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29
julio
El soplo del vendaval (17)

CAPÍTULO XVII

Orosia se movió en el lecho desperezándose, dobló una pierna, que formó una tienda de campaña en la colcha, y se apoyó en ella para echar el cuerpo hacia atrás incorporándose. Miró a Jesús; permanecía ausente del mundo. La ropa de la cama se había deslizado lo suficiente como para dejar al descubierto su torso. Orosia pudo ver la cicatriz del costado, la única que tenía. Era asombroso que el joven hubiera salido intacto de la guerra, que se hubiera licenciado sin ninguna secuela, ni física ni mental; ésta vino después, y le dejó tan abatido como cuando la Semana Trágica: Alejo, al llegar a su casa había matado a su mujer y a su amante, tan pronto descubrió el pastel. Jesús se sintió culpable de aquellas muertes, había sido peor el remedio que la enfermedad, nunca debió falsificar el contenido de las cartas que recibía su amigo.

Orosia se levantó para ponerse el uniforme. Jesús siguió durmiendo. Durante bastante tiempo había seguido despertándose al vuelo de una mosca, pero ahora que se había acostumbrado nuevamente a la vida civil dormía como un tronco.

Su marido.

Durante las primeras semanas de su reencuentro Orosia temió que Jesús dejara de amarla por su nueva forma de ser, pero no fue así. La muchacha no había cambiado tanto como pareció en un principio, tan sólo en su relación con él, como si fuera su posesión más preciosa y luchara para que nada ni nadie se la arrebatara. En ese instante Orosia se transformaba, se metamorfoseaba en una bestia antediluviana, en un monstruo capaz de arrasar con todo a su paso; o al menos así era como Jesús la veía. Pero quitando esta situación concreta en lo demás parecía la misma que conoció, y lo cierto es que este cambio, cuando lo comprendió, tampoco le desagradó. Ante la baja opinión que tenía de sí mismo comprobar que Orosia era capaz de aquello por él era un consuelo. Le hacía aumentar su autoestima, le hacía sentir mejor y pensar que quizá no fuera tan miserable ni tan canalla, que quizá tenía algo bueno que sólo Orosia veía.

Al principio se había sentido desconcertado, incrédulo y hasta asustado ante aquella nueva Orosia, pero a medida que aumentaba su comprensión, aquellos sentimientos fueron invirtiéndose. Importaba a alguien, alguien le quería lo suficiente para terminar, no sólo aceptándole sino luchando por él. Sí, era una sensación agradable sentirse querido de aquella manera; el enfado por lo del convento se convirtió en orgullo. Orosia había dejado su casa, su mundo, todo, por ir tras él hasta llegar a aquel rincón perdido, hasta acompañarlo bajo las balas. Sí, algo debía tener él de bueno para poder generar tal amor. Aquella creencia le hizo sentir un poco mejor como ser humano y soportar el nuevo trauma de los crímenes de Alejo. Dos muertos más (tres, al ser condenado su amigo al garrote vil) de los que el autor oculto era él, como en Barcelona; tres más, que acaso hubieran sido la puntilla que le faltaba para suicidarse y terminar con todo sino hubiera sido por Orosia.

La boda se celebró antes de licenciarse y ahora seguía en Melilla como corresponsal de guerra, firmando por fin con su propio nombre y suavizando la mordacidad de sus artículos sólo lo suficiente como para que el Ejército lo dejara en paz. Orosia agradeció aquel conato de prudencia, después de todo seguía alistada y los militares tenían la bajeza suficiente para tomar represalias sobre ella. En realidad, no debería haberse preocupado, porque Jesús, tan tuno como siempre, se había metido al Ejército en el bolsillo, a pesar de sus críticas, al elaborar una serie de artículos elogiosos con la llegada, en 1913, de una escuadrilla de aeroplanos a África.

A nivel informativo, el tema era territorio virgen y Jesús supo aprovecharlo. Nunca se habían utilizado aviones en misiones bélicas y demostraron ser de gran utilidad en el desarrollo de las operaciones de pacificación del territorio, desde que el cinco de noviembre de aquel año realizaron el primer bombardeo de la historia aeronáutica mundial. Proféticamente Jesús preconizó la importancia del arma de aviación en futuros conflictos bélicos.

Un movimiento a su espalda le indicó que Jesús estaba despierto.

-¡Eh, dormilón! –incordió Orosia con una sonrisa.

-Sí –respondió en un murmullo Jesús, dudando entre dar media vuelta o seguir durmiendo en la misma posición. Al final optó por lo peor, levantarse. Quedó sentado con los pies en el suelo, el codo en el muslo, la mejilla en la mano y los ojos cerrados.

El trajín de Orosia llegaba a sus oídos.

-Cuanto te cuesta vestirte –gruñó ininteligiblemente.

-Y a ti, levantarte.

