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01
julio
El soplo del vendaval (13)

CAPÍTULO XIII

…razón. A poco de irte, todos los obreros de las fábricas abandonaban sus puestos de trabajo para solidarizarse con los del ramo de carpintería, que declararon la huelga al no acceder los patronos a concederles la jornada de nueve horas. Se registraron escenas de la mayor violencia. La fuerza pública tuvo que intervenir repetidas veces dando cargas para dispersar a los manifestantes. No tengo que decirte que ha habido muertos.

Y como te lo estarás preguntando, sí, intervine. Ya sé que esto no dice mucho a mi favor, pero te quiero demasiado para mentirte. Intento cambiar por ti, también es cierto, pero no me resulta fácil. Supongo que yo también necesito un tiempo. Alejarme de todo esto para poderlo ver desde otro ángulo; y el hecho de que me haya llegado la notificación de reclutamiento me viene como anillo al dedo.

En otras circunstancias me habría convertido en prófugo, sabes lo que opino del tema. Pero ahora es distinto. A principio de este año salió una nueva ley constituyendo el servicio militar obligatorio y eliminando de una vez por todas esa lacra de la redención a metálico, que mató a mis hermanos. Ahora también los hijos de los ricos irán a la guerra, y eso es bueno. Pero lo principal es que me aparto de todo esto. Llevo tantos años metido en la lucha obrera que no puedo verla con la imparcialidad con que lo haces tú. Espero conseguirlo ahora por el bien de los dos. Te amo, Orosia, y no quiero perderte.

Otra cosa. Has enseñado bien a tu hermana. No suelta prenda de dónde estás. Quería verte antes de partir hacia África, pero ni con esas he podido convencerla. Menos mal que al menos nos sirve de correo y podemos estar en contacto.

No sé cuándo podré escribirte de nuevo. No tengo idea de cómo funcionará el correo allí, sin contar que no puedo enviártelas a tu convento sin saber la dirección, y que tampoco puedo enviarlas a tu casa, a nombre de tu hermana; tus padres entrarían en sospechas lógicamente si una niña recibe cartas desde África.

No te preocupes por mi silencio. Es inevitable. Por otra parte…

África.

Orosia cerró los ojos momentáneamente dejando de leer. Cuando volvió a la lectura, Jesús hablaba de la situación en Melilla. Como siempre, estaba bien informado, se había preocupado de ello, y si lo exponía era para quitarle importancia. La guerra estaba en la comidilla y sabía que Orosia ya no iba a estar tranquila. El tono con que lo decía era serio, sin falsas bromas, que lo único que habrían conseguido era preocupar más a la muchacha. Pero Orosia leía entre líneas el temor de Jesús oculto entre aquella serenidad. Luego volvía a hablar de él, de sus sentimientos, con una facilidad como si ella hubiera estado ante sus ojos mientras escribía.

Tuvo que dejar la carta inacabada. Bruscamente se sentía sin fuerzas para seguir leyendo.

África.

Aquel 1912 llevaban casi un año de guerra y cada vez parecía que iba empeorando.

Se cayó una hoja al suelo. La recogió con dedos temblorosos y luego guardó la carta junto con las otras que Jesús le había ido remitiendo, a través de Julia, durante aquellos diez meses que estaba enclaustrada.

Había sido duro verlo en Zaragoza durante el tiempo que tardó en partir. Lo encontraba en el cinematógrafo si iba con su madre, en la calle al salir a pasear, a la salida del trabajo, en la misa, ¡él, que nunca iba a la iglesia! La enfurecía su visión, le hacía daño impidiéndole tener paz y hacerle sentir culpable por tomar aquella resolución. Y luego, en el convento sólo se sentía viva cuando su hermana traía en sus visitas la inevitable carta de Jesús.

La acarició antes de cerrar la cajita y guardarse la llave.

África.

Intentó negarse la posibilidad de que le ocurriera algo recordando la Semana Trágica, aquel infierno no podía ser peor y si sobrevivió… pero no era ni una esperanza. Deseó estar con él,  rodeada de sus brazos, volver a experimentar la sensación profunda de la primera vez que la abrazó en las cloacas y sentir nuevamente el torrente de sangre que impulsó su corazón cuando la besó aquel día.

Y entonces algo cambió en ella. La posibilidad se convirtió en certeza. Algo le ocurriría a Jesús. Negó su muerte, la negó una y mil veces, pero el miedo persistía, aumentaba en ella, sacudía su organismo. No podía quedarse allí con los brazos cruzados, no podía quedarse sin hacer nada, no permitiría que se lo arrebataran. Sus padres no podían retenerla eternamente en aquel convento y ella no iba a ser monja por mucho que se empeñaran las hermanas y la superiora. Aquella farsa no podía continuar. Si no la dejaban por las buenas, se bastaba sola para saltar los muros del convento. El mundo se había confabulado contra ellos, y la guerra, y ella había sido tan estúpida como para convertirse en cómplice. Bueno, pues se acabó. Jesús era lo único que tenía y no iba a consentir perderlo. Lucharía, mentiría, robaría, se condenaría si era necesario antes que permitir perderlo como una idiota. En aquel momento olvidó las diferencias entre ambos. Sólo importaba que él estuviera en África, en una guerra.

Salió de la celda y caminó hacia el claustro. Las columnas poseían capiteles románicos con imágenes de la Biblia, otros eran lisos, reformados, en otros faltaban o las columnas estaban caídas, y con ellas parte de los arcos que sustentaban. El patio estaba empedrado, con plantas silvestres creciendo descuidadamente entre las losas. En el centro, un pozo de agua.

Entró en la capilla, necesitaba rezar. A su derecha estaba la capilla de San Miguel, con un retablo mal pintado, que lo mostraba con armadura y una balanza pesando las almas; a izquierda y derecha, San Pablo y San Pedro; encima, Cristo crucificado con San Juan y la Virgen; debajo, imágenes de la pasión. Pasó de largo sin apenas mirarlo y siguió adelante dejando a su espalda la capilla de San Agustín y San Ramón, el patrón de la villa.

Se arrodilló ante el altar de la Virgen, una talla románica que la representaba sentada con el Niño Jesús en sus rodillas. El Niño Jesús. Jesús. Volvió a pensar en África y cerró los ojos para ocultar las lágrimas mientras se santiguaba. Luego los abrió. La Virgen tenía la mano derecha cercenada, con la izquierda sostenía al Niño. En éste era la corona la que estaba partida, elevando la mano derecha en señal de bendición y sosteniendo el Evangelio con la izquierda. La talla era policromada, predominando el rojo sobre el verde y el negro, que eran los colores sobresalientes. Las figuras estaban carcomidas y la pintura resquebrajada y sucia por los siglos.

Sacó el rosario empezando a rezar al Niño por el otro Jesús que guardaba en su mente, pidiendo que lo protegiera.

La capilla era pequeña, pero inundada de imágenes. Había una talla de Santa Clara; otra de la Virgen, similar, pero más moderna y completa, que habían recogido de una ermita abandonada y en ruinas, que existió en las afueras de la población; una figura de Cristo crucificado, vestido; una segunda con faldellín y que estaba acompañado de su madre, San Juan ya no existía; una arqueta atribuida a San Valero; otra imagen de San Juan del Calvario; una tercera Virgen sedente, pero sin Niño. Luego pinturas, una tabla del Calvario, dos de la Natividad, otra de San Hipólito… tan atiborrada la capilla que sólo quedaba espacio para caminar entre los bancos.

Orosia rezaba ajena de toda la riqueza espiritual del oratorio, que había llegado a conocer de memoria. La vista, fija, pero sin centrarse, mirando al infinito, en el Niño, y en el extremo de su campo visual se hallaba el Martirio de San Lorenzo, junto a San Sebastián, San Roque y San Jorge.

El olor a incienso quemado la absorbía, llegaba a sus pulmones embriagando lentamente su cerebro. Rogaba con fervor, viviendo el recuerdo de Jesús, gimiendo de pánico cuando el incienso desbordó su imaginación y lo vio rodeado de moros, y entonces, a través del humo, vio moverse a San Lorenzo en su Martirio, lo vio fluctuar, sólo que el rostro no era el del santo, sino el de Jesús y sus torturadores, los moros que le rodeaban, y supo que podía gritar, protestar ante tamaño salvajismo, ante la injusticia que llevaba a los jóvenes a morir a unas rocas peladas que no eran suyas, que eran de los marroquíes y que ellos habían invadido por un capricho de poder del Gobierno.

Salió mareada, intoxicada por el incienso y regresó a su celda tumbándose para que se le pasara la borrachera.

La despertaron a la hora de la cena soportando los reproches; estaban allí para gozarse en el Señor, no para dormir la siesta. Al término, la señora abadesa quiso verla. Era ésta de unos cincuenta años, aunque semejaba más anciana por una espalda encorvada, que casi llegaba a joroba, sus mejillas hundidas, boca contraída en una sempiterna sonrisa que era mueca, y unos ojos sarcásticos y soberbios, cubiertos de un halo que quería ser seráfico y sólo llegaba a avariento. Ropaje monástico pringoso cubriendo un cuerpo esquelético, blanco y fofo que había adelgazado súbitamente en pocos meses por alguna rara enfermedad, colgándole la piel como en un sauce llorón viejo y falto de agua.

No se anduvo por las ramas la buena mujer. Le mostró la caja abierta y descerrajada extrayendo de ella las cartas. Era obvio que habían registrado su celda mientras rezaba, que habían roto su secreto y leído los miedos, los pesares y las palabras de amor de Jesús.

