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24
junio
El soplo del vendaval (12)

CAPÍTULO XII

Julia, la hermana pequeña de Orosia, de trece años, sonrió traviesamente al ver a Jesús. Casi enseguida dijo encontrarse mal, se mareaba, le dolía el vientre y tenía ganas de vomitar. Su madre la acompañó al servicio.

Jesús aprovechó el momento. Habían adquirido la costumbre de citarse en el local Coyne, donde exhibían aquel nuevo invento que llamaban cinematógrafo y que funcionaba en Zaragoza desde hacía seis años. Se sentó al lado de Orosia. Estaba preciosa con su cabello recogido y aquel chal que, doblado convenientemente, acentuaba sus formas. Olía a un perfume nuevo que el joven no supo identificar, pero que despertó sus apetitos sexuales y no pudo evitar una mirada lasciva al contemplar a la muchacha.

-Tu hermana nos echa una mano –comentó.

-Le he dado instrucciones.

Jesús frunció las cejas. El tono de Orosia había sido tenso. No obstante aquello daba a su rostro un atractivo nuevo. Deslizó sus ojos por su cuerpo. Los senos abultaban provocativamente la blusa, bajo el chal, merced al corsé de ballenas, y más abajo, la posición de sentada dejaba entrever sus eróticos tobillos. Orosia ajustó su falda de un manotazo.

-¿Qué ocurre? –preguntó Jesús.

-Mi padre te oyó el otro día, en la estación.

-Bien –se lamentó -. Lo que faltaba.

-Lo volviste loco…

-¿Por eso estás enfadada?

Calló ante su mirada.

-Volvió a casa –prosiguió Orosia –que no se le conocía, y hablando como no lo había hecho nunca. Necesitó seis horas para darse cuenta que lo que habías dicho no tenía nada que ver con Costa, y entonces se sintió engañado y tan enfurecido que no quiere ni oír hablar de ti.

-Veo que te lo ha contado todo.

-Exacto. Y no me gusta –la ira acentuaba más su nuevo atractivo – ¿Es que no aprendiste nada en Barcelona?

-No hubo violencia.

-Según como se mire. Eres un agitador y lo peor, tienes carisma. No me gusta. No me gusta si con ello arrastras a la gente. Lo de Barcelona lo hicisteis tú y gente como tú. Y aquí te ha faltado esto para volver a organizarla.

-Pero no ocurrió.

-¿Seguro? No ocurrió ese día, pero la semilla está sembrada.

Jesús no respondió; no lo había pensado.

-No hablé con esa intención –comenzó, pero se interrumpió; aunque era cierto, lo único que iba a hacer era disculparse, una disculpa que no tenía ningún valor. Recordó los comentarios de sus compañeros cuando terminó su arenga y los planes posteriores cuando se reunieron en comisión. Orosia tenía razón. Sin proponérselo había sembrado la semilla. Aquel año de 1911 iba a ser de los más conflictivos laboralmente, en el que prácticamente todos los oficios iban a plantear huelgas parciales o totales, ganando más de la mitad.

Orosia cogió cariñosamente su mano y contempló su rostro que se había tornado gravemente ceniciento. El enfado de la muchacha se había disipado.

-No te das cuenta del carisma que tienes. Y cuando empiezas a hablar te olvidas de todo. Sólo estás en lo que haces y le pones un sentimiento y una afición que galvanizas a la gente.

Jesús siguió sin responder, preguntándose incómodo si aquello era un reproche o un simple comentario.

-No piensas en las consecuencias. Cariño, con tu carisma lo que dices no cae en saco roto. Influyes en todos. Lo malo es que es para mal.

-Y es mejor dejarlo y que sigan explotándonos –se defendió como un niño.

Orosia retiró la mano y apartó el rostro con un gesto irritado.

-Oigan, hagan el favor de guardar silencio. Están molestando.

-La película es muda. No venga jodiendo.

-¡Jesús, por favor! –exclamó con un murmullo Orosia.

Al principio no la oyó sosteniendo la mirada del otro hombre mientras se medían. Era un tipo de unos cuarenta años, calvo, con el cabello corto y aplastado en las sienes; cejas rectas, ojos separados por una nariz estrecha que iba engordando hasta terminar en forma de porra en la punta, debajo de la cual existía un bigote ancho y retorcido que ocultaba el labio superior; el cuello duro parecía impoluto. Lentamente las palabras de Orosia llegaron a su cerebro y optó por la prudencia.

-Sabes cómo soy –musitó bajando la voz.

-Por eso es mejor que no nos veamos en un tiempo.

Jesús sintió que se vaciaba de sangre.

-¿Qué quieres decir? –no pudo evitar un excesivo tono de alarma en su voz.

-No sé cómo eras antes. Cuando te conocí aquella semana eras… había algo en ti, algo bueno que afloró y que siempre habías tenido escondido. Luego seguiste por ese camino… Pero no has cambiado tanto como pensaba. Hasta parece que hayas olvidado todo y me da la sensación que sólo te falta el grosor de un papel para que vuelvas a poner…

No lo dijo; estaban en un lugar público y alguien podía oírlo. Jesús lo entendió perfectamente.

-No volveré a hacerlo nunca –prometió. Y era sincero.