-Es que me agotas –bromeó -. Eres tan…

-¿Insaciable?

-Mal durmiente. Me arreas cada coz que no puedo pegar oj…

El almohadón que le arrojó Orosia le dio en plena cabeza.

-¡Oye, que tengo sueño!

-Pues despéjate.

A la orden, mi sargenta.

Terminó de levantarse, pero no cogió su ropa como Orosia esperaba sino que se la quedó mirando. El sol entraba por la ventana reflejando en el cabello de la muchacha como frescas flores coronando su sien.

Orosia lo vio aproximarse con una mezcla de ardor  y cariño en sus ojos.

-¿Sabes lo feo que hace el contraste de estar uno vestido y otro desnudo?

El tono pícaro la puso en alerta y sujetó las manos de Jesús antes de que llegaran a su uniforme.

-No hay tiempo.

-¡Ah, vamos! ¡Eres mi mujer!

Pataleó infantilmente.

-¿Qué te ocurre? No conocía esta faceta tuya.

Él la abrazó.

-Yo tampoco –murmuró suavemente – ¿Te acuerdas de Rosa? Me dijo una vez que tenía que reírme más. Entonces no la entendí.

-¿Ahora sí?

-Soy muy feliz. Como un niño.

Tanto que se sentía capaz de gritar a los cuatro vientos lo que la quería, pero en vez de eso la estrechaba entre sus brazos, la besaba, la acariciaba, le decía de mil maneras habladas y mudas lo que sentía por ella. Terminó posando sus labios en su boca, era tan bonita, no era grande, con unos labios que no eran carnosos, pero tampoco finos, perfectamente proporcionados a su rostro, que el clima de Melilla y el sol del desierto le habían hecho perder la tersura de antaño, pero que seguía siendo atractivo, dulce como era su alma, como lo eran sus ojos, estrechos bajo unas pestañas tupidas y largas, traviesos cuando los posaba en Jesús, de donde nacía una naricita que a Jesús le gustaba embromar, haciéndola rabiar cariñosamente antes de besarla, de besar sus ojos, su boca, su rostro, sus labios… y retenerla fuertemente estrechándola contra su pecho como si temiera perderla.

-¿Vas a aceptar la propuesta de Marcelo? –preguntó en un murmullo Orosia.

Se estaba bien así. Era curioso que algo tan sencillo como un simple abrazo pudiera hacerla feliz.

Jesús rio por la pregunta. Fue una risa divertida, pero al mismo tiempo extraña, como un niño pillado en falta.

Había abandonado el «Espartaco» poco antes de licenciarse, decisión que no sorprendió a Marcelo. ¡Era esa mujer, que le echaba a perder! Y puso todo su empeño para que Jesús volviera al redil; era demasiado valioso para que la causa se olvidara de él.

-¿Qué voy a hacer en la península estando tú aquí? –respondió.

-Con lo cual habrías aceptado de estar los dos allí.

-Seguramente.

Orosia no respondió, resignada. Lo cierto es que aceptaba sus ideas, había visto ya lo suficiente para comprender a Jesús. El trabajo seguía siendo duro e inestable, con jornadas laborales de 65 y hasta 70 horas semanales; la esperanza de vida en las ciudades, de apenas 32 años. La hambruna y la insalubridad eran causas decisivas de aquella mortalidad urbana, y la tuberculosis, entre otras enfermedades, seguía causando estragos. El analfabetismo era abrumador con grandes diferencias entre las provincias, así, mientras en Santander era del 26 %, en Málaga alcanzaba un 79 %. El chabolismo, seis años después de la Semana Trágica, seguía multiplicándose en la periferia de las grandes ciudades, fomentando la promiscuidad, la delincuencia y la prostitución; sólo en Madrid había 17.000 rameras, y en Barcelona, además de las profesionales lo hacían también muchas jóvenes obreras ocasionalmente.

No era difícil comprender a su marido, no era difícil dejarse convencer por él. En su infancia y adolescencia, refugiada en aquella luna que había sido su vocación religiosa no había visto nada, pero luego, al seguir a Jesús, la realidad fue entrando paulatinamente por sus ojos, aquello y los datos que proporcionaba Jesús en sus largas conversaciones. Incluso su anticlericalismo era comprensible, el suyo y el de todos los radicales. El Catolicismo, Apostólico y Romano era la religión del Estado, como quedaba recogido en el artículo 11 de la Constitución de 1876, influyendo fuertemente en el Gobierno del país, y preocupándose casi exclusivamente de la moralidad de España, en vez de hacerlo en la igualdad social, hasta el punto de que la Iglesia había conseguido del Estado la derogación del matrimonio civil en 1907; más tarde, en 1921, obtendría la prohibición de sentarse juntos en las salas de cine, salvo en los palcos, los hombres y las mujeres. De lo demás, la influyente Iglesia no se preocupaba en absoluto. ¿Cómo extrañarse que los diversos grupos revolucionarios atacaran a la Iglesia tanto como al Estado?

Sí, comprendía ya a Jesús y había aceptado sus ideas, pero no los métodos. Era cierto que ya no ponía bombas, pero sus palabras eran tan peligrosas como aquellas, lo había demostrado en el entierro de Costa. Su decisión de rechazar la propuesta de Marcelo era reconfortante, y el que hubiese sido por ella la hizo sentirse más amada que nunca. El mejor regalo que su marido podía hacerle.

-De todas formas, me tengo que ir –murmuró lúgubremente Jesús.

Orosia lo miró alarmada. ¡Había dicho…!

-¿De qué estás hablando?

-No te lo quise decir ayer, no sabía cómo, ni aún ahora, pero debo hacerlo: corresponsal de guerra, recuerda.

Los ojos de su esposa se dilataron comprendiendo.

-Europa –musitó.

-Sí. La guerra de África está muy vista. Quieren información de la de Europa. Han enviado ya un reportero al bando alemán, quieren otro con los aliados.

-Pero, ¿por qué tú?

-Les gustan mis artículos. Se figuran que voy a estar tan bien informado en la guerra europea como en ésta.

-¿Y no puedes negarte?

-Necesitamos dinero.

-Trabaja en otro sitio.

-No hay trabajo en Melilla, tendría que emigrar finalmente y terminaría aceptando la propuesta de Marcelo, me conozco.

Orosia hubiera preferido sentarse; ninguna de las dos soluciones le gustaba y sentía que le flaqueaban las piernas. Era una guerra que no duraría mucho, eso decían los expertos, que con el armamento actual todo sería cuestión de semanas o meses, pero aún así una bala o una bomba llega en una fracción de segundo.

-¿Prefieres ir a la guerra antes que continuar como anarquista?

-Sinceramente, no. Pero no quiero tener más muertes sobre mi conciencia, tengo demasiadas –Miró a su esposa. Los ojos de Orosia eran…-Hay otra cosa más: a ti no te gusta.

Era lo mínimo que podía hacer por ella. Orosia lo había dejado todo por él, familia, vocación… se había enfrentado a todos y seguido a aquella tierra. Bien podía él abandonar su activismo proletario, o al menos la forma en cómo lo había hecho hasta entonces. El problema era que no conocía otro sistema para remover los cimientos de la podredumbre social. Así que lo mejor era abandonarlo completamente.

-No sé qué es peor –comentó Orosia con un hilo de voz.

Luego cambió de tema; necesitaba hacerlo.

-¿Verás a tu familia?

-¿Para qué? –gruñó Jesús -. Si por mí hubiera sido, después de aquella carta que ni se dignaron a contestar, no habría escrito ninguna más. Si lo he hecho todos estos años ha sido por ti. Y no han dicho ni mu. ¿Para qué voy a ir si todo sigue igual? Sin olvidar ni perdonar.

En ningún momento había alzado el tono de su voz. No había enfado en sus palabras, sólo resignación y dolor.

-Es tu familia. Sigue insistiendo. Mis padres han terminado haciéndose a la idea y aceptan nuestro matrimonio. Y sabes muy bien el dolor que les provoqué.

-Tú no mataste a tu padre.

-Tampoco tú. Fue un francotirador.

-Uno más de los muchos que azucé en aquella maldita revuelta. Eso no se puede olvidar.

-Comprendo. No son ellos, eres tú. No te atreves a ir.

-Fui antes de seguirte a Zaragoza.

-Y como fracasaste, ahora no te atreves.

Jesús no respondió.

-¿Verdad?

-Si quisieran perdonar, habrían contestado.

-No me respondes.

-Sí, también es eso. Son las dos cosas.

-Y ahora, ¿vas a ir?

Contempló los ojos de Orosia un instante. Luego cerró los suyos.

-De acuerdo –suspiró.

Por un instante a Orosia su expresión le recordó aquella enfermiza sumisión de la petición de mano. Luego se dio cuenta que no era eso. Era más complejo, era dejarse guiar, que era sutilmente diferente. De pronto se dio cuenta que Jesús necesitaba su guía, su apoyo, saber que la tenía a su lado.

Desde el día en que se conocieron Orosia se había percatado que, siendo parca en palabras, no tenía ninguna dificultad de hablar con Jesús, siempre surgía algún tema de conversación, algo de qué hablar y comunicarse. Sí, incluso al principio, cuando Jesús estaba tan deprimido por su sentimiento de culpa y ella tenía ganas de cogerle por los hombros, zarandeándole, zaherirle y gritarle para que reaccionara. Ya entonces se dejaba llevar y aconsejar. No se entregó porque se lo pidió ella; abandonó las bombas tanto por su culpabilidad como por ella; se apartó de sus camaradas también por ella, lo decía en su carta, aquella misiva que robó la superiora.

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