Orosia sintió que ardía de indignación, pero llevaba el suficiente tiempo allí para mantener una actitud vergonzosamente hipócrita. Su rostro no se alteró y únicamente sus ojos, cuando los bajó sumisa, brillaron de cólera contenida. Pensó en lo diferentes que eran aquella mujer y aquel convento del primero en que estuvo, destruido por una furia que en aquellos momentos le pareció justa. Comprendió el odio que sentía Jesús hacia los religiosos.

La superiora sermoneaba, añorando la Inquisición, a la joven que no la oía perdida en su enojo. Decía algo del alma, de desvergüenza, de su padre que les había advertido; pero aunque la hubiesen matado Orosia no habría sabido decir qué estaba soltándole aquella boca, lo único que, junto con los ojos, parecía vivo en la santificada religiosa, aislada en su perorata, alcanzando el éxtasis, el clímax, como debía obtenerlo con el manso párroco que las visitaba semanalmente dada la persecución al que lo sometía la abadesa, totalmente salida.

Cuando regresó a su celda, nunca mejor dicho, la encerraron. Orosia volvió a sentir su resolución; se puso en jarras. No era mujer que tolerase insolencias, menos estando en toda su juventud y vigor, pero debía ser astuta, ya que no iba a salir de allí tan fácilmente como creía.

Descubrió el sistema al día siguiente, al encontrarse con mosén Buenaventura Floro y Juliá, el sufrido párroco que las visitaba. Era hombre de cómo sesenta años, ojos inflamados, cabeza gorda, chupado de carnes debido quizá a la consunción a la que lo sometía la abadesa; dedos de contable, nariz empinada, piel gelatinosa y más afición a la gazuza que a la gula, castigando su pecado a base de gazpachos cuando no ternasco al horno, las veces que podía. Por lo demás, poseía porte de general desde que estuvo de capellán, antes de profesar, en la última guerra carlista, allá en su lejana juventud, tan generoso con la gana como en bendecir las balas que disparaba.

Ahora, siendo vicario en aquella villa perdida del Alto Aragón, poseyendo tres Capellanías y dos Beneficios, honrosamente ganadas en los campos de batalla del despacho del Arzobispo, del disimulo y los elogios, sometíase a la penitencia de la lujuria con la superiora del convento, firmemente decidido a conocer las artimañas del Maligno para mejor combatirlo.

¡Esta es la mía!, pensó Orosia cuando lo saludó tímidamente preocupándose por su salud. Y mosén Buenaventura sufrió una convulsión de felicidad, porque aquella divina criatura, que sus famélicos ojos devoraban cada vez que la veían, le había dirigido la palabra. Respondió al saludo y, llevado por un súbito valor que no había sentido desde su mocedad carlista, preguntó respetuoso cómo estaba ella. La timidez de la niña hizo que se fijara más en Orosia, siendo difícil que un hombre que se preciase como él, fuera indiferente ante tanta hermosura y belleza. Tomó generoso su brazo, sintiendo deliciosos calambres al sentir la carne mórbida y femenina bajo la tela que sujetaban sus dedos, sojuzgado por el crepúsculo de sus ojos y tan hermosa que un pollo pera cometería locuras.

Orosia pareció alarmada por el cariñoso interrogatorio al que paulatinamente iba sometiéndola el casto párroco. Enrojeció de pudor y se disculpó asustada. Él la dejó marchar preocupado por su insistencia. Pero en la siguiente visita volvió a hallarla. En la tercera no tuvo dudas de que estaba interesada por él. En la cuarta se convenció de que la jovencita le amaba secretamente, y él se disolvió no menos enamorado. Lamentó y compadeció, albergándola entre sus protectores y nervudos brazos de sarmiento, la tortura a que la sometían en aquellas paredes como si fuera una criminal, oyéndole que su grácil figura se le aparecía en las noches impidiéndole conciliar el sueño. Los labios de mosén Buenaventura buscaron los suyos en aquel rincón en el que no los veía nadie, estremecido porque lo llamaba grácil. Ella lo rechazó, su corazón era de su dueño y señor, mas no estaba bien; luego gimió románticamente cuando, con insistencia, consumiéndose por un fuego que ardía en sus entrañas, logró el sacerdote besarla. Orosia lloró timorata e inocente respondiendo finalmente al ósculo, resolviendo lavarse la boca tan pronto llegara a su celda.

Don Buenaventura no vivía más que para ella mientras ocultaba su verdadero amor en sus relaciones con la fogosa superiora. Sentíase joven e incapaz de seguir en aquella situación. Era su deber sacarla de aquel antro de sufrimiento al que la sometía la diabólica abadesa. El sacerdote se entregó a sus ilusiones, su pasión le inflamaba, su ideal lo enloquecía y su amor triunfó sobre su sentido común.

Con una excusa, que sólo el paroxismo del clímax sexual llevó a la abadesa a acceder, la sacó del convento, descubriendo que la tímida damisela desapareció más rápido que un palmo de longaniza por sus glotonas tragaderas, después de robar, Dios sabía cómo, un vestido colgado del tendedero de enfrente.

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