-No lances las campanas al vuelo. Eres demasiado fogoso. Quizá no lo hagas, pero no soportas la injusticia, te enfurece y te hace perder los papeles. Quizá no hagas eso, pero sí lanzar a la gente a la calle.

-Vamos…

-Lo estás haciendo ya.

Lo había hecho en el entierro de Costa. Jesús sintió malestar.

-Y ellos te manipulan y no te das cuenta.

También era cierto. No le habían vuelto a decir nada del tema, pero sabía que estaban utilizando el caldo de cultivo, que sembró sin querer, para sus fines.

-Te quiero, Jesús. Pero no puedo compartir mi vida con alguien…

Alguien como tú, ¿era eso lo que quería decir? Jesús desvió la mirada.

-No me siento capaz –seguía Orosia -. No va conmigo.

-¿Es la ruptura? –no hubo resignación. Era rendición.

Orosia negó. No lo miraba, no se atrevía, no habría podido soportar el dolor que seguramente reflejarían sus ojos.

-Te quiero demasiado –la frase salió rota -. Pero necesito tiempo, y tú también.

Jesús tardó en contestar. El que había protestado bendijo el silencio.

-¿Podremos…? –Orosia cerró los ojos en un mudo quejido al oír la inflexión de tormento en la voz del muchacho – ¿podré verte?

-No –Orosia nunca creyó que podría decirlo -. Voy a ingresar en un convento.

No miraba a Jesús, no podía, no debía.

¿Qué hacía él? ¿La miraba? ¿Gesticulaba?

No quería mirarle, no…

¿Por qué no hablaba?

¿Por qué guardaba aquel espantoso silencio?

-No es cosa mía –tuvo que ser ella quien lo rompiera -. Mis padres. Creen que es la mejor manera de separarnos.

Otra vez silencio. Era peor que afrontar sus ojos.

Sintió su mano en el muslo, era firme, de dedos largos. Debería haber apartado la pierna, pero en vez de eso la cogió con la suya, la estrechó con fuerza. Jesús enlazó sus dedos con los suyos.

-Creí que tu padre no quería que fueras monja.

¿Su voz inaudible era porque no podía hablar más alto o para ocultar sus sentimientos?

-Y no quiere. Pero sostiene que es la única manera de que me libre de tu influjo. Además creo que ambos intentan arreglar otro matrimonio.

-Pero, ¿en qué siglo viven? –se rebeló -. Perdona –añadió ante su mirada, y fue un error de la muchacha porque ya no la pudo desviar – ¿Dónde –preguntó Jesús a los pocos segundos -, dónde te envían?

-Aún no lo sé.

-¿Me lo dirás cuando lo sepas?

-Jesús…

-¡Sí, separarnos un tiempo, vale! Pero, maldita sea, Orosia, necesito verte, aunque no quieras que hablemos, verte.

-De acuerdo –mintió. Una mentira piadosa; no quería verlo sufrir. Verse sería un sueño, sus padres hablarían con la abadesa para impedirlo, y siendo Jesús como era haría alguna tontería de la que se arrepentiría.

El rostro del muchacho se serenó.

-Te quiero –murmuró. Rozó sus labios con los suyos. Más no; estaban en un lugar público, y aunque habían roto muchas de las recatadas normas sociales de su tiempo, aún no habían llegado tan lejos como para besarse delante de todos sin darle importancia.

Luego se levantó completamente en desacuerdo con ella, pero sometiéndose a su voluntad.

-¿Lo harás por mí?

-¿Te refieres a cambiar? –murmuró Jesús respirando por la boca – ¿Hasta qué punto crees que puedo hacerlo?

-¡Oiga, siéntese o váyase, pero me está tapando la pantalla!

Jesús empezó a irse. Bruscamente lo pensó mejor y volvió a sentarse junto a Orosia. El espectador soltó un bufido.

-¿Es definitivo?

Orosia agradeció aquel conato de rebelión, iba más acorde con su temperamento.

-No lo sé, mi vida –los ojos de Orosia brillaban, quería besarle, quería… ¡a la mierda el que dirán!, pero las costumbres de su época y el periodo que pasó en el convento se lo impidieron -. Dios mío, quisiera que fueras distinto, que no seas como eres, pero… no serías tú. Quiero decir que, a pesar de todo te quiero así, aunque sé que no seremos felices, chocaríamos, y sin embargo de la otra forma…

-No me amarías –afirmó.

-No lo sé. Sinceramente, no lo sé.

-¿Tienes miedo?

-A perderte. Amor mío, si me quieres, dame tiempo. La semana pasada tenía muy claro lo que quería, y ahora, con lo que ha ocurrido y descubrir que sigues igual…

-No sigo igual.

-Quizá es que sólo te lo parece. No sé, quizá es que no quiero que cambies, pero sí que crezcas y valores las consecuencias antes de dar un paso.

-¿Todo se reduce a que soy un inconsciente?

-No lo sé. ¿Por qué insistes?

-Porque esto es muy doloroso para mí.

-¿Y para mí, no?

-Supongo.

¡Supones!

-¿Usted otra vez?

La madre.

-Ya me iba –dijo Jesús levantándose.

-Espero que para siempre.

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