Sin Comentarios
10
junio
El soplo del vendaval (10)

CAPÍTULO X

Se sacó brillo a los zapatos restregándolos contra las perneras de los pantalones mientras esperaban que abrieran. El corazón le palpitaba, y a pesar del frío estaba sudando. Marcelo sonrió burlón ante su nerviosismo. Fue él quien habló al hombre que abrió la puerta presentándose.

Jesús se descubrió y estrechó la mano del padre de Orosia. Era bastante más alto que el muchacho, fornido, con cuello de toro, giba de búfalo y bigote, de moda veinte años atrás y excesivamente chocante en aquellos tiempos modernos. Calvo, con más hebras blancas que oscuras, tenía un cráneo alargado y abollado, un rostro ancho, mentón estrecho, mandíbula retraída y nariz prominente, todo lo cual hizo preguntarse a Jesús si Orosia era su hija o la del vecino.

-Pasen ustedes.

Jesús siguió a Marcelo por un pasillo oscuro, estrecho, interminable, cuyo único faro era la brillante calva de don Sidal, resplandeciente por una lejana luz en la coronilla y que le recordó cierto eclipse que vio en su infancia, no recordando el año. De Marcelo sólo sabía que estaba delante y se dejó conducir por aquel faro de carne como un barco en los arrecifes.

El túnel desembocaba en una cocina que servía de comedor. Había algo en el fuego, un puchero que burbujeaba alimentado por carbón. Una especie de toldillo la adornaba, y de un clavo colgaba el gancho para remover lo que parecía lignito, amontonado en un rincón esperando su turno en la cocina. Aunque para lo que Jesús entendía, igual le habría dado que fuera hulla como el carbón piedra que extraían de las minas de Alloza, a pocos kilómetros de su pueblo.

Sin mediar palabra, el padre de Orosia les señaló unas sillas especialmente dispuestas para la ocasión. Jesús se sentó todo lo derecho que pudo para ocultar su nerviosismo, descubriendo que en aquella pose se sentía más incómodo. Marcelo en cambio parecía estar en su salsa.

Don Sidal se sentó enfrente, al lado de una señora idéntica, salvo por los años, a Orosia. A la muchacha no se la veía por ningún sitio, aunque la puerta entreabierta de la izquierda demostraba que estaba pendiente de lo que iba a ocurrir.

Durante unos segundos interminables ninguno habló, estudiándose y valorándose. Jesús sentía los adustos ojos recorriendo su persona, mientras él los desviaba, harto de ver aquella deforme cabeza sobre un cuello giboso con chaleco y chaqueta corta.

La madre seguía siendo una preciosidad pese a las arrugas que cruzaban su rostro prematuramente envejecido. El cabello empezaba a ser cano, recogido en la parte posterior con un moño, aunque por delante se veía partido en dos por una raya a la izquierda, casi centrada, en un intento de parecer juvenil. Dos grandes pendientes, de aquellos que se convertirían en tópicos de aragonés, adornaban sus orejas, exhibiéndolos únicamente para la ocasión. Una blusa oscura, con puños cerrados hasta las muñecas, cuyas manos sostenían un abanico cerrado. Un delantal también negro, que llegaba hasta los tobillos, cuyos único adorno eran seis pliegues (Jesús se tomó la molestia de contarlos) en la parte inferior. Un bolsillo bajero. Y debajo del delantal, una falda tosca de anchas franjas azules y blancas, con otras más pequeñas y colores intercambiados en éstas. No se veía nada más. Nada salvo su rostro, tan exacto al de Orosia y que era…

El carraspeo le sobresaltó.

Miró bruscamente a don Sidal, visiblemente irritado por la meticulosa inspección del muchacho a su esposa.

Aquello no empezaba con buen pie, pensó Jesús.

-Así que…

Pero que nada de buen pie.

-¿Me escucha?

-¿Perdone? –la voz salió ronca. Jesús carraspeó.

Recibió una mueca encendida por parte de don Sidal antes de que el hombre la centrara en Marcelo.

-Así que el joven pretende la mano de mi hija –comenzó.

-No tengo ni una perra, si es lo que va a preguntar.

Marcelo cerró los ojos al oírle. No se llevó las manos a la cabeza por educación.

-¿Cómo ha dicho?

-Que no tengo ni un petaco –repitió Jesús, sin tener en cuenta que aquella denominación andorrana a los diez céntimos, posiblemente no era entendida fuera de su pueblo -. Hasta el sombrero es alquilado.

Ambos padres se miraron sin saber de qué estaban más sorprendidos, de la interrupción o de la sinceridad.

-No le presten atención –intervino Marcelo -, es muy bromista.

Rio falsamente antes de callarse corrido por la mirada de don Sidal. Deseó estar bajo tierra.

-Quizá les sorprenda –continuó Jesús -, que no siga la costumbre del aponderador, pero es que no necesito que nadie diga embustes sobre mí, me basto yo solo. No tengo nada propio excepto mi trabajo y…

-¿De qué trabaja? –quiso saber doña Fernanda.

-Periodista.

-¡Ah! El «Heraldo de Aragón».

-No, el «Espartaco». Un diario…

-Sé de qué trata –gruñó levantisco el padre.

-Eh… bien -¿iba aquello peor o se lo antojaba a él? -. Decía que creo que, en los tiempos que corren, un trabajo es más de lo que se puede pedir.

-Según qué trabajo.

¿Gruñó o rugió?

Marcelo miraba al techo. Jesús ni se dio cuenta.

-Uno honrado –respondió.

-¿El suyo, lo es?

-Pagan por ello –les desconcertó, y prosiguió imparable – Es cierto que mis padres tuvieron tierras, pero eran pocas y se vendieron cuando abandonamos el pueblo. Más o menos como ustedes, seguramente.

Don Sidal acentuó sus arrugas peligrosamente.

-Creo, joven que, con su forma de hablar, no va a llegar a ningún sitio.

-Estas manos no son de señorito –las extendió recogiéndolas antes de que observaran que no conservaba ninguna callosidad. No obstante pudieron ver el dorso de unos dedos gruesos de obrero -, han trabajado desde muy niño. Es lo único que puedo ofrecer para mantener a su hija.

-También nosotros somos trabajadores, joven, y no por ello…

-Entonces comprenderá lo que digo.

Marcelo pasaba los ojos desde su amigo a los padres. Jesús no daba tregua con sus respuestas rápidas, cortantes, no dándoles tiempo a pensar. Si no hubiera sido tan estúpidamente sincero los habría llevado a su terreno. Con todo era un instigador nato. No había habido exageración en los comentarios que le habían hecho, en el partido, quienes lo conocieron en Barcelona. Jesús era un buen orador, sabía convulsionar las masas provocándolas, ya fuera contra él mismo o contra los demás. Sería beneficioso para todos si conseguía que volviera al redil, que hablara por su voz a los obreros y no por el periódico. El partido necesitaba hombres como él. Pero sería preciso encauzarlo hacia los objetivos correctos, de lo contrario Jesús era demasiado anarquista incluso para el anarquismo.

-¿Cómo conoció a nuestra hija? –preguntó la madre cambiando de tema, procurando serenar los ánimos, incapaz de comprender que su bendita Orosia, la novicia, flor y nata de santidades futuras, aunque el marido estuviera en contra de delirios monjiles, hubiera entrado en tratos con quien don Sidal sólo veía un bergante.

-En la Semana Trágica –respondió Jesús uniendo los ojos a aquellos tan singulares y lo único que tenía distinto de Orosia.

Marcelo gimió; era capaz de cantar toda la verdad.

-¿La salvó usted?

-No. Ella a mí. Estaba herido.

-Por los revoltosos, claro.

-Sí, señora.

Después de todo, Mauro lo era.

-¿Espera que me lo crea? –escupió el padre.

-No, señor.

-¿Entonces, por qué lo dice?

-Porque es la verdad.

-En todo caso –concilió doña Fernanda -, fue mala suerte que estuviera usted en la calle.

-¿Qué hacía en ella? –preguntó don Sidal.

-Era otro de los revoltosos.

Marcelo se llevó la mano a la frente. Mejor no intervenir. Que fuera lo que Dios quisiera.

-¿Y se atreve a pedir la mano de mi hija? –Don Sidal casi se incorporó.

-¿Usted no ha cometido estupideces en su juventud?

-¡Nunca!

-Pues yo, sí.

-Estimo, joven, que ya hemos hablado suficiente.

-¿He de tomarlo como una negativa?

-¿Por qué no les dices por qué te hirieron?

Todos miraron a Orosia. Había estado escuchando detrás de la puerta rezando para que Jesús no metiera la pata. Era demasiado rezar.

-¡Orosia! ¿Os tuteáis?

-Sí, padre…

-¿No habréis…?

-Sí, madre.

-¡Dios bendito!

-¡Debería partirle la cara, joven!

-¿Pero cómo dices…? –gruñó Jesús.

-¡Cierra la boca!

-¡Está mintiendo, señor!

-¡Bellaco!

¿Cómo se había metido en aquella aventura?, se lamentó Marcelo.

-¿Y para cuándo lo esperas?

-No pregunte, madre.

-¡Cómo que no pregunte!

-¡Salga de mi casa!

-Escuche, don Sedal

-¡Sidal!

-…le juro que no he puesto la mano encima de su hija.

-¿Cómo puedes decir eso? –sollozó Orosia.

-Es cierto, ¿cómo puedes? –gruñó Marcelo.

-¡Tú no metas cizaña!

-Espero que reparará como un hombre.

-No voy a reparar nada.

-¡Joven! –amenazó.

-Me casaré con su hija, pero después de un noviazgo formal. Antes no. ¡Y ahora, lo tome o lo deje!

-¿Quiere que saque la escopeta?

-Haga lo que quiera. Pero no voy a casarme aprisa y corriendo sólo porque su hija emplee argucias de monja para que usted no rechace mi oferta.

-¿Es cierto eso, Orosia?

-No.

-Voy a por la escopeta.

-Vámonos, Jesús –susurró Marcelo tirándole del brazo.

-Vete tú.

-Espere, padre. Deje que hable con él.

Don Sidal titubeó. Miró a su hija, luego a Jesús, a su hija.

-Bien, convéncele si quiere saber lo que le conviene.

Se sentó. Brazos cruzados. Ojos de carabina apuntando al muchacho.

-A solas, padre.

-¿Por qué a solas?

-¡Vamos, pareces…! –la madre -. Entrad en el dormitorio.

Orosia cerró la puerta tras ellos. Besó a Jesús.

-Estúpido loco.

-¡Encima!

-Loco no. Orgulloso. Demasiado orgullo es lo que tienes.

-¿Sólo por decir la verdad? –preguntó con un mohín.

Orosia oprimió los labios hasta formar una delgada línea; Jesús tenía un código del honor desconcertante.

-No conoces a mis padres. Son…

-Son personas rectas y no creo que con tus…

-Son orgullosos también. Tanto o más que tú. Adelante, sal e insiste con la verdad. Te puedo asegurar que nunca consentirán nuestro matrimonio.

Jesús abrió la boca.

-Además –siguió Orosia sin dejarle hablar -; no es la primera vez que mientes. Tus artículos.

-¿Mis artículos?

-Mauro. ¿No se llamaba así el hombre que mataste? Sólo a ti se te podía ocurrir emplearlo como seudónimo. Tienes suerte que tus fanáticos amigos están tan ciegos como tú.

-¿Así que lees mis artículos? –barbotó asombrado.

-Sin dejar ni uno. Te has vuelto muy cínico.

-Y no te gusto –aseguró.

-Te da atractivo –sonrió Orosia.

Pero él no rio, permaneció grave contemplándola. Negó con la cabeza a una pregunta interna.

-Eres la única cosa buena de mi vida –murmuró -. No quiero conseguirte mediante engaños. Sería como pervertirte, prostituir lo único puro que hay en mí.

Orosia pestañeó lentamente; había algo especial en los ojos del joven en aquel momento. No era romanticismo, aunque tampoco encontraba otra descripción idónea. Había amor, puro amor, pero no un amor puro. Era difícil describirlo, una mezcla de nobleza, inocencia, cariño, necesidad, todo lo mejor que podía existir en el interior del muchacho apelotonados en destellos de abigarrados sentimientos.

Sintió sus manos rodeando su cintura, atrayéndola, estrechándola contra su cuerpo, mirándola con aquellos ojos que no parecían los suyos y que lo eran y hablaban en mudas palabras.

-No te quiero así –repitió suavemente.

La única cosa buena –tarareó arisca reaccionando. Cogió con sus manos los pelos de la nuca de Jesús sujetándole la cabeza, temerosa de que apartara los ojos -. Pues te diré una cosa. Yo quería ser monja, lo quería con toda mi alma, una vida de contemplación desposada con el Señor y entonces te conocí y trastocaste todo mi mundo. Yo seré tu única cosa buena, pero tú eres lo único que tengo y no voy a perderte, mucho menos porque ahora quieras comportarte honradamente. Mis padres no te darán nunca su consentimiento. Así que únicamente quedarán dos caminos: o esperar a que se mueran con lo cual seremos viejos y no estoy dispuesta a esperar, o desobedecerlos y huir contigo, cosa que no haré sólo por darte el capricho. Con que si quieres que sea tuya, ya estás saliendo por esa puerta a reconocer que estoy embarazada y que te portarás como un hombre.

Lo apartó de un violento empujón.

Lo vio titubear en una lucha interna, valorando la resolución que acababa de oír y sus propias convicciones. Sólo necesitaba un empujón y Orosia se dispuso a darlo.

Jesús sintió la caricia en su mejilla, una mano que ardía. Luego sus labios agrediéndole suavemente, la lengua entrando en su boca entreabierta…

Orosia se separó enferma ante la vulnerabilidad que halló al besarle, pero no había pasividad en los ojos de Jesús, tampoco sensualidad, únicamente dolor.

-¡Está bien! –gimió Orosia girándose para ocultar las lágrimas -, diles la verdad. Huiré contigo si es lo que quieres. Si voy a hacerte tanto daño, adelante.

No obtuvo ninguna respuesta y el silencio que siguió pareció absoluto y eterno. Un siglo después oyó abrirse la puerta a su espalda.

-Espero que sepan perdonarme –las palabras de Jesús le llegaron vacilantes -, yo… me asusté. Espero que me disculpen. Les aseguro que cumpliré…

-¡Es mentira!

Jesús se volvió sobresaltado oyendo asombrado cómo Orosia confesaba atropelladamente toda la verdad.

Los padres ya no sabían qué pensar y Marcelo volvió a desear estar bien lejos.

Jesús permanecía en silencio, diciéndose que nunca entendería a aquella mujer.

Orosia sostuvo su mirada, pálida y con labios temblorosos.

-Si no estás embarazada –quiso saber don Sidal -, ¿por qué…?

-Jesús nunca me ha tocado.

-¿Por qué lo has dicho?

Era demasiado largo de explicar, demasiado largo y difícil. Optó por una respuesta tópica.

-Porque le quiero e ibais a decir que no.

-¡Y esa es la respuesta! –tronó don Sidal -. No sé qué influencia tiene este joven sobre ti, pero no me gusta lo que veo. Así que, muchacho, abandone esta casa y no vuelva. Olvide a mi hija. En cuanto a ti, Orosia…

-En cuanto a mí, tengo dieciocho años, dentro de tres, veintiuno.

Mayor de edad. La retraída mandíbula de don Sidal tembló de ira.

-¡Salga de aquí! –amenazó a Jesús. Pero éste no le oyó, fijos sus ojos en los de Orosia.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *