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12
agosto
El soplo del vendaval (19)

CAPÍTULO XIX

La gripe de 1918 tiene de hispana lo que Nerón de santo. Los primeros casos aparecieron en Kansas, Estados Unidos, en el mes de marzo, y los soldados americanos la llevaron a Francia cuando se trasladaron para combatir contra los alemanes.

Más que su mortalidad lo que la convirtió en letal fue su enorme capacidad de contagio. A las pocas semanas la gripe había invadido los puertos franceses y a los pocos meses la pandemia era mundial.

Al estar el mundo en guerra todos los países sin excepción aplicaron la censura informativa, para evitar que se enterara el enemigo de la situación en la que se encontraban, con lo cual se facilitó la propagación de la enfermedad, y aunque no era más mortal que otras gripes, a mayor número de enfermos, mayor número de muertos, los cuales sobrepasarían ampliamente los 40 millones.

España, en cambio, era un jugador neutral en la Gran Guerra y no tenía necesidad de censurar la enfermedad de su gente para mantenerla centrada en el esfuerzo bélico. Así que la prensa española documentó completamente la enfermedad y de ahí que el morbo pasara a la historia con el nombre de Gripe Española.

En cierto modo la gripe fue quien forzó la firma del armisticio y el final de la guerra europea al quedar toda la maquinaria bélica paralizada por su causa.

En España, sólo en Madrid se declararon 80.000 casos, pero llegó a todas las partes de la nación, incluido el pueblecito de Jesús, al que se trasladó Orosia al recibir una carta, escrita por una tercera mano, en la que una agonizante cuñada pedía su ayuda. Su madre había muerto y su marido, y ella misma estaba demasiado débil para atender a su hijo… Estaba muerta cuando llegó Orosia. Vivir en la calle del Cementerio había sido una amarga premonición.

Allí estaba ella en un pueblo que no conocía, en una calle vacía, sin un alma y sin saber a dónde dirigirse hasta que vio cruzar un hombre con paso lento y cansado, y cuyo bastón en la mano le indicó que era médico.

El doctor escuchó atentamente a Orosia asintiendo con la cabeza. Sabía quién era, él fue quien le escribió la carta al dictado de la cuñada. Servicialmente la acompañó hasta la casa, aunque dijo que no había nadie en ella. Al morir los padres unos vecinos habían acogido a su sobrino, pero hacía unas horas que lo había visto ir con otros niños a trabajar al campo.

-La situación es caótica –murmuró con desaliento el galeno.

Para una población cercana a los tres mil habitantes el número de muertos, aunque alto, no era excesivo. Sin embargo, más del 90 % estaban en cama imposibilitados de trabajar por culpa de la gripe. El campo no perdonaba, el ganado tampoco, y los infantes estaban haciendo el trabajo de sus padres. Si no se hacía así se perderían las cosechas y el hambre se extendería por Andorra nuevamente, comentó casi hablando consigo mismo, recordando el número elevado de críos muertos por raquitismo en los últimos veinte años, aunque no era la única causa. Cada cuatro o cinco años surgía una epidemia pediátrica que se llevaba a muchos niños a la tumba; cuando no era la viruela, era la difteria y sino el sarampión. Sin embargo, como ocurrió con la epidemia de cólera, esta gripe afectaba más a los adultos que a los niños invirtiendo la tasa de mortalidad.

No eran de extrañar las epidemias, sobre todo las digestivas en verano, dado que la higiene pública brillaba por su ausencia. Los estercoleros se encontraban en todos y cualquier punto de las inmediaciones de la población, hasta en el interior del lugar; desagües directos a la vía pública, aguas sucias y orines arrojados por ventanas y balcones. Los retretes estaban diseminados en las afueras nada más terminar las últimas casas; los patios de las viviendas eran empleados como corrales, y los animales muertos abandonados a lo largo de la carretera real, con las caballerías fallecidas abandonadas por bancales y barrancos.

