del cura, en una línea anticlerical que conseguía, a través de la lectura, que se tomara partido contra el religioso.

Jesús reconoció que, para lo joven que era, estaba muy bien escrito, pero excesivamente influenciado por sus propios artículos, los de la época del «Espartaco». Explicó a su hijo que un reportero narra la noticia; el periodista se convierte en protagonista de la misma, y el activista manipula a los lectores; esto último era lo que había hecho Tomás. Intentó hacerle comprender que quien intentó el trasvase fue un hombre que dio la casualidad que era cura, pero que dicho hombre lo habría intentado igual de haber sido el alcalde. El culpable era el hombre, no su profesión.

Tomás se limitó a asentir con la cabeza sin responder; Jesús tuvo la sensación de haber hablado a la pared, pero su hijo tenía talento, eso lo reconocía.

Escribió una carta de presentación para su antiguo periódico, ‹‹El Internacional››, y luego contactó con Rosa a ver si no le importaba alojar al muchacho en su casa abonándole su manutención; confiando que así estaría más vigilado.

El director de ‹‹El Internacional›› se acordaba de Jesús. Había sido uno de los mejores corresponsales de guerra que habían tenido y los había dejado plantados cuando más lo necesitaban. ¡Ahora tenía la desfachatez de pedir trabajo para su hijo! Tomás no fue echado a puntapiés porque no era su padre, pero se vio igualmente en la calle con no muy buenas palabras.

El muchacho se sintió tan humillado como furioso, principalmente porque estaba convencido de que su padre sabía lo que iba a ocurrir. ¡Pues si papá piensa que a la primera dificultad voy a rendirme, está muy equivocado! Resquemor que se unió a lo ocurrido el día de la despedida incrementándolo.

-Ya sabes, si necesitas dinero, escribe –había dicho Jesús.

-Pues padre, hágase cuenta que ya le he escrito.

-Bueno, hazte cuenta que se ha perdido la carta.

La despedida de su padre encerraba un mensaje entendió Tomás: si había decidido emprender el vuelo solo, que no esperara ayuda de nadie. Tampoco voy a pedirla, ¡ni siquiera a ti!, pensó con determinación no exenta de orgullo.

Pasó un año trabajando a salto de mata y entrando en todos los diarios que veía a pedir colocación, obteniendo siempre la misma respuesta.

En marzo de 1931 escribió a sus padres que ya lo había conseguido. La carta no les hizo ninguna gracia. Les decía que al salir del último periódico había un señor esperando a ser atendido, que lo miraba intensamente. Antes de que hubiera llegado a la puerta de la calle el fulano le preguntó su nombre.

-¿Por qué quiere saberlo? –preguntó desconfiado.

-Me recuerdas a un antiguo amigo mío. Era un poco mayor que tú, pero tenía tu misma cara. Se llamaba Jesús, Jesús Gáñez.

Resumiendo, decía en la carta que aquel hombre dijo llamarse Marcelo. Habló con el director, el mismo que le había negado el trabajo, el cual, por mediación de Marcelo terminó concediéndoselo. Ahora iba a buscar una pensión y dejar la casa de Rosa.

Tentado estuvo Jesús de ir a Barcelona para traerlo al pueblo por las orejas, pero Orosia lo evitó.

-El chico es igual que tú –le dijo -, ¿qué habrías hecho tú en su caso si se te presentase tu padre?

Jesús no respondió, mustio; ni siquiera terminó de leer la carta. Por mucho que le doliera, Orosia tenía razón. Tomás había sido valiente hablándoles, aunque fuera por escrito, abiertamente; él lo ocultó a sus padres, a sus hermanos, y cuando al fin se descubrió se aferró más a sus creencias. La Semana Trágica tampoco le hizo desistir, únicamente que cambiara las bombas por las palabras, pero siguió igual de activista. No fue hasta que vivió la revolución rusa que abandonó sus convicciones, y para entonces ya tenía esposa y dos hijos.

Transigir era el menor de los males.

En la carta Tomás no decía todo. No decía que en el tiempo que llevaba fuera había aprendido a dejar el orgullo a un lado si le convenía aprovechándose de la situación o la buena fe de quienes se relacionaba. No nombraba el periódico dónde trabajaba, aunque sospechaban de qué clase era. Tampoco decía que iba a las reuniones anarcosindicalistas, a pesar de que Jesús, conociendo a Marcelo, sabía que iría, como así fue la primera vez, porque en aquella asamblea conoció a una muchacha un año mayor que él y por la que siguió asistiendo. Marcelo estimuló la relación en la dulce venganza de que, si Orosia había apartado al padre, Delia había atraído al hijo, y pronto vio grandes avances en él. Tenía buena pluma, se dijo al leer el episodio del ‹‹Cura, curato››, por eso, aunque entró a trabajar en ‹‹La Batalla›› barriendo el local, no tardó, gracias al enchufe de Marcelo, a que se le permitiera escribir artículos ocasionales demostrando que tenía un talento natural heredado de su padre.

 La segunda carta que escribió Tomás a su familia fue para notificarles que habían conseguido implantar la República.

Te equivocas al creer que habemos ganado la República, había sido la respuesta de Jesús, que continuó escribiendo:

Lo primero, las elecciones eran para elegir concejales, no un referéndum entre monarquía o república. Lo segundo, han ganado los monárquicos y con gran diferencia. El que hayan ganado los republicanos en las grandes ciudades no significa que España quiera la república, porque la nación no son sólo esas ciudades, aunque así deben creerlo los imbéciles que rodean al rey. No. España la componen también las comarcas y los pueblos. Que digan que tu voto, porque vives en una ciudad, vale más que el mío, porque estoy en un pueblo, es un insulto.

La República no la hemos ganado, ha sido un regalo de la Monarquía, y me temo que no tardaremos a echarla a perder como ocurre con todo lo que se consigue sin el sudor de la frente, es decir, gratis.

Por otra parte, a nadie le interesa la República. A los anarquistas porque queremos un comunismo libertario y la República se nos cae del ojo del culo como antes se nos cayó la Monarquía. A los socialistas, porque quieren un gobierno del proletariado, y esta República es burguesa. A los comunistas, porque quieren implantar una dictadura, como han hecho en Rusia. Los monárquicos, porque quieren el regreso del rey…

No se extendió mucho más; tampoco valía la pena el esfuerzo, puesto que el tiempo le daría la razón, estaba seguro, pues no esperaba otra cosa dada su inexistente fe en los políticos. Pasó a preguntar cómo se encontraba y a darle unos consejos que, sabía, no seguiría. Ellos estaban bien y no había nada significativo que reseñar. Tras advertirle que tuviera cuidado y no se fiara de la gente con la que se relacionaba, firmó la carta.

Pilar entró acompañada de Orosia, el semblante de ambas no auguraba nada bueno.

-¿Qué ocurre?

Orosia se sentó a su lado.

-No ocurre nada.

-Entonces, ¿a qué esas caras?

-Hay un joven que la pretende.

Las cejas de Jesús se unieron hurañas. Pilar tenía 16 años y aunque en aquel tiempo solían casarse muy jóvenes, hasta el extremo de decir, cuando una mujer tenía un hijo a los 25, que lo había tenido de vieja, no pudo evitar pensar que todavía era una niña.

Suavizó el ceño al darse cuenta de la palidez de su hija.

-No pongas esa cara, que no te voy a comer. Simplemente me ha sorprendido la noticia.

-Es que hay un problema –dijo Orosia.

Jesús se levantó brusco.

-¿Qué has hecho? –rugió a su hija.

-Nada, padre.

-¡No mientas! ¡Si…!

-¿Quieres dejar de meter la pata, esposo mío?

-¿Pero no has dicho…?

-Que hay un problema, no que esté preñada.

-¿Qué problema? –preguntó secamente.

-Es… es de derechas –tartamudeó Pilar.

Jesús abrió la boca y así se quedó un instante, luego rompió a reír, una risa que se fue incrementando hasta terminar en carcajada.

-¡Menudo susto me habéis dado las dos! ¡De derechas! ¿Ese es el problema?

-Es que usted…

-¡Ah, ya! Bueno sí, soy anarquista, pero recuerda que me casé con una monja.

-Postulanta –corrigió Orosia.

-Da igual. Hija, el Partido no te va a dar de comer. Si ese joven te hace feliz, me importa un pimiento que sea de derechas.

-¿Quién es?

-Pedro, el que tiene la herrería en la calle del Peñal.

Lo conocían como se conocen todos en los pueblos, a él aún más porque había sido amigo de crío de Julián. Su abuelo había sido sastre. El padre, en cambio, no había seguido la profesión familiar. Su excesiva altura, envergadura y grandes manazas no eran muy apropiadas para enhebrar una aguja, por lo que aprendió el oficio de herrero con un vecino. Poco mayor que Pilar, Pedro se había hecho cargo de la herrería al fallecer su padre.

-¿Le quieres?

No necesitó oír la respuesta. La manera como se le iluminó el rostro a su hija fue suficiente.

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