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08
julio
El soplo del vendaval (14)

CAPÍTULO XIV

Aquel uniforme blanco era estúpido, pensó sentado en el suelo, y los tirantes de cuero (nunca aprendería su nombre) un estorbo hasta que se acostumbró. Llevaba la gorra encarnada, sin visera, ligeramente ladeada sobre la cabeza, y las vetas de las alpargatas sujetando la parte inferior de los pantalones para que no molestaran. Algunos las llevaban por dentro, pero sólo conseguían engancharse con todas las malditas hierbas con pinchos que existían allí. Lo peor era la guerrera, demasiado gruesa y cerrada, para aquellas latitudes y a la que únicamente encontraba utilidad durante la noche al descender bruscamente la temperatura. De día sólo servía para hacer sudar y no le extrañaría que cogiera el sarampión de tanto calor que daba.

Vio acercarse a Alejo, lo había conocido tan pronto llegaron a Melilla. Habían coincidido en una fotografía de grupo que hicieron al regimiento nada más desembarcar. Jesús recordaba que se habían puesto formando una U, algunos de pie, otros sentados al estilo indio en el suelo. Alejo justo delante suyo medio tumbado. No todos tenían el ridículo gorrito sin visera. Algunos lo llevaban blanco, con ella, y los más afortunados tenían zapatos; se dio cuenta durante la foto. Bien, aquel era el Ejército español.

Hacía diez minutos les habían hecho otra en el puesto avanzado en que se encontraban; el servicio de propaganda no reparaba en gastos. Alejo había estado de pie sosteniendo la bandera, él sentado al pie de la muralla sin soltar el fusil. Casi dormía con él. Era lo único de lo que apenas se separaba en aquella tierra, cuyo único sentimiento que le daba era desconfianza. Incluso cuando iban a las cantinas de Melilla, siempre en grupo, al salir uno lo hacía de espaldas vigilando al personal.

-Nunca vienes cuando llega el correo –comentó Alejo.

Únicamente había escrito a Marcelo y a su hermana, pero no esperaba contestación. Pese a estar rodeado de gente se sentía solo hasta el punto que decidió probar suerte. Habían pasado unos cuantos años y quizá los ánimos estuvieran más serenos en su familia.

-¿Quién me va a escribir?

-Pues no sé –llevaba una carta a la nariz -, oler no huele, pero la letra parece de mujer.

Jesús frunció el ceño. Para no saber leer ni escribir Alejo tenía la rara cualidad de distinguir el sexo sólo por los rasgos de la escritura.

-Será de mi hermana –la cogió para abrirla -, nunca creí que lo hiciera.

-Espera un momento. Primero la mía.

Jesús cogió la carta que le tendía Alejo guardándose la suya en el bolsillo. La abrió disimulando el malestar que aquello le causaba. No le interesaba las intimidades de su compañero y menos cuando las relaciones por la distancia o porque la esposa no le amaba o por alguna causa más mundana, iban de mal a peor. Alejo lo ignoraba, porque en las últimas misivas Jesús había falseado descaradamente el contenido, convirtiéndolas en lo románticas que Alejo esperaba.

La guerra tenía la excepcional cualidad de crear unas amistades muy fuertes y Jesús había llegado a conocer muy bien a su amigo. Alejo era un soldado nato. En los avances hacia el enemigo describía una línea quebrada aprovechando todo saliente del terreno que ofreciese una defensa natural para protegerse de las balas y apuntaba cuidadosamente, encañonando bien, antes de oprimir como una caricia el gatillo. Jesús no recordaba un solo día en que, en un alto en el camino para pasar la noche, no hiciera si podía una pequeña trinchera con la bayoneta para proteger su cuerpo de alguna emboscada durante el sueño. Pero tenía un defecto; el amor a su esposa. Jesús tenía el convencimiento de que se hundiría si sabía la verdad. ¿Hasta qué punto? Lo ignoraba, pero temía lo peor.

La lectura enterneció a Alejo, que escuchaba embelesado los embustes que salían por la boca de Jesús, callando la verdad, que se entendía con otro hombre y que estaba dispuesta a solicitar la anulación del matrimonio con la excusa de falta de hijos; tal como estaba el asunto la esposa consideraba que aquello era lo más honesto para ambos.

Alejo se guardó la carta con ojos brillantes.

-La llegada del correo es lo único que vale en esta puta guerra –comentó risueño -. Gracias, Jesús. Si un día tenemos un permiso te presentaré a mi mujer. Ya verás. Es una delicia.

-Si un día tenemos un permiso no será tu pueblo donde iré.

-Tu monjita, ¿verdad? –rio alegremente -. Debes quererla mucho cuando no te has acostado con ninguna furcia de Melilla.