-Entonces, no está aquí –interrumpió Orosia las lamentaciones del médico.

-No. Estará en algún mas del Collao. Al menos en esa dirección iba la partida esta mañana. Todos niños. Los capitanea el más viejo, que sólo tiene doce años. El menor, cinco.

Se le veía agotado, con profundas ojeras grises y arrugas de cansancio, y se sentía superado, él, el otro médico y el farmacéutico. No cesó de hablar en todo el camino informando de la situación, sirviéndole al mismo tiempo de terapia para su estrés. Conocía bien al pequeño Julián, lo había traído al mundo hacía siete años. Jesús era el único familiar directo que tenía al ser el padre hijo único, pues un tío paterno había muerto en la infancia, igual que su hermana, hacía dos años, de tos ferina con uno de edad, y eso que tanto la hermana de Jesús como el cuñado habían sido padres modernos, preocupados por el bienestar de sus hijos.

-Generalmente no hay ninguno que les haga caso. Más que hijos son estorbos hasta que tienen edad de trabajar. Conozco a uno que no dejó su faena en el campo para ir al entierro de su hijo. Pero no crea que es el único caso. Si yo le contara…

Y lo hizo olvidando el juramento hipocrático del secreto profesional, estaba demasiado cansado y además, citaba los pecados, no los pecadores, responsabilizando así, acusando, a todos los padres de Andorra. Afortunadamente los más jóvenes estaban cambiando de actitud y eso se veía en la tasa de mortalidad: lenta, pero sin detenerse, el número de muertes infantiles anuales iba disminuyendo en el pueblo.

Olvidó sus quejas al llegar a la casa y luego entró en la de al lado seguido de Orosia. Como en todos los pueblos de principio del siglo XX no había ninguna puerta cerrada. En la casa todos estaban en la cama, salvo la hija, que estaba con la cuadrilla en el campo con Julián; era lo mínimo que el niño podía hacer para pagar su sustento y la caridad a la que se veía sometido.

En el lecho la dueña de la casa se alegró de la llegada de Orosia y que se llevara al pequeño; una boca menos que alimentar. Y aunque a la joven le pareció crueldad no lo era tanto en una comarca donde vivir consistía en malvivir y sobrevivir. Pasarían años antes de que la explotación de las minas, iniciada al por menor sólo cuatro años antes, trajera prosperidad a la tierra baja turolense.

Orosia ayudó en lo que pudo en aquella casa y luego pasó a la de su cuñada. Observó todo recogido y las ropas guardadas. Halló sábanas y mantas en los arcones e hizo las camas. Comida no encontró por ningún sitio y salió a comprar dejando a los pequeños jugando en la calle, algo que nunca hubiera consentido en Barcelona al tener sólo tres años, pero el pueblo era distinto, familiar y no había automóviles.

Había visto una tienda al cruzar la plaza de la Iglesia y un horno de pan antes de llegar, junto a una fuente. Mientras hacía las compras se encontró interrogada de una forma muy torpe y poco sutil. Aunque no había nacido en la ciudad, llevaba tantos años viviendo en capitales que no recordaba la curiosidad pueblerina. Le sentó tan mal que no tuvo buena opinión del pueblo de Jesús. En cambio, no halló la desconfianza hacia los forasteros propia también de las localidades pequeñas. Mientras conversaba se vio plenamente aceptada como si fuera una andorrana más. La gente de aquel pueblo era abierta y amable, lo que neutralizó su malestar inicial. Salió de la tienda con la sensación de que Andorra debía ser una población muy compleja y difícil de entender desde el exterior. Sólo conocía dos rasgos de ella y ambos le habían generado sentimientos diametralmente opuestos, pero prevalecía el más agradable y aquello le dio fuerzas frente al desánimo que había ido albergándole a medida que pasaban las horas desde su llegada. No era una extraña allí, no le habían hecho sentir forastera los pocos parroquianos de la tienda, tendría dónde acudir si necesitaba ayuda.