-Tampoco tú.

-Es cierto. Debemos ser los únicos. Y alguna es guapa de verdad.

Jesús no respondió abriendo su carta. Se irguió a las primeras líneas.

-¿Malas noticias?

-No es de mi hermana. Orosia se ha escapado…

-¡Coño!

-…ha estado en Zaragoza, se ha enterado por Marcelo de mi unidad… -soltó una exclamación- ¡Esa cabeza hueca va a venir!

-¿Aquí?

-A Melilla.

-Yo ya me entiendo.

-¡Será…! –el apelativo murió en su garganta.

-Desde luego, es decidida.

-Ella en Melilla. Con todo lo que hay allí…

-Venga, hombre. Si ha podido escapar del convento también sabrá vivir en Melilla. No le ocurrirá nada.

Jesús no contestó. Había enrojecido.

-¡Enamoró a un cura para huir! ¡Y me lo cuenta tan fresca, la muy…!

-No sé quien llevará los pantalones.

-¿Eh?

-Que no sé quien llevará los pantalones.

-¡Vete a la mierda!

-Venga, hombre. Anímate. Te tiene que querer mucho para decirte algo así. Además no es de extrañar.

-¿Qué quieres decir?

-Si te vas a poner a gritar no vamos a ninguna parte.

-¡No grito!

-Bueno.

-¿Qué quieres decir?

-Que sí gritas.

-Digo de lo de antes.

-Ah. Bien, por lo que me has contado de ella, es una joven de mucho temperamento.

-¿Y?

-Que no debe ser fácil evadirse de un sitio así. Usó lo que tenía a mano.

-¡Vaya, es un consuelo!

-Peor sería que se hubiera enamorado ella.

Jesús abrió la boca. Se acordó de la esposa de Alejo. La cerró sin decir nada. Guardó la carta.

-En fin, no tiene remedio. Ella, quiero decir. Tendré que acostumbrarme.

-Noto algo de admiración.

-¿Admiración?

-Sí. Te gusta que sea así.

-¡Una leche!

-Ya lo veremos.

-Se ha propuesto cambiarme.

-Lo conseguirá.

-Oye, me estás ayudando mucho.

-Es lo que más te atrae de ella.

-No me llames calzonazos.

-No digo que lo seas.

-Lo insinúas.

-Tampoco. Mira, tu monjita es…

-Una sufragista.

-¿Qué es eso?

-Mujeres que piden el derecho al voto. Creo que hasta quieren ser iguales al hombre.

Alejo sonrió.

-Espero que no. ¿Te las imaginas planas y con un badajo entre las piernas?

A su pesar Jesús rio ante la pícara sonrisa de su amigo.

-Sigo creyendo que te gusta así.

-Pues te equivocas.

-En el fondo te encanta que alguien te pare los pies.

-Eso lo dices tú.

-No, tú. En estas semanas nos hemos contado cosas que nunca diríamos a otros. Respecto a ti, no te gusta lo que haces, pero te sientes incapaz de evitarlo. Orosia te da fuerzas.

-Escúchame, don…

-¿No te acuerdas del cambio de guardia?

Jesús se puso en pie como una bala.

-Perdone, mi sargento, no me daba cuenta.

-¡Vamos, deprisa!

-¡A la orden!

Cuando recibió la carta de reclutamiento llevaban un año de guerra en Marruecos. Había comenzado cuando una comisión topográfica estaba confeccionando un mapa a la orilla del río Kert y fue atacada por un grupo de cabileños. Como represalia, la Escuadra había cañoneado Alhucemas, el peñón de Vélez de la Gomera y los montes próximos a Melilla, y con ello se generalizó el conflicto.

El Gobierno dispuso el paso del río Kert. Considerando, por otra parte, que la clave de la pacificación estaba en el sometimiento de las cabilas de Beniurriaguel y Bocoya, se decidió también el desembarco en la bahía de Alhucemas. Con la diligencia habitual de los partidos políticos españoles ante las situaciones de urgencia, se iniciaron las discusiones, tiras, aflojas y oposiciones, enterándose en Mongolia de aquella operación militar secreta que iba a realizarse mediante la sorpresa. Fue de lo más extraño y desconcertante que hallaran a los cabileños preparados y fortificados. ¿Cómo se habrían enterado? Puestas así las cosas, el Gobierno español decidió hacer la vista gorda y dejarlo para otro día.

Finalizado el año y acercándose la época de la siembra, los marroquíes solicitaron la paz. Ufano por su demostración de fuerza, el Gobierno español se la concede, no los desarma, hacen la siembra y mejoran sus preparativos de guerra, mientras en la Península se sigue discutiendo entre las operaciones del Kert o el desembarco en Alhucemas.