Después de hacer la comida e ir preparando la cena, se sentó a recapitular la situación. Había ido a aquel pueblo a ayudar a su cuñada, no a convertirse en madre de un huérfano de siete años, porque no podía rechazarlo, no era de cristianos siendo su sobrino por parte de Jesús y no habiendo más familia directa. Sus hijos iban a tener un hermano mayor de golpe y sin avisar, aunque eran tan pequeños que esperaba que lo asimilaran enseguida. Le preocupaba más Julián. ¿Cómo se lo tomaría? A los siete años un niño ya está formado, tiene su mentalidad propia y su carácter, y aunque la convivencia o la enseñanza puedan modular su evolución, la base ya está establecida.

Se negó a seguir pensando, estaba complicándose la vida antes de conocer al niño por el simple hecho de elucubrar.

Estaba oscureciendo. La luz eléctrica era lo que más iba a echar a faltar. Aunque el alumbrado se había inaugurado en Andorra en 1905, trece años antes, todavía estaba poco extendido. Concretamente en la calle del Cementerio únicamente había cuatro abonados y ellos no lo eran. En realidad en todo el pueblo sólo 250 tenían luz, que consistía en una única bombilla conmutable con otra, pero que permitía duplicar la acción del alumbrado para dos habitaciones: la cocina y la cuadra. Una llave desviaba la corriente hacia una u otra bombilla; en caso de estar ambas encendidas, iluminaban la mitad. Para el resto de habitaciones era necesario el candil, como todas las demás casas del pueblo sin corriente eléctrica, aunque algunos disponían de una lámpara de  carburo e incluso velones o candelabros. No era el caso de Orosia, que sólo encontró dos candiles cuando buscó lumbre. Echó un poco de aceite antes de encender la mecha de uno y guardó el otro.

Cuando desembaló el poco equipaje que traía sacó su foto de casada, la única que tenía de Jesús. Ambos de uniforme, ella de cantinera y él… Se le arrasaron los ojos y las imágenes se tornaron turbias.

Dejó la foto enmarcada en la repisa de la chimenea y caminó hacia la cocina, preguntándose si seguiría vivo y dónde estaría. Durante meses las únicas noticias que había tenido eran sus artículos del periódico. Orosia los leía, a falta de cartas, los recortaba y guardaba, porque era la única conexión que tenía con él, recordándole, cada vez más, el mejor espíritu que Jesús lució en sus tiempos del «Espartaco».

Un día recibió una carta suya; por fin le habían llegado las de ella. En realidad sólo una, comprendió Orosia al leer la respuesta.

Estalló en sollozos.

Como siempre era cariñosa. No había en ella nada sobre lo que informaba en los artículos, únicamente sus sentimientos, lo que la echaba de menos, lo que ansiaba conocer a sus hijos y lo feliz que se sentía al saber que era padre. Pero entre líneas Orosia leía la desesperanza y el miedo a no poder regresar.

Luego nuevamente silencio, incluso los artículos se interrumpieron. De esto hacía un mes. El periódico le confesó que Jesús había desaparecido.

Orosia cerró los ojos sin poder evitar recordar su sonrisa sardónica cuando escribía contra la monarquía y la infantil, traviesa e incluso cínica cuando lo hacía contra sus propias convicciones, como si hubiera perdido la fe en ellas.

Se preguntó que, si un día se instauraba la república en España, ¿contribuiría para destruirla como lo intentó con la monarquía?

Se pasó la mano por la mejilla volviendo la vista a la foto. Ella estaba sentada y Jesús de pie, ambos serios, solemnes, guardando la pose tal y como les había dictado el fotógrafo.

Oyó la puerta de la calle y alguien que entraba. Los pasos se detuvieron en el umbral, unos pasos ligeros.

Se giró haciéndose la ilusión de que era Jesús, pero quien allí estaba era un niño que la miraba suspicaz.

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