A comienzos de 1912, poco antes de incorporarse Jesús, el saldo de la guerra iba a favor de España, cuyas nuevas unidades reforzaron el potencial del Ejército que, entre enero y febrero, se apoderó de Monte Arruit al tiempo que se creaba la unidad de las Fuerzas Regulares Indígenas, que el 14 de febrero, con un oficial, salido de la academia de Toledo un año antes, al frente, bajo de estatura y bigotito, realizó una acción sobre la harca enemiga en Haddu – Allal – U – Kaddur, que fue decisiva para el éxito de la campaña. Cuando su bien informado comandante en jefe, que no sabía quién era aquel joven, le preguntó su nombre felicitándole, el oficial se cuadró y contestó: Francisco Franco.

En el momento del desembarco de Jesús salía de Melilla el mensaje de que el jefe de las tropas marroquíes había muerto en un enfrentamiento con los españoles. Quizá tuviera suerte, pensó, y aquello durara poco; pensamiento que se diluyó como la espuma cuando se enteró de que España no estaba dispuesta a dejarse comer terreno en Marruecos por Francia.

El problema marroquí no tenía solución, se dijo Jesús. Estaban allí como Napoleón en España. La muerte de aquel líder, Amezzian creía que se llamaba, les dio cierta paz, que era constantemente rota por alteraciones y guerrillas, sin contar que los harqueños les impedían el servicio de aguada al echar petróleo en pozos y fuentes.

Intentó consolarse pensando que los politicastros que los enviaban a morir a aquella tierra dejada de la mano de Dios, tampoco estaban a salvo. Mira, donde las dan las toman. La semana anterior había muerto asesinado el presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas. Pero el consuelo le dejó un amargo sabor de boca. Tres años antes se habría emborrachado para celebrarlo. Ahora, en cambio… Escupió al suelo. Apenas halló saliva en su reseca boca. Si ya no funcionaba bien el Gobierno con todos sus miembros intactos, ¿cómo iba a hacerlo con un vacío de poder? Aquello sólo significaba la prolongación de la guerra, cambios de absurdas estrategias por otras disparatadas, dificultad en la creación de leyes y retroceso, o al menos paralización, de las mejoras obreras.

Ahora estaba Romanones en el poder y los rumores cuarteleros, que años más tarde se popularizarían bajo el nombre de radio macuto, hablaban de una reunión entre Francia y España. Pero esta vez resultaron ciertos. Cuatro días después, el 27 de aquel mes de noviembre, Romanones presentaría ante el Parlamento el texto del Acuerdo hispano – francés, que establecía lo que se denominaría Protectorado Marroquí. Los excelentes diplomáticos españoles, en un alarde de suprema astucia, habían logrado la hazaña de engañar a los ignorantes franceses cediéndoles los mejores terrenos y reservando para España el territorio menos productivo y más levantisco de Marruecos. Toda una zona de 28.000 kilómetros cuadrados de pedregales, agricultura mísera, supuestas esperanzas mineras, y poblado de guerreros indómitos, frente a los 572.000 kilómetros cuadrados de magníficas tierras de cultivo y gente pacífica y laboriosa que le correspondió a Francia, a la que se le cedió también el enclave internacional de Tánger.

Celebraron los españoles el excelente acuerdo con sonrisitas de satisfacción, buen champaña, mejor paladar, y calurosos y cordiales apretones de manos con sus vecinos del otro lado de los Pirineos, ante lo que significaba borrar las antiguas rencillas y problemas originados por pecadillos de la política internacional de París en relación con España y el problema marroquí.

Agasajó Madrid su picardía felicitándose y dándose palmaditas en la espalda mientras prometía a Francia una estrecha colaboración colonial, pues era lo menos que podía hacer. Mas ya se sabe que el mundo está lleno de desagradecidos y Jesús y los otros soldados, que morían en las emboscadas de aquel territorio, no quisieron ver las excelencias de este acuerdo y echaban pestes contra su Gobierno. En fin, cría cuervos y te sacarán los ojos.

Era imposible que Jesús pensase en todo esto que aún tenía que suceder, pero por su rostro nadie lo hubiera negado. Sus facciones quemadas por el sol brillaban de sudor mientras paseaba la vista por el horizonte estudiando cada roca, cada arbusto, detrás del cual podía existir un harqueño.

Desvió los ojos. Había un resplandor que oscilaba. ¿Un espejo? ¿Una nueva hoguera en la cumbre, de las muchas que ardían en aquellos meses proclamando la guerra santa?

Cerró los ojos. Contó hasta cien. Volvió a mirar. No había cambios. No se fió. Repitió la operación contemplando, mientras contaba, el campamento. Alejo hablaba con el sargento. Sonrió. Era un hombre campechano que durante una conversación había preguntado a Jesús por el color de las zapatillas de Mahoma. Sin vacilar, Jesús contestó que verdes.

-Estás equivocado, soldado. Eran azules.

-Es que tenía dos pares.

Los contertulios rompieron a reír, más por la solemnidad con que lo dijo que por la respuesta. El sargento, después de una vacilación, hizo lo mismo.

La anécdota fue la comidilla de la agrupación durante toda la semana, pero al sargento no pareció importarle. Jesús hablaba poco, pero cuando lo hacía demostraba que no era el clásico analfabeto al que el sargento estaba acostumbrado. Tampoco era un erudito. Aunque leía la correspondencia de otros compañeros y les escribía las cartas con una letra, cuya fluidez indicaba que estaba acostumbrado a escribir, no era el personaje típico que hiciera alarde de sus conocimientos para demostrar su superioridad. Aquello intrigaba al sargento. En una época en la que el analfabetismo era la orden del día y sólo los ricos tenían estudios, los que poseían cultura no la ocultaban para dejar constancia de su mayor nivel social. Y Jesús tenía cultura, ignoraba el sargento hasta qué punto, pero la tenía, poniéndola al servicio de sus compañeros con una prudencia que no le hacía destacar, lo que llevaba a que lo apreciaran. Por lo demás no era mal soldado. Había visto el sargento en numerosas ocasiones el miedo reflejado en su rostro, pero sabía dominarlo y nunca, hasta la fecha, había demostrado cobardía.

Lo que más llamaba la atención al suboficial era el desapego de Jesús durante las conversaciones de política, rehuía el tema de una manera que demostraba que no le era indiferente, lo que había llevado al sargento al convencimiento de que Jesús debía ser uno de aquellos intelectuales de izquierda que no le importaría derribar la monarquía. Pero si era aquello no lo dejaba entrever convirtiéndolo en un asunto secundario. Allí contaba la camaradería entre los soldados y la disciplina, y a este respecto Jesús cumplía con su deber, lo que era suficiente para aquel militar chusquero.

La pedrada en el hombro interrumpió su conversación con Alejo.

El sargento miró alrededor, vio a Jesús hacerle un gesto con la cabeza.

Aquello era lo peor que tenía. La poca consideración a sus galones cuando estaba de guardia, como si la responsabilidad de cuidar la seguridad de sus compañeros se le subiese a la cabeza.

-¿Qué ocurre?

-Se están acercando, mi sargento.

Tardó unos segundos en comprobar la veracidad de sus palabras.

-Avisaré al teniente.

No había habido mucha variación, pero sí la suficiente para observar una maniobra envolvente. Eran pocos, una diminuta guerrilla que intentaba provocar un pequeño fuego cruzado antes de desaparecer dejando unos cuantos soldados muertos. Jesús pasó la lengua por los labios. Su posición era la más expuesta. Había tenido suerte de descubrirlos, habría sido el primero en caer.

-Ah, eres tú.

-A sus órdenes, mi teniente.

¿Había rechifla? El oficial no estuvo seguro. Aquel soldado lo tenía atravesado desde el día en que, recién llegado a Melilla, les hizo tradicional arenga. Al término y como advertencia, el teniente les había dicho que conocía a sus hombres y les adivinaba el pensamiento. Al romper filas oyó decir a Jesús al compañero de al lado:

-Pues si es cierto que lo adivina, espero que me perdone.

Los dos días de arresto no lo escarmentaron a juzgar por lo que ocurrió al salir del calabozo y chocar ambos cuando doblaban la esquina. Jesús se cuadró sin moverse.

-¿A qué esperas? –rugió el oficial –. Yo no me hago a un lado por un inferior.

-Yo sí, mi teniente –murmuró apartándose.

Una semana.

Jesús había batido el record de arrestos en un recién llegado a Melilla. Desde entonces no había dado más motivos, pero el teniente siempre estaba en dudas sobre segundas intenciones en sus comentarios. Lo bueno que tenía era su competencia y así, aunque no vio nada anormal, confió en su juicio cuando Jesús aseguro que si ahora los marroquíes no alteraban sus posiciones era porque habían sido descubiertos.

El oficial ordenó generala y dispuso dos centinelas más.

Hacia la media hora Jesús observó que el enemigo se retiraba sin haber alcanzado la distancia suficiente para que sus armas fueran efectivas. La sorpresa había fracasado. Dio gracias al Cielo. Aquel día al menos no habría disparos.

Luego se sorprendió. Para no creer en Dios, el tiempo que llevaba de guerra había recurrido a la Divinidad más de lo necesario